sábado, 4 de febrero de 2023

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL DEDO DEL TAXIDERMISTA

Gerardo disfrutaba de un hobby extraño y cruel. Amaba ver animales, pero, desgraciadamente, su amor se proyectaba hacia los que asesinaba, y luego embalsamaba para exhibirlos en su tétrica casa, cuya única ornamentación eran los animalitos muertos. Esta afición lo absorbía tanto, que, teniendo una pensión por incapacidad para cubrir sus necesidades básicas, (había perdido parte de una pierna en su juventud en un accidente laboral, como faenador, con las sierras que cortaban las reses), dedicaba todo su tiempo a cazar y embalsamar. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba, las escasas veces que iba al pueblo a tomar un par de tragos en el bar, él se definía como “taxidermista”, aburriendo a sus interlocutores con historias de su práctica. Gerardo soñaba con salir de los innumerables roedores, pequeños zorros y comadrejas: aspiraba a un animal de gran tamaño, imponente y peligroso. Fantaseaba con usar la escopeta, con un tiro estratégico que abatiera una bestia regia, majestuosa. Se imaginaba hasta la mirada de desafío de la misma, y su pericia para despojarle la vida e inmortalizarla luego, conservando su esencia para disfrutarla cuando quisiera. Se obsesionó tanto con esa idea, que acudió al zoológico, que, por lógicas razones de bienestar para sus habitantes, se había transformado en una reserva natural, con hábitats adaptados para los pocos ejemplares que no eran nativos. Su objetivo era la pantera negra que vivía allí, en un parque adaptado para ella, y que rara vez se mostraba a los visitantes, dejando siempre una sensación de intriga y misterio. Se coló de noche, por una zona que había estudiado con anticipación en un plano detallado del lugar, directo al parque, con la intención de cazar la pantera, y llevársela en un titánico esfuerzo para cumplir el anhelo de su vida. Gerardo solo era dedicado a lo que le interesaba. Si su mente hubiera estado más abierta, habría sabido de antemano que la pantera era el orgullo de la reserva natural, ya que no solo había un ejemplar, y que la hembra estaba preñada. Hasta los colegios participaban en concursos donde los niños proponían nombres para los cachorritos prontos a nacer. Era un acontecimiento feliz y poco usual, ya que era muy difícil la reproducción en cautiverio, y la ocasión ameritó que naturalistas de otros países se ofrecieran a readaptar a la familia felina una vez paridos los pequeños, a su lugar de origen. Ya se pensaba en una fiesta de despedida para la regia camada por venir y sus bellos progenitores. Así que Gerardo, ignorando toda esa información, ridículamente vestido como para un safari, sin la ventaja de la luz natural, entró en el predio de las panteras, con la mira del arma apuntando en la oscuridad. A la espera de toparse con el animal, su corazón latía acelerado con el gozo anticipado del momento de la matanza, y se loaba a sí mismo por la hazaña sobrehumana de trasladar el cadáver que transformaría en su obra maestra. Tan metido estaba en sus ensoñaciones, que no escuchó el furtivo ataque por la espalda del animal, que, mil veces más feliz que Gerardo, tenía la oportunidad de cazar una presa como sus instintos naturales se lo solicitaban. Gerardo aulló como un lobo, gimió como un gato, se ahogó con su sangre exhalando los chillidos de un ave de presa, y ladró de agonía mientras era devorado vivo por dos panteras que pronto volverían a su casa, de la que jamás debieron salir. Los restos de Gerardo, (no se puede hablar de cadáver observando lo que quedó luego de su estúpida incursión) se identificaron más tarde gracias al dedo gordo intacto del que se recuperaron huellas dactilares. Las panteras tuvieron que ser sedadas con gran cuidado, sobre todo en la hembra, para examinarlas: la comilona les había sentado sumamente mal, y vomitaron a Gerardo en diferentes zonas del parque, que se cerró con excusas de mantenimiento: nadie quería arruinar el pronto nacimiento de los cachorros con la historia del idiota que se coló en su hábitat, manchando así el traslado de los felinos. Concluidos los trámites en razón de la defunción del taxidermista, sin familia ni seres queridos a los que explicarles el incidente, se archivó la causa. Mi querido amigo, el comisario Contreras, me trajo el dedo en un frasco con formaldehido, un dedo transcurrido por el deseo de participar del vaciamiento de vísceras de un animal inocente para transformarlo en un objeto “decorativo”. Ese pulgar inquieto, (cada cierto ciclo de tiempo se mueve en una especie de baile convulsivo), se luce en los estantes de mi enorme colección. Por cierto, la pantera tuvo dos hermosos hijitos. La hembra fue bautizada con el nombre ganador que los niños propusieron en las escuelas. Al machito, quizás para regalarle algo positivo a quien nada de eso tuvo en vida, le pusieron Gerardo… Si no me equivoco, la fundación naturalista pronto trasladará al bellísimo Gerardo, su hermanita y padres a África, cerrando un ciclo que debió haber terminado hace muchísimo tiempo: los animales no son objetos ni divertimentos, son seres que tienen derecho a la dignidad de su propia naturaleza. Si desean ver el dedo inquieto, espasmódico, acérquense a La Morgue, y con gusto les mostraré toda mi colección. Los espero por aquí. Feliz fin de semana.

