sábado, 31 de diciembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- CENA DE AÑO NUEVO

Cuando Germán encendió la luz de la sala, a la que había ingresado en absoluto silencio, no esperó jamás ver a su padre, sentado tranquilamente en el sillón más grande, apuntándolo con su arma, en absoluta calma y concentración. —¡Por Dios, viejo! ¡Casi me matas del susto, joder! ¿Qué hacías en la oscuridad, con un revólver? ¿Dónde está mamá? Sin dejar de apuntar a su hijo, Octavio, con voz monocorde, helada, le contestó: —¿Así que te asusté? ¡Mira tú! Estaba esperándote. Tu mamá también te esperaba, preparando con ilusión la cena de año nuevo, detalle a detalle con las cosas que te gustan, comprando con anticipación, haciendo largas colas en los mercados, para consentir a su “nene”. Pero el “nene” no aparecía. Se había ido de juerga en Navidad, robándose el dinero de los ahorros de su madre, para reventarlos comprando el veneno con que se droga hasta perderse… —¡Ay, papá! ¡No empecemos con sermones! Ya repondré el dinero… Soy joven, y quiero divertirme un poco. Seguro que mamá comprenderá… Además, he llegado justo a tiempo para cenar con ustedes, como familia. Juro que en este nuevo año cambiaré. Retomaré mis estudios, trabajaré, y comenzaré la aburrida vida de adulto… ¡Ya deja de apuntarme, viejo! ¡Me pones nervioso! Déjame entrar a darle un beso a mamá. —Para poner en claro las cosas: no voy a cesar de apuntarte en el centro de tu frente ni un puto segundo. Sinceramente, ya no me importa lo que vas a hacer, siempre y cuando cenemos juntos por última vez este fin de año. Lo que hagas luego, será asunto tuyo. Nunca más escucharás una reprimenda de mi parte… Si es que no quieres que oprima el gatillo, (ganas no me faltan), me vas a acompañar al lugar donde hemos de cenar. Los tres, por última vez, como ya dije antes… No quiero escuchar una sola palabra. Sal y ponte al volante. El GPS te guiará hacia el lugar indicado. Una frase, y te vuelo los sesos… Pálido como un fantasma, Germán obedeció a su padre. Ya en el coche, siguió la ruta ordenada. Para su absoluta sorpresa, habían llegado al cementerio. —Baja ya. Mientras, alelado, descendía del auto, su padre sacaba una pala y una herramienta de corte del porta equipaje. Con determinación, sin dejar de vigilar a su hijo, Octavio rompió el candado de la puerta del camposanto, y tendiéndole la pala, que tomó como un autómata, ordenó: —Entra ya. Te indicaré el camino. Y calladito. Sigo apuntándote. A la primera pendejada, estás muerto… Llegaron a una tumba muy reciente. Horrorizado, Germán vio en la lápida el nombre de su madre. —Comienza a cavar. Nublada de amargas lágrimas la visión, conmocionado, atravesado aún por las sustancias consumidas en la semana, se puso a cavar como un poseso, sin poder evitar los temblores que lo sacudían sin control. Llegó el momento en que se escuchó el golpe contra un objeto de madera. —Muy buen trabajo, hijo. Abre la tapa ahora mismo. Viendo en primer plano el cañón del arma direccionado a su cabeza, con la sensación de vivir una pesadilla, y esperando despertar de ella en cualquier momento, consiguió, a costo de romper la tapa, abrir el ataúd. La farola cercana le mostró la cara pálida y demacrada de su madre fallecida, con el maquillaje funerario ya arruinado con los primeros indicios de putrefacción. Octavio sacó un cuchillo de su bolsillo, y se lo arrojó a Germán, que lo atrapó sin pensar. —Esperó por ti, Germán. Con toda su paciencia y amor. Quería que la acompañaras a elegir la cena que te iba a hacer para mimarte. Era tan buena, tan crédula, que no dudó tu promesa de volver y estar con ella. Pero se enteró en el mercado, por una de sus comadres, de que te estabas drogando con la banda de perdidos esos con la que te juntas, y se rindió. Ya venía muy mal de salud. Su último deseo era una cena en familia. Nunca le diste nada, jamás cumpliste sus sueños, sus anhelos… Le rompiste el corazón. De eso falleció: de un corazón partido de tristeza. El muchacho sollozaba entre temblores, sufriendo un remordimiento gigantesco. —El cuchillo que te di es para usarlo. Corta un pedazo de la carne de tu madre, y come. Cumple, aunque sea post morten, el deseo de tu pobre mamá. Tengamos en paz una última cena familiar… Fíjate, estamos a tiempo. Aún no es año nuevo… —¡No puedo hacer eso, papá, no puedo! —¡Por una vez en la vida, sé hombre! Ella te observa desde el más allá… Y si no quieres, poco me importa: te pegaré un tiro. No pongo muchas expectativas en ti. No soy tan tonto como ella… En un estado que superaba el horror con creces, Germán cortó un trozo del flaco brazo de su madre, y mirando los ojos de Octavio, se lo llevó a la boca. Arrancó un pedazo de la pútrida carne. Lo masticó y tragó entre arcadas. En ese momento, comenzaron a sonar fuegos de artificio, y el cielo se iluminó con bellos colores. —¡Feliz año nuevo, hijo querido! Acto seguido, Octavio direccionó el cañón del arma hacia su propia cabeza, y se voló los sesos, cayendo en la tumba de su mujer, tirando a su hijo en la caída, que murió de espanto antes de lograr vomitar la carne podrida de su madre. El comisario Contreras me trajo, pasados los hechos, el arma cargada de tristeza y mala vibra. La tengo en un frasco de vidrio blindado, pues emite ondas de profundo dolor y melancolía. Pueden, cuando lo deseen, acercarse a La Morgue para contemplarlo, y reflexionar sobre la importancia de los afectos, sobre todo para comenzar esta nueva etapa... Muy feliz año nuevo, queridos amigos. Celebren a sus seres queridos, el tesoro más importante que se puede tener para ser plenos…. Hasta el próximo velatorio.

sábado, 24 de diciembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- SORPRESAS NAVIDEÑAS

Por primera vez en su larga trayectoria de casados, a la socialmente encumbrada pareja de Olivia y Gaspar les tocaba pasar solos la Navidad. Los hijos estaban viajando con los abuelos en el exterior, y los amigos y parientes también se hallaban fuera del país. Fuera de la interacción con otras personas, hacía rato que la pareja no solo no tenía nada en común que compartir, salvo intereses económicos, sino que se odiaban ferozmente, pese a demostrar una cordialidad impecable, y dar la imagen de la relación perfecta. —Lamentablemente, querido, al darle franco al personal de servicio, deberás conformarte con una cena preparada por mí… —Pues será todo un descubrimiento. No sabía que cocinabas… —Como tantas otras cosas que no sabes de mi persona… —Te equivocas. Sé más de lo que te gustaría. Pero no nos enredemos en juegos de palabras, y pasemos al comedor, si te parece… La mesa estaba coquetamente ornamentada, y cuando Olivia trajo una elegante fuente, exquisitos aromas asombraron a Gaspar, quien, al probar la carne guisada, no pudo más que admitir: —Realmente eres una excelsa cocinera. La comida está exquisita, querida. Una lástima que, al ser vegana, solo puedas degustar la ensalada, también perfecta. —El ingrediente secreto es el amor… —dijo la mujer con tono sarcástico. Cuando terminaron los postres, Gaspar anunció: —Tengo a los pies del árbol navideño una sorpresa para ti, mi cielo… —¡Qué detallista! Al abrir la caja envuelta en primorosos papeles rojos y dorados, la mujer palideció. Dentro había un brazalete, hecho de piel, con un tatuaje que reconoció no bien lo vio: un símbolo del infinito, con su nombre entrelazado entre las líneas del dibujo. Lo tenía su amante en la zona inguinal. Lo adornaba un dije con un diamante tallado en forma de corazón. —¿Qué te parece, mi vida? ¿A que no encontrarás algo más exclusivo y personalizado? —Es verdad. —dijo, tratando de mantener el tono de voz firme. —Yo también te dediqué un gesto “exclusivo y personalizado”. La carne del guiso que te comiste con tanto placer, proviene de las prominentes nalgas de tu mantenida. Uno de mis guardaespaldas se encargó de proporcionarme el material de cocina. Por cierto: la chica era también amante de él, con lo cual queda demostrado que la lealtad se compra y se vende con el precio adecuado. De ti recibía las atenciones económicas. Mi empleado suplía, con su porte, juventud y musculatura, las otras necesidades en las que tú dejabas mucho que desear… Fue el turno de Gaspar para palidecer. Sus manos temblaban casi imperceptiblemente, gesto que no pasó inadvertido por Olivia. Un aura negra del odio más abyecto vibraba en el hermoso salón. —Bueno. Creo que nos hemos agasajado y sorprendido mutuamente. Solo queda brindar con el mejor champán para concluir esta jornada Navideña maravillosa. Usaré las copas de cristal de Murano. —Exactamente eso te estaba por sugerir, mi querida… ¿No quieres ponerte antes el brazalete? Ella, disimulando el rictus de furia que quiso invadir su sonrisa perfecta, contestó con voz cálida: —Luego de brindar, mi cielo… Chocaron con elegancia las copas, y bebieron el burbujeante y helado espumante de lujo. No bien terminaron la bebida, ambos abrieron desmesuradamente los ojos, con un gesto de sorpresa y dolor extremo. —¡MALDICIÓN, ENVENENASTE LAS COPAS! —Gritaron al unísono. Y echando espuma y sangre por la boca, cayeron juntos al suelo, retorcidos de espasmos en sus entrañas que se quemaban por dentro, por efecto del letal químico que habían esparcido en el interior de las finísimas copas talladas. Todos estos detalles los supe cuando velé sus cadáveres. Me contaron, a su modo, la historia de sus trágicos decesos. Conseguí, de paso, que confesaran el destino de los cuerpos mutilados de sus respectivos amantes, para que también pudieran descansar en paz. El comisario Contreras se encargó del asunto, y me dio las botellitas con el veneno espantoso que se llevó las vidas de la “pareja perfecta” de la alta sociedad. Las tengo en las estanterías de mi colección, y cuando todo se encuentra en silencio, parecen susurrar palabras en amabilísimos tonos irónicos, tan falsas, que asustan muchísimo más que los insultos bajos y groseros. Les deseo a todos una muy feliz Navidad, donde celebren sentimientos auténticos, totalmente más valiosos que las apariencias y el lujo: sin amor, no hay nada que festejar en la vida… Los espero, como siempre, en La Morgue, para que admiren mi colección y sus historias. Hasta el próximo velatorio…

sábado, 17 de diciembre de 2022

EDAGARD, EL COLECCIONISTA- FÚTBOL Y PACTOS

Martín y Felipe eran amigos desde la más tierna infancia. Compartían juntos casi todo en la vida. Solo tenían un punto de discordia: ambos eran hinchas de equipos de fútbol rivales, por lo que había muchos chistes urticantes, dependiendo el ganador. Competían, además, por quién se lucía con la broma más pesada respecto a su fanatismo. Los equipos llegaron a una instancia en la que se enfrentarían por un ascenso, lo cual provocó las típicas diatribas entre los amigos, esta vez, más fuertes que de costumbre. Martín le preguntó a Felipe qué haría como cábala para que ganara su cuadro. —Cuando ganemos, porque no tengo dudas del triunfo, me pondré a correr desnudo por todo el pueblo, luciendo los tatuajes del mejor equipo del mundo en mi piel… —¡Qué estupidez tan infantil! Yo haré algo mucho más serio: pactaré con Satán. No solo ganaremos, sino que también le pediré que tu equipo de mala muerte desaparezca de la faz de la tierra… —¡Serás rebuscado! ¿Tan inseguro te sientes, que necesitas pactar con el diablo? ¿Será que es un club de pobres diablos? Si otros amigos presentes no intervenían a tiempo, separándolos, los muchachos iban a terminar, con seguridad, a las trompadas. Llegó el ansiado día del enfrentamiento de las escuadras rivales. Cada uno en su casa, con mucho nerviosismo, ambos esperaban que comenzara el partido donde se definiría el ascenso, y la posibilidad de humillar a su par. Y de pronto, una lluvia huracanada interrumpió la transmisión: el enfrentamiento se suspendía por mal tiempo, un hecho totalmente inesperado, ya que los pronósticos no lo habían anunciado. Toda la región se vio afectada. A Felipe se le ocurrió una idea: se disfrazó de diablo, con un atuendo del que su padre estaba orgulloso, por el realismo que tenía. Lo usaba en Halloween cuando estaba muy ebrio, feliz de meter miedo a quién lo viera. Sin importarle la lluvia torrencial, corrió hacia la casa de Martín, y conociendo que guardaba una llave bajo una maceta de la entrada, ingresó en la vivienda, encontrándolo de espaldas. Con una voz gutural muy bien lograda, bramó: —¡He venido a cobrarme tu alma, inmundo mortal perdedor! Martín se dio la vuelta, y ante la macabra visión entre penumbras del horroroso diablo de cuernos retorcidos, garras impresionantes y colmillos agudos, gimió muy quedo, y, llevándose la mano en el pecho, se cayó al suelo, atravesado de dolor. Felipe lanzó una carcajada. —¡A que te hiciste encima del miedo, cobarde! ¡Mírate, el que hace pactos con Satán! Tomándose el pecho oprimido, casi sin respirar, reconoció la voz de su amigo. En un estertor, antes de morir por un infarto, Martín le dijo a Felipe con su último hálito: —¡Grandísimo idiota! ¡Me mataste del susto, pero tú eres la garantía del pacto! Bajo su demasiado realista disfraz, sin poder creer el giro de los acontecimientos, Felipe corrió a auxiliar a su amigo, pero un calor sobrenatural le impidió moverse. En segundos, pasó a ser insoportable, y el pobre infeliz se prendió fuego, ardiendo como una tea viva. Así lo vio todo el pueblo, corriendo desesperado, con llamas altísimas que la lluvia torrencial, sin explicación lógica, no conseguía apagar. Nadie logró ayudarlo, y cuando al fin terminó su loca carrera, era una momia calcinada, negra como el carbón. Por pedido de ambas familias, los amigos serán velados juntos. El comisario Contreras me trajo el contrato que Martín había redactado manuscrito, dirigido al maligno, y firmado con su sangre, donde pedía el triunfo de su equipo, y la destrucción del contrario, poniendo de garante al desafortunado Felipe. Muchos dicen que el pobre fue alcanzado por un rayo, que tenía algo combustible encima, que pisó un cable en corto, en fin, había miles de teorías sobre su extrañísimo deceso. Lo cierto es que, algunas bromas llegan demasiado lejos, y existen entidades con las que no se puede jugar. Guardo el contrato, seguramente hecho como chiste, en los estantes de mi colección. Chiste o no, la sangrienta firma brilla en la oscuridad, con una iridiscencia enfermiza… Me recuerda lo malo del fanatismo, y de tomar a la ligera a las fuerzas del mal. Si tienen dudas, solo deben acercarse a La Morgue, y verán el fatídico documento, el último que vinculó la vida de dos grandes amigos con alguien que es mejor no nombrar… a menos que deseen finales como los de ellos. Los espero en mi próximo velatorio…

sábado, 12 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN CADÁVER OBSTINADO

