sábado, 25 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA - NAVIDAD SANGRIENTA

Nunca la Navidad ha sido una época tranquila para mí. En el pueblo, la tasa de suicidios y hechos de violencia alteran al pueblo aumentando exponencialmente. La ingesta desmedida de alcohol, y la tendencia a hacer balances personales en fechas saturadas de mensajes consumistas y exposiciones de falsa felicidad exhibicionista, potencia esos resultados tan tristes. Pero este año, la impronta fue especialmente sangrienta. Nicolás era un niño diferente, con una deformidad en su cráneo y extremidades, producto de la acromegalia que padecía. Su rostro alargado, delgadez y estatura extrema, lo hicieron blanco de las burlas de sus pares. Para colmo de males, con el fallecimiento de su madre, unos parientes lejanos tomaron su custodia, y el muchacho sufrió por parte de ellos abusos físicos y emocionales. En la adolescencia fue noticia. Los periodistas lo llamaron “El esqueleto justiciero”, ya que el joven asesinó en forma cruenta a su familia adoptiva, cansado de las vejaciones infligidas por ellos, y, además, extendió su accionar hacia otros perversos abusadores de niños, matando y mutilando hasta que la policía le puso freno, deteniéndolo. Un abogado defensor consiguió declararlo no competente, arguyendo que el maltrato padecido lo había trastornado psicológicamente, motivándolo a su conducta violenta. Fue ingresado a una institución psiquiátrica, de la que escapó la semana pasada, sin dejar pistas sobre su paradero. El punto es que Nicolás, decidió vestirse de Santa, y visitar a quienes consideró “que se habían portado mal”, (nadie sabe de donde consiguió la información de sus víctimas, que efectivamente, tenían un terrible historial del que habían salido impunes), y sacando de su bolsa una serie de elementos prácticamente de tortura de su alegre bolsa roja, cercenó, destripó, mutiló y asesinó a numerosos habitantes con una rapidez y eficacia espeluznante. Su última visita fue a la familia de Pablito, un pobre niño cuya madre permitía que su padrastro abusara brutalmente de él. A la mamá la abrió en canal con un horroroso cuchillo curvo, dejando tanta sangre en el lugar del hecho, que prácticamente el suelo parecía una pileta escarlata, en la que también flotaba el infausto amante de la mujer. Pablito, en el patio, recibió de manos de Nicolás un regalo. --¡Muchas gracias, Santa! ¡Es justo lo que yo pedí para Navidad! --Me alegra que te haga feliz. Eres un niño muy bueno. Ya nadie te hará daño, pequeño. En ese momento, la policía entró al patio de la casa, apresando a “Santa”, horrorizándose al ver jugar a Pablito a la pelota con la cabeza de su padrastro, sonriendo con una alegría y un brillo espeluznantemente macabro en sus ojitos pardos. Fue trasladado a cuidados infantiles, donde se constató con una revisación médica los espantosos vejámenes que había sufrido la pobre criatura. En cuanto a Nicolás, que no opuso ninguna resistencia a las autoridades, lo llevaron mansamente hacia el neuropsiquiátrico de donde huyó, sin entender cómo había conseguido información, el arsenal de elementos cortantes que tenía, y el macabro traje, que, empapado de sangre, hacía que el rojo tuviera un tinte surrealista. Él no develó su secreto, pero manifestó sentirse sumamente satisfecho con su accionar. Tendré mucho trabajo despidiendo tanta gente asesinada, que deberé reconstruir como rompecabezas de carne, si hay que velarlos a cajón abierto… Mi amigo, el comisario Contreras, me dejó el gorro del disfraz de Santa que usó Nicolás, endurecido con la sangre seca de sus víctimas. Ya está exhibido en mi colección. Si quieren verlo, acérquense a La Morgue. Espero que se hayan portado bien, porque, por lo menos en mi pueblo, Santa castiga muy duramente a la gente malvada… ¡Muy felices fiestas, mis queridos amigos! Edgard, el coleccionista

sábado, 18 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CARROÑERO

Un hombre trajeado llegó a visitarme, con un portafolio. No bien lo vi, experimenté un gran rechazo por él. --¿En qué le puedo ayudar? -- Quizás yo le pueda ayudar a usted. Tengo entendido, por colegas suyos, que el negocio funerario no está en su mejor momento. --Así es. La economía no es favorecedora. -- Vengo a ofrecerle la oportunidad de conseguir un ahorro significativo en los insumos. Puntualmente, en los féretros. ¿Cómo le suena adquirirlos a un treinta por ciento de su valor real? -- Pues muy extraño. Yo trabajo con materiales de alta calidad. Además, tengo un convenio de varias generaciones con los mismos fabricantes. --Los convenios se pueden revocar. Y lo que le ofrezco es de primera. Le voy a mostrar una carpeta con las fotos, para que compare, y saque cuentas. Sin ningún interés en hacer negocios con el hombre, pero llevado por la curiosidad, miré el catálogo que me ofreció. Inmediatamente, al ver los ataúdes lujosos que realmente tenían precios ridículamente bajos, recordé una historia que me había contado no hacía mucho un colega, en un pueblo bastante lejano, al que había visitado. En ese lugar había varios cementerios. La proximidad con la ciudad hizo que se tuvieran que habilitar muchos lugares para el descanso eterno, ya que las leyes de la zona no permitían estos predios en el área urbana. El tema es que se había detectado que, en los decesos de los últimos meses, las tumbas habían sido removidas. Un encargado, con permiso judicial, desenterró uno de los lugares sospechosos, y se encontró con el cuerpo directamente en tierra, desprovisto de su féretro. Lo más terrible fue que el cadáver había sido mutilado: le faltaban dedos de la mano. Horrorizado, y ya con una investigación a cuestas, procedió a revisar los demás lugares sospechosos, y se encontró con el mismo escenario siniestro: cuerpos sin ataúd, y sin un pedazo, obviamente cortado adrede y robado. A los muertos le habían arrancado tozos al azar: narices, genitales, pechos, pies, orejas… Se extendió la investigación en los cementerios restantes, y otros en zonas colindantes, con los mismos horrorosos descubrimientos. Pese al accionar policial, no pudieron lograr datos que los llevara al perpetrador de los espantosos robos, que se iban extendiendo en forma aleatoria por varios lugares, sin un esquema geográfico definido. Se le empezó a llamar al ladrón como “El carroñero”. Ni bien terminé de hojear la carpeta, tenía claro que el pálido tipo delgado, peinado hacia atrás con fijador, e inquietas manos de dedos larguísimos, era el infausto ladrón. Me sentí descompuesto. Este hombre reciclaba los ataúdes para venderlos, y una extraña perversión lo hacía despojar a los finados de partes de sus cuerpos. ¿Qué haría con ellos? Convencido de mi percepción simulé cierto interés. No bien lo hice, el deleznable Gregorio me dedicó una sonrisa de hiena, y mientras me explicaba el procedimiento de compra, que sería obviamente en la ilegalidad, pude ver cómo una horda de espectros mutilados, con semblante indignado, se materializaron a sus espaldas, señalándolo con ira. Gregorio, entusiasmado con lo que creía iba a ser un gran negocio, seguía en su perorata, sin notar que yo miraba a los aparecidos, uno a uno asintiendo, para calmarlos. Mi repulsión se magnificó al observar que a uno de ellos les faltaba un ojo. --No se hable más, Gregorio. Cerraré el trato con usted, con una pequeña condición. --Dígame, por favor. Me concentré, para lograr que el malvado pudiera visualizar a los difuntos tal y como yo lo hacía. --Mi condición es que les explique a mis amigos las bondades de esta transacción. En segundos, el gesto de rapaz avaricia del hombre transmutó en el del horror más absoluto, al ver a los espantosos espectros incompletos señalándolo con odio. Comenzó a gritar y a gemir como un animal. --¡Ayúdeme! ¡Sáquelos de aquí! -- No se irán hasta que usted confiese ante la justicia su asqueroso accionar. -- ¡Pero no le he hecho daño a nadie! ¡Los muertos no necesitan un ataúd! ¡Nada de malo tenía sacarlos y volverlos a vender! --¿Y también le parece que no tiene nada de malo cortarles un pedazo? --¡No sienten dolor! ¿Qué más daba? Me gusta tener piezas de los muertos. Es un hobby inocente… El gesto de los espíritus se hizo feroz. No dejaban de señalarlo con desprecio e ira. --¡Ya basta! ¡Haga que se vayan! --¿Confesará usted su accionar? --¡Sí! ¡Pero sáquelos ahora! ¡No soporto verlos! Les hice una señal de asentimiento: entendieron que estaban libres del plano terrenal, que se haría justicia. Cruzando los brazos en el pecho, se esfumaron en una bruma iridiscente, y se desvanecieron, marchando hacia la luz. Dejaron a su partida un puñado de tierra, la del cementerio que los albergaba, en el piso de mi oficina. Gregorio se quedó gimiendo en el suelo, en posición fetal, y así lo encontró el comisario Contreras cuando acudió rápidamente a mi llamado. Posteriormente, se allanó el domicilio del tipo, encontrando el macabro tesoro en su habitación: todos los pedazos robados de los cuerpos, toscamente embalsamados, algunos en estado de putrefacción. Los tenía junto a su cama, en una mesa. Probablemente los manipulaba antes de dormirse… En un depósito que alquilaba, hallaron los numerosos féretros robados, y arreglados para ser vendidos. Gregorio terminó en un hospital psiquiátrico, por el accionar de su abogado. Yo no creo que estuviera loco. Enfermo, sí, pero era plenamente consciente de sus aberrantes actos. Los montoncitos de tierra que quedaron en el piso de mi oficina, fueron guardados en saquitos de tela, con una cruz dibujada en ellos. Están ahora en los estantes de mi colección, para honrar la memoria de los muertos. ¿Qué opinan ustedes, amigos? ¿Gregorio era un loco, o un perverso? Acérquense a La Morgue para contarme su opinión, y, de paso, escuchan todas las historias de mi colección.