sábado, 28 de enero de 2023

EDGARD, EL COLECCIONISTA- BAILANDO CON LOS GUSANOS

Gonzalo era un niño con emociones muy intensas, que, a veces, no sabía cómo procesar. Su padre, el único que parecía entenderlo y apoyarlo con gran cariño, falleció siendo el muy pequeño. Su madre, Lorena, que se llevaba muy mal con el esposo, se enojaba con Gonzalo, que le recordaba por el parecido físico a su marido, con demasiada frecuencia. Cuando Gonza andaba por los doce años, Lorena vio al muchachito llorando amargamente. —¿Por qué lloras? —Extraño mucho a papá… Me gustaría que no se hubiera…marchado. —¡Ese infeliz! ¡Un bueno para nada, igual que tú! ¡Gracias a Dios, que, en vez de seguir holgazaneando con la excusa de su enfermedad, ahora está bailando con los gusanos! Ante el horror en la cara de Gonzalo por su frase, Lorena lanzó una carcajada cruel. —Igual. Eres igualito a él. ¡Ya deja de llorar como una niña! ¿Quieres que te compre una faldita? Esa no fue la última vez que la madre usara esa expresión. Cada vez que podía, para disgusto del muchacho, la mujer repetía que su padre estaba “bailando con los gusanos”. Gonzalo se obsesionó con eso. Empezó a tener pesadillas, y se puso a investigar sobre el tema en internet. Así le surgió la inquietud de hacer un experimento, y vivenciar de qué forma obraban los gusanos con los cuerpos corrompidos. Dejó de juntarse con los pocos amigos que tenía, para ir al bosque, donde mataba pequeños animalitos, y los dejaba en pozos cavados alrededor de una choza abandonada que usaba como base de operaciones. Cada cierto ciclo de tiempo, desenterraba los pequeños cadáveres, para ver la actividad de los gusanos en ellos. Con horrorizada fascinación, observó cómo el cuerpecillo de un pequeño conejo parecía sacudirse levemente. La ilusión óptica de falsa vida se rompió cuando se percató de la frenética actividad de los gusanos, que asomaban por los ojos y hocico del animalito. Comenzó a apuntar sus observaciones de los pequeños trabajadores de la muerte: en cuánto tiempo aparecían, sus características y ciclo de desarrollo. Quizás a eso se hubiera limitado, si Lorena no hubiera sido tan mordaz con sus poco felices comentarios en el casi inexistente diálogo con su hijo, y se hubiese abstenido de repetir cada dos por tres su venenosa cita del “baile de los gusanos”. Un día recibió una comunicación de la maestra de Gonzalo, pidiéndole una reunión por el bajo rendimiento escolar del chico. Eso generó que la mujer se pusiera especialmente cruel y virulenta, implantando, sin saber, una macabra idea en la resentida psiquis de su hijo. Gonzalo le dedicó el triple de tiempo a su actividad en el bosque, abocado a crear una “granja de gusanos”. Apoyado por la experiencia que venía tomando con sus pobres víctimas peludas, e investigando más, empezó a criar los repulsivos bichos en cantidades casi imposible de concebir. Con los destartalados muebles de la choza, usó la madera para construir una caja oblonga, rústica, muy similar a un ataúd. Cuando consideró el momento oportuno, acudió a su enclave del bosque en su bici, con un carrito adosado, y metiendo su “cosecha” en bolsones, se los llevó junto a la caja hasta su casa. Esperó pacientemente a que su madre volviera del trabajo, con la caja dispuesta en el medio de la sala, y las enormes bolsas movedizas bien cerca. Cuando regresó Lorena, preguntando a los gritos qué diablos era esa porquería, su hijo la atacó por la espalda, dándole un golpe en la cabeza, desmayándola. La mujer se despertó sintiendo mil alfileres de dolor en su cabeza lastimada. Descubrió, espantada, que estaba atada de pies y manos, en el interior de la horrible caja que vio al entrar en su hogar. Al intentar gritar, se percató de que su boca estaba sellada con cinta. Entonces, con los ojos desorbitados, encontró a Gonzalo, contemplándola con una sonrisa de oreja a oreja. En vez de atender el mudo ruego de liberarla, su hijo acercó un parlante, y sin dejar su semblante risueño, tan poco habitual en él, le dijo: —Llegó el momento, mamá: hoy vamos a bailar todos con los gusanos. Ya no voy a llorar más como una niña, ni te recordaré con mi rostro el de papá, que según tú era un holgazán. Nada como un buen ejercicio para espantar al ocio… ¡A bailar! Encendió una música atronadoramente fuerte, y abrió uno de los bolsones, repleto de gusanos, esparciéndolos sobre el cuerpo maniatado de Lorena, que se sacudía impotente ante una mezcla de repulsión y terror extremos. Gonzalo le arrancó la cinta de la boca, y el grito de horror de Lorena quedó obstruido por otra lluvia de gusanos, que el chico le arrojó al abrir otro bolsón, hasta cubrirla por completo dentro de la caja. Feliz al ver cómo se sacudía su madre bajo su manta de gusanos, gritó intentando superar el volumen de la música heavy metal que sonaba del parlante: —¡Eso es, mamá! ¡A bailar con los gusanos, todos juntos, como la mejor de las familias! Y con una euforia que jamás había sentido desde la muerte de su padre, se puso a bailar como un poseso alrededor del rústico ataúd construido con sus propias manos, donde a su madre, se le reventaba el corazón del asco y el terror de su situación. A Gonzalo no pudieron hacerlo parar de bailar, cuando la policía, alertada por los vecinos que se quejaron del estruendo musical a altas horas de la noche, se llegó al domicilio. El comisario Contreras pidió ayuda a una institución psiquiátrica para tranquilizar al chico, que llevaba horas bailando y riendo sin poder parar, deshidratado y desvinculado de la realidad. Pronto, ya resuelto el caso, me tocará oficiar el velatorio de Lorena. Gonzalo quedó institucionalizado en el hospital psiquiátrico. Si no lo sedan, sigue bailando sin cesar, con el riesgo de morir de agotamiento, sin dejar de sonreír y gritar que “hay que seguir bailando con los gusanos”. Como atención, mi amigo, el comisario, me trajo el cuaderno con los apuntes que el malogrado muchacho hacía en la choza del bosque, cuyo contenido erizaría la piel del más templado, y un frasco con gusanos, que, rompiendo toda clase de lógica natural, siguen retorciéndose repulsivamente sin morir, alimentados vaya a saber con qué extraña energía… Ambos objetos se encuentran en los estantes de mi colección. Pueden venir a verlos. Los espero con mucha ilusión. Hasta el próximo velatorio…