César decía amar a Majo, su esposa, más allá de las leyes naturales. Sin reparo alguno, solía decirle, cada tanto: —Ni siquiera la muerte será un rival que logre separarme de ti, mi amor. —Me disgusta que toques ese tema. Disfrutemos de la vida, sin blasfemias. En realidad, a Majo le horrorizaban esas declaraciones de su esposo. Sentía que al pronunciar algunas frases, él estaba ofendiendo voluntades superiores, y burlando al destino. Por desgracia, poco tiempo después, la muerte se presentó en el hogar de la pareja, arrebatando la vida del apasionado César, por un derrame cerebral. La desconsolada Majo vino a verme, para arreglar su despedida, y con el rostro caldeado, me consultó: —¿Puedo confiarle, señor Edgard, una inquietud un tanto extraña que tengo? Temo que me tome por loca… —¡Por supuesto, señora! Hable con absoluta confianza… —Verá… César me aseguraba siempre que la muerte no sería obstáculo suficiente para frenarlo de estar conmigo. Tengo pesadillas horribles, donde él abandona su tumba, y viene a visitarme. De alguna manera, estoy convencida de que eso ocurrirá. Y quiero rogarle tomar recaudos para que eso no ocurra. Creo que enloquecería de terror, si no es que ya no estoy loca, por contarle esto… —Mi querida Majo: sé de más cosas sobrenaturales de las que imagina. Y no, no está loca. Hay voluntades tan fuertes, que intentan vencer los frenos que existen entre los planos. Confíe en mí. Quédese cuando termine el velatorio. Nos acompañarán Aurora y Tristán. Veremos que ocurre, y qué se puede hacer ante cualquier contrariedad. Con un suspiro de alivio, Majo asintió, y nos abocamos al amargo trámite burocrático para oficiar la despedida de César. La ceremonia transcurrió con la normalidad triste y algo melodramática de estos casos. Cuando todos se retiraron, Majo se quedó con nosotros, tal como habíamos acordado. Apenas cerramos las puertas, Aurora, mirando a Tristán con ojos desmesurados, dijo: —¿Sienten? Es como si hubiera un cable de alta tensión cerca… Era cierto: una extraña energía parecía haberse adueñado de la sala velatoria, poniéndonos los pelos de punta. Un crujido, acompañado de desamparados gemidos de Majo, que, con los ojos fuera de las órbitas se abrazaba a sí misma, meciéndose como una niña aterrada, nos hizo mirar el ataúd. El finado César, muy retocado por mis hábiles manos, y las de Tristán, para disimular la autopsia, y el feo color violáceo que tintaba su piel helada, sonreía de oreja a oreja, supurando líquidos por las mismas, además de la nariz, mientras se incorporaba, emitiendo crujidos con todas las articulaciones de su cuerpo helado. Aurora fue a abrazar a la viuda, que estaba al borde del desmayo. El hombre intentó comunicar verbalmente sus buenas intenciones, pero de sus cuerdas vocales desobedientes y estragadas salió un graznido tan feo, que hubiera espantado a una parvada de cuervos. Con absoluta torpeza, intentó abandonar el ataúd. En ese momento, junto a Tristán, y Aurora, que se acercó a nosotros luego de decirle unas palabras tranquilizantes que no tranquilizaron lo más mínimo a la espantada Majo, le impusimos las manos a César, que nos miró asombrado, supurándole los ojos, mientras trataba de pestañear coordinadamente, sin lograrlo. —¿Por qué, buen hombre, te empeñas en quedarte aquí, y asustar a tu amada esposa? Ya bastante le cuesta asumir tu muerte, como para que le agregues este dolor innecesario. César, no sin cierta dificultad, se llevó la mano al corazón, y señaló a su viuda, mientras profusas lágrimas barrían el cuidadoso maquillaje fúnebre, transformándolo en un grotesco payaso terrorífico. Captamos su mensaje: durante la autopsia, le habían retirado el corazón, y él quería que quedara en manos de Majo, porque solo a ella le pertenecía. Se lo comunicamos a ella, que, con un hilo de voz, le dijo al finado: —Mi amor: pediré al hospital que devuelva el corazón, y, para que nadie vuelva a disponer de él, se lo daré en custodia al señor Edgard, que con tanto cariño ofició tu despedida. ¿Estás de acuerdo, mi vida? César curvó los labios, rompiendo los puntos ocultos con que los había cosido prolijamente, en una sonrisa que le hubiera helado la sangre al mismo demonio, pero que nosotros sabíamos que iba llena de amor. Luego asintió, con más crujidos espeluznantes de sus vértebras, y con la gracia de una marioneta con los hilos rotos, le sopló un beso a Majo, y se desplomó, oficialmente muerto, sobre la seda de su ataúd. Alcanzó a ver, antes de eso, como su esposa fingía tomar el beso, apoyarlo en su boca, y arrojarle otro a él. Luego de hacerlo, la pobre señora se desmayó. La asistimos, y cuando estuvo repuesta, le dije: Quédese tranquila, Majo. César se ha marchado en paz. Eso sí, cumpla su palabra, y solicite al hospital el corazón del finado. Si le ponen peros, mencióneme, y le allanarán el trámite. Luego me lo trae, y haremos tal como le dijo a su marido. Como la pobre señora estaba hecha polvo, y al día siguiente era el entierro, la dejamos hacer noche en una habitación junto a Aurora. Pasadas las exequias, reclamó el corazón, que ahora se luce en un frasco, en los estantes de mi colección. Sé cuándo Majo está pensando en César, porque el órgano, entonces, empieza a latir, con un sonido que suena como: “MA-JO-MA-JO…” Cuesta creerlo, ¿verdad? Bueno, si tienen dudas sobre mi historia, se acercan a La Morgue, y lo podrán comprobar en primer plano. La fuerza del amor es una de las pocas que es capaz de vencer a la misma muerte… Muy buen fin de semana, mis queridos amigos.

sábado, 5 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ALMA DE OSCURIDAD

Trinidad era una joven, hija única de una familia muy pudiente, que había ganado cada centavo de su fortuna con el esfuerzo de años de trabajo. La muchacha, pese a la buena voluntad de sus padres, no valoraba en nada los principios que defendían sus progenitores, que, por mimarla demasiado, no habían sabido inculcarle. Ella era caprichosa, consentida y materialista. Pero lo peor era su racismo, y la forma cruel con la que disfrutaba discriminar y menospreciar a los que no consideraba de su elite. Se guardaba muy bien de disimular esa ideología de sus padres, ya que ellos se hubieran escandalizado de tal comportamiento, y cortado de raíz sus generosos aportes económicos, que la joven desperdiciaba en ropa que no necesitaba, cambiaba cada mes de teléfono, y gastaba en todo lo que inflamara su ya gigantesco ego. Se jactaba de su piel blanca, su pelo rubio y ojos claros, discriminando a quienes no gozaran de una belleza perfecta como la de ella. Cultivaba un odio inexplicable hacia las personas morenas, y trataba de expandir sus ideas venenosas dentro del círculo de obsecuentes que tenía como corte de su patético principado. Trinidad se encaprichó con un muchacho, hijo de nuevos ricos, con las características físicas que profesaba como credo estético: Oscar era un adonis de cabello castaño dorado, ojos verdes, y un cuerpo musculoso y perfecto. Oscar, tan tonto y hueco como la chica, se unió a ella, envanecido por la popularidad que le brindaba ser parte de “la parejita perfecta”, frase que iba de boca en boca, para su placer. Cuando Trinidad quedó embarazada, Oscar se horrorizó. Los padres le convencieron de que casarse con la hermosa heredera era una forma de consolidar socialmente la posición que tanto anhelaban, y el muchacho aceptó, sopesando también los beneficios de tener una “familia perfecta”. Para contentar los caprichos de Trinidad, los padres se embarcaron en la boda más ostentosa de la que se tuvo memoria en el pueblo. Se mudaron a una casona que era un pequeño palacio, sostenida por la familia de la joven, que le brindó a Oscar un puesto ejecutivo al que el muchacho no daba valor, y apenas se esmeraba en cumplimentar escasamente, lo que a otro empleado le hubiera valido un despido inmediato, por indolencia y desinterés. Cuando se evidenció el embarazo, Trinidad exigió a sus padres que le instalaran un área de maternidad en su casa, ya que las clínicas y hospitales de la zona no le parecían adecuadas para atender su parto debidamente. Ante las protestas de sus progenitores, Trinidad les dijo: —¡Cuánta ignorancia! Lo que les pido, se llama “parto respetado”. ¿No lo harán por su nieto? Como siempre, terminaron cediendo a la caprichosa intensidad de su única hija. Al llegar el momento de dar a luz, asistida por un equipo médico en su propio hogar, Trinidad trajo al mundo a un precioso bebé de raza negra, rollizo y saludable. Al verlo, un grito de horror salió de su boca. Se alteró tanto, que los médicos tuvieron que sedarla. Lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia fue la voz de Oscar, furioso: —¡Eres una sucia ramera! ¡Teniendo al hombre más guapo del pueblo, te acostaste con un negro, maldita hipócrita! ¡Dijiste que los odiabas! Temblando de furia se fue dando un portazo. La enfermera, instintivamente arropó al niño con un gesto protector, y llamó a los padres de la parturienta, comentándole la fea situación vivida. Ernesto y Violeta vinieron justo cuando Trinidad se despertó. Ella solo lloraba y se quejaba como una niñita de parvulario: —¡No comprendo! ¡No entiendo como pude parir ese engendro! Ernesto mandó a buscar a su yerno. Cuando estuvieron todos reunidos, el hombre tomó la palabra: —¿Cuál es el problema aquí? Veo que han tenido un bebé sano y hermoso. —¿Lo pregunta en serio, suegro? ¡El niño es negro! ¡Su hija me engañó! —¡Yo no te engañé! ¡Me dan asco los negros! ¡Voy a matar a esa…cosa venida del infierno! La cachetada que le cruzó su padre por el rostro la tomó tan de sorpresa, que ni siquiera se quejó. Quedó con la boca igual de abierta que Omar. —Escuchen bien, pedazo de idiotas desalmados. Mi abuela, Juliana, luchó contra todos los prejuicios de la época para casarse con Jeremías, un honorable hombre de color del que se había enamorado. Si te hubiera encaminado con mayor firmeza, no hubiera criado yo a una repulsiva racista. Y veo que el descerebrado de tu esposo, piensa igual que tú… —¡¿Tengo sangre negra en mis venas!? —Por supuesto. Y debería ser un honor para ti. Jeremías fue un ejemplo de lucha y trabajo honrado para todos. Con los ojos desorbitados, se levantó con una agilidad inesperada, y tomó un escalpelo olvidado por los médicos. Fue directo a la cuna, con toda la intensión de matar al niño. Oscar reaccionó intentando detenerla, y Trinidad prácticamente lo degolló con la afilada hoja. Para el absoluto horror de sus padres, mientras caía Oscar arrojando chorros de sangre, intentando tapar con sus manos la apertura de su cuello, Trinidad se cortó el propio, y se desmoronó arriba de Oscar. Luego de que la policía se apersonara en la terrible escena, el pequeño quedó bajo la custodia de sus abuelos maternos. Los paternos no querían saber nada de él. Oficié el velatorio de Trinidad, y luego, el de Oscar. Quiero contarles lo que ocurrió en el de la muchacha, al concluir. El espíritu de Trinidad se me presentó. Era un ente rabioso, enfermo de odio, absolutamente negro, envuelto en un mantillón de bebé, del mismo color. Imponiendo mis manos indagué el motivo de su furia. Asqueado, sentí como Trinidad, aún desencarnada, seguía con sus prejuicios sin sentido, y estaba enferma por ellos hasta el último átomo de su mala energía. —¡Desiste, por favor de tus insanos pensamientos!¡Hazlo, al menos, para que tu hijo te pueda rezar como una madre amorosa! Como respuesta, el ente me escupió un asqueroso líquido negro en la cara, y me tiró el mantillón con desprecio. —¡No te mereces la iluminación! ¡No te mereces haber sido madre! ¡Vete a penar al erial donde pasarás la eternidad! El espectro se desintegró mientras seguía vomitando su veneno oscuro. Yo recogí el mantillón negro, y oré con todo el corazón para que esa alma perdida recuperara su camino. El mantillón, luego de mi oración, de un lado se tornó de un prístino blanco, y al darlo vuelta, era negro. Pero el tono ya no estaba cargado de malas vibraciones. Ahora está en los estantes de mi colección, primorosamente acomodado. Voy a visitar a Jeremías. Así bautizaron al hijo de Trinidad sus abuelos. El hermoso niñito es amado por todo el pueblo, que se conduele de la terrible tragedia vivida. Y aunque el pequeño vaya a crecer muy consentido, estoy seguro que Ernesto y Violeta le enseñarán los principios que no pudieron inculcar en su desalmada hija, por la que deberán rezar mucho, para que encuentre la luz…

sábado, 29 de octubre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA BÚSQUEDA DEL TESORO