sábado, 11 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN TROZO DE CARNE

Me llegó el cuerpo de Armando para despedirlo. La viuda, desconsolada, me dio una enorme cantidad de dinero, pidiéndome discreción. Yo, confundido, no entendía a qué se refería Marcela. Ella tiene una familia muy influyente, y ya me había abonado el servicio más caro. Cuando me tocó el momento de preparar a Armando, comprendí a qué se refería. Marcela era muy apasionada en su matrimonio, y su dinámica erótica se basaba en besos. Nada de malo o anormal. Pero en algún momento, la mansa práctica cambió de dinámica: pasó de besar a morder durante el coito. En principio, era algo moderado, y hasta agregaba pasión y novedad. El tema degeneró en algo desagradable cuando las mordidas de la mujer se volvieron violentas y dolorosas. Armando le propuso a Marcela ver a un psicólogo para moderar su agresiva pulsión, y ésta se indignó, poniéndose molesta, y reprochándole su falta de hombría: era su propia debilidad lo que necesitaba tratamiento psicológico. Por otra parte, le mencionó el poder que tenía su familia en la comunidad, en cómo podría terminar su carrera de docente si se ponían en contra de él. El hombre comenzó a sentirse amenazado por su esposa. Le temía. Incluso se veía presionado a tener sexo cuando Marcela lo ordenaba, con la desagradable intervención de la tortura de los dolorosos mordiscos, cada vez más fuertes e intensos: llegaba a sacarle sangre. Armando sentía que su vida se deterioraba. Tenía pesadillas en las que Marcela lo devoraba. Comenzó a tener temblores tan marcados, que a veces, frente al aula, los alumnos percibían cómo se le dificultaba al profesor escribir en la pizarra. Cuanto más se veía atemorizado y acorralado, más deseo tenía Marcela de su marido. El punto álgido llegó cuando en un momento de exaltación extrema, Marcela le arrancó un pedazo del hombro de un mordisco feroz. El pobre hombre aulló de dolor, horrorizado. Marcela parecía en el nirvana más elevado de placer, y para el espanto absoluto de Armando, masticó el trozo arrancado, con cara de éxtasis, mientras le chorreaba sangre por la boca. Luego de eso, le curó la herida a su esposo con gran esmero, pero le prohibió absolutamente acudir a un médico, porque no quería “tener su vida privada en boca de todos”. Como Armando se sentía muy dolorido, le rogó que le consiguiera un médico con sus famosas influencias familiares, pero ella se negó obstinadamente. El profesor fue a trabajar en un estado lamentable. Llegó un momento en que la fiebre le impidió acudir a dar clases. Marcela le cambiaba los apósitos, sin mencionar que manaba la herida un pus inmundo, y la zona estaba ennegrecida, dura y caliente. Finalmente, el hombre falleció de una sepsis, y recién ahí, la esposa llamó a un “médico discreto”, pero para que firmara el certificado de defunción por muerte natural. Cuando desvestimos con mi ayudante Tristán a Armando para prepararlo, nos horrorizamos por las innumerables cicatrices de mordidas en todo el cuerpo, y la espeluznante herida en su hombro, asquerosa y putrefacta. En ese momento comprendí que el pedido de “discreción” era un soborno de complicidad de una atrocidad espantosa. Mientras lo discutíamos con Tristán, apareció el espectro de Armando, desnudo, con sus terribles cicatrices al rojo vivo sobre la lividez cerúlea de su cuerpo, y el hombro desgarrado manando un apestoso líquido verde. Nos miró a los ojos con una tristeza inconmensurable. Entendimos cuál era su deseo, y asentimos. El velatorio comenzó normalmente, con la escena típica de la viuda llorando amargamente sobre el féretro del difunto, y todo el mundo consolando a la “pobrecita”. Cuando la actuación de Marcela estaba en su punto cúlmine, entró el comisario Contreras con dos agentes, y se llevó a Marcela esposada, que, en el colmo de su indignación, vociferaba mencionando que el poder de su familia los aplastaría a todos, empezando por mí, “ese miserable funebrero traidor y charlatán”. Fue un escándalo en el pueblo. Y sí: Tristán y yo denunciamos el estado del cadáver, que no se condecía con el certificado de muerte natural. Cuando se fueron los últimos deudos, apareció ante nosotros el espíritu de Armando, sin sus mordidas, y dejó caer el espeluznante pedazo de carne que su mujer le había arrancado en la pulsión enferma de su pasión. Con un gesto de placidez, nos saludó y se elevó mansamente, liberado del dolor que lo anclaba al plano terrenal. En un frasco con formol flota el trozo de hombro de Armando, en una de las estanterías de mi colección. No es bonito de ver. Es muy probable que Marcela no expíe como debiera su crimen. Seguramente su pudiente familia le conseguiría una condena de lujo en un sanatorio psiquiátrico para gente acomodada. Resta rogar por la justicia Divina. Al menos, el alma de Armando descansa en paz. Los invito, como cada semana a La Morgue, para que les cuente todas las historias atesoradas en mi colección.