sábado, 31 de diciembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- CENA DE AÑO NUEVO

Cuando Germán encendió la luz de la sala, a la que había ingresado en absoluto silencio, no esperó jamás ver a su padre, sentado tranquilamente en el sillón más grande, apuntándolo con su arma, en absoluta calma y concentración. —¡Por Dios, viejo! ¡Casi me matas del susto, joder! ¿Qué hacías en la oscuridad, con un revólver? ¿Dónde está mamá? Sin dejar de apuntar a su hijo, Octavio, con voz monocorde, helada, le contestó: —¿Así que te asusté? ¡Mira tú! Estaba esperándote. Tu mamá también te esperaba, preparando con ilusión la cena de año nuevo, detalle a detalle con las cosas que te gustan, comprando con anticipación, haciendo largas colas en los mercados, para consentir a su “nene”. Pero el “nene” no aparecía. Se había ido de juerga en Navidad, robándose el dinero de los ahorros de su madre, para reventarlos comprando el veneno con que se droga hasta perderse… —¡Ay, papá! ¡No empecemos con sermones! Ya repondré el dinero… Soy joven, y quiero divertirme un poco. Seguro que mamá comprenderá… Además, he llegado justo a tiempo para cenar con ustedes, como familia. Juro que en este nuevo año cambiaré. Retomaré mis estudios, trabajaré, y comenzaré la aburrida vida de adulto… ¡Ya deja de apuntarme, viejo! ¡Me pones nervioso! Déjame entrar a darle un beso a mamá. —Para poner en claro las cosas: no voy a cesar de apuntarte en el centro de tu frente ni un puto segundo. Sinceramente, ya no me importa lo que vas a hacer, siempre y cuando cenemos juntos por última vez este fin de año. Lo que hagas luego, será asunto tuyo. Nunca más escucharás una reprimenda de mi parte… Si es que no quieres que oprima el gatillo, (ganas no me faltan), me vas a acompañar al lugar donde hemos de cenar. Los tres, por última vez, como ya dije antes… No quiero escuchar una sola palabra. Sal y ponte al volante. El GPS te guiará hacia el lugar indicado. Una frase, y te vuelo los sesos… Pálido como un fantasma, Germán obedeció a su padre. Ya en el coche, siguió la ruta ordenada. Para su absoluta sorpresa, habían llegado al cementerio. —Baja ya. Mientras, alelado, descendía del auto, su padre sacaba una pala y una herramienta de corte del porta equipaje. Con determinación, sin dejar de vigilar a su hijo, Octavio rompió el candado de la puerta del camposanto, y tendiéndole la pala, que tomó como un autómata, ordenó: —Entra ya. Te indicaré el camino. Y calladito. Sigo apuntándote. A la primera pendejada, estás muerto… Llegaron a una tumba muy reciente. Horrorizado, Germán vio en la lápida el nombre de su madre. —Comienza a cavar. Nublada de amargas lágrimas la visión, conmocionado, atravesado aún por las sustancias consumidas en la semana, se puso a cavar como un poseso, sin poder evitar los temblores que lo sacudían sin control. Llegó el momento en que se escuchó el golpe contra un objeto de madera. —Muy buen trabajo, hijo. Abre la tapa ahora mismo. Viendo en primer plano el cañón del arma direccionado a su cabeza, con la sensación de vivir una pesadilla, y esperando despertar de ella en cualquier momento, consiguió, a costo de romper la tapa, abrir el ataúd. La farola cercana le mostró la cara pálida y demacrada de su madre fallecida, con el maquillaje funerario ya arruinado con los primeros indicios de putrefacción. Octavio sacó un cuchillo de su bolsillo, y se lo arrojó a Germán, que lo atrapó sin pensar. —Esperó por ti, Germán. Con toda su paciencia y amor. Quería que la acompañaras a elegir la cena que te iba a hacer para mimarte. Era tan buena, tan crédula, que no dudó tu promesa de volver y estar con ella. Pero se enteró en el mercado, por una de sus comadres, de que te estabas drogando con la banda de perdidos esos con la que te juntas, y se rindió. Ya venía muy mal de salud. Su último deseo era una cena en familia. Nunca le diste nada, jamás cumpliste sus sueños, sus anhelos… Le rompiste el corazón. De eso falleció: de un corazón partido de tristeza. El muchacho sollozaba entre temblores, sufriendo un remordimiento gigantesco. —El cuchillo que te di es para usarlo. Corta un pedazo de la carne de tu madre, y come. Cumple, aunque sea post morten, el deseo de tu pobre mamá. Tengamos en paz una última cena familiar… Fíjate, estamos a tiempo. Aún no es año nuevo… —¡No puedo hacer eso, papá, no puedo! —¡Por una vez en la vida, sé hombre! Ella te observa desde el más allá… Y si no quieres, poco me importa: te pegaré un tiro. No pongo muchas expectativas en ti. No soy tan tonto como ella… En un estado que superaba el horror con creces, Germán cortó un trozo del flaco brazo de su madre, y mirando los ojos de Octavio, se lo llevó a la boca. Arrancó un pedazo de la pútrida carne. Lo masticó y tragó entre arcadas. En ese momento, comenzaron a sonar fuegos de artificio, y el cielo se iluminó con bellos colores. —¡Feliz año nuevo, hijo querido! Acto seguido, Octavio direccionó el cañón del arma hacia su propia cabeza, y se voló los sesos, cayendo en la tumba de su mujer, tirando a su hijo en la caída, que murió de espanto antes de lograr vomitar la carne podrida de su madre. El comisario Contreras me trajo, pasados los hechos, el arma cargada de tristeza y mala vibra. La tengo en un frasco de vidrio blindado, pues emite ondas de profundo dolor y melancolía. Pueden, cuando lo deseen, acercarse a La Morgue para contemplarlo, y reflexionar sobre la importancia de los afectos, sobre todo para comenzar esta nueva etapa... Muy feliz año nuevo, queridos amigos. Celebren a sus seres queridos, el tesoro más importante que se puede tener para ser plenos…. Hasta el próximo velatorio.