Mariana recibió la primera cajita por correo, dos días después de que su esposo se fuera de la casa, al recriminarle la infidelidad recién descubierta. —Me has roto el corazón. Me destrozaste la vida. Todo se me ha hecho pedazos… No bien se marchó su marido, ella llamó a su amante, contándole la situación y advirtiéndole que tenga cuidado. La respuesta de Raúl la dejó perpleja: —Mejor que me avises. Prefiero que no nos veamos más… —Creí que me amabas…He arruinado mi matrimonio por ti… —No exageres. Estuvo bueno mientras duró. No me gustan las complicaciones. Verás que tu marido volverá en unos días. Nadie, en esta vida, muere sin cuernos… Llorando amargamente, se dio cuenta del gravísimo error que cometió. Al llegar la caja, pensó que tendría un obsequio, y una nota de disculpas, o de Miguel, su esposo, o de Raúl. Pero al abrirla, tuvo que contener un grito: dentro había un dedo pulgar, con una cicatriz que reconocía de la mano de su amante. Temblando, sacó la nota del fondo, y la leyó aterrada: “Viendo que te gustan los juegos, para darte el gusto, ya que tu “entretenimiento personal” no quiere tener más contacto contigo, (aun así te envía un “me gusta”), te propongo una búsqueda del tesoro. Encontrarás la siguiente pista junto al aljibe, a la salida del pueblo.” En un trance, en vez de llamar a las autoridades, se subió al coche, y salió siguiendo las instrucciones. Tras el aljibe, halló la cabeza de Raúl, a la que le faltaban los ojos. En su boca salía un notorio sobre. Gimiendo como un animal herido, se acercó a la siniestra cabeza arrancada. Retiró el sobre manchado de sangre, y leyó la esquela que tenía: “Si estás viendo esto, es porque te agradó el juego. Me alegra. Encontrarás la pista que sigue en la granja abandonada de los Pereyra. Besitos.” Como un zombi, casi sin sangre en el rostro, se subió nuevamente al auto, y condujo hasta la granja. A pocos metros de entrar al predio, encontró un espectáculo horroroso. Alineados frente a la destruida casona antigua, brazos, torsos, piernas y genitales, estaban presentados en fila, con otro sobre al final de la macabra presentación. Con una sensación de estar viviendo una pesadilla, y que pronto despertaría, alzó el sobre y con ojos desmesuradamente abiertos, se abocó a su lectura: “Espero que esta muestra de cómo se hace pedazos a una persona te sirva de lección. Te lo digo desde todo el cariño que alguna vez te tuve. La última pista del juego, y con ella se termina, está en el patio trasero de la granja. Hasta siempre. Espero verte pronto.” Pese al calor del día, los dientes le castañeteaban de un frío que le brotaba del alma. Caminó como un autómata hacia el lugar señalado, donde yacía Miguel, colgado de la rama de un añoso árbol, con los ojos salidos hacia afuera, todo morado, la lengua hinchada salida de la boca, rodeado de una nube de moscas tornasoladas. Mariana comenzó a gritar con una fuerza que se desconocía, arrancándose el cabello. Hasta que una pareja paseando la escuchó, no paró de hacerlo, y la encontraron ya casi pelada, orinada encima, y con las cuerdas vocales sangrando del esfuerzo bestial a las que habían sido sometidas. La pareja, absolutamente aterrorizada ante el pavoroso espectáculo, llamó al servicio de emergencia. Mariana fue ingresada a un hospital psiquiátrico, donde no volvió a emitir una sola palabra, y apenas le crecía un poco de cabello, se lo arrancaba cruelmente, por lo que optaron por tenerla permanentemente rapada. Están en camino los cuerpos de Raúl y Miguel hacia mi funeraria. El comisario Contreras me dio las notas del macabro juego de búsqueda del tesoro, cuando se cerró el caso. He tenido que ponerlas en un recipiente, porque cada tanto, se empapan de sangre y gotean. No quiero dañar las otras piezas de mi colección. No les diré nada sobre infidelidades. Creo que la historia habla por sí misma. Por supuesto, pueden asistir a los velatorios, y ver las notas. Los atenderé gustoso…

sábado, 22 de octubre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- CANIBALISMO Y AMOR

Rosalía parecía tener una misión específica en la vida: mortificar a su esposo. Ella guardaba un secreto: se había casado con él al escuchar a escondidas una conversación familiar, donde comentaban que Jonás heredaría una gran fortuna al morir su madre. Nada indicaba que en su casa hubiera dinero, pero la avaricia de Rosalía la llevó a fiarse de un chisme fuera de contexto para atrapar y seducir al muy poco agraciado Jonás, que se consideró bendecido al poder tener a la chica más bonita del pueblo. Cuando su humilde empleo de oficina le permitió ahorrar un poco, se casó con la joven diva, y pasaron a vivir en una casita sencilla, pero agradable, que la madre les regaló por la boda. Rosalía consagraba todo su encanto y gracia en hacer sentir en el cielo a Jonás, que era más que feliz, y se conmovía hasta las lágrimas cuando ella le preguntaba tan a menudo cómo estaba la salud de su madre. Esta pacífica rutina siguió durante diez años, en donde la codicia de Rosalía aumentaba día a día. Por fin llegó el momento que ella anhelaba con todo el corazón: falleció la progenitora de Jonás. La nuera lloró copiosamente, abrazando a su esposo, durante las exequias. Nadie sabía que era de felicidad. Cuando les llamaron de la escribanía que llevaba los bienes de la señora, Rosalía se retorcía de gusto, y le costaba componer el gesto de gusto que le nacía de su negro corazón. Vestida de riguroso luto, y tomando la mano de su marido, escuchó lo que el escribano tenía que decir sobre la herencia. Lo que escuchó la dejó en un estado casi catatónico. La buena señora legaba su casa, a dividirse entre los cinco hermanos, al igual que una magra cuenta de ahorros, casi risibles. Lo que Jonás recibía personalmente, y sin división era la Biblia de la madre y su gato negro, Belcebú. Al llegar, casi sin sangre en el rostro, a su casa, Rosalía le mostró a su esposo su verdadera cara. —¡Eres una miserable rata! ¡Será por eso que tu madre te dejó el gato inmundo! ¡Me casé contigo esperando una cuantiosa herencia, y mira lo que te dan! ¡Rezaré con esa ridícula biblia vieja para que sufras lo que te quede de vida! Jonás estaba estupefacto. Con un hilo de voz le preguntó a la arpía que tenía frente a sí: —¿Quieres divorciarte? Te concedo el divorcio en cuanto me lo pidas, y te dejo todo lo que tengo. ¿Te contenta eso? —¡No! ¡No te daré el divorcio, hasta que me sienta resarcida de este engaño! Y así fue. Ella se encargaba de amargar la vida de Jonás día a día. Le hizo perder a sus amigos. Lo distanció de sus parientes. Le anunció que había abortado cuatro veces para no gestar ni parir vástagos que se le parecieran mínimamente, ya que le tenía un asco profundo. Lo recibía con palabrotas soeces. Dejaba basura por toda la casa para incomodarlo, aunque ella también soportara esa incomodidad. Un día, Jonás llegó con una energía diferente a su caótico hogar. —Escucha bien, mujer. Te voy a liberar de mi presencia. Pero te advierto que viviré en ti, pese a los niños que dices haber abortado. Y no podrás librarte de mi impronta. —¡No me importa nada de lo que me digas, patético perdedor! Pero Rosalía comenzó a inquietarse cuando Jonás desapareció. Se percató, con sus retorcidos sentimientos que extrañaba, vaya a saber por qué, a su mortificado esposo. Realizó la denuncia. Entre tanto, la mujer empezó a desmejorar. Perdió el apetito. Lo único que su estómago parecía tolerar era agua, que le sabía extraña, y la ponía nauseosa. Cuando se bañaba, en el vapor de la ducha creía sentir el olor horrible que creía oler en el vaso, cuando abría el grifo para beber y lavar. Finalmente fue al médico, que le dijo que estaba intoxicada. Le aconsejó no consumir carne. Ella, alarmada, le dijo que hacía semanas que no la comía. Vivía a tés y magros pedazos de pan, cuando el estómago no le hacía vomitarlos. Entonces el doctor le aconsejó inspeccionar su casa: podía haber una toxina que pasara desapercibida, y le facilitó unos trabajadores para esa tarea. Ya en plena faena, los hombres buscaron rincón por rincón del hogar, donde efectivamente sentían un halo a putrefacción. A uno de ellos se le hizo evidente al usar el baño. Al efectuar la descarga del inodoro, el agua olía asqueroso. Entonces, subieron al techo, y procedieron a abrir el tanque que proveía el líquido elemento de la casa, traída por una bomba eléctrica desde un pozo. Al destaparlo casi se desmayan por la peste, y por la visión de lo que encontraron allí. Un cadáver sumamente descompuesto, agarraba en lo que quedaban de sus manos una pastilla gigante de clarificador, para no delatar por el color lo que iba desprendiendo el tanque por las cañerías: agua con sopa de Jonás podrido. Porque el cuerpo era de él. Lo confirmaba una carta pegada en la tapa interna del tanque, dirigida a su esposa. Cuando se lo anunciaron, Rosalía les pagó, generosamente, les pidió que avisaran a la policía, y en cuanto se retiraron, leyó la carta con las manos temblando. ´´Mi querida esposa: tal como te prometí, te libero de mi odiosa presencia, que no puedes tolerar después de saber que no voy a ser rico jamás. También cumplo con lo que te de dije: pasaré a formar parte de ti. Me beberás y comerás, incorporado a tus alimentos. Te bañarás con mis restos. Serás tan caníbal conmigo muerto que cuando estaba con vida. Te despide con mucho amor, (juro que te amé mucho, hasta que me rompiste el corazón), Jonás. Para cuando llegó la policía a la casa de Rosalía, la encontraron colgada en su habitación. A sus pies, la biblia heredada de la suegra yacía abierta en Corintios. Ahora me toca preparar el velatorio de la infeliz pareja. No tendré mucho trabajo, ya que a pedido de los allegados, y por simple sentido común, será a cajón cerrado. Por cierto: el comisario Contreras me trajo para mi colección la biblia en cuestión. Tiene una particularidad muy especial: al abrirla, o dejarla caer, siempre muestra el mismo pasaje. Corintios, 13. ´´La preeminencia del amor´´. Ese amor que le faltó a Rosalía, sustituido por codicia, y a Jonás, que no le alcanzó para perdonar. Les deseo un muy buen fin de semana, y mucho amor para dar y recibir en su vida. Y si no me creen lo de la biblia, pasen por La Morgue, y aprécienla en mi colección. Vale la pena. Los espero.