sábado, 4 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA HACEDORA DE DEMONIOS

Aurora me trajo a mi oficina a una chica en plena crisis de nervios, que lloraba y se tapaba los ojos. Cuando logró serenarse, Aurora le pidió que me contara su historia. María Luna era una compañera del grupo de adoradores de la Pacha Mama. Desde niña tenía “el don”, pero siempre reprimido por la intervención de su madre y su abuela, que le decían que era peligroso darle rienda suelta, ya que el poder que manejaba podría dar vida a los demonios. Así que cada vez que su instinto le mostraba algo ajeno a la realidad, o la instaba a mover su energía hacia el exterior, ella lo negaba, y lo guardaba dentro de sí. Pero al llegar la adolescencia, con las hormonas y la rebeldía, la joven descontroló ese enorme caudal de poder, que conseguía tener dominado con los consejos de los adoradores de la tierra. Ese día su novio la decepcionó con una infidelidad. La intensidad de sus emociones la desbordaron, y su energía se volcó hacia un camino oscuro. --Sentí un dolor enorme. Una rabia tremenda. Un odio desmesurado. Grandes deseos de venganza. Me afloró una envidia malsana por esas chicas con parejas fieles y sin problemas. Y un despecho gigantesco. Me vibraban en el pecho esos pensamientos, y salieron de él transformados en rayos de luz, que, ante mi absoluto asombro y terror, se transformaban en campos de materia oscura, e iban cobrando formas horrendas. Todos mis malos pensamientos transmutaron en monstruitos, del tamaño de duendes, uno más horroroso que el otro, a cuál más abyecto y ruin. Quise controlarlos, pero se rieron en mi cara, diciéndome que yo les había dotado del combustible necesario para entrar al plano terrenal, y que esta noche, se apoderarían del pueblo para realizar una masacre, comenzando por quién provocó el “milagro” de sus existencias. Ahora estoy aterrorizada. No sé de qué son capaces esas horribles criaturas. Si ocurre algo malo, yo seré la responsable. --No es así, María Luna. Tu madre y tu abuela, en vez de reprimir tu don, debieron enseñarte cómo manejarlo: ellas lo tenían, y sabían las consecuencias de un poder mal utilizado. Es normal que te hayas enojado. No buscaste materializar demonios. Pensaremos alguna solución. Son seis los entes, ¿verdad? --Sí. Seis pequeñas abominaciones con colmillos temibles, garras espeluznantes, ojos malignos, y una agilidad salida del mismo infierno. --Tú que conoces las leyes de la tierra, Aurora, ¿sabes cómo invocarlos, para traerlos hacia nosotros? --Sé hacerlo. Pero recién con la caída del sol. Cuando aparezca la luna podremos llamarlos, pero solo permanecerán con nosotros el tiempo que ellos deseen, antes de salir a cumplir sus cometidos personales, estrechamente relacionados con las emociones que le dieron vida. Tristán, mi querido amigo y ayudante, era testigo de la escena, escuchando todo en silencio. --Debes pensar, María luna, cuál fue la primera emoción que desencadenó los acontecimientos. --Pues…diría que mi decepción. Mi despecho… --Seguramente de él nació el monstruo líder. El demonio que guiará a los demás. --Debe ser el que es un poco más grande que el resto. Tiene el cabello rojo como el fuego. --Él es el jefe. E irá directo hacia tu novio. Porque él provocó el desencanto de tu corazón roto. ¿Qué sentiste después? --Dolor. Muy grande… --Ese dolor buscará alimentarse de más dolor. No me extrañaría que buscara un lugar donde se sufra mucho, para hacer daño. --¿Cómo un hospital, quizá? — preguntó Tristán, acertadamente. --Seguramente, mi amigo. ¿Con qué demonio lo asocias? --A uno del que le fluían lágrimas de sangre, y chillaba un llanto horrible, como el de un animal atrapado en una trampa. No inspiraba lástima, sino repulsión. Luego de eso, me llené de ira. Una gran rabia desmedida. No me extrañaría que sea el ser que despedía rayos de sus ojos malsanos, y no paraba de blasfemar. --Creo que él asolará por todos lados. La ira no razona. Es incontrolable… Después, ¿qué te llegó? --Me avergüenza decirlo, pero tuve una gran envidia. Me puse de malas con mis propias amigas, que me advirtieron más de una vez sobre la conducta de mi novio. Les deseé que sintieran lo que yo. De allí debe haber salido el engendro amarillo de cara perversa, con puntas afiladas erizado toda su piel asquerosa… --Pues tras tus amigas irá. Eso es seguro… ¿Qué siguió? --Mi deseo de venganza. Sentí que mi mamá y abuelita no me protegieron de mí misma, que no me dieron herramientas para defenderme, y anhelé lo peor para ellas… ¡Ay! El monstruo que nació de eso debe ser el que tiene pinchos en vez de dedos. Hasta imaginé verlo clavarlos en los ojos de ellas… ¡Qué horror! --Tranquila. Todos nos enojamos alguna vez. Trataremos de impedir que se desencadene el mal esta noche. Creo que lo último es el odio, ¿verdad? --Un odio feroz, desmesurado y sin límites. Eso le dio vida al engendro más horrible de todos: un ser de muchas pequeñas cabezas enojadas que le salen de todo su deforme cuerpo, malévolas, que vomitan un ácido que corroe como vitriolo… --El odio se unirá a la ira, para destruir todo a su paso. Es importante que los llamemos, antes de que salgan de “parranda”, y los convenzamos de deponer su actitud. --Eso va a ser sumamente difícil, Edgard. – me dijo Aurora. —Las entidades encarnadas de esa índole son prácticamente indomables. No entienden razones. Nacen de energías negativas muy fuertes… --Nosotros somos fuentes de buena energía… --¡Yo no! —gritó María Luna, entre sollozos. -- ¡Soy un ser repugnante que da vida a seres malsanos y retorcidos! ¡Pasarán cosas espantosas por culpa mía! ¡Morirán inocentes! --¡De ninguna manera! Si fueras lo que dices, estarías en tu gloria, disfrutando la libertad desatada de esas fuerzas del mal. Estás aquí, junto a nosotros, buscando ponerles un freno. Lograremos, entre los cuatro, parar a esos entes. Cuando el sol se puso en el horizonte, formamos un círculo en el jardín, bajo los primeros rayos de la luna, uniendo nuestras manos, y Aurora invocó a los seres con la lengua de los habitantes originarios de la tierra, con un tono de ruego profundo, no exento de autoridad. Luego de un largo rato de la oración, en voz cada vez más alta y demandante, un remolino de aire helado y caliente hizo una pequeña depresión en el jardín, rodeada de llamas. En medio de ellas, los seis demonios aparecieron en pose provocadora y burlona. El de la pelambre roja se dirigió directo a mí: --¡Tú, entierra fiambres barato, eres el que nos mandó a llamar por la perra gemebunda que nos invocó! ¡Dinos qué quieres! ¡No estamos para perder el tiempo con un funebrero, su ramera, su amigo deforme, y la idiota subnormal que, en vez de jactarse de su poder de darnos vida, ahora se queja de sus propias acciones! Las palabras del ser nos golpearon como puñetazos. Traté de serenarme. --Escucha: digas lo que digas, así como tú y tus camaradas llegaron a este plano, con la misma facilidad se pueden ir. No todo depende de la voluntad de ustedes. --¡Te equivocas! ¡Una vez cruzado el umbral, nos anclamos aquí! ¡No existe fuerza capaz de hacernos volver! Esta noche será recordada como la más sangrienta de la historia de este pueblo de mierda. No solo haremos una masacre, sino que también contaminaremos las mentes de todos los habitantes de este lugar para que destruyan todo a su paso. Seremos una peste, y nos propagaremos con ellos. Iremos primero por el novio, las amigas, la madre y la abuela de nuestra estúpida heroína, y luego un río de sangre y vísceras decorará las calles de este vertedero de basura humana… --Te equivocas con eso de que no existe una fuerza capaz de regresarlos. – dijo Tristán en voz más que calmada, mientras los monstruos se retorcían mostrando sus horribles atributos malignos. -- ¿Recuerdas, Edgard, que tu hermano te dijo que tanto el bien como el mal eran dos caras de la misma moneda? Me estremecí al recordar a mi hermano, pero asentí. Claro que lo tenía presente. Los demonios, más que por curiosidad y diversión, que por cualquier otra cosa, le prestaron atención a Tristán. --¡Bueno, bueno! ¡El jorobado deforme sabe hablar! ¡Ilústranos, rareza de circo! --Pues es más simple de lo que creen: ustedes llegaron por la materialización del odio en estado puro. La cara opuesta del odio, no es más que el amor, su camino de regreso. Tristán nos miró a cada uno, y asentimos. Todos nos concentramos para emitir los más profundos sentimientos de amor que teníamos para dar, e imponiendo nuestras manos, los proyectamos hacia los entes. Estos, helados de asombro, comenzaron a chillar horriblemente, diciendo las blasfemias más depravadas, los insultos más venenosos y desalmados para desconcentrarnos. Pero nos habíamos adentrado en emitir una energía de amor tan grande y pura, que sentíamos que