sábado, 24 de diciembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- SORPRESAS NAVIDEÑAS

Por primera vez en su larga trayectoria de casados, a la socialmente encumbrada pareja de Olivia y Gaspar les tocaba pasar solos la Navidad. Los hijos estaban viajando con los abuelos en el exterior, y los amigos y parientes también se hallaban fuera del país. Fuera de la interacción con otras personas, hacía rato que la pareja no solo no tenía nada en común que compartir, salvo intereses económicos, sino que se odiaban ferozmente, pese a demostrar una cordialidad impecable, y dar la imagen de la relación perfecta. —Lamentablemente, querido, al darle franco al personal de servicio, deberás conformarte con una cena preparada por mí… —Pues será todo un descubrimiento. No sabía que cocinabas… —Como tantas otras cosas que no sabes de mi persona… —Te equivocas. Sé más de lo que te gustaría. Pero no nos enredemos en juegos de palabras, y pasemos al comedor, si te parece… La mesa estaba coquetamente ornamentada, y cuando Olivia trajo una elegante fuente, exquisitos aromas asombraron a Gaspar, quien, al probar la carne guisada, no pudo más que admitir: —Realmente eres una excelsa cocinera. La comida está exquisita, querida. Una lástima que, al ser vegana, solo puedas degustar la ensalada, también perfecta. —El ingrediente secreto es el amor… —dijo la mujer con tono sarcástico. Cuando terminaron los postres, Gaspar anunció: —Tengo a los pies del árbol navideño una sorpresa para ti, mi cielo… —¡Qué detallista! Al abrir la caja envuelta en primorosos papeles rojos y dorados, la mujer palideció. Dentro había un brazalete, hecho de piel, con un tatuaje que reconoció no bien lo vio: un símbolo del infinito, con su nombre entrelazado entre las líneas del dibujo. Lo tenía su amante en la zona inguinal. Lo adornaba un dije con un diamante tallado en forma de corazón. —¿Qué te parece, mi vida? ¿A que no encontrarás algo más exclusivo y personalizado? —Es verdad. —dijo, tratando de mantener el tono de voz firme. —Yo también te dediqué un gesto “exclusivo y personalizado”. La carne del guiso que te comiste con tanto placer, proviene de las prominentes nalgas de tu mantenida. Uno de mis guardaespaldas se encargó de proporcionarme el material de cocina. Por cierto: la chica era también amante de él, con lo cual queda demostrado que la lealtad se compra y se vende con el precio adecuado. De ti recibía las atenciones económicas. Mi empleado suplía, con su porte, juventud y musculatura, las otras necesidades en las que tú dejabas mucho que desear… Fue el turno de Gaspar para palidecer. Sus manos temblaban casi imperceptiblemente, gesto que no pasó inadvertido por Olivia. Un aura negra del odio más abyecto vibraba en el hermoso salón. —Bueno. Creo que nos hemos agasajado y sorprendido mutuamente. Solo queda brindar con el mejor champán para concluir esta jornada Navideña maravillosa. Usaré las copas de cristal de Murano. —Exactamente eso te estaba por sugerir, mi querida… ¿No quieres ponerte antes el brazalete? Ella, disimulando el rictus de furia que quiso invadir su sonrisa perfecta, contestó con voz cálida: —Luego de brindar, mi cielo… Chocaron con elegancia las copas, y bebieron el burbujeante y helado espumante de lujo. No bien terminaron la bebida, ambos abrieron desmesuradamente los ojos, con un gesto de sorpresa y dolor extremo. —¡MALDICIÓN, ENVENENASTE LAS COPAS! —Gritaron al unísono. Y echando espuma y sangre por la boca, cayeron juntos al suelo, retorcidos de espasmos en sus entrañas que se quemaban por dentro, por efecto del letal químico que habían esparcido en el interior de las finísimas copas talladas. Todos estos detalles los supe cuando velé sus cadáveres. Me contaron, a su modo, la historia de sus trágicos decesos. Conseguí, de paso, que confesaran el destino de los cuerpos mutilados de sus respectivos amantes, para que también pudieran descansar en paz. El comisario Contreras se encargó del asunto, y me dio las botellitas con el veneno espantoso que se llevó las vidas de la “pareja perfecta” de la alta sociedad. Las tengo en las estanterías de mi colección, y cuando todo se encuentra en silencio, parecen susurrar palabras en amabilísimos tonos irónicos, tan falsas, que asustan muchísimo más que los insultos bajos y groseros. Les deseo a todos una muy feliz Navidad, donde celebren sentimientos auténticos, totalmente más valiosos que las apariencias y el lujo: sin amor, no hay nada que festejar en la vida… Los espero, como siempre, en La Morgue, para que admiren mi colección y sus historias. Hasta el próximo velatorio…

