viernes, 10 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA - BLOQUEO DE ESCRITOR

Mi amada Aurora me contó la historia de Amadeo, un amigo de ella que me tocaba despedir en un próximo velatorio. Su caso me pareció más que particular. Amadeo era escritor. Amaba la escritura con una pasión que lo devoraba vivo. Consiguió algo de renombre, y la felicidad de vivir de sus letras, lo que le impulsaba a esmerarse cada día más en su labor artística. Ocurrió, como es muy frecuente en la profesión, que, al iniciar una jornada ante la hoja en blanco, se sintió absolutamente vacío de ideas. No se preocupó, en principio. Se abocó a labores cotidianas, esperando que la musa volviera a bendecir su inventiva. Pero al retornar a su intento de plasmar mundos imaginarios, descubrió alarmado que su capacidad de crear se encontraba totalmente bloqueada. Desesperado, al pasar el tiempo y persistir el problema, le contó a un colega lo que le ocurría. Éste le aconsejó no alarmarse, y cambiar su rutina, agregando algo nuevo a sus rituales habituales para encarar desde un lugar diferente su labor literaria. Le dio como ejemplo, intentar escribir a mano, ya que sería un cambio de esquemas que le proporcionaría una nueva forma de enfocarse. Para eso, le recomendó ir a una casa de antigüedades, y comprar una pluma especial. Ese acto, en sí mismo, sería una anécdota que luego podría plasmar en una historia. Y con un gesto algo extraño, le extendió la tarjeta de un anticuario, diciéndole que sus objetos tenían la magia que él precisaba en ese momento. Sin desentrañar la mirada indescifrable de su amigo, acudió a la casa de objetos usados, un lugar del que nunca había reparado antes, pese a haber pasado miles de veces por allí. Entró al recinto, muy mal iluminado, con olor a vejez, polvo, humedad, y otro algo difuso, diríase químico, similar al azufre. Le atendió un hombre que parecía ser el más viejo de la tierra. Pese a su avanzada edad, la vivacidad de sus ojos color miel, casi amarillos, era increíble. Amadeo le comentó que estaba buscando una pluma bonita, de ser posible antigua, para usarla como inspiración de su trabajo. El viejo, sonrió mostrando unos dientes horribles, y se internó en el interior del negocio, volviendo con una cajita oblonga de cuero, similar a un pequeño ataúd. Al abrirla, Amadeo quedó fascinado con la belleza de la lapicera: pese a ser antigua, estaba adaptada para ser cargada con cartuchos modernos. Era de oro, adornada con piedras rojas muy brillantes, que refractaban hipnóticamente la escasa luz del local. Encantado con la pieza, le preguntó al anciano el valor de la misma. --¿Qué quiere lograr con ella? -- Pues, escribir, obviamente, y luego pasar mis manuscritos a la computadora. Soy escritor profesional, como le comenté antes… --¿Y cuánto cree que pueda valer una pluma que le asegure que todo lo escrito con ella sea un rotundo éxito en su profesión? -- Entiendo que está bromeando. Pero un objeto así, por seguir su juego, sería invaluable… -- Tiene usted razón. Algo con ese poder no tendría precio. Pero se equivoca en cuanto a lo de la broma. Le propongo que se lleve la pluma como préstamo. Y si triunfa con ella, tal y como yo sé que ocurrirá, volverá y me pagará lo que le parezca justo. Es más: si no queda satisfecho, tomará la decisión que desee. No le haré firmar nada al respecto… --Caballero, es muy amable, pero no me llevaré esta joya sin pagarle. No me parece justo. -- Quédese tranquilo. Es más que justo. Además, es mi forma de garantizarle que todo lo que escriba con ella, será una maravilla literaria sin igual. Lo siento escéptico, y quiero sorprenderlo. Deme el gusto. Tómelo como el capricho de un viejo tozudo. En todo caso, prometa dedicarme su primer best seller… Entre dimes y diretes, el escritor se terminó llevando la pluma. Ya a unas pocas cuadras del lugar, se percató de que no le había pedido el nombre al excéntrico vendedor, y volvió sobre sus pasos para preguntárselo, pero totalmente confundido, no encontraba el negocio. Pensó que estaba mareado, o con la presión baja. Quiso corroborar la dirección con la tarjeta, pero en vez de hallarla en su bolsillo, tocó en él un montoncito de polvo. Asqueado, se dijo que volvería al día siguiente, con la cabeza despejada. Ya en su casa, sacó la lapicera de su lujoso estuche, y tomando un cuaderno, se enfrentó a la hoja en blanco, descubriendo, emocionado, que las palabras le brotaban con una fuerza narrativa arrolladora. Si bien no le agradaba que la tinta fuera de color rojo, le restó importancia: luego