sábado, 10 de septiembre de 2022

EDGARD, ELCOLECCIONISTA- GUERRA DE ESPÍRITUS

Lourdes, una vecina del pueblo, encontró a su abuela, Dolores, muerta en la cabaña donde vivía, saliendo del pueblo. Dolores era una famosa sanadora y comadrona, muy anciana y sabia. Muy pocos se habían privado, en el pueblo de visitarla por algún motivo: recibía consultas de toda índole, y daba consejos llenos de buenas intenciones, conciliadores y llenos de fe, en asuntos emocionales. Si de negocios se trataba, sus respuestas eran prácticas, directas, y con una carga de advertencias sobre las salidas fáciles que habían salvado a más de uno de terminar en la cárcel. Si el tema era de salud, sus conocimientos de herbolaria, equilibrio de chakras, y buenos hábitos de vida, devolvían vitalidad a los que tenían cura, y brindaba templanza y consuelo a los que no. Lourdes vino a la funeraria con una congoja que iba más allá de la pérdida de un ser querido. Así se lo dije, y ella me lo confirmó. — Te veo con un pesar agregado. ¿Hay algo en que pueda ayudarte? — No en vano nos conocemos desde niños, Edgard. Eres muy observador, y buena gente. Pero creo que si te cuento lo que me aflige, me tomarás por loca… — Vamos, Lulú. Arriésgate. Tú sabes que es imposible que piense algo así de ti. Sonriendo, al escuchar el apodo que tenía de niña, comentó: — Bueno. Tú te lo has buscado. Me atrevo a contártelo, porque la abuela adoraba a tu novia, Aurora. Pasaban muchas horas hablando. No es posible que alguien sin percepción del mundo espiritual esté tan unido a ella… El tema es que la abuelita, con más de cien años, por más que el certificado de defunción diga que falleció de muerte natural, yo sé que no es verdad… Ella venía luchando largo tiempo con una entidad del mal. — ¿Cómo sabes eso? — Centenaria, curandera, espiritista y todo, la abuela tenía un uso impecable de la tecnología. Usaba la computadora, el internet, y las redes con la misma pericia de un adolescente. Estaba permanentemente conectada, y me contaba todo lo que le ocurría, día tras día. Yo era su nieta favorita, me decía… Investigaba sobre un espíritu maligno que vivía en un universo o plano alterno, y que cada cierto ciclo de tiempo afloraba buscando sembrar el mal y la discordia, retornando, si alguien le daba batalla, y lo vencía, a un estado de hibernación, por llamarlo de algún modo, hasta recuperar sus fuerzas nuevamente, y salir entre nosotros a hacer daño. Según la abuelita, por sus investigaciones, cada salida del “Deceptor”, así lo llamaba ella, coincidía con desastres, guerras, pestes… Dijo que lo había convocado, y él, burlándose de quién consideraba una humana insignificante con ínfulas, se presentó, con ganas de divertirse. Era un ser repulsivo, que parecía hecho de lodo negro, antropomórfico. Sus globos oculares, sobresalían de su cráneo pelado. No poseía nariz, pero su boca enorme tenía los dientes aserrados como un tiburón, y su lengua bífida salía cada tanto, como para probar el sabor del aire. De todo su cuerpo, que olía a tumba, salían y entraban a gusto pequeños tentáculos, con un ojo en la punta. Según lo que el Deceptor le contó a la abuela, cada uno de ellos era la encarnación de los espíritus de los seres que se habían atrevido a enfrentarlo, y que habían sido derrotados, condenados por toda la eternidad a vivir como gusanos de su encarnación, observando, cada tanto, con su ojo angustiado, la realidad que transcurría desde su presidio. Abuelita dijo que la voz de esa cosa era terrorífica, aún más desagradable que su imagen. De solo escucharla, podía hacerte sentir ganas de vomitar, y daba terribles dolores de cabeza, porque vibraba a muy baja frecuencia, como un grito del mismo infierno… La cuestión es que Abuela se atrevió a retar a duelo al Deceptor. Me contó que, para hacerlo, debía desdoblarse, y dejar su cuerpo físico, ya que quien pelearía la batalla, sería su “yo espiritual”. El monstruo se rio, burlón, de ella, y le dijo que, pese a ser una insignificante mierdecilla, tenía mucho valor, y que aceptaba, muy divertido, el remedo de batalla que ella le ofrecía. Abuela me había contado previamente cómo era el ritual contra esa cosa, que se llamaba “guerra en espejo”. Debía tomar por los hombros al ente, y de igual modo haría él con ella, tal como si bailaran dos enamorados un tema lento, la cabeza de cada uno apoyada en el otro. Pero el baile sería una lucha de voluntades: si la abuela ganaba, el ente se retiraría, y cesarían por muchos años las miserias que nos asolaban. Pero si perdía, sería uno de esos tentáculos horrendos que se asomaban del ser para observar, impotente, lo que estaba ocurriendo en el plano terrenal. La abuela dejó de comunicarse conmigo por su móvil, y yo fui lo más rápido posible a su cabaña. La encontré plácidamente acostada en la cama, con los ojos abiertos. Ya no respiraba, y estaba helada. Apenas traspuse la puerta, Edgard, sentí el mismo olor que puede tener una tumba abierta: putrefacción repulsiva. Me mareé, con puntadas en la cabeza, punzantes y dolorosas. Quise creer que era efecto del shock de encontrar a mi amada abuela muerta, pero, mi percepción me decía que algo sobrenatural estaba ocurriendo en ese mismo momento en que yo, abrumada, llamaba para comunicar el deceso. Esa misma noche, soñé con la abuela, que me pedía ayuda. Así que ese es mi dilema, Edgard. Creo que la abuela, aún muerta, está sufriendo en manos de un ser asqueroso y dañino… — Lulú: lo comprobaremos en un rato, al llegar el cuerpo. Voy a llamar a Aurora para que me ayude. Con ella y Tristán, me siento más capaz de enfrentar a esa cosa. Si te animas, puedes quedarte… Algo me dice que fuiste siempre la nieta preferida porque veía en ti un poder que te transformaría, a su tiempo, en su sucesora… — No creo tener ningún poder, pero quiero estar con ustedes. Gracias por creerme… No bien llegó la ambulancia con el cuerpo de Dolores, la dispusimos en la sala donde arreglamos los restos para su despedida. Nos tomamos de las manos, y Aurora verbalizó el llamado hacia Dolores. Sentimos como bajaba abruptamente la temperatura de la sala, y el aire se cargaba de una extraña electricidad, tal como la que antecede a una tormenta, pero a un nivel mucho más elevado. Junto al cuerpo yacente, se corporizó una bruma, cada vez más espesa, que nos mostró a Dolores, tomada del cuerpo de un ser repulsivo, que la asía del mismo modo. Parecían dos amantes dándose cariño, ya que la cabeza de uno se apoyaba en el hombro del otro. Al levantar las manos, captamos la verdadera naturaleza de esa pose: ambos estaban en una lucha encarnizada. Dolores intentaba doblegar al ente enviando energía sanadora, lo que para él equivalía a una horrenda tortura, mientras él descargaba el poder de su odio inagotable sobre el espíritu de la curandera, que lo sufría sin rendirse ni pensar en soltar a su asqueroso contrincante, pese a la agotadora pelea que le había valido perder su vida terrenal. Entonces, Tristán nos dijo: — ¡Todos, al unísono, piensen con mucho amor, e imaginen brindar ese caudal a Dolores, para que lo direccione a la bestia! Así lo hicimos, Lourdes incluida, sintiendo una energía que nos brotaba del pecho como una bella flor abriéndose, y creciendo hacia Dolores. Un aroma angélicamente puro comenzó a eclipsar el hedor a putrefacción. Vimos temblar las piernas grotescas del ser, apoyadas en pies semejantes a garras, con uñas similares a filosos cuchillos. Pudimos oír dentro de nuestras cabezas el grito espeluznante del Deceptor. Nos provocó un revolcón de tripas, y la sensación de que se nos escurría de dolor el cerebro. El ente soltó a Dolores, lo que daba por terminada la batalla: el ser debía retirarse. Pero la sanadora no quería soltarlo. Entonces entendimos su intención: no deseaba que se durmiera: quería exterminarlo, y liberar las almas que él tenía cautivas. Entonces, muy concentrados, seguimos enviando la energía benévola hacia la curandera. Los gritos de agonía del Deceptor, pese al daño que nos causaban, no nos distraían de nuestro propósito. En un momento en el que creímos que nos tendríamos que dar por vencidos, escuchamos el desagradable alarido de agonía final. Miles de tentáculos se asomaron del repulsivo cuerpo, abriendo el ojo angustiado, y se estiraron más allá del límite de la asquerosa piel, desprendiéndose, y transformándose en los espectros de las almas otrora atrapadas, por fin libres… Todas, y cada una, nos irradiaron de amor y agradecimiento antes de partir a la luz eterna. La capa externa del ser se derritió, entre retorcijones agónicos, como un inmundo lodo, dejando al descubierto un esqueleto metálico verde neón, con los globulosos ojos que nos miraban con odio visceral. “Empujamos” más energía hacia Dolores, y reventaron con un sonido repugnante, desmoronándose su estructura, como carcomida por una herrumbre despiadada. Solo quedó su calavera, en medio de un inmundo puré que vibraba desagradablemente. Dolores, entonces, le dio a su nieta un último abrazo espectral, y con el rostro lleno de paz, se elevó con la mansedumbre satisfecha de quién ha cumplido con creces su misión. Lulú la saludó con los ojos llenos de lágrimas, planteándose seriamente si no debía continuar la obra de su abuela, quién, seguramente, le había dejado instrucciones en la vieja cabaña del bosque. El velatorio tuvo concurrencia masiva. Fue una buena despedida. Tengo la calavera metálica, manchada con óxido, en los estantes de mi colección. Se enciende, cada tanto, con un enfermizo brillo verde neón, pero un solo pensamiento benévolo o cargado de amor, hacen que se apague inmediatamente. Si quieren saber si tienen el suficiente caudal de buenos sentimientos, pueden llegarse por aquí, e intentar apagar el fulgor fatuo del infausto cráneo del Deceptor. Como siempre, los espero…

sábado, 3 de septiembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL DIARIO DE LORENZO

Lorenzo era un muchacho muy peculiar, que tenía guardado un oscuro secreto. De niño, tenía una costumbre insana, que había comenzado por insectos, hasta avanzar desde ratones, lauchas, a las grandes ratas de campo, fáciles de cazar en el pueblo. Gustaba de desmembrarlas, sujetándolas con diversos artilugios que iba perfeccionando poco a poco, avanzando en el arte de hacer daño, tratando, en lo posible de mantenerlas vivas mientras procedía a quitarles partes y abrirlas, para observar con un insano aire extasiado el interior de los indefensos cuerpecillos. Los chillidos que a cualquiera le hubieran descompuesto de espanto, a él le fascinaban. Esta horrenda práctica llegó a su fin cuando su tío lo descubrió en un granero, y lo delató con sus padres, que, horrorizados, no podían creer cual era el macabro pasatiempo de su vástago de doce años, buen hijo, obediente, alumno ejemplar, y encantador en todo sentido. Tuvieron una larguísima charla con él, que no terminó allí. Le hicieron pasar por terapia psicológica, ya que pensaron que había algún trauma oculto tras esa malsana necesidad de hacer daño a escondidas a los animalitos. El niño fingió estar de acuerdo, se mostró arrepentido, y enfrentó al psicólogo con la pericia suficiente como para que lo dieran de alta al poco tiempo de haber comenzado sus sesiones. Siguió su vida como gran estudiante, e hijo disciplinado, por lo que sus padres decidieron dejar en el olvido el espantoso episodio y dar vuelta la hoja. Pero Lorenzo solo reprimía con mucho empeño su deseo de seguir con las aborrecibles prácticas. Ahora, lo que fantaseaba era llevarlas a cabo con otra clase de ejemplares. La idea de desmembrar niños daba vueltas por su cabeza de una forma obsesiva. Se llamó a controlarse, prometiéndose que lo llevaría a cabo no bien consiguiera la infraestructura adecuada para cumplir su oscuro deseo. Ya bien entrada la adolescencia, secuestró al primer niño. Lo torturó de manera horrenda, en el medio de un refugio que encontró en el rincón más apartado del bosquecito que había a la salida del pueblo, en una cabaña abandonada, que dotó de lo que necesitaba para concretar sus salvajadas. Él mismo se había puesto a gritar a viva voz, como un poseso, durante horas, comprobando que no era escuchado. Si alguien hubiera acudido, tenía pensado fingir dolor de estómago, y decir que se perdió, y que creía tener apendicitis. Así que la pobre víctima chilló de espanto y dolor ante la tortura atroz a la que fue sometido, para mayor placer de su verdugo. A pocos metros de la cabaña había un foso enorme, donde arrojó los restos de la criatura, donde vio que en poco tiempo una horda de ratas se introducía para darse un banquete con el pobre niñito muerto. Lo interpretó, al haber desmembrado tantas de ellas, como una especie de justicia poética: no había daño en sus acciones, ya que la especie que una vez perjudicó, ahora se favorecía con su accionar. Feliz, satisfecho, al menos por un tiempo, siguió su vida fingiendo ser un joven normal, estudiando, socializando y formando parte de su comunidad. Ningún remordimiento nublaba su conciencia. Por el contrario: para dormir dulcemente, gustaba de evocar los momentos más terribles del calvario del niño asesinado cruelmente, para relajarse y descansar como un ángel. Y lo hacía, disfrutando de la lectura de un diario donde plasmaba, desde niño, detalle a detalle sus prácticas monstruosas. Una chica comenzó a interesarle, y, por lo visto, era mutuo. Gustaba de hablar con ella. Salían a tomar un helado, y hacían juntos las tareas escolares, bajo la aprobadora mirada de los padres de ambos, dependiendo en que casa las realizaran. Entonces, otra vez la pulsión de desmembrar apareció en su mente de manera constante, encontrando más agradable imaginar destripar a la chica que acariciarla y besarla, lo que ya comenzaba a hacer, tímidamente, y respetando los límites que ella le ponía. No podía usar a su noviecita para calmar su pulsión. Aunque tomara todos los recaudos, su cercanía con ella lo pondría en evidencia. Así que organizó su plan con otra muchacha, una chica indigente de un pueblo vecino, a la que engatusó con un ardid, prometiéndole dinero si le ayudaba a vender un lote de cosas robadas que tenía escondidas en el bosque. La muchacha, curtida en el hambre de vivir sin techo, y sin desconfiar de quien parecía un jovencito de buena familia en su primera travesura fuera de la ley, lo siguió a escondidas en la oscuridad. Al entrar al interior de la cabaña, alumbrada con una lámpara de kerosene, todas las alarmas se le encendieron en el cerebro. Pese a la escasa luz, vio las manchas escasamente limpiadas de sangre, y el escenario de algo horrible. No había trazas de objetos robados para comerciar. Así que cuando Lorenzo se le vino encima con la jeringa de droga para dormirla, con la práctica adquirida de su supervivencia en la calle, esquivó el pinchazo, y hábilmente le torció el brazo, arrancándosela de las manos, e inyectándosela a él. Cómo se debatió unos segundos antes de soltarla, aferrándola con una fuerza brutal, ella le rasguño la cara y el cuello, antes de que Lorenzo se derrumbara con un gemido gutural. La chica, al ver que no se rendía, ya que asió su tobillo férreamente, desesperada, tomó una barra de metal que encontró a mano y la descargó aterrada por la resistencia del tipo, que, si bien la había soltado, seguía gimiendo, con los ojos abiertos, dándole de pleno en la cabeza. Vio en una rápida recorrida por el espacio interior de la cabaña, una camilla con esposas. Si bien Lorenzo estaba atontado, seguía, inexplicablemente consiente, por lo que tomó una de ellas, esposándolo a una de las patas de la camilla, firmemente aferrada al piso, y salió huyendo de allí, temiendo que el loco consiguiera zafarse y la atrapara nuevamente. Aunque estuvo desorientada, corriendo hasta sentir que le estallaba el corazón, consiguió salir del bosque, y fue asistida y llevada hasta un hospital, donde la policía le tomó testimonio. Entre tanto, Lorenzo, semi desmayado, tironeaba con las pocas fuerzas que le quedaban, luego de la inyección soporífera y el golpe, sangrando profusamente por las heridas del rostro, cuello y cabeza. Comenzó a sentir un bullicio lejano, ligeramente conocido, que se acercaba poco a poco, y que reconoció cuando vio entrar a la primera de la horda, olisqueando el aire cargado de hemático olor ferroso. Eran ratas. Miles de ellas. Se le arrojaron encima, excitadas por el aroma de la sangre, y comenzaron a mordisquearlo sin reparos, arrancando su carne sin piedad. De nada le sirvió gritar, o intentar sacudirse de encima a sus atacantes: eran demasiadas, y tuvo una horrible agonía, mientras sus otrora víctimas de la infancia se lo devoraron vivo. Cuando al fin la policía consiguió llegar con la confusa información aportada por la jovencita secuestrada, solo encontraron un roído esqueleto en la macabra cabaña, y en un precario escritorio, el diario que les aportó la información para dar con la identidad de los restos, y cerrar el caso del pobre niñito desaparecido hacía un tiempo. Una vez que se cerró judicialmente el terrible episodio, los horrorizados padres de Lorenzo, en un principio se desmoronaron, y luego, tomaron una decisión que los salvó de volverse locos: adoptaron a la muchachita sin hogar que había intentado masacrar su hijo. Esa medida los salvó a los tres de terminar perdidos en un oscuro mar de desesperación. El comisario Contreras, vino una tarde a contarme la historia, absolutamente horrorizado por las retorcidas facetas de las personalidades humanas: él conocía a Lorenzo, y no entendía qué le había llevado a sus enfermas pulsiones. Me dejó de obsequio el diario de Lorenzo, donde se detallaban con precisión quirúrgica los tormentos infringidos por él, con embelesados detalles que descomponen el estómago más fuerte. Y allí está, en los estantes de mi colección. A veces, al abrirlo, parece escucharse un extraño eco, mezcla de gritos humanos y chillidos de ratas. Dura solo unos segundos, pero puedo asegurarles que pone los pelos de punta… Si quieren comprobarlo ustedes mismos, vengan a visitarme a La Morgue. Saben que conmigo, nada tienen que temer. Los espero…

sábado, 20 de agosto de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- HOGUERA DE DINERO