sábado, 17 de diciembre de 2022

EDAGARD, EL COLECCIONISTA- FÚTBOL Y PACTOS

Martín y Felipe eran amigos desde la más tierna infancia. Compartían juntos casi todo en la vida. Solo tenían un punto de discordia: ambos eran hinchas de equipos de fútbol rivales, por lo que había muchos chistes urticantes, dependiendo el ganador. Competían, además, por quién se lucía con la broma más pesada respecto a su fanatismo. Los equipos llegaron a una instancia en la que se enfrentarían por un ascenso, lo cual provocó las típicas diatribas entre los amigos, esta vez, más fuertes que de costumbre. Martín le preguntó a Felipe qué haría como cábala para que ganara su cuadro. —Cuando ganemos, porque no tengo dudas del triunfo, me pondré a correr desnudo por todo el pueblo, luciendo los tatuajes del mejor equipo del mundo en mi piel… —¡Qué estupidez tan infantil! Yo haré algo mucho más serio: pactaré con Satán. No solo ganaremos, sino que también le pediré que tu equipo de mala muerte desaparezca de la faz de la tierra… —¡Serás rebuscado! ¿Tan inseguro te sientes, que necesitas pactar con el diablo? ¿Será que es un club de pobres diablos? Si otros amigos presentes no intervenían a tiempo, separándolos, los muchachos iban a terminar, con seguridad, a las trompadas. Llegó el ansiado día del enfrentamiento de las escuadras rivales. Cada uno en su casa, con mucho nerviosismo, ambos esperaban que comenzara el partido donde se definiría el ascenso, y la posibilidad de humillar a su par. Y de pronto, una lluvia huracanada interrumpió la transmisión: el enfrentamiento se suspendía por mal tiempo, un hecho totalmente inesperado, ya que los pronósticos no lo habían anunciado. Toda la región se vio afectada. A Felipe se le ocurrió una idea: se disfrazó de diablo, con un atuendo del que su padre estaba orgulloso, por el realismo que tenía. Lo usaba en Halloween cuando estaba muy ebrio, feliz de meter miedo a quién lo viera. Sin importarle la lluvia torrencial, corrió hacia la casa de Martín, y conociendo que guardaba una llave bajo una maceta de la entrada, ingresó en la vivienda, encontrándolo de espaldas. Con una voz gutural muy bien lograda, bramó: —¡He venido a cobrarme tu alma, inmundo mortal perdedor! Martín se dio la vuelta, y ante la macabra visión entre penumbras del horroroso diablo de cuernos retorcidos, garras impresionantes y colmillos agudos, gimió muy quedo, y, llevándose la mano en el pecho, se cayó al suelo, atravesado de dolor. Felipe lanzó una carcajada. —¡A que te hiciste encima del miedo, cobarde! ¡Mírate, el que hace pactos con Satán! Tomándose el pecho oprimido, casi sin respirar, reconoció la voz de su amigo. En un estertor, antes de morir por un infarto, Martín le dijo a Felipe con su último hálito: —¡Grandísimo idiota! ¡Me mataste del susto, pero tú eres la garantía del pacto! Bajo su demasiado realista disfraz, sin poder creer el giro de los acontecimientos, Felipe corrió a auxiliar a su amigo, pero un calor sobrenatural le impidió moverse. En segundos, pasó a ser insoportable, y el pobre infeliz se prendió fuego, ardiendo como una tea viva. Así lo vio todo el pueblo, corriendo desesperado, con llamas altísimas que la lluvia torrencial, sin explicación lógica, no conseguía apagar. Nadie logró ayudarlo, y cuando al fin terminó su loca carrera, era una momia calcinada, negra como el carbón. Por pedido de ambas familias, los amigos serán velados juntos. El comisario Contreras me trajo el contrato que Martín había redactado manuscrito, dirigido al maligno, y firmado con su sangre, donde pedía el triunfo de su equipo, y la destrucción del contrario, poniendo de garante al desafortunado Felipe. Muchos dicen que el pobre fue alcanzado por un rayo, que tenía algo combustible encima, que pisó un cable en corto, en fin, había miles de teorías sobre su extrañísimo deceso. Lo cierto es que, algunas bromas llegan demasiado lejos, y existen entidades con las que no se puede jugar. Guardo el contrato, seguramente hecho como chiste, en los estantes de mi colección. Chiste o no, la sangrienta firma brilla en la oscuridad, con una iridiscencia enfermiza… Me recuerda lo malo del fanatismo, y de tomar a la ligera a las fuerzas del mal. Si tienen dudas, solo deben acercarse a La Morgue, y verán el fatídico documento, el último que vinculó la vida de dos grandes amigos con alguien que es mejor no nombrar… a menos que deseen finales como los de ellos. Los espero en mi próximo velatorio…