el aire vibraba, y se nos erizaban los vellos de los brazos. Las aves comenzaron a cantar y volar sobre nosotros como si el sol estuviera en su apogeo. Luces de colores se dirigieron hacia los demonios, que chillaban de odio: ya sabían que esta noche no habría desmembramientos, carne arrancada, ni manantiales de sangre y dolor. Se estaban derritiendo. Una fulguración blanca salió de cada uno, y volvió al pecho de María Luna, que lloraba conmovida por la experiencia. Se apagaron las llamas que habían surgido con la llegada de los demonios, y lo único que quedó de ellos fueron seis piedrecillas de colores. De algún modo me recordaron la costumbre judía de poner piedras sobre las tumbas para honrar a los muertos. Las tomé para mi colección. Eran muy vistosas. --Es hermoso lo que ha ocurrido. —dijo, entre lágrimas, la muchacha. --Claro que sí: ahora conoces que el caudal de amor que posees es superior a cualquier odio o enojo que puedas tener. Y que tal y como dijo Tristán, puede revertir los hechos más terribles. Eres dueña de eso. Nadie puede quitártelo. Ahora que lo sabes, puedes encauzar tu poder hacia ese lado, y nada de lo que hagas causará daño. Siempre usarás tu don para el bien. Nunca más traerás los demonios de los malos pensamientos a este plano. María Luna nos abrazó con tal fuerza que nos crujieron los huesos de la espalda. Sabíamos que la experiencia le había cambiado la vida. Queridos amigos: las energías de baja frecuencia, los pensamientos dañinos, malos deseos, tristezas acumuladas, aunque no tengamos los dones de María Luna, también materializan demonios que nos complican la vida, y se somatizan en enfermedades del cuerpo y de la mente. Seamos conscientes de ello, y vibremos en positivo. Yo los espero en La Morgue, con mi colección de historias. No puedo prometer que no pueda aparecer ningún ser maligno: eso depende de lo que tenga dentro cada uno. Buena semana…

sábado, 27 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- VOCES DEL INFIERNO

Tomás trabajaba desde su hogar como telemarketer. Vivía solo, y gran parte de su vida, la pasaba frente a su computadora, con la vincha de comunicación pegada al cráneo, por horas y horas, tolerando la presión de sus jefes, y las contestaciones groseras de los clientes, que lo ninguneaban e insultaban cuando las respuestas que les brindaba no los satisfacía. Su vivienda era sumamente humilde: Tomás había quedado huérfano muy joven, y no tuvo acceso a una carrera. Su natural timidez lo cohibía a la hora de buscar una salida laboral más rentable. Se culpaba de todo lo que le ocurría en su vida: su pobreza, su soledad, la falta de soltura a la hora de vincularse con sus pares, los desprecios de las chicas a las que se había intentado acercar. Cada vez que alguna respuesta desagradable le llegaba en su ámbito laboral, la tragaba como un veneno amargo, aumentando la frustración y el desencanto por la vida. Una jornada, ya terminando, apagando su ordenador, le ocurrió algo muy extraño: pese a que el sistema estaba cerrado, empezó a escuchar voces a través del headset: --Me parece, Tomás, que eres un perdedor… --¿Quién me habla? —preguntó asustado. --¿Acaso importa? Dime si no es cierto: ¿eres o no un perdedor? --No sé quién eres, pero me quitaré la vincha, y olvidaré esta locura… Pero la curiosidad de la extraña situación le ganó, y no se quitó el dispositivo. Una risa burlona lo hirió. --¿Has visto? Ni siquiera te atreves a cumplir tus propósitos… --¿Por qué me dices que soy un perdedor? Tengo un trabajo decente, y mantengo mi casa sin ayuda de nadie, pese a haberme quedado solo desde muy chico. --Puras excusas. Otras personas en tu situación son exitosas: tienen un buen pasar económico, y ya poseen su propia familia y negocio. Piensa en cómo te tratan tus clientes: te insultan, te humillan, y tú, en vez de reaccionar como un hombre, pides disculpas, arrastrándote. Y tus jefes, Tomás, lo único que hacen es recalcar tu incompetencia. Todos tus compañeros han conseguido puestos mejores, mientras tú te quedas estancado, anclado a este headset, tolerando y tolerando día tras día… Te haré saber lo que dicen tus colegas de ti a tus espaldas, y tus superiores. Oirás cómo las chicas a las que intentaste acercarte se burlan de tu estupidez y tu mediocridad. Durante horas Tomás estuvo escuchando venenosos diálogos, en los que él era un payaso patético del cual se reían todos. Luego de ese maratón de mofas desagradables, en vez de dejar la vincha, comer algo, tratar de recomponerse y descansar, Tomás siguió conectado a esa tortura hasta que llegó la hora de trabajar. Agotado hasta el colapso, intentó enfrentar lo mejor posible la jornada, hasta que un cliente especialmente dañino, lo empezó a tratar de incompetente e inútil. En ese momento, tocó fondo. Volcó en el desconocido toda la furia contenida por años, con la voz desconocida de fondo alentándolo a insultar al cliente, que, absolutamente sorprendido, prometió hacerlo despedir de su miserable puesto. Luego le siguió la llamada de su superior, para reprenderlo por su forma de comportarse en la última llamada. Alentado por la voz, lo atacó verbalmente con el vocabulario más soez y desagradable, que ni él mismo sabía que conocía. El jefe, luego de reponerse de la sorpresa, le comunicó que estaba despedido con causa, y que tenía un día para devolver el material de trabajo. La voz maligna lo felicitó. --¡Por fin has reaccionado como un hombre! ¡Ahora eres libre! ¡Has demostrado no ser un pelele! --Pero ya no tengo trabajo, y con esta mala referencia, me costará muchísimo conseguir algo nuevo. No tengo dinero para comer esta semana… --¡Otra vez arrastrándote como un gusano inmundo! ¿No te tienes a ti mismo, sano, joven y entero? Con un poco de coraje, puedes salir en la noche con un cuchillo, y tomar a gusto lo que los ricachones ostentan para humillar a los pobres como tú. --¿Me estás diciendo que debo salir a delinquir? ¡Dime por favor quién eres! ¡Esto es una pesadilla! ¡No puede estar ocurriéndome a mí! ¡Jamás le hice daño a nadie, y ahora no tengo donde caerme muerto! --¿Ves lo cobarde que eres? ¡Perdedor! ¡Perdedor! ¡Perdedor!... La horrible letanía siguió, hasta que Tomás intentó quitarse el headset, y con la intención de acallar la malévola voz dañina, lo arrancó de golpe de su cabeza, comprobando horrorizado que el cable se le enredaba en su cuello, oprimiéndolo cada vez más fuerte, hasta el punto en que se quedó sin respiración. Entre el terror más extremo, intentó desprenderse del dispositivo, que le apretaba más y más. La falta de aire le hizo sentir que le estallaba la cabeza, que se le ennegrecía segundo a segundo, mientras el esfuerzo le proyectaba los ojos hacia afuera de las órbitas, en una escena de pesadilla infausta. La lengua se salió de la boca, hinchada y babeante, mientras, con un último rastro de consciencia, escuchaba, preso de la vincha, la risa satánica que se burlaba de su desgracia. Ya estaba bastante avanzada su descomposición cuando descubrieron su cadáver. Lo hallaron, en realidad, intentando recuperar el material de trabajo de la empresa. Se llevaron, cuando la justicia lo permitió, la computadora y el monitor, pero no tocaron el headset con el que Tomás se había estrangulado. Ese instrumento vino a mis manos a través del comisario Contreras, y hoy forma parte de mi colección. Es un objeto peligroso: “algo” se conecta a través de él con las personas tristes, deprimidas, o con baja autoestima, diciéndoles las peores cosas que puedan escuchar, e instándolos a cometer horribles acciones. ¿Se animan a pasar por La Morgue y probarse el headset? ¿Qué creen que escucharán? Quedan invitados, mis amigos. Buena semana… Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 19 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LOS HONGOS DE LA NEGACIÓN