Manuel era uno de los hombres más prósperos del pueblo, que participaba en todas las actividades sociales, como colaborador para el crecimiento. De igual modo, era muy activo en la iglesia, donde se sumaba a innumerables obras de caridad, brindando grandes cantidades, por lo que la comunidad religiosa lo veneraba. Pese a no tener ninguna necesidad, Manuel era prestamista. Usurero, para ser más puntuales. Justificaba los exorbitantes intereses que cobraba a la pobre gente que terminaba recurriendo a él cuando todas las demás puertas se les cerraban, argumentando que esa suma se donaría para caridad, y sería una prueba de nobleza y generosidad de los desesperados tomadores de deudas. Manuel, así como era todo sonrisas con los curas en sus reuniones, con sus morosos se mostraba implacable. No le temblaba el pulso al dejar familias en la calle, embargando sus casas, por más llantos desesperados y súplicas le dispensaran pidiendo más tiempo para arreglar. —Lo siento —decía con cara compungida. —No depende ya de mi voluntad, sino del accionar judicial. Pero tengan el gran consuelo de que su propiedad pasará a manos de la iglesia, y la seguridad de que Dios no abandona a sus fieles. Recen con fe, y verán que pronto se solucionará todo… La familia despojada captaba un oscuro goce retorcido en el ridículo discurso del hombre, sintiendo haber sido víctimas de una estafa moral que iba más allá de los bienes perdidos. Mientras el prestigio de Manuel crecía como filántropo y precursor de crecimiento social, tras esa fachada se ocultaba un caudal de sufrimiento humano inimaginable. Hubo gente que llegó a quitarse la vida al no poder afrontar su deuda, mantenida en secreto con la esperanza de poder liquidarla, al no atreverse a enfrentar la miseria en que dejaban a sus seres queridos. Un jovencito, Bautista, víctima de una tragedia acaecida en ese contexto, que se vio con su madre en la calle, y su padre con un tiro en la cabeza, comenzó a acechar sigilosamente a Manuel. Puso en su tarea clandestina un esmero apasionado, alimentado como una hoguera interna con el dolor de su familia destruida. Al espiar a todas horas al hombre que consideraba una encarnación del mismo diablo en la tierra, sabía su rutina de cabo a rabo. Así que un día, armado de un valor nacido de la amarga convicción, pese a su juventud, de que poco le quedaba por perder, con el viejo revólver con el que su padre se quitó la vida, entró a la casa de Manuel por una ventana trasera, dejando al hombre helado de sorpresa y espanto al toparse con Bautista apuntándolo, en su propia sala. —¡Por Dios, muchacho! ¿Qué diablos haces? —¡Ni se le ocurra mencionar a Dios, miserable! ¡Si no hace lo que le digo, le vuelo los sesos! La mano de Bautista temblaba peligrosamente, con el riesgo de que una bala se escapara. —Dime lo que quieres… Manuel estaba aterrorizado por la colérica mirada del joven, y el temblequeo inestable del revólver. —Saque todo el dinero de sus cajas fuertes. La pequeña, tras el cuadro de su sobrino, y la grande, tras la estantería de la biblioteca. —¿Cómo tienes esa información? — Preguntó, azorado. —Eso no interesa. ¡Hágalo ya! Y coloque todo en la chimenea. Como viviendo una pesadilla, Manuel siguió las instrucciones, dejando en la gigantesca chimenea una cantidad enorme de fajos de dinero. —Ahora, arrójele combustible. —¡¿Qué?! —¡Hágalo ya, o lo mato! Horrorizado, empapó la plata con el líquido inflamable. —Ahora, enciéndalo. Ahí tiene a mano los fósforos. —¡Cómo voy a prender fuego todo ese dinero! ¡Es algo estúpido y sin sentido! —¿Quiere que le dispare? ¡Hágalo ya! —¡Estás loco! ¡Es preferible que te lo lleves! —Tiene diez segundos, antes de que dispare… Con lágrimas en sus incrédulos ojos, Manuel encendió la fortuna, sintiendo que cometía un sacrilegio. —Ahora, quédese quieto, y observe bien. No se mueva. Congelado de espanto, Manuel observó, iluminado su rostro conmocionado por las luces y sombras de la hoguera, hasta que, en lo que le pareció una eternidad, el tesoro quedó consumido a cenizas. —Agáchese, tome un puñado, y cómaselo. —¡¿Por qué?! —¡Solo cállese y coma! ¡Hasta que yo le diga basta, no pare! Asqueado, obedeció, pese a las náuseas que lo sacudían, hasta que, un largo rato después, Bautista le dijo: —Ya está. Ya comulgó con su dios. Ya se tragó las cenizas de su avaricia, que es la única deidad que respeta, además del poder de disfrutar hacer daño, usando excusas pías. Estamos en paz. Manuel sintió una arcada ácida. Mientras se agachaba para vomitar, un dolor lacerante le atravesó el pecho, y cayó fulminado de un ataque al corazón. Bautista se entristeció. Quería que Manuel viviera muchos años con el recuerdo de esa experiencia. Sin más, llamó a la policía, y le contó al comisario Contreras lo acontecido con voz átona. Al ser menor, su condena quedó en suspenso, luego de una breve internación psiquiátrica, al considerar que el muchacho pasaba por una crisis depresiva que lo llevó a actuar erráticamente. Yo despedí al célebre filántropo, con una masiva concurrencia. Al concluir el velatorio, apareció el espectro tiznado de cenizas, con el vientre desmesuradamente hinchado, y ojos desorbitados del espanto de haber descubierto su propia maldad maquillada de caridad. —Veo, Manuel, que te diste cuenta de tus errores. Se siente en tu energía que estás arrepentido. Libera tu carga, y márchate. Inflándose su enorme vientre como un globo, estalló de golpe, arrojando cenizas y billetes a medio quemar. Luego, sin dejar su cara de aflicción, se esfumó. No puedo, en este caso, saber si realmente ascendió, o está pagando sus pecados en el limbo de la oscuridad. Tomé un puñado de billetes semi quemados, y los puse en mi colección, para ponderar el verdadero valor del dinero, y la desgracia que genera cuando se utiliza con malos fines. Para algunos es una droga, que nubla el alma con ínfulas de poder desmesurado. En todos los casos, su presencia desnuda la verdadera naturaleza del ser humano. Seguramente, ustedes, que no son así, querrán ver mis billetes tocados por el fuego, y evaluar qué harían en caso de ser ricos. Los espero en La Morgue, para contarles todas mis historias

domingo, 14 de agosto de 2022

UN BEBÉ Y UN CUCHILLO

Marcela estaba desesperada por conseguir algo de formalidad en su relación con Hernán, poderoso empresario casado, varias décadas mayor que ella, del que venía siendo amante hacía unos dos años. Marcela sabía que no era la única. Hernán era un adicto a las mujeres bellas, pero jamás había ninguna acción para tener libertad legal que le permitiera salir de la clandestinidad con sus placeres. “Un hijo, un hermoso niñito, posiblemente lo haga salir de su corrección política con su esposa vieja y amargada, y sus vástagos mayores que yo”. Con ese obsesivo pensamiento, dejó de tomar medidas anticonceptivas: estaba harta de su trabajo de oficina, y, si bien su amante era generoso, ella quería tener asegurado su futuro, y ocupar un lugar en la cumbre social, cerrando las bocas maliciosas que se burlaban de sus ensoñaciones, tratándola de cualquiera y de floja cuando se enteraban de su relación oculta. Sus amigas, las de verdad, le habían aconsejado retomar estudios universitarios, trabajar con más ahínco y encontrar un amor verdadero, si realmente quería la tranquilidad y felicidad. No la comprendían. Decidió entonces, concebir a toda costa. Desgraciadamente, pese a que tenía sexo en cada encuentro, muy seguido, los test resultaban negativos. Cuando Hernán le anunció que no se verían unos meses porque su empresa lo requería en el exterior, le entró una desesperación de fracaso absoluto. Era posible que cuando regresara, ni se acordara de ella, con las bondades de las nuevas y exóticas amantes que se conseguiría en el extranjero. Luego de una fogosa despedida, y preparándose psicológicamente para un período de carencia de “regalitos” y gustos de lujo, salió de parranda con sus amigas, y terminó en la cama con un guapísimo hombre que no volvió a ver. Para su total sorpresa, el test de embarazo que se hizo con su primera falta le dio positivo. Gritó de júbilo: Hernán le había dejado ese especial regalo de despedida. ¿Convenía escribirle y contarle? ¿No lo espantaría a volver a ella a su regreso? Decidió no comunicarle a su amante las novedades, hasta que lo tuviera cara a cara. A veces le entraban dudas, entre sudores helados: ¿y si el niño, en vez de ser de Hernán, fuera del desconocido con el que se acostó en esa noche posterior a su partida? Haciendo grandes esfuerzos mentales, ya que estaba bastante ebria en ese momento, recordó los rasgos del hombre: básicamente eran muy similares a los de Hernán, lo cual le daba algo de alivio, pero en la era del ADN, ninguna tranquilidad, en lo absoluto. A los pocos días de tener a su hijo, al que le dio el nombre de su amante, regresó este. Ella lo citó para darle la bienvenida, y pese a que esperaba frialdad por parte del hombre, que seguramente había conocido toda clase de beldades en el extranjero, este aceptó gustoso la cita. Marcela estaba eufórica. Gracias a Dios, a una buena genética, y a haberse cuidado con férrea voluntad durante el embarazo, su cuerpo no parecía haber pasado por las normales consecuencias de la maternidad: no había subido de peso, ni tenía estrías ni áreas flojas. Al decidir criar al niño con leche de fórmula, sus pechos se encontraban bien firmes, y las ojeras de las noches de mal dormir se disimulaban con un poco de maquillaje. Así que preparó un champán carísimo, se vistió muy sexy, con el pequeño dormido en su habitación decorada de azules y celestes. No bien llegó Hernán, pasó de preguntarle por su viaje, y con una fogosidad que atrapó al empresario, lo llevó a la cama sin casi palabras de por medio. Cuando terminaron el round sexual, el llanto del niñito sonó en el silencio del departamento. —¿Qué es eso? ¿Tienes un bebé? —Es una sorpresa que quería darte. Acompáñame, por favor… Marcela guio a Hernán al cuarto, de donde levantó de su cuna al bebé, que, con el contacto con su madre, dejó de llorar. —Te presento a tu hijo, querido. Se llama como tú. Tiene tu mismos ojos y color de cabello. Hasta le puedes ver una manchita de nacimiento muy similar a la que adorna tu pantorrilla… Hizo el gesto de entregarle el niño, pero Hernán alzó las manos, rechazando tomar al pequeño. —¡Ay, mi querida! ¡Cuánto lo lamento! Deberás encontrar al padre, si puedes. Hace diez años que me realicé una vasectomía. No quería traer bastardos al mundo. Mi esposa no se merece ese destrato. Si bien hace la vista gorda con mis “travesuras”, eso no me lo perdonaría. Y, si voy a ser sincero, creo que no sería ético de mi parte robarte la energía y el cariño que ahora, como madre, debes dedicarle a tu hijo. Es una pena, porque eres una mujer maravillosa. Voy a echarte mucho de menos… Te felicito: ¡tu niño es guapísimo! Y vistiéndose con rapidez, sin darle lugar a contestarle nada, se retiró, dejándole unos billetes en la mesa de la sala. Los miró luego de alimentar al bebé, que volvió a dormirse en paz, con los ojos llenos de lágrimas: la había tratado como a una vulgar prostituta. Miró a su hijo, en la cuna, y se dio cuenta que no sentía absolutamente nada por él: todo el tiempo lo había considerado un pasaporte hacia una vida mejor, y ahora era solo un lastre, fruto del desliz de una noche. Se vio en la vulgar rutina de trabajadora de oficina, reduciendo al mínimo sus gastos para solventar una niñera, y una furia demencial se apoderó de ella. Fue a la cocina, y se acercó a la cuna con un gigantesco cuchillo afilado. Lo levantó sobre la inocente y dulce figura que dormía tranquilamente. Descargó con odio el golpe de su arma, que, a último momento, en vez de dirigirlo al bebé, lo direccionó a su propio vientre, provocando una lluvia escarlata que destacaba en los delicados celestes que decoraban el cuarto. El dolor lacerante, en vez de hacerla desistir, la incentivó en la masacre, transformando en pulpa su carne con el filoso metal, salpicando de sangre tibia a su niño, ignorante del matadero en que se había transformado su coqueta habitación. Cuando percibió que las fuerzas la abandonaban, se abrió el cuello, desplomándose, luego, inerte. Me tocó despedirla, en un velatorio muy triste, por la falta de concurrencia. Cuando su espectro se me presentó, era un espanto cocido a cuchilladas, con jirones de carne desprendida en su vientre, y un enorme tajo horripilante en la garganta. Lloraba lágrimas corrosivas, que dejaban vapor con olor ácido al caer. Al imponerle mis manos, no solo capté su tristeza infinita: no sé de qué forma me llegó una información que no tardé en compartirla con ella. —Marcela, no obraste bien, pero mereces la paz de la luz eterna. Cometiste un error terrible, pero, aun así, preferiste dañarte a ti misma que a tu hijo. Respecto a él, el destino le brindó un giro ideal. El padre de tu niño es hijo de tu amante. De allí el parecido con su abuelo. Tú lo conociste en su despedida de soltero, y como su esposa es estéril, adoptarán al pequeño, desconociendo su procedencia, cerrando un ciclo que potenciará tu ascenso hacia un plano superior. Sé libre, Marcela… Ella se llevó las manos al pecho, dejando de llorar, y bajó la cabeza, como en una última plegaria. Dejó caer un chupete celeste, y se esfumó entre luces y chispas brillantes. El chupetito está en mi colección, para recordar a quién lo necesite que los niños no son material para comerciar: ellos son amor inocente, que se debe criar con los más nobles sentimientos. No deben sufrir las consecuencias de las disputas de los adultos, como rehenes para herir a la pareja, ni padecer ningún tipo de egoísmo ni carencia emocional. Antes de pensar, siquiera, en dañar a un pequeño, quiero que recuerden la imagen de Marcela, reducida a jirones de carne en un baño de sangre. Solo digo. Sé que ustedes son buena gente, incapaces de perjudicar a un niñito. No duden de pasar por La Morgue, y visitarme. Los espero…