sábado, 12 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN CADÁVER OBSTINADO

César decía amar a Majo, su esposa, más allá de las leyes naturales. Sin reparo alguno, solía decirle, cada tanto: —Ni siquiera la muerte será un rival que logre separarme de ti, mi amor. —Me disgusta que toques ese tema. Disfrutemos de la vida, sin blasfemias. En realidad, a Majo le horrorizaban esas declaraciones de su esposo. Sentía que al pronunciar algunas frases, él estaba ofendiendo voluntades superiores, y burlando al destino. Por desgracia, poco tiempo después, la muerte se presentó en el hogar de la pareja, arrebatando la vida del apasionado César, por un derrame cerebral. La desconsolada Majo vino a verme, para arreglar su despedida, y con el rostro caldeado, me consultó: —¿Puedo confiarle, señor Edgard, una inquietud un tanto extraña que tengo? Temo que me tome por loca… —¡Por supuesto, señora! Hable con absoluta confianza… —Verá… César me aseguraba siempre que la muerte no sería obstáculo suficiente para frenarlo de estar conmigo. Tengo pesadillas horribles, donde él abandona su tumba, y viene a visitarme. De alguna manera, estoy convencida de que eso ocurrirá. Y quiero rogarle tomar recaudos para que eso no ocurra. Creo que enloquecería de terror, si no es que ya no estoy loca, por contarle esto… —Mi querida Majo: sé de más cosas sobrenaturales de las que imagina. Y no, no está loca. Hay voluntades tan fuertes, que intentan vencer los frenos que existen entre los planos. Confíe en mí. Quédese cuando termine el velatorio. Nos acompañarán Aurora y Tristán. Veremos que ocurre, y qué se puede hacer ante cualquier contrariedad. Con un suspiro de alivio, Majo asintió, y nos abocamos al amargo trámite burocrático para oficiar la despedida de César. La ceremonia transcurrió con la normalidad triste y algo melodramática de estos casos. Cuando todos se retiraron, Majo se quedó con nosotros, tal como habíamos acordado. Apenas cerramos las puertas, Aurora, mirando a Tristán con ojos desmesurados, dijo: —¿Sienten? Es como si hubiera un cable de alta tensión cerca… Era cierto: una extraña energía parecía haberse adueñado de la sala velatoria, poniéndonos los pelos de punta. Un crujido, acompañado de desamparados gemidos de Majo, que, con los ojos fuera de las órbitas se abrazaba a sí misma, meciéndose como una niña aterrada, nos hizo mirar el ataúd. El finado César, muy retocado por mis hábiles manos, y las de Tristán, para disimular la autopsia, y el feo color violáceo que tintaba su piel helada, sonreía de oreja a oreja, supurando líquidos por las mismas, además de la nariz, mientras se incorporaba, emitiendo crujidos con todas las articulaciones de su cuerpo helado. Aurora fue a abrazar a la viuda, que estaba al borde del desmayo. El hombre intentó comunicar verbalmente sus buenas intenciones, pero de sus cuerdas vocales desobedientes y estragadas salió un graznido tan feo, que hubiera espantado a una parvada de cuervos. Con absoluta torpeza, intentó abandonar el ataúd. En ese momento, junto a Tristán, y Aurora, que se acercó a nosotros luego de decirle unas palabras tranquilizantes que no tranquilizaron lo más mínimo a la espantada Majo, le impusimos las manos a César, que nos miró asombrado, supurándole los ojos, mientras trataba de pestañear coordinadamente, sin lograrlo. —¿Por qué, buen hombre, te empeñas en quedarte aquí, y asustar a tu amada esposa? Ya bastante le cuesta asumir tu muerte, como para que le agregues este dolor innecesario. César, no sin cierta dificultad, se llevó la mano al corazón, y señaló a su viuda, mientras profusas lágrimas barrían el cuidadoso maquillaje fúnebre, transformándolo en un grotesco payaso terrorífico. Captamos su mensaje: durante la autopsia, le habían retirado el corazón, y él quería que quedara en manos de Majo, porque solo a ella le pertenecía. Se lo comunicamos a ella, que, con un hilo de voz, le dijo al finado: —Mi amor: pediré al hospital que devuelva el corazón, y, para que nadie vuelva a disponer de él, se lo daré en custodia al señor Edgard, que con tanto cariño ofició tu despedida. ¿Estás de acuerdo, mi vida? César curvó los labios, rompiendo los puntos ocultos con que los había cosido prolijamente, en una sonrisa que le hubiera helado la sangre al mismo demonio, pero que nosotros sabíamos que iba llena de amor. Luego asintió, con más crujidos espeluznantes de sus vértebras, y con la gracia de una marioneta con los hilos rotos, le sopló un beso a Majo, y se desplomó, oficialmente muerto, sobre la seda de su ataúd. Alcanzó a ver, antes de eso, como su esposa fingía tomar el beso, apoyarlo en su boca, y arrojarle otro a él. Luego de hacerlo, la pobre señora se desmayó. La asistimos, y cuando estuvo repuesta, le dije: Quédese tranquila, Majo. César se ha marchado en paz. Eso sí, cumpla su palabra, y solicite al hospital el corazón del finado. Si le ponen peros, mencióneme, y le allanarán el trámite. Luego me lo trae, y haremos tal como le dijo a su marido. Como la pobre señora estaba hecha polvo, y al día siguiente era el entierro, la dejamos hacer noche en una habitación junto a Aurora. Pasadas las exequias, reclamó el corazón, que ahora se luce en un frasco, en los estantes de mi colección. Sé cuándo Majo está pensando en César, porque el órgano, entonces, empieza a latir, con un sonido que suena como: “MA-JO-MA-JO…” Cuesta creerlo, ¿verdad? Bueno, si tienen dudas sobre mi historia, se acercan a La Morgue, y lo podrán comprobar en primer plano. La fuerza del amor es una de las pocas que es capaz de vencer a la misma muerte… Muy buen fin de semana, mis queridos amigos.