Diego fue uno de los tantos obreros que quedó sin trabajo cuando la fábrica, en las afueras del pueblo, cerró sus puertas. La mayoría de los ex empleados buscaron nuevas actividades, y lograron salir adelante. Solo Diego, obstinadamente, se negaba a iniciar otro plan, buscar un nuevo empleo o emprender un negocio. Para la total desesperación de su familia, repetía una y otra vez que la fábrica reabriría sus puertas nuevamente, y él sería tomado en primer lugar, por su fidelidad a la empresa. Su esposa tuvo que conseguir dos empleos, y hasta los niños colaboraban vendiendo dulces para mantener la economía familiar, que se desmoronaba, ante la tozudez de Diego, que lo único que hacía era ir en bicicleta varias veces al día hacia el predio abandonado de la fábrica, para verificar si detectaba alguna actividad. La cadena que cerraba la entrada ya estaba oxidada, y las malezas cubrían el parque de la entrada, pero él insistía en esas infructuosas visitas. Con la falta de dinero, la casa se empezó a deteriorar: lo que ganaba Lía solo alcanzaba a duras penas para poner un plato de comida en la mesa. Cuando, luego de una temporada de lluvias, comenzaron a prosperar rajaduras e innumerables goteras, Lía intimó a Diego a deponer su actitud: --La casa se está desmoronando, Diego. Es insano para los niños vivir respirando la humedad y el moho. Si no consigues un trabajo en un mes, nos iremos de aquí. --¡Pero Lía, confía en mí! ¡Estoy seguro de que reabrirán muy pronto la fábrica, y en vez de contratarme como obrero, me pondrán en un puesto de jefe! ¡Ya verás, amor! ¡Ten paciencia! --Hemos tenido demasiada paciencia. ¿No te da pena que tus hijos anden vendiendo dulces para mantener la casa, mientras tú pierdes el tiempo con tus sueños de loco? Escucha: está lloviendo de nuevo. Ya suenan las goteras, y se pudren de humedad las paredes. Un mes, Diego. No más… En vez de recapacitar, Diego salió bajo la lluvia en su bicicleta hacia el predio de la fábrica, inspeccionando una vez más el lugar abandonado, casi siniestro bajo la tormenta. Una vez cumplido el plazo, Lía empacó con lágrimas en los ojos, mirando los muebles arruinados, las paredes cuarteadas y manchadas de verdín, y a Diego, desmoronado en un sillón enmohecido sin reaccionar ante la realidad. --Saluden a su padre, niños. --¿Por qué no vienes con nosotros, papi? Donde vive la abuela, seguramente consigues un buen trabajo… --No chicos. Me quedaré aquí, y cuando tenga nuevamente en un puesto en la fábrica, iré por todos ustedes. Lo prometo. Sin el dinero que traía Lía, muy pronto Diego se quedó sin alimentos. Ahora, sus paseos en la bici, aparte de llevarlo a la fábrica diariamente, lo conducían a cazar pajaritos y ardillas para comer. La temporada de lluvia se hizo más intensa: parecía no parar más. Las humedades de la casa le dieron lugar al crecimiento de hongos, gigantescos y carnosos y multicolores en todos lados: estaban invadidas las paredes, los techos, los muebles… Como era casi imposible salir bajo la cortina imparable de agua, sin acceso a cazar, Diego comenzó a cocinar los hongos para mitigar el hambre. Mientras los comía, se sentía eufórico. Tenía visiones de la fábrica reinaugurando sus actividades, y él, vestido con traje, recibiendo la felicitación de los directivos, aplaudiéndolo, entregándole un puesto ejecutivo. Luego se despertaba en el suelo húmedo, entumecido y aletargado, con el tintineo de las goteras sonando en las ollas puestas para juntar el agua, con retorcijones en los intestinos. Pronto se quedó sin suministro eléctrico y gas, al no pagar las facturas. Comenzó a quemar sus muebles arruinados, haciendo hogueras dentro de la casa, para darse un poco de calor y cocinar los hongos, que se multiplicaban en forma asombrosa. Recién cuando terminó la temporada de lluvias, un pordiosero que entró en la vivienda, creyéndola abandonada por el estado de deterioro, para buscar refugio, encontró horrorizado una momia sonriente, toda cubierta de hongos perfectos, con sus sombreritos como techos de casitas de duende. El comisario Contreras me refirió el caso, entregándome uno de esos hongos, de colores vivos, para que lo guardara, y me avisó que pronto llegaría el cuerpo de Diego para ser despedido. --Usted qué opina, Edgard: ¿Diego enloqueció por comer los hongos, o ya estaba “tocadito” desde antes? --Pienso que Diego estaba enfermo de algo muy dañino: la negación. No afrontar la realidad lo llevó a perder su familia, su casa, y su cordura. La verdad, cuando muestra su cara más dura, es difícil de hacerle frente. Amparándose en su negación, prefirió perderse, antes que atreverse a un cambio. Fíjese, Contreras, que por lo que me contó, su cadáver mostraba una sonrisa de felicidad: eligió morir en una forma indigna y miserable, creyendo sus propias mentiras, y ser encontrado como una momia putrefacta plagada de hongos. --No sé cómo se atrevió a comerlos. Tienen un aspecto maligno. Me da náuseas hasta tocarlos. Me costó desprender el que le traje. Solo lo hice porque deseaba que lo viera… Y así fue a parar el exótico hongo a mi colección. El haber sido arrancado del cadáver que lo alimentaba no afecta sus colores psicodélicos, ni su extraña manera de crecer. Supongo que se alimenta de mentiras y malas energías, y lo puedo considerar un “control de plagas espirituales”. Pero es cierto que, de solo verlo, causa repulsión y estremecimiento… Si quieren verlo personalmente, pasen por La Morgue. Si crece ante su presencia, seguramente nos daremos cuenta de que tienen una negación dañina implantada en su corazón… Buena semana. Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 13 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL ENDEMONIADO

Miguel era un niño normal y feliz. Cuando cumplió los catorce años, tuvo un ataque de epilepsia. Aunque la lógica indicaba llevar a Miguel con un médico, su madre, Sonia, se opuso firmemente, basada en sus convicciones de fanática religiosa, que imponía con firmeza a toda la familia. --Es más que claro la presencia del demonio en el niño. De seguro, debe haberse dejado llevar por la tentación de la carne, y Satán se está manifestando en él. Con la ayuda de la Santa Madre Iglesia, expulsaremos al maligno. Sonia llevó a Miguel con el cura, que le dio toda clase de confusos consejos incomprensibles sobre la entrada a la madurez, una innumerable lista de pecados que debía evitar, y lo despachó con una serie de mandatos inútiles para su joven vida. --Me duele mucho la cabeza, mamá… --¡Reza, Miguel! ¡De seguro es el demonio que quiere entrar a tu cuerpo! ¡Sé fuerte y ora con devoción! --Mamá, te juro que me siento muy mal. Creo que debería ver a un doctor… --¡Nada sabes de la vida, necio! ¡Confía en tu madre, y pide a Dios por tu salvación! Miguel sufrió otro ataque epiléptico. Las migrañas se hicieron frecuentes, haciéndole sensible a la luz, los sonidos fuertes, y dejándolo en un estado de sopor, sin ganas de salir de la cama. En este punto, hasta el mismo sacerdote le recomendó a Sonia llevar con un médico al joven. Indignada, despidió al cura, tratándolo de carente de fe, y se cambió de parroquia, uniéndose y arrastrando a su familia a una sumamente fundamentalista. Miguel empeoraba día a día. Tuvo que abandonar la escuela. Bajó más de doce kilos. En los escasos momentos de lucidez que tenía, decía blasfemias a los gritos, y su cuerpo demacrado se contracturaba en posiciones anti naturales. Sonia, más que preocuparse, se sentía satisfecha: --¿Ven cómo yo tenía razón? ¿Quién sino el mismo Satán sería capaz de hacerle esto a mi niño? En la Iglesia encontraremos la solución. Una de las religiosas de la congregación le sugirió a Sonia internar a Miguel en el hospicio de la orden, donde el niño sería supervisado por sacerdotes que velarían constantemente por su bienestar espiritual. Aportando una cifra enorme de dinero a esa entidad, que Sonia no se tomó el trabajo de averiguar si realmente era avalada por la iglesia católica, (de haberlo hecho, hubiera descubierto que era una secta conformada por fanáticos expulsados por su fanatismo extremo y nocivo), dejó a su pobre hijo en manos de gente que aplicaba métodos medievales, prácticamente, para las dolencias del muchacho. Las pocas veces que la familia lo visitaba, se encontraba, horrorizada, con un desconocido, casi en los huesos, con señales de haber sido golpeado, y atado a una silla, con la cabeza ladeada, la mirada perdida, y la boca babeante… En ese punto, cualquier pariente directo del chico debió intervenir poniendo una denuncia, y exigiendo que se le enviara a una institución médica. Nadie lo hizo. Todos dejaron que la férrea voluntad de Sonia imperara sobre la cordura. La déspota se impuso sobre la lógica y el bienestar del pobre adolescente. Sonia empeñó los bienes de la familia para aportar a la institución que deterioraba a su hijo a ojos vista, convencida que lo hacía por su bienestar. Meses después, ocurrió lo inevitable: Miguel, luego de un virulento ataque de convulsiones, falleció, atado como un animal salvaje a un camastro asqueroso. Obviamente, tuvo que intervenir la justicia para la entrega del cuerpo, pese a la reticencia a respecto de la dudosa congregación, que quería mantener en secreto los detalles del deceso. Los médicos intervinientes quedaron horrorizados al examinar a Miguel. Estaba desnutrido, deshidratado, mostraba huellas de palizas recientes, escaldaduras en la zona genital por falta de higiene, al no cambiarle los pañales con la debida frecuencia, y lastimaduras en muñecas y tobillos por las ajustadas sujeciones que lo mantenían inmóvil por horas. Lo peor vino con la autopsia: Miguel tenía un tumor cerebral, que le causaba el cuadro convulsivo, y los malestares y anomalías que padecía. --Era operable. Si