transcribiría el texto en su ordenador. Atrapado en el placer de producir nuevamente historias, perdió la noción del tiempo. Casi no dormía ni comía. En menos de una semana logró una antología de relatos algo siniestros, pero de una calidad literaria impecable. Entusiasmado, se las envió a su editor, que lo felicitó diciéndole que tenía una mina de oro en sus manos. Tal como se lo dijo el representante editorial, el libro arrasó con las ventas en forma arrolladora. Amadeo no cabía en sí mismo de la felicidad. Pensó que era un buen momento para visitar al anticuario y pagarle por la bellísima pluma, que, al desbloquearlo, podía considerar realmente mágica. En eso estaba pensando, con el televisor de fondo, cuando una noticia le llamó poderosamente la atención: el asesinato horroroso que detallaba el periodista era exactamente igual al del primer cuento de su libro. Choqueado, se dijo que debía ser una casualidad. Pero el impacto le había quitado las ganas de salir de su casa, y decidió ponerse a escribir para reorganizar su mente. Al día siguiente, ya más tranquilo, puso la radio mientras desayunaba. La música se interrumpió por una noticia de último momento: el locutor comentó un terrible accidente en una fábrica, al estallar una bomba de productos químicos, con un espantoso saldo de trabajadores muertos, quemados y mutilados. Amadeo no lo podía creer: la historia era idéntica al segundo relato de su antología. Horrorizado, llamó a su colega, quien le recomendara al anticuario, pero el número parecía fuera de línea. Telefoneó a conocidos en común, quienes lo trataron como si estuviera loco: decían no saber ni tener idea de la existencia de dicha persona. Ya fuera de sí, salió, fuera de sí, a la calle, buscando nuevamente el negocio de antigüedades, pero por más vueltas y vueltas que dio, no pudo hallarlo. Al borde del colapso nervioso, se encerró en su casa, abocándose a escribir con su pluma dorada frenéticamente, y descubriendo, día a día, que las seis historias de su exitoso libro iban apareciendo en sangrientas noticias, alienantemente cruentas. No sabiendo a quién recurrir, ni qué pensar, en un estado de desesperación extrema, siguió escribiendo, como un drogadicto inyectándose el veneno que tarde o temprano lo terminaría fulminando. Aurora lo llamó repetidas veces, pero no consiguió dar con él. No contestaba el teléfono, ni atendía la puerta. Por consejo mío, acudió a la policía, que ingresó a la vivienda. Encontraron a Amadeo sentado en su escritorio, en un horrible charco de sangre. Se había degollado con la pluma de la que surgieron los relatos que luego vio replicados en forma enloquecedora en la vida real. En su cuaderno, escrito con tinta roja, relataba su macabra historia, cuyo final era el anuncio de terminar con su vida abriéndose el cuello con la lapicera, cuya punta afiló contra el borde de la mesa, que aparecía desgastada, como mordida por un animal rabioso. Luego de pasar por todas las pericias forenses pertinentes, mi amigo, el comisario Contreras, me acercó la pluma, diciéndome que era un objeto nefasto, y que yo sabría qué hacer con él. En efecto, la energía negativa que emanaba esa pieza me provocó náuseas y dolor de cabeza. Tristán, mi ayudante, me comentó que podía captar la voluntad de un ser infernal atrapada en la pluma, y que debíamos aislarla del mundo para que no pudriera el alma de nadie más. Así que la metimos dentro de un frasco de plata, junto a una oración escrita con nuestra propia sangre como tinta, conjurando al demonio a ser preso por la eternidad. Pese a que el frasco hizo temblar la estantería de mi colección, al rezar conjuntamente, con mi querido Tristán, logramos que el horripilante habitante de la pluma maldita no se manifestara más. Nos queda intentar darle paz al alma del pobre Amadeo, engañado por un perverso ser del inframundo, no bien termine su velatorio. Lo que me da mucha tristeza, y sumió a Aurora en un ataque de ira y pena, es que el editor piensa publicar la terrible vivencia que Amadeo escribió en su cuaderno, concluyendo con el morboso anuncio de su suicidio. Considera que será un éxito espectacular de ventas, que llevará a la editorial a otro nivel. Lo conseguirá, seguramente. Y abrirá un portal espeluznante que le dará entrada a toda clase de entidades malignas del infierno. No creo que logre convencerlo del error de editar ese manuscrito. Además de invitarlos, como siempre, a visitarme en La Morgue, les dejo una pregunta: ¿Comprarían ustedes ese libro maldito? Espero sus respuestas… Edgard, el coleccionista @NMarmor