sábado, 6 de agosto de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN CADÁVER OBSTINADO

Mi amada Aurora y mi querido asistente, Tristán, tenían una familia conocida en común, los Roldán. Les llamaron pidiendo auxilio por una situación sumamente extraña que estaban viviendo, conociendo la relación conmigo, y mi no buscada fama de sabiduría sobre sucesos paranormales. Don Severo, patriarca de la familia, bisabuelo y pilar, era un tipo duro y obstinado. Había trabajado como una mula de carga casi desde niño, pero aún desde su humilde condición de sirviente, (por no decir, directamente, esclavo, de sus patrones), se caracterizó por asumir sin pestañear los más injustos castigos, solo para no dar la razón cuando no lo consideraba. Lo cual era casi siempre. Para desesperación de sus padres, veían el cuerpo del niño cruzado a latigazos por contradecir a sus empleadores. —No me molesta trabajar hasta caerme de cansancio. Pero jamás le voy a dar la razón a quien no la tiene, ni voy a permitir que nadie me cambie la forma de pensar. Eso sería injusto. Soy honrado. Traigo todo el dinero a la casa. Cumplo con las órdenes que me dan. Pero no me van a hacer decir algo que yo no quiero ni siento. La madre se asombraba con la verborragia de su retoño de doce años, que le peleaba a la pobreza a la par del padre. Y, también, de lo cabeza dura que era. —¡Hijito querido! ¡Eres muy bueno y noble! ¡El mejor de los niños! Entiendo lo que me dices, pero temo que un día te maten moliéndote a golpes, por no darle la razón a esos brutos desalmados… —No me voy a morir, mamá. No sufra. La muerte no puede llevarme. Tengo argumentos lógicos en su contra. En ese punto la madre se mordía los labios, sin entender cómo le había salido un crío tan inteligente e imaginativo, pero, a la vez, con tan poco sentido común. Cuando su padre consiguió por fin un trabajo que los sacó de la miseria, Severo retomó sus estudios, siempre con los tropiezos que trae no dar la razón y defender sus propias creencias a rajatabla, a cualquier costo. Creció estableciéndose como un exitoso comerciante. Formó una linda familia. En el pueblo, debido a su forma de ser, ya por todos conocida, y famosa, en vez de llamarle por su nombre, le decían “Don Obstinado”. Todos tenían alguna anécdota relacionada a la tozudez crónica de Severo, y la contaban con gran cariño, pues nadie ignoraba que era un hombre justo y bondadoso, usado más de una vez como juez informal en pleitos de terceros para dirimir a quién correspondía la razón, sin llegar a la justicia institucionalizada. Así se ahorraban disgustos, dinero, y no terminaban peleándose amigos y parientes. El punto es que el añoso Severo, enfermó de gravedad, y, lamentablemente, según el veredicto del médico, era terminal. Toda la familia se congregó para mimarlo y consentirlo en su propia casa: el doctor les había dicho que no valía la pena internarlo, y que pasara fuera de su entorno sus últimos días. Cuando Natalia, su nieta, le tocó la puerta para alcanzarle el desayuno a la cama, la voz que la invitó a entrar era muy rara y ronca. Triste, sopesando este detalle como un síntoma más del deterioro del bisabuelo, pasó al cuarto, y se sobresaltó al ver el aspecto de Severo. Aunque disimuló todo el tiempo, Natalia observó la palidez anormal del hombre, las manchas violáceas en el cuerpo, y se sobresaltó al besar su frente, absolutamente helada. —No se me enoje, abuelito, pero voy a llamar al doctor. No tiene usted buen semblante… —No se moleste, mija. Ya sé que no estoy como para que me contraten de galán en una tele novela, pero no vale la pena. —Por favor, abuelo. No le estoy discutiendo ni negando nada. Permítamelo, solo para darme gusto… Con esta estrategia, la astuta Natalia evitó las controversias infinitas del viejo, y con la familia congregada, llegó el médico. El hombre, luego de revisar a Severo, pidió que entraran los parientes al cuarto. —Lo que voy a decirles es lo más raro que me ha ocurrido en mi carrera como profesional de la salud. Señor Roldán: por su falta de pulso y actividad cardíaca, lividez, y acumulación de sangre en la zona de la espalda, puedo deducir, pese a que usted se encuentra en uso de sus sentidos, que ha fallecido hace, aproximadamente, unas diez a doce horas… El grito de horror y asombro de la familia fue acallado con la voz rasposa y desagradable de Severo. —¡Bueno! ¡Qué tanto escándalo por eso! Ya le dije, hace como ochenta años a mi madre, que la muerte no tiene derecho a llevarme. Yo soy dueño, por derecho de este cuerpo que habito, y no me sacará de él por las buenas. En lo que a mí respecta, las cosas siguen como siempre. Si la tan mentada “Muerte” tiene un discurso lógico que refute lo que digo, que se presente ante mí, y me obligue, con argumentos válidos a abandonar el cuerpo que con tanto amor me dieron mis padres, y que usé todos estos años para trabajar honradamente y formar una familia hermosa. Una tía, conmocionada, cayó redonda, desmayada. De nada sirvieron los discursos de los eruditos del pueblo, diciéndole que era natural morirse, parte del ciclo que Dios había planeado para los seres humanos: él mismo había aceptado la partida de sus padres y amigos cuando les llegó la hora. —¿Saben lo que ocurre, estimados? No todo el mundo tiene la voluntad de luchar por sus derechos como yo. No le voy a regalar a nadie la razón si no la tiene. Soy un hombre justo. Así desfilaba la gente por la habitación de Severo, cada uno con su argumento ensayado, y se iban derrotados por la obcecación de “Don Obstinado”. Llegó un punto en que ya nadie quería intentar rebatirle nada a Severo, no porque se les hubiera acabado las ansias de ganar la discusión en nombre de la lógica y las leyes terrenales, sino porque el cadáver viviente empezaba a apestar horriblemente, y pese al esmero de la pobre familia, que tiraba perfumes e insecticidas, la habitación era un hervidero de moscas, olor pútrido, y gusanitos reptantes. Fue entonces cuando Aurora y Tristán me pidieron que visitara a Severo. Así lo hice. Me percaté de que lo conocía de vista, pero él sabía mucho de mí. Su imagen era un horror. La cara estaba cubierta de pústulas donde hervían gusanos. Los ojos, velados por una nube blanquecina, manaban un espeso líquido inmundo. Pero esto era intrascendente, comparado al pútrido olor concentrado alrededor del obstinado hombre que se negaba a darle la razón a la muerte. —¡Vaya! ¡Veo que todavía hay quien se anima a intentar convencerme! ¡Pero claro! ¿No es usted el funerario? ¿Cómo no va a querer tener un “cliente” más? —Buenas tardes, señor Severo. En efecto. Soy el funerario, como bien dijo. Mi nombre es Edgard. Pero no he venido a hacer negocios. No necesito buscar “clientes”. Por leyes de la vida, ellos llegan solos a mi casa mortuoria. Tampoco quiero convencerlo de nada. Solo me mueve la curiosidad. Deseo hacerle una pregunta: ¿por qué se niega a darle sus derechos a la muerte? —Por una razón de justicia, caballero. Este cuerpo es mío. Me pertenece. Nadie en nombre de la muerte vino con un justificativo legal para que lo deba entregar. —Muy bien. Justicia. Le pregunto, entonces, ¿le parece justo lo que está viviendo su familia, en pos de su supuesta defensa de derechos? ¿No tienen ellos acaso, el derecho de seguir una vida normal, sin tolerar convivir con un cadáver putrefacto? Ellos quieren despedirlo con amor, y esto es un circo horroroso… En lo que quedaban de las arrasadas facciones del muerto, se armó un gesto de asombro y dolor. —Señor funerario… —Edgard… —Disculpe, Edgard. He sido un egoísta. No he pensado en quienes más quiero, y por quienes luché toda mi existencia. Tiene usted la razón. Aunque me cueste horrores admitirlo, no todo es siempre cuestión de justicia. Es la primera vez que lo digo en mis años sobre esta tierra. Hágame un favor, Edgard. En mi mesa de luz, al fondo del cajón, hay unos gemelos de oro con forma de balanza. Son mis favoritos. Dígale a los míos que los pongan en mi camisa del traje, y que, al concluir mi velatorio, queden en sus manos, porque simbolizan el último acto de justicia que no tuve la lucidez de vislumbrar, y usted supo hacerme ver… No bien dijo esas palabras, se desplomó en la cama sin darme tiempo a réplicas. Salí a informarle a la familia los resultados de mi tratativa, y se abrazaron llorando, tanto por la pérdida como por el final de la pesadilla, por partes iguales. Así es como llegaron a mi colección los gemelos de oro con la forma de la famosa balanza de la justicia, que me llaman a la reflexión a la hora de tomar decisiones difíciles que pueden perjudicar a inocentes. ¿Tenemos los seres humanos el suficiente criterio como para determinar con certeza lo absoluto de lo justo? Ustedes me lo dirán. Los espero en La Morgue, como todas las semanas.

sábado, 30 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TRECE ROSAS NEGRAS