lo hubieran tratado a tiempo, el chico estaría vivo. Es un verdadero crimen lo que se hizo con él… Los doctores concordaron en presentar una denuncia en base a las pruebas obtenidas. Hasta que se dictaminaran las acciones consecuentes, se le entregó el cuerpo a la familia, para despedirlo y enterrarlo. Así llegó Miguel a mis manos. Como la nefasta madre insistía con un velatorio a cajón abierto, tuve que pedirle a Tristán, mi querido ayudante, me asistiera para arreglar el cuerpo total y absolutamente deteriorado del pobre joven. Vi su gesto de impotencia, totalmente comprensible. No bien tocamos el cuerpo para abocarnos a nuestra triste labor, el espectro de Miguel se presentó, con lágrimas de sangre en sus ojos llenos de dolor. En una explosión de pura energía, conectó con nosotros para que conociéramos su historia. Vivenciamos, conmocionados, cada uno de sus sufrimientos y padeceres, fruto del obtuso fanatismo de su madre, la cobardía infame de su familia, y el obrar inescrupuloso de la espantosa secta en la que pasó sus últimos meses de vida. Cada tortura, vejación y maltrato pasó por nuestro ser: el tormento extremo del chico nos transcurrió de la manera más cruda y feroz. Miguel nos transmitió un pedido. Nos comprometimos a cumplirlo, pese a las consecuencias económicas y legales que podían llegar a representarme en el futuro. En primera instancia, abrimos la cabeza del joven, y extirpamos el tumor, asombrosamente cruciforme, que le había arrebatado su existir. Quería ser enterrado sin él. Luego nos abocamos a trabajar durante horas muy duramente, poniendo todo mi arte en juego, con la ayuda crucial de Tristán, para presentar a Miguel con un aspecto similar al del chico de catorce años, feliz, que tuvo la tragedia de enfermarse en un ambiente de fanatismo e indiferencia hostil. Dentro de lo posible, puedo decir que conseguimos una triste obra maestra: el cuerpo se veía muy bien. Con el pecho oprimido de desdicha, se inició el velatorio. Cada minuto que pasaba, escuchando las condolencias y comentarios, era una verdadera tortura. Una contestación de Sonia a la madre de un compañero de estudios de Miguel, me dio pie para cumplir con el pedido del difunto. --Miguelito se fue como un ángel. Bajo la ley de Dios, limpio de todo pecado o mácula. Los sufrimientos del cuerpo son una prueba para demostrar la pureza del alma, y él las superó. El demonio no se salió con la suya… --La interrumpo, señora. ¡Miguel murió por su obstinación absurda, guiada por un fanatismo enfermo, que le negó asistencia médica! ¡De haberlo tratado un doctor, él seguiría con vida! ¡Y cómplices de este horrible crimen, son también sus cobardes e infames familiares, que no tuvieron el valor de denunciar la carencia de tratamiento al pobre muchacho, en la flor de su vida! ¡Acuso también a todos los que, percatándose de la situación, no hicieron nada para remediarla! Así que aprovecho para pedirle a usted, su familia, sus vecinos, que se retiren ya de mi establecimiento, como póstuma muestra de respeto a Miguel. Les doy cinco minutos. Pasados estos, los haré sacar con la policía. ¡¡¡FUERA DE AQUÍ!!! --¡No puede hacernos esto! ¡Pagué por el servicio! ¡Tenemos derecho a estar presentes! ¡Retire sus asquerosas mentiras, engendro del diablo! --¡Ya estoy llamando a la comisaría! Posiblemente la brutal energía en el tono de mi voz indignada puso en marcha a la multitud de personas, que, atravesados por la culpa, se sintieron urgidas a retirarse. Solo Sonia se resistió, pero terminó saliendo, en medio de insultos y maldiciones, arrastrada por el resto de los asistentes. Solo quedaron personas que realmente ignoraban el tormento que había atravesado Miguel. Con ellos terminó el velatorio. Cuando estuvimos a solas, Se presentó el espíritu del joven: ya no se veía demacrado y lastimado, sino, como el adolescente que hubiera podido ser, en condiciones normales. Satisfecho de que la verdad hubiera salido a la luz, nos despidió con una sonrisa, ascendiendo hacia el descanso eterno. Queda pendiente el obrar de la justicia por la negligencia criminal cometida, y espero que se dicte muy pronto un veredicto, y se desarticule la infame secta que mortificó a Miguel. Me resta afrontar una demanda de Sonia por incumplimiento del contrato por la ceremonia fúnebre. Pero es lo que menos me preocupa. El tumor con forma de cruz está exhibido en un frasco en los estantes de mi colección. Pasó de su feo color oscuro a una clara tonalidad brillante. Mirarlo es recordar lo negativo y destructivo del fanatismo, en cualquier área de la vida, ya que es un triunfo de la ignorancia sobre la bondad y el sentido común: es venenoso, y hasta contagioso, si se expone a personas con ideas poco claras. Un verdadero tumor invasivo. Usemos el pensamiento aunado al corazón, para que nadie nos manipule con fines malvados. Quedan invitados nuevamente a pasar por La Morgue. Vengan ahora, que están vivos, para disfrutar las historias de mi colección. Muy buen fin de semana… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 6 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ÁCIDO

Mi amada Aurora trajo, casi a la rastra, a una chica asustada a mi oficina. --Habla con Edgard, Lorena. Él te ayudará. La chica, muy nerviosa, no sabía por dónde empezar. --Quédese tranquila. Estamos entre amigos. Lo que me cuente, no saldrá de acá. --Gracias. Es que no quiero traer problemas a nadie… --Cuénteme. Todo saldrá bien. Entonces, tras un larguísimo suspiro, Lorena liberó su historia. Hacía varios años que estaba en pareja con Francisco, un herrero. Quién en la primera fase de su relación se mostraba como un príncipe azul, fue, lentamente, cambiando hasta convertirse en un ogro siniestro. Con la excusa de que una princesa como ella no debería esforzarse en las rudas labores de una fábrica, le hizo dejar su trabajo, pasando a depender económicamente de él. Poco a poco, con diferentes excusas y presiones, la fue alejando de su familia y amistades. Comenzó a supervisar su forma de vestir, su manera de hablar, y le indicaba, incluso qué programas y series no debería ver, controlando si cumplía sus absurdos mandatos. En principio, implementó violencia verbal, que luego fuego creciendo, hasta que llegaron los golpes, empujones y tirones de pelo. Lorena no lograba entender cómo ese hombre encantador que la había enamorado se había transformado en un monstruo cruel e inhumano. Hubo un brote de femicidios que se divulgaron por la prensa. El más horrendo fue el de una mujer atacada con ácido. Francisco parecía disfrutar del espanto en los ojos de Lorena. Al ser herrero, él manejaba ácidos, que guardaba prolijamente en su taller. Un día en el que estaba especialmente irritado, la llamó al taller. --¿Recuerdas a la perra que murió quemada con ácido? --¿Por qué me preguntas eso? --Para que tengas muy presente lo que les ocurre a las mujeres que desobedecen a sus hombres. Quiero enseñarte algo, a modo de lección, para que no se te olvide jamás. Últimamente estás muy rebelde y deslenguada. Extiende el dorso de la mano. --¿Qué vas a hacer? --¡Cállate, y obedece! Temblando, Lorena accedió. Con un extraño gotero, Francisco le vertió un líquido, y la mujer creyó que se desmayaría de dolor. La quemadura horrible que sintió la hizo querer correr a atemperar su sufrimiento con agua, pero Francisco, tomándola firmemente por el brazo, la retuvo. --El agua solo la empeora—dijo, y le vertió vinagre en la herida, frenando la acción del químico. Luego, ignorando el llanto desconsolado, le hizo curaciones y le vendó la zona afectada. --Siéntate y escucha: ahora que sabes lo que es una quemadura con ácido, solo con una gota. Quiero que te imagines lo que sentirías si te lo arrojara en el rostro. Te quedará una cicatriz en la mano, que te recordará siempre que debes comportarte debidamente: las mujeres nacieron para complacer a los hombres, no para hacerse las poderosas. Me estoy cansando de renegar con tus caprichitos. Desde hoy, cuando salga, te encerraré en la habitación. Te dará tiempo a reflexionar, y evitará que hagas estupideces. Ahora, vete a preparar mi cena. Desde ese día horrible, Francisco se marchaba muchas horas, dejándola presa en su habitación. A veces, regresaba al día siguiente. Aterrorizada, no se atrevía a quejarse. Una tarde en la que Francisco estaba particularmente cordial, le pidió que le acercara la merienda al taller. Ella, sin decir palabra, preparó la bandeja con las delicias que disfrutaba el hombre, y, con premura, se la dejó en la banca de trabajo. La miró agradecido, y la besó, sonriéndole como lo hacía en los primeros momentos, en los que creía haber encontrado al amor de su vida. Ya se estaba retirando, cuando vio una barra de hierro apoyada en la pared. Con una extraña sensación de irrealidad, la