sábado, 5 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ALMA DE OSCURIDAD

Trinidad era una joven, hija única de una familia muy pudiente, que había ganado cada centavo de su fortuna con el esfuerzo de años de trabajo. La muchacha, pese a la buena voluntad de sus padres, no valoraba en nada los principios que defendían sus progenitores, que, por mimarla demasiado, no habían sabido inculcarle. Ella era caprichosa, consentida y materialista. Pero lo peor era su racismo, y la forma cruel con la que disfrutaba discriminar y menospreciar a los que no consideraba de su elite. Se guardaba muy bien de disimular esa ideología de sus padres, ya que ellos se hubieran escandalizado de tal comportamiento, y cortado de raíz sus generosos aportes económicos, que la joven desperdiciaba en ropa que no necesitaba, cambiaba cada mes de teléfono, y gastaba en todo lo que inflamara su ya gigantesco ego. Se jactaba de su piel blanca, su pelo rubio y ojos claros, discriminando a quienes no gozaran de una belleza perfecta como la de ella. Cultivaba un odio inexplicable hacia las personas morenas, y trataba de expandir sus ideas venenosas dentro del círculo de obsecuentes que tenía como corte de su patético principado. Trinidad se encaprichó con un muchacho, hijo de nuevos ricos, con las características físicas que profesaba como credo estético: Oscar era un adonis de cabello castaño dorado, ojos verdes, y un cuerpo musculoso y perfecto. Oscar, tan tonto y hueco como la chica, se unió a ella, envanecido por la popularidad que le brindaba ser parte de “la parejita perfecta”, frase que iba de boca en boca, para su placer. Cuando Trinidad quedó embarazada, Oscar se horrorizó. Los padres le convencieron de que casarse con la hermosa heredera era una forma de consolidar socialmente la posición que tanto anhelaban, y el muchacho aceptó, sopesando también los beneficios de tener una “familia perfecta”. Para contentar los caprichos de Trinidad, los padres se embarcaron en la boda más ostentosa de la que se tuvo memoria en el pueblo. Se mudaron a una casona que era un pequeño palacio, sostenida por la familia de la joven, que le brindó a Oscar un puesto ejecutivo al que el muchacho no daba valor, y apenas se esmeraba en cumplimentar escasamente, lo que a otro empleado le hubiera valido un despido inmediato, por indolencia y desinterés. Cuando se evidenció el embarazo, Trinidad exigió a sus padres que le instalaran un área de maternidad en su casa, ya que las clínicas y hospitales de la zona no le parecían adecuadas para atender su parto debidamente. Ante las protestas de sus progenitores, Trinidad les dijo: —¡Cuánta ignorancia! Lo que les pido, se llama “parto respetado”. ¿No lo harán por su nieto? Como siempre, terminaron cediendo a la caprichosa intensidad de su única hija. Al llegar el momento de dar a luz, asistida por un equipo médico en su propio hogar, Trinidad trajo al mundo a un precioso bebé de raza negra, rollizo y saludable. Al verlo, un grito de horror salió de su boca. Se alteró tanto, que los médicos tuvieron que sedarla. Lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia fue la voz de Oscar, furioso: —¡Eres una sucia ramera! ¡Teniendo al hombre más guapo del pueblo, te acostaste con un negro, maldita hipócrita! ¡Dijiste que los odiabas! Temblando de furia se fue dando un portazo. La enfermera, instintivamente arropó al niño con un gesto protector, y llamó a los padres de la parturienta, comentándole