Mi amigo, el comisario Contreras se lamentaba, mientras compartíamos un café. —Sé que es la profesión que elegí, Edgard, pero es muy amargo ver tanta maldad e injusticia todos los días. Lo que más duele son los casos que no se consiguen resolver. A veces, repaso, asqueado, expedientes de crímenes atroces que no tuvieron avances. Sin ir más lejos, me pasé la noche sin dormir pensando en el “Asesino de las rosas”, que mató a trece mujeres en el pueblo, y no logramos atrapar jamás… —¿Y si te dijera, amigo, que ese caso está resuelto? —¿¿¿Qué??? —No creo en las casualidades. Si el destino nos reunió hoy aquí, es porque necesitabas saber lo que te voy a contar. Tengo muy presente el caso del que estabas hablando: el pervertido violaba y asesinaba mujeres, y se retiraba dejando una hermosa rosa sobre los cadáveres mutilados cruelmente. Fuera de las flores, nunca dio ninguna pista. El último velatorio que oficié fue el de un hombre de mediana edad. Excelente padre de familia, con una amorosa mujer, Soledad, que no comprendía el motivo que había llevado a Marcelo a suicidarse con antidepresivos y veneno de ratas. Era un hombre querido y respetado en la comunidad. Cuando preparé el cadáver, descubrí, para mi asombro, que llevaba tatuado en el cuerpo trece rosas negras, en lugares que generalmente la ropa oculta. Fíjate, Contreras, que conoció a Soledad haciéndose el primer tatuaje, ya que ella trabajaba como artista de la tinta y las agujas. Le dijo a ella que quería una rosa negra, en recuerdo de su madre, que había fallecido hacía muy poco, y que era su flor favorita. Soledad se esmeró en su dibujo, y la mutua atracción los llevó a volver a verse, iniciar una relación que terminó en una familia perfecta. Cada tanto, con el paso del tiempo, Marcelo le pedía más tatuajes de rosas negras a su esposa. Ella se los realizaba con gusto, recordando el momento en que se conocieron, y suponiendo una crisis de su esposo respecto al duelo con su madre. Pero voy a ir al punto. Cuando terminó el velatorio de Marcelo, en el cual vibraba una extraña energía llena de desasosiego, no solo apareció frente a mí el espectro del difunto recién velado, sino también el de trece mujeres horriblemente mutiladas, y otra, anciana, con el rostro retorcido de odio y perfidia. Marcelo tenía el gesto horrorizado, mirando a las mujeres, que lo observaban acusadoramente, deformadas por terribles heridas siniestras, y la vieja, lo fulminaba con una mirada de desprecio atroz. Impuse mis manos para captar la muda historia que los muertos no podían verbalizar, y las imágenes de la tragedia vivida me azotaron con la fuerza de un revés brutal. La anciana era la madre de Marcelo. Se llamaba Rosa, y era una mujer perversa que abusó de su hijo desde niño, de las formas más sucias y humillantes que uno pueda imaginarse. Las trece mujeres destrozadas eran las víctimas de Marcelo, que, una vez fallecida su madre, comenzó a padecer trastornos de personalidad con ataques de ira, que lo llevaron a transformarse en un violador y asesino despiadado. Después de perpetrar sus crueles crímenes, dejaba una rosa sobre sus víctimas, en la confusión mental que padecía, donde se mezclaba el abuso asqueroso de su madre, su culpa luego de calmar la violencia que lo transcurría, y el tributo de disculpa, que era, en parte, el nombre de su progenitora, como la autora intelectual de su proceder imperdonable. La primera rosa negra Marcelo se la tatuó luego de su primer crimen, como recordatorio del daño perpetrado, para conseguir frenar sus impulsos perversos y contenerse. Pero no lo logró, y siguió dañando a inocentes, castigando, en su atribulado mundo inconsciente, a su corrupta madre a través de la vejación y muerte de mujeres en la que veía el rostro de Rosa, sin poder evitarlo. Así fue como llegó a tener trece tatuajes de rosas negras, realizados por su propia esposa, que nada sabía de los demonios interiores de su marido. Luego de cobrarse su última víctima, Marcelo comenzó a ver los espectros de las mujeres que había matado y violado sin piedad, por lo que su psiquis se socavó alarmantemente. Por consejo de Soledad, que lo veía deprimido, empezó a ver a un psiquiatra, que no pudo ayudarlo, porque nunca contó la verdad sobre la causa de su depresión. El profesional escuchó la historia de estrés laboral que le contó Marcelo, sus insomnios y dolores de cabeza, y se limitó a prescribirle un antidepresivo, aconsejándole hacer terapia psicológica, y practicar alguna actividad de su agrado fuera del trabajo. Marcelo asintió, y, al llegar a su casa, aprovechó la ausencia de su familia, visitando un pariente, e ingirió la caja entera, mezclada con alcohol y veneno para ratas. Lo miré a sus llorosos ojos. Vi que los tatuajes sangraban. —Marcelo: haz hecho algo terrible, pero no fue dentro de tus cabales. Has sido tú una víctima mucho tiempo, en manos de una pervertida, y han pagado tu desequilibrio mental estas pobres mujeres… Los espíritus de las asesinadas, al conocer el horrible origen de los actos que acabaron con su vida, dejaron de mirar con odio a Marcelo, y se centraron en observar con repugnancia a Rosa, que tenía un aborrecible gesto de desprecio y maldad abyecta. —¡Arrepiéntete, Rosa, de tus repulsivos actos, para conseguir la paz eterna! ¡Pídele disculpas a tu hijo y a estas pobre mujeres, que perecieron por las heridas que causaste! La anciana se transfiguró, de odio, con un semblante más horrible, si esto era posible, comenzando a emitir un desagradable humo negro, que olía terriblemente. Hirientes chispas oscuras, que quemaban como ascuas, salieron de su espantosa aparición, atacando a su hijo, a las jóvenes asesinadas, y a mí. —¡Ya que elegiste el camino del odio y la perversidad, arderás en el infierno! No bien dije estas palabras, Rosa se prendió fuego, convirtiéndose en cenizas, mientras mostraba su dolor con horribles muecas, hasta que desapareció. Las mujeres se tomaron de la mano. Lágrimas de alivio y perdón manaron de sus ojos, que ya no miraban acusadoramente a Marcelo, quien seguía llorando, horrorizado. —Ya es tiempo de que perdones a tu madre, te perdones a ti mismo, y pidas disculpas a tus víctimas, que entendieron el motor de tu horripilante accionar. Marcelo miró a las trece, uniendo las manos en gesto de súplica, pero las mujeres ya estaban ascendiendo a la luz de la paz eterna, habiendo perdonado a su asesino. —Es tu momento de descansar… Y, con los tatuajes aun sangrando, Marcelo se elevó, dejando caer una rosa negra, con la suavidad y el peso de una flor común, pero con la dureza de la piedra, y un tallo con trece espinas de filoso metal. Tengo la rosa negra en los estantes de mi colección, Contreras, si quieres verla… —¡Por Dios, Edgard! Lo que me cuentas me deja helado… ¡No se podrá hacer jamás justicia terrenal! Los seres queridos de las víctimas nunca tendrán consuelo… —Lo tendrán. Al unir sus manos, las mujeres crearon una corriente de energía para que les llegara a los suyos un mensaje de amor y liberación. ¿Estás un poco más tranquilo? —Solo un poco. Tráeme, por favor, otro café. Este ya está helado, y tengo que digerir todo lo que acabo de escuchar… —Lo digeriremos juntos, amigo. Voy por más café…

sábado, 23 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LICUADO DE CADÁVER

Con la asistencia de mi amigo Tristán oficiamos el velatorio de Saúl. El hombre había sido un miembro muy activo en la comunidad del pueblo. Su comportamiento ejemplar como empresario, filántropo, y excelente padre y esposo, en vez de conseguir respeto y admiración, despertaba horribles envidias y maledicencias. A sus espaldas, decían que era corrupto, que su bellísima esposa lo engañaba, que sus hijos tenían buenas notas porque él sobornaba a los maestros. Saúl conocía todos los malos chismes, y lo único que le provocaban eran ataques de risa explosiva. —¡Pobre gente! ¡Lo único que tienen para ostentar es un montón de mentiras! Lo que no se les puede negar es la creatividad… Luego de los ataques de risa, se secaba las lágrimas de hilaridad, y levantaba una copa imaginaria, y haciendo la mímica, se la tomaba. —¡A la salud de los chismosos! Y luego de su parodia, seguía riendo, sacudiendo la cabeza alegremente. Nunca le afectaron los mezquinos dichos de aquellos que, aun siendo parientes, supuestos amigos, o aliados de negocios, esparcían con malicia. Saúl se concentró en vivir intensamente, y en bromear todo lo que podía, lo cual también era mal tomado por sus secretos odiadores, que no entendían qué le causaba al hombre tanta gracia… En el mismo velatorio, me indigné al escuchar repulsivos comentarios cargados de mentiras y repudio hacia el difunto. Se reunían en rondas cerradas, a pocos metros de los seres queridos del hombre, mancillando su memoria con historias espantosas. Cuando estaba a punto de intervenir, lo que hubiera sido muy poco profesional de mi parte, una vocecita chillona se escuchó saliendo del féretro, repitiendo: —¡A tu salud! ¡A tu salud! ¡A tu salud!... Todo el mundo quedó helado. Me acerqué al cuerpo, y descubrí en manos de Saúl un payasito de juguete que emitía con un parlante esa letanía. Escuché también, un sonido de reloj, que me llevó a alejarme cautamente del ataúd. Por el contrario, los chismosos, alelados, se acercaron en masa, atraídos por la aguda y socarrona grabación del juguete, que terminó su salutación con una risa alocada. Entonces, ocurrió algo para lo que nadie, yo incluido, estaba preparado. El contenido del féretro estalló, esparciendo jirones de la carne del difunto en un inmundo puré pringoso ensangrentado, que cayó sobre los maledicentes, bañándolos de esa porquería asquerosa, provocando una vomitona masiva, ya que algunos trozos del cadáver habían caído dentro de las propias bocas de los habladores de mentiras. Dentro del pandemónium del picadillo del fallecido, la gente enchastrada dando arcadas, se me acercó la viuda, llevándome a un aparte. —Debo pedirle mil disculpas, señor Edgard. Esto que ocurrió, pasó con mi complicidad. Me haré cargo de resarcirle todo el daño económico que pude haberle ocasionado, y haré un comunicado de prensa para que quede claro que usted no ha tenido nada que ver con la última broma de mi esposo. Él sabía que le quedaba poco tiempo, y me rogó que colocara los dos artilugios en su cuerpo, cuidándome de que usted se diera cuenta¨: el payasito con la grabación, y el detonante que hizo estallar a Saúl como una bomba. Averiguamos previamente que no implicaba peligro de ninguna índole para nadie. Salvo la impresión… “Edgard lo va a entender”, me decía. Le tenía a usted un gran cariño. Quería despedirse burlándose de todos los que hablaron siempre a sus espaldas, convencido de que serían tan hipócritas de ir a su velorio para seguir ensuciando su memoria. Y no se equivocó. Saúl era maravilloso… —No se preocupe, señora. Yo también apreciaba muchísimo a su esposo. Si bien esta no es la publicidad adecuada para una funeraria seria, debo admitir que la broma estuvo perfecta… Una vez que la policía, tras mi llamado corroboró la naturaleza de los hechos, y sin presentación de cargos, un equipo de limpieza enviado por la propia viuda juntó los restos más consistentes del cadáver para su posterior entierro. Cuando se retiraron, y me quedé a solas, apareció el espectro de Saúl, con una sonrisa de oreja a oreja, saludándome efusivamente, antes de ascender hacia la luz, mientras el payasito de juguete, que había quedado relegado a un rincón con la voladura, recomenzaba su cantinela guasona: —¡A tu salud!... También sonriendo, despedí a Saúl, y tomé el muñequito para mi colección. No puedo evitar, al verlo, ponerme de buen humor, recordando las caras horrorizadas de los chismosos bañados en licuado de cadáver, y brindo espiritualmente por la gente que se toma la vida con positividad, sin darle entidad a los malintencionados, que no se lo merecen. A lo sumo, terminan vomitando sus propias palabras llenas de odio, como ocurrió en el particular velatorio de Saúl. Pueden acercarse a ver mi colección, y brindar también a la salud de la gente buena y franca, que festeja la vida alejada de odios y envidias. Los espero en La Morgue.