tomó, y cobrando una fuerza que se desconocía, le partió el cráneo, mientras el tipo tragaba sus bocadillos. Lo observó caer, con los sesos afuera. Como en un trance, recorrió el tallercito, y encontró varios tambores de ácido. Uno, enorme, estaba vacío. Con una sierra cortó el cadáver en trozos, y los fue metiendo dentro del tambor. Tomando unos guantes especiales que le había visto tener puestos cuando manipulaba químicos, fue vertiendo con una jarra que tenía ese fin, ácido sobre los restos del gigantesco tambor, hasta cubrir los inmundos pedazos del cadáver. Cuando terminó su infausta tarea, ya estaba bien entrada la madrugada. Le puso al tambor la tapa, y se abocó a limpiar el sangriento desastre del taller. Para el amanecer, todo estaba pulcro e impecable. Nadie adivinaría jamás el horror sucedido entre esas paredes. Lorena se preparó el desayuno, y comió con un placer que había olvidado. Había perdido mucho peso, y la comida le supo a gloria. Luego, cantando alegremente, hizo sus valijas, y también las de Francisco. Se tomó un taxi, regresando a la casa de sus padres, que la recibieron muy felices, pero antes, hizo una parada para arrojar las cosas de Francisco en un vertedero. El taxista era un hombre hosco, que no le hizo preguntas. Ella le dejó una generosa propina, que el tipo agradeció con una especie de gruñido. Ya tranquila en su casa, fue retomando su vida: volvió a socializar con sus amigas, y consiguió un nuevo empleo, a tiempo parcial: su nueva meta era estudiar una carrera. Como quién despierta de una pesadilla, imbuida en su nueva y grata realidad, una madrugada se despertó con un horrible dolor en la cicatriz de su quemadura. Horrorizada, se percató de que refulgía en la oscuridad, como lava candente. Pero lo peor, fue descubrir el espectro de Francisco, que la miraba con una sonrisa llena de odio feroz. Reprimiendo los gritos de dolor, paralizada de espanto, aguantó la mirada de Francisco, terriblemente desfigurado con ácido, flotando sobre ella, con un frasco en la mano. Entendió que el espectro quería vengarse. Recién al amanecer desapareció, y su cicatriz dejó de doler, volviendo a la normalidad. Una semana completa aguantó esa tortura, sin contarle a nadie su padecer. Quiso el destino, que, al salir de su trabajo, agotada y ojerosa, se topara con Aurora, a quién conocía de pequeña. Aceptó de inmediato la invitación a tomar un café, y le contó, conmocionada, su espantoso problema. --Mi querida Lorena: conozco a la persona justa que puede ayudarte. Sin darle tiempo a reflexionar, la trajo hasta aquí, acertadamente. La muchacha, al contar su historia, aunque estaba bañada en lágrimas, parecía aliviada. --Ha hecho muy bien en sincerarse, Lorena. La ayudaremos. --¡Soy una asesina, Edgard! ¡Lo que me pasa es mi castigo! --No es cierto. Es usted una víctima. Y ya mismo nos pondremos en marcha para solucionar este problema. ¿Tiene las llaves de la casa de Francisco? --Si. Aún están en mi llavero… --Entonces nos vamos para allá. Luego de que mi querido ayudante, Tristán, le acercara un refresco a Lorena, nos subimos al coche, dirigiéndonos a la casita de la tragedia. Lorena temblaba. Le choqueaba volver al lugar del espanto. Entramos al taller, y no bien lo transpusimos, el grito de la muchacha nos advirtió que Francisco estaba presente: la cicatriz de su mano refulgía al rojo vivo, y el deformado espectro malvado flotaba adelante nuestro, sosteniendo su frasco. Con Aurora y Tristán, impusimos frente a él nuestras manos: --Francisco: es hora de que abandones el odio, y trasciendas hacia un plano de luz. Deja en paz a esta chica. Perdónala, y perdónate. Lejos de tomar en cuenta mis palabras, los ojos del ente crecieron, bulbosos, saliendo hacia afuera como dos globos aterradores, expresando una maldad malsana. Los dedos, prácticamente garras descarnadas, comenzaron a destapar el frasco, con intensión de atacarnos. Saqué entonces, de mi bolso, una botella de vidrio repleta de líquido. --¡Ya que no entras en razones, inmundo ser, te condeno al lugar del infierno a donde perteneces! Le arrojé el líquido encima, y el espectro se retorció de dolor, entre una nube de humo asqueroso. Solo quedó, mientras se derretía horriblemente, el frasco, que cayó sin romperse al piso del taller. Cuando por fin el inmundo vapor se disipó, Lorena me preguntó: --¿Le echó usted ácido, Edgard? --No. Era agua bendita. Olvídese del ácido, Lorena. Ya nadie le hará daño. Antes de retirarnos, tomé el frasco del suelo, para mi colección. Llevamos a la chica a su casa, agradecida y aliviada. Pueden decir que hemos encubierto un crimen. Yo no lo creo así. Siento que hicimos lo correcto. Lorena estudiará una carrera para ayudar a mucha gente abusada. Ella no es una asesina. Si quieren ver el frasco de ácido, está en las estanterías de mi colección. Cada tanto se sacude, como queriendo esparcir su nefasto contenido, pero la energía del lugar le impide realizar maldades. ¿Alguien tiene dudas de que no hay que maltratar a las mujeres? Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 29 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CUMPLEAÑOS DE EDGARD

No se enojen. Soy Aurora, la novia de Edgard. Estoy usurpando su espacio para contarles algo. Como él mañana cumple años, hemos decidido, con Tristán, su ayudante y amigo, prepararle una fiesta sorpresa. Lo difícil de esta empresa, es que sea una reunión tranquila, ya que el 31 de octubre es una fecha muy particular: es un portal que se abre, permitiendo que los seres de otros planos ingresen al nuestro. Así que iremos hoy a medianoche hasta el cementerio para completar un ritual de “contención”. Vamos a presentar una petición especial a los seres del inframundo: que se abstengan de visitar a Edgard mañana. Su energía, sumada a nuestros dones, son un imán para que los entes más variopintos lo quieran abordar, con toda clase de intenciones. Percibo a un Wendigo cerca, muy cerca. Tiene hambre de carne humana. El lujurioso Kurupí querrá valerse de la fuerza emocional de Edgard para usar su falo monstruoso para apresar una víctima. A pesar de que no hay luna llena, el Lobizón vendrá para cazar a alguna presa desvalida: la fecha portal lo habilita. También andan rondando: Picudo, Camazotz, Cadejo, Cayancúa, Carretanagua. La Llorona no quiere ser menos. El Coco tampoco. Sé que a Edgard no le agradaría este detalle, pero las velas que utilizaremos son hechas con grasa humana, y deberemos sacrificar un animalito para que fluya su sangre, y la transición limpie el portal. Elegí a un cabrito enfermo, para no tener remordimientos: el pobre, morirá pronto de todas maneras… Les pido discreción: Edgard no debe conocer esto. Con la tierra del cementerio mezclada con sangre, modelaremos un muñeco, al que vestiremos con un sudario, extraído de una vieja tumba, y lo rodearemos de las velas que mencioné anteriormente. Una vez encendidas, deberemos danzar alrededor completando una serie de rezos, rogando a los seres que intentarán entrar a nuestro plano que se alejen de Edgard, dejándole como regalo el cabrito, e intentando calmar sus ansiedades ancestrales con la sangre del pobrecito… Luego de nuestras plegarias, los espíritus inquietos entrarán en el muñeco de barro y sangre: si logra caminar sin apagar todos los candiles, podremos considerar exitoso el ritual. Lo que sí es peligroso, es que el muñeco, una vez atravesado el cerco de velas, quiera desquitar su ira con nosotros, ya que le crecerán grandes y afilados colmillos y garras. Dependerá de nuestro temple espiritual imponerle la fuerza necesaria para convencerle de desistir de sus intenciones asesinas. Si lo logramos, deberemos apagar las velas con agua bendita, y se las llevaremos a Edgard para que las guarde en su colección: tendrán la energía apresada de los seres que moran entre los dos planos. Es posible que alguna se encienda sola, cada tanto, para manifestar algún deseo de las viejas entidades: Edgard tendrá que interpretar de qué se trata, pero bueno, si pienso en todos los detalles negativos, me paralizaré, y no lograremos nuestro objetivo. Así que, en un rato, iremos con Tristán a cumplir nuestro cometido. Queremos que Edgard festeje en paz su cumpleaños, así que bien vale la pena intentarlo. Tengo curiosidad por saber: ¿qué monstruos rondan cerca de sus comunidades? ¿Conocen a alguno de los que mencioné? Como ustedes no tienen la posibilidad de realizar el ritual de contención, les recomiendo que el 31 de octubre revisen bajo las camas antes de acostarse, y recen para tener una noche sin visitas. No olviden que, con el portal abierto, cualquier ser “tiene permiso” de pasar a nuestros hogares. Pero no quiero asustarlos, solo es un consejito de alguien muy cercano a Edgard. Por cierto: pasen por La Morgue, y súmense al festejo, saludándolo. Guárdenme, por favor, el secretito… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 23 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL POZO MALDITO