la fea situación vivida. Ernesto y Violeta vinieron justo cuando Trinidad se despertó. Ella solo lloraba y se quejaba como una niñita de parvulario: —¡No comprendo! ¡No entiendo como pude parir ese engendro! Ernesto mandó a buscar a su yerno. Cuando estuvieron todos reunidos, el hombre tomó la palabra: —¿Cuál es el problema aquí? Veo que han tenido un bebé sano y hermoso. —¿Lo pregunta en serio, suegro? ¡El niño es negro! ¡Su hija me engañó! —¡Yo no te engañé! ¡Me dan asco los negros! ¡Voy a matar a esa…cosa venida del infierno! La cachetada que le cruzó su padre por el rostro la tomó tan de sorpresa, que ni siquiera se quejó. Quedó con la boca igual de abierta que Omar. —Escuchen bien, pedazo de idiotas desalmados. Mi abuela, Juliana, luchó contra todos los prejuicios de la época para casarse con Jeremías, un honorable hombre de color del que se había enamorado. Si te hubiera encaminado con mayor firmeza, no hubiera criado yo a una repulsiva racista. Y veo que el descerebrado de tu esposo, piensa igual que tú… —¡¿Tengo sangre negra en mis venas!? —Por supuesto. Y debería ser un honor para ti. Jeremías fue un ejemplo de lucha y trabajo honrado para todos. Con los ojos desorbitados, se levantó con una agilidad inesperada, y tomó un escalpelo olvidado por los médicos. Fue directo a la cuna, con toda la intensión de matar al niño. Oscar reaccionó intentando detenerla, y Trinidad prácticamente lo degolló con la afilada hoja. Para el absoluto horror de sus padres, mientras caía Oscar arrojando chorros de sangre, intentando tapar con sus manos la apertura de su cuello, Trinidad se cortó el propio, y se desmoronó arriba de Oscar. Luego de que la policía se apersonara en la terrible escena, el pequeño quedó bajo la custodia de sus abuelos maternos. Los paternos no querían saber nada de él. Oficié el velatorio de Trinidad, y luego, el de Oscar. Quiero contarles lo que ocurrió en el de la muchacha, al concluir. El espíritu de Trinidad se me presentó. Era un ente rabioso, enfermo de odio, absolutamente negro, envuelto en un mantillón de bebé, del mismo color. Imponiendo mis manos indagué el motivo de su furia. Asqueado, sentí como Trinidad, aún desencarnada, seguía con sus prejuicios sin sentido, y estaba enferma por ellos hasta el último átomo de su mala energía. —¡Desiste, por favor de tus insanos pensamientos!¡Hazlo, al menos, para que tu hijo te pueda rezar como una madre amorosa! Como respuesta, el ente me escupió un asqueroso líquido negro en la cara, y me tiró el mantillón con desprecio. —¡No te mereces la iluminación! ¡No te mereces haber sido madre! ¡Vete a penar al erial donde pasarás la eternidad! El espectro se desintegró mientras seguía vomitando su veneno oscuro. Yo recogí el mantillón negro, y oré con todo el corazón para que esa alma perdida recuperara su camino. El mantillón, luego de mi oración, de un lado se tornó de un prístino blanco, y al darlo vuelta, era negro. Pero el tono ya no estaba cargado de malas vibraciones. Ahora está en los estantes de mi colección, primorosamente acomodado. Voy a visitar a Jeremías. Así bautizaron al hijo de Trinidad sus abuelos. El hermoso niñito es amado por todo el pueblo, que se conduele de la terrible tragedia vivida. Y aunque el pequeño vaya a crecer muy consentido, estoy seguro que Ernesto y Violeta le enseñarán los principios que no pudieron inculcar en su desalmada hija, por la que deberán rezar mucho, para que encuentre la luz…