sábado, 16 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TIERRA AMARGA

Cora compró una granja abandonada a la salida del pueblo, porque luego de años de sucesión las tierras y los edificios estaban a un precio realmente sorprendente. Decidió invertir allí sus ahorros, y dejar de gastar en alquiler, poniendo todos sus esfuerzos en trabajar la tierra, para abandonar la rutina de trabajo de oficina y estrés de vida en la ciudad. Así que, con todo su entusiasmo, y mucho material recopilado sobre administración, calendario de siembras, y ganas de poner manos a la obra, comenzó las primeras labores no bien estuvo equipada con lo básico la pintoresca casita, que ella misma arregló y decoró con amor. Por las noches sufría horribles pesadillas: soñaba con dos espantosos espectros que se levantaban de un chiquero, luego de haber sido devorados por los cerdos, mostrando jirones de carne y huesos, que se atacaban, con un odio feroz. En el terrible sueño, la pareja infernal prefería seguir dándose muestras de desprecio y hostilidad a consolarse por la horrible muerte que habían tenido. Cora despertaba transpirada, con el corazón acelerado, asqueada y temerosa de las imágenes de la pesadilla, pero le restaba importancia: justificaba el sueño con sus temores ocultos al ser la primera vez que vivía sola, y con un emprendimiento tan grande en su cabeza. Así que se tomaba un té de tilo, y se levantaba bien temprano para aprovisionarse y comenzar su jornada. Luego de arduos meses de trabajar la tierra con mucho sacrificio, solo contratando ayuda cuando no le quedaba más remedio, llegó el tiempo de cosechar el fruto de su esfuerzo. Para su horror y decepción, todo lo sembrado tenía un gusto asqueroso: inexplicablemente, sabía a carne podrida. Incluso los árboles frutales le dieron también la amarga sorpresa: eran incomibles los frutos, con un sabor vomitivo. Cora se desesperó. Aún tenía resto económico como para aguantar un tiempo más, pero haber trabajado tanto por nada, con todas las ilusiones que albergaba su corazón soñador, la dejaron devastada. En vez de ponerse a llorar y lamentarse, fue a buscar un ingeniero agrónomo para que investigara el motivo del fracaso de su esfuerzo. ¿La habrían estafado al venderle las tierras a un precio tan bajo? Cora se contactó con Natán, un viejo amigo de mi padre, que no solo conocía de su profesión que lo ligaba a la tierra, sino también la historia del pueblo y sus habitantes. No creo equivocarme si digo que el buen Natán superaba los ciento diez años de edad, lo cual no le impedía desenvolverse con soltura y eficacia. —Muy buenos días, bella señorita. He llegado en tiempo y forma, tal como le prometí. Acá tengo todo el material para recoger las muestras. —¡Hoy está muy frío! ¿Le agradaría, antes de empezar su labor, caballero, tomar un té conmigo? Aún no desayuné. Es usted muy puntual… —¡Por supuesto, señorita! Debe usted leer el pensamiento. Pero nada de “caballero”. Soy Natán. —Y yo, Cora. Pasemos a la casa, por favor… Una vez servido el té con leche y pan casero, el viejo, encantado, se veía dudoso. Mientras disfrutaba el desayuno, Cora lo vio pensativo. —¿Qué ocurre, Natán? —Mire, jovencita: usted tiene edad para ser mi bisnieta, y me quedo corto. Siento que si hago el trabajo, la voy a estar estafando. Y si le digo la verdad, usted no va a querer creerme… —No le estoy entendiendo, Natán… —Pues mire. Hay cosas que ocurren que no tienen una explicación científica, como la que se puede sacar de un análisis de suelos y napas de aguas, como las que yo realizo desde antes de que naciera su abuela. Me voy a arriesgar, aún a perjuicio de mi ganancia económica, y de que me crea un viejo lelo, a contarle una historia, que sucedió aquí mismo, y que me parece que es la causa de su mala cosecha… ¿Estaría dispuesta a escuchar? Luego, sacará sus conclusiones. Y si le parece, puede correrme del lugar con los perros… Cora sonrió. Sus perros eran unos pequeños cusquitos cariñosos que no se despegaban de los pies del viejo, que había logrado intrigarla. —Le prometo, Natán, que no pensaré que usted está lelo, y que no sufrirá la ferocidad de mis perros… —Está bien. No diga que no se lo advertí… Hace muchos años, esta granja estaba habitada por una pareja que no podía tener hijos. Trabajaban la tierra de sol a sol, con gran productividad. Tenían, incluso, animales: vacas, gallinas, cerdos. Al principio todo iba bien, pero a medida que pasaba el tiempo, comenzaron a echarse la culpa uno al otro por la frustración de no poder gestar un niño. Hasta la gente que contrataban para ayudarlos se terminaba yendo, pese a la buena paga, porque no soportaba la andanada de palabras amargas que se soltaban por todo el lugar. Insultos y acusaciones horribles, llenas de resentimiento y rencor. Los trabajadores decían que después de escuchar sus discusiones, la cabeza les dolía por horas. En vez de darse cuenta de que esa dinámica enferma iba en aumento, y buscar ayuda, persistían en insultarse cada vez con más violencia. Y en eso estaban, diciéndose las cosas más horribles que podían existir, mientras alimentaban a sus cerdos. Un viento feroz, que antecedió una tormenta histórica, desprendió una viga del granero cercano, con la mala suerte de asestarles de lleno en la cabeza, haciéndolos caer, inconscientes, en el chiquero. Vaya a saber qué les pasó a los cerdos. Algunos dicen que fue la sangre. Otros, el aura de violencia que emanaba la pareja con sus eternas discusiones. El punto es que… se los devoraron vivos… —¡Por Dios! —Nadie sabe si despertaron en medio de la horrorosa comilona, o fallecieron sin recobrar el sentido. Para cuando los encontraron, eran dos esqueletos descarnados. Dicen que hasta en su pose de difuntos, en el medio del chiquero, parecían seguir peleando, él con el puño cerrado y en alto, y ella señalándolo acusadoramente, con los escasos huesitos que respetaron los cerdos y el desastre de la tormenta descomunal. Sé que es muy demente esta teoría, Cora, pero esa pareja, muriendo en plena pelea, y habiendo sembrado palabras de odio por todo el lugar, creo que arruinaron la tierra con ese mal sentimiento. Ahora puede echarme, si cree que estoy loco… —No creo eso para nada, Natán. Yo he soñado con ellos casi todas las noches desde que llegué aquí, pero le resté importancia… ¡Qué historia horrible y triste! ¿Cómo se podrá solucionar algo así? ¡He trabajado tan duro! —Mire, Cora, aunque no le prometo nada, tengo un amigo, un funerario, que nos podría echar una mano… —¿Un funerario? ¿Acaso no los enterraron cristianamente? —Preguntó Cora, estremecida. —Por supuesto. Pero tal como usted me contó que los soñó, es posible que los difuntos no descansen. Y hay que sanear la tierra… Así es como llegamos Tristán, Aurora y yo a la granjita de Cora, que nos recibió con el protocolo de quién es visitado por altos funcionarios. Natán nos indicó el sector donde estaba el infausto chiquero por la época de la pareja fallecida. Haciendo un círculo, en el que incluimos a Cora y Natán, nos concentramos en los difuntos, y, a los pocos minutos, la visión horrorosa de dos cadáveres descarnados, con marcas de dientes hasta en sus huesos medio astillados, apareció ante nosotros. De sus cuencas vacías brillaban luces rojas, de las que se desprendían chispas de puro odio. Los repulsivos esqueletos parecían ignorarnos, y seguir una pelea agitando sus miembros deteriorados en gestos amenazantes. —¡Escuchen! ¡Ya dejen de pelear! ¿No van a parar nunca? ¿No se han dado cuenta de cómo el odio que crearon contaminó no solo la tierra, sino el temperamento de sus animales? Los espectros, confundidos, nos prestaron su atención, sin dejar de echar chispas de fuego por sus cuencas. —Esta pobre chica, Cora, compró sus tierras, y sus malos sentimientos hicieron que su duro trabajo se echara a perder: todo lo que sale de acá sabe a putrefacción. Muéstrales, Cora, como tienes las manos de tanto trabajar, por favor… Temblando, Cora les mostró ambas manos a los espectros. Estaban llenas de callos, llagas, raspones y uñas rotas y machucadas. —Ustedes fueron muy egoístas. ¿Por qué, en vez de esparcir su nocivo odio, auyentando a la gente, no pensaron, por ejemplo, en adoptar a un niño? ¿No se daban cuenta de que espantaban a cualquier bebé del deseo de ser gestado por unos padres que no hacían más que insultarse todo el tiempo? Los seres abrieron sus asquerosas mandíbulas de asombro. La que en vida fuera mujer, se llevó las manos en la cabeza, y el hombre, al pecho. Las chispas de fuego comenzaron a manar como lágrimas, y luego de unos segundos eternos, los entes se abrazaron. Al unirse, comenzaron a verse como las personas normales que alguna vez fueron. Ya llorando lágrimas normales, comenzaron a elevarse, mientras caían de sus ropas de trabajo saquitos con semillas, que nunca lograron sembrar en su momento. Cora estaba obnubilada por la experiencia. Natán sonreía benévolamente. —Estoy seguro, Cora, de que su tierra está curada. ¿No es así, Natán? —Por supuesto. Ahora le espera una etapa de prosperidad. —¿Cómo podré agradecerles lo que han hecho por mí? —Estoy seguro de que tanto Edgard como Aurora y Tristán estarán felices de recibir frutas y verduras de tu próxima cosecha. En cuanto a mí, te pido que contrates a mi bisnieto para tus labores. Está sin trabajo, y ya te destrozaste demasiado las manos con el trabajo anterior… Yo conocía a Natán. Lo que quería era que Cora terminara de novia con su bisnieto, un excelente muchacho al que le sobraban labores. No me metería en ello… Le pedí a Cora permiso para llevarme una de las bolsitas de semillas, que hoy está en los estantes de mi colección. Cuando alguien discute, o manifiesta sentimientos malos, se sacude con el sonido de las semillas que no pudieron nacer, recordando que el odio se esparce como un incendio destructivo, devorándolo todo, sino sabemos pararlo a tiempo. El odio destruye, amarga y contamina, dañando e hiriendo a culpables e inocentes. Pueden visitarme, y ver las semillas, y todos los demás objetos de mi colección, y, si gustan, escuchar sus historias. Los espero en La Morgue. De igual modo, tarde o temprano, pasarán por aquí…

sábado, 2 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- OJOS GIGANTES, BOCA SELLADA

EDGARD, EL COLECCIONISTA OJOS GIGANTES, BOCA SELLADA Recibí a Ester para despedirla, lamentando su deceso, ya que la conocía, y era una mujer excelente. En su juventud, cuando su esposo perdió el trabajo, se puso en decenas de actividades, donde combinaba una gran creatividad con un duro esfuerzo para cubrir las necesidades básicas de sus hijas y marido, además de improvisar arreglos a su casa, que se deterioraba cada vez más, a ojos vistas. Eduardo, su marido, en vez de valorar su voluntad, se mostraba siempre hosco, resentido, y no perdía oportunidad de maltratarla verbalmente cada vez que podía. El único pasatiempo que Ester amaba, ya que su condición económica caótica le había obligado a abandonar sus estudios, era tocar el piano, una preciosa herencia de sus padres. Pero no podía hacerlo en presencia de Eduardo, que le decía que no toleraba el ruido asqueroso que hacía, que lo dejaría sordo. Para evitar peleas, cerraba el piano, tragándose su dolor sin una palabra, abriendo sus desconcertados ojos desmesuradamente ante la injusta reacción de su esposo. El tiempo mitigó la situación económica. Eduardo consiguió por fin un trabajo con el que sostener la familia, ya cuando las hijas habían crecido. Muy feliz, Ester pensó que era el momento propicio para retomar su amada música, incluso, para dar clases de piano. Pero no pudo ser: sus hijas, acusándola de egoísta, la abocaron al cuidado de los nietos. Se dio cuenta de que había acostumbrado a su entorno familiar a brindar todo de sí, sin poner límites ni pautas, y que se había vuelto una persona transparente, que solo era visible para atender necesidades ajenas. Cuando intentaba contarle sus sueños a su esposo sobre su proyecto con la música, este la miraba con desprecio, contestándole: —¡Cómo te gusta perder el tiempo en estupideces! ¡Ya sería hora de que vendas esa porquería, que lo único que hace es ocupar espacio en la sala e incomodar! ¡Ni siquiera lo mantienes limpio! Como corolario de su discurso corrosivo, Eduardo pasaba el dedo sobre el piano, con cara de asco, mostrando la leve capa de polvo que había escapado a los ojos de Ester, demasiado ocupada atendiendo sus nietos, y haciendo trámites para sus hijas. Un día especialmente duro, Ester llegó de la calle, luego de una intensa jornada cuidando a los chiquillos enfermos, y, para su total sorpresa, vio que no estaba más el piano en la sala. Abriendo sus ya grandes ojos en forma desorbitada, le preguntó a Eduardo qué había ocurrido con su amado piano. —¿Tu piano? ¿Esa porquería estorbosa? Lo vendí para comprarme el equipo de audio que deseo desde hace mucho tiempo, y no he podido tenerlo por dedicar todo mi dinero a esta casa, por la que trabajo como un esclavo, mientras tú disfrutas de paseo con tus hijas y nietos. ¡Cierra esos horribles ojos saltones tuyos! ¡Sobre que ya son grandes, al abrirlos así, pareces un susto a media noche! Eduardo dio media vuelta, dejando a Ester sumida en un estado de shock. Se había quedado parada en medio de la sala, cargando las bolsas con las que había llegado de la calle, con los ojos desmesuradamente abiertos, de los que manaban lágrimas sin cesar. Luego de una hora en esa posición, tiró las bolsas, y sin decir una sola palabra se encerró en una de las habitaciones que otrora había pertenecido a su hija. Su marido ni siquiera notó su ausencia, ya que Ester había dejado comida preparada, lista para calentar en el microondas, y le daba lo mismo comer sin ella. Así hubiera seguido, de no haber empezado a sonar los acordes de un piano invisible. Eduardo, sin comprender nada, montó en cólera: pensó que con total osadía Ester se había atrevido a manipular su preciado equipo de sonido sin su permiso ¡Ya le diría un par de cosas! Pero la música, que era una horrible marcha fúnebre, no procedía de su aparato. Parecía surgir de todos y cada uno de los rincones de la casa. Alarmado, buscó a su mujer por todos lados, sin hallarla. Cuando se topó con la puerta de la antigua habitación de una de sus hijas cerrada, la golpeó amenazando a Ester de que la abriera a voz de cuello. Al no obtener respuesta, aturdido por la espantosa música de piano que no cesaba ni un segundo, y sopesando que podía haberle ocurrido algo a Ester, procedió, con unas herramientas, a romper la cerradura de la pieza. Encontró e Ester tendida en la cama, con la boca tapada con cinta negra, de la que se usaba habitualmente para reparar cables, y sus ojos demasiado abiertos, con el gesto de haber visualizado demasiados espantos en su sufrida vida. Estaba blanca como la nieve, con los brazos extendidos fuera de la camita de una plaza, cortados a la altura de las muñecas. Ester había tomado el recaudo de poner en el piso dos recipientes, para que su sangre no manchara el suelo. Con un grito de horror, que se perdió entre el sonido de la marcha fúnebre que resonaba sin cesar, con un volumen cada vez más alto, salió corriendo por ayuda. Cuando esta llegó, el piano había cesado, y solo quedó la tarea de determinar el suicidio, para que se pudiera disponer del cuerpo, que ahora está en mi funeraria. No quise modificar sus ojos abiertos de más. Solo me esmeré en maquillarlos para que se viera absolutamente bella, con esa mirada enorme, que abarcaba un universo de pena que muy pocos conocían, y que yo resalté como un gesto de particular hermosura. Antes de comenzar el velatorio, su espectro se me presentó. Era una bruma gris casi invisible, a excepción de sus enormes ojos, que habían visto demasiadas injusticias, abiertos deformemente. Su boca solo era visible por la cinta que parecía flotar en su materia insustancial. —¡Mi querida Ester! Si alguien se merece el descanso eterno, y la paz absoluta, eres tú… Créeme: tus seres queridos están profundamente arrepentidos por su accionar. Sé que no es momento para decírtelo, pero parte de las injusticias en que incurrieron, son, en parte, responsabilidad tuya: les diste todo, sin pedir nada a cambio, sin mostrar el valor que tenían tus gigantescos esfuerzos. Naturalizaron tus atenciones y sacrificios como si les pertenecieran por derecho propio. Ahora, lamentablemente, demasiado tarde, se han dado cuenta de la enorme joya humana que dejó de brillar para ellos. Sé libre, Ester. Márchate al plano donde el dolor no existe, y disfruta la paz eterna… Ester pareció tomar consistencia. Sus ojos tomaron un tamaño normal. Se quitó la cinta negra de la boca, para brindarme una última sonrisa, y se esfumó entre luces, mientras un remolino de papeles hacía un pequeño tornado alrededor de su luminosidad, girando alrededor de él, hasta que cayeron al suelo mansamente. Empezó a sonar entonces, la “Sonata Claro de Luna”, de Beethoven, una de mis piezas favoritas de piano. Con los ojos llenos de lágrimas, esperé a que concluyera, y luego junté del piso los papeles: eran amarillentas partituras, con las que ella practicaba, feliz, de niña. Ahora están en las estanterías de mi colección. Cuando me siento particularmente triste, las tomo, acercándolas a mi pecho, y la Sonata suena, consolándome como un abrazo. Pueden ver las partituras cuando lo deseen. Recuerden valorar los actos de las personas que los aman cuando aún están vivas. Luego, ya no queda lugar más que para un arrepentimiento amargo…