EDGARD, EL COLECCIONISTA EL POZO MALDITO Evaristo había llegado a tomar posesión de unos campos a la salida del pueblo, luego de años de litigios sucesorios, de los que se mantuvo siempre al margen, ya que no le interesaba discutir con sus parientes por unas tierras perdidas a la buena de Dios. Quizá por eso le llamó tanto la atención la agresiva virulencia del comentario de una tía, cuando el juez dictaminó que los terrenos quedarían en su poder: “—Si piensas disfrutar de ese lugar, olvídalo: está maldito. Lo queríamos para venderlo. Y mira la injusticia, te lo dan justo a ti, el único tan carente de sentido que quiere ocuparlo, sin haber luchado por él en ningún momento… --¿A qué se refiere con lo de “maldito”, tía? No entiendo su enojo. Esto lo dictaminó la justicia. --Ya comprobarás por ti mismo a lo que me refiero. Y, en cuanto a la justicia, bien devaluada está, si beneficia a quiénes ni se ocupan en obtener algo, y les cae del cielo…” Evaristo olvidó el entredicho, y aprovechó la oportunidad para abandonar el trajín de la ciudad, con sus locos horarios, y emprender en la propiedad una granja de pollos, para vender huevos orgánicos. Soñaba con gallinas criadas sin el estrés del hacinamiento, bien cuidadas y alimentadas, e imponerse en mercados eco amigables. Luego de encargar las refacciones básicas de la casa principal, se instaló, con el galpón listo para sus animales. Le llamó la atención un viejo aljibe, cubierto con una pesada tapa. Le desagradó el aspecto mohoso de las piedras que se elevaban del pozo, que, de seguro, estaría seco. Por curiosidad, corrió con gran esfuerzo la tapa. Con una linterna miró el interior, que no parecía tener fin, y no detectó agua en lo absoluto. Cuando quiso cerrar nuevamente, se le cayó la tapa, rompiéndose en pedazos. Maldiciendo, se dijo que más adelante se ocuparía de ella. Pronto, en la vorágine de su trabajo, se olvidó del tema. Se ocupó de comprar gallinas, y estudiar la manera óptima de criarlas con los mejores alimentos y cuidados. Terminaba agotado, por lo que se acostaba bien temprano. Un extraño sonido lo despertó en medio de la madrugada. Era un gemido muy grave, absolutamente espeluznante. Se levantó, pensando que podía haber un animal herido penando su agonía, y con un arma y su linterna, salió al exterior a investigar. El horrible sonido se cortaba y retornaba en forma intermitente, guiándolo hacia el pozo. Desconcertado, vio un reguero de plumas alrededor del mismo. Corrió, alarmado, hacia el gallinero, y constató lo que temía: las aves se habían arrojado al pozo. Consternado, alumbró el interior, del que ahora salía un olor ferroso, como a herrumbre. Casi se le cayó la linterna del susto cuando escuchó la voz proveniente del fondo. El tono era ultra grave, inhumano. --¡Hola amigo! Me vinieron a visitar tus gallinitas. Me siento honrado. ¿Quieres que te las devuelva? Con la sensación de estar viviendo una pesadilla sin sentido, Evaristo contestó: --Se lo agradecería mucho… ¿Quién es usted, y qué hace en el pozo? Ignorando la pregunta, le llegó la estremecedora voz como contestación: --Baja el balde grande con la soga, y te podré alcanzar tus cluecas. Un poquito diferentes, porque acá, todo cambia. Pero te daré también una recompensa. Me agrada mucho que me visiten, tanto animales como personas… Confundido, Evaristo siguió las instrucciones, y bajó el enorme balde a tal profundidad que pensó que no le alcanzarían los innumerables metros de soga, hasta que por fin sintió un tirón, que le indicó que había llegado al punto buscado. --Sube el balde ahora—dijo la ominosa voz. Cuando subió el balde, y lo sacó del pozo, un grito de horror salió del fondo de su garganta: las gallinas estaban despellejadas. No comprendía cómo podían estar vivas, en ese estado. A medida que salían del inmenso balde, intentaban atacarlo a picotazos. Con una reacción más salida del horror que de la lógica, ultimó a los animales con su arma, y observó algo que había quedado en el fondo del balde: había seis huevos enormes, de oro macizo. Uno por cada una de las pobres gallinas masacradas. --¿Qué diablos significa todo esto? Del fondo del pozo una risa que hubiera puesto los pelos de punta al mismo Satanás, surgió antes de la respuesta. --Todo lo que entra al pozo cambia, Evaristo. Te lo avisé. Pero no puedes decir que perdiste con el cambio… Espero nuevas visitas. ¡Me encantan! Ningún sonido más salió del agujero. Evaristo no podía salir de su asombro. Tomó los pesados huevos de oro, calculando que debían valer una fortuna. Decidió llamar al día siguiente a la tía Ester, para indagar más sobre la locura que estaba viviendo. Durmió con horribles pesadillas, y cuando llamó a su tía, esta no solo no quiso aclararle nada, sino que le dio una contestación desconcertante: --Aguántate lo que venga. Y recuerda que no todo lo que brilla es oro. Ya elegiste, Evaristo. El día se le hizo interminable. No sabía qué hacer. Lo primero que se le ocurrió fue conseguir una nueva tapa para el pozo, lo cual le tranquilizó un poco. Una vez cerrada esa aberración, compraría nuevas gallinas, y recomenzaría su proyecto, sin detenerse en las rarezas de la estrafalaria experiencia. El albañil que contactó se apersonó muy pronto, y se puso de inmediato a construir el pedido de Evaristo: la tapa más sólida, hermética y pesada factible para sellar el nefasto agujero. Dejando al hombre trabajando, se acercó al pueblo a almorzar, con otro humor, y a comprar provisiones, calculando la fortuna que conseguiría al vender los huevos de oro macizo. Pero al regresar al atardecer, toda su buena predisposición se desmoronó por completo. El albañil no estaba. Alrededor del hueco, sus herramientas estaban esparcidas sin ton ni son, al igual que la gorra con la que se protegía del sol. Temblando, se acercó a la boca del pozo, del cual brotó la espantosa carcajada demoníaca. --¿¿Qué pasó, Dios mío?? --¡Qué gracioso, mencionando a Dios! ¡Eres tan divertido, Evaristo! -- ¿Qué eres? ¿Cómo sabes mi nombre? -- Sigues divirtiéndome. Y te estoy sumamente agradecido por la nueva visita recibida… Ya te dije: me encanta tener invitados… --¿Qué le hiciste al albañil? --Solo lo recibí como un buen anfitrión. Ahora te lo regreso. Eso sí: sabes que todo cambia un poco dentro del pozo… Solo baja la soga. Lo ataré a ella, para que puedas subirlo. Tragando saliva, hizo lo que la tenebrosa voz le indicaba. Cuando llegó el momento, haciendo un esfuerzo sobre humano, pudo izar el peso abrumador, y en un estado de consciencia alterado, contempló con el más absoluto de los horrores al hombre despellejado, que, intentando deshacerse de la soga, lo miraba con un odio visceral, con claras intenciones de atacarlo. Corrió desesperado por su arma, y una vez más, la utilizó, quitándole la vida al engendro horroroso que lo perseguía, con un objeto extraño sostenido entre sus manos. Cuando lo alcanzó la bala, y cayó, vio que lo que tenía el malogrado albañil era un corazón, réplica exacta del órgano humano, pero de oro macizo. Enloquecido, entró a la vivienda, y se tomó media hora en grabar un video donde explicaba la paranormal experiencia que había tenido. Cargó su revólver, y se lo colgó de la cintura del pantalón. Guardó un encendedor en su bolsillo. Sacó del galpón bidones de combustible, y lo vertió dentro del pozo. Luego, tal como dejó asentado en su video, descendió, atado con la soga, al nefasto pozo, con la idea de ultimar a lo que fuera que lo habitara, y prender luego fuego el lugar. El comisario Contreras encontró el cadáver despellejado del albañil, la grabación de Evaristo, y ningún rastro de él. Se hizo una búsqueda, y se introdujo una sonda con cámara infrarroja de fibra óptica en el interior del pozo, que, a una profundidad asombrosa, no mostraba más que oscuridad, y no parecía tener fin. Se dejó pendiente buscar sondas más largas, ya que no contaban con ninguna que tuviera la longitud pertinente como para llegar hacia el fondo del pozo. Se bloqueó el acceso a la propiedad por medidas de seguridad, y se tapó el agujero de forma precaria, hasta concluir las investigaciones pendientes. El comisario me avisó de que debería ocuparme del velatorio del albañil, y, con tono confidencial, me dejó un pesado paquete. --Son los huevos y el corazón, que encontré en el escenario de los sucesos, Edgard. Como podrá ver usted, no son de oro, en absoluto. Más bien parecen de hierro, y exudan un óxido que no huele nada bien. Como la historia de Evaristo no tiene valor en un juzgado, consideré que estos objetos estarían mejor en sus manos. Me dan escalofríos, Edgard… Y así es como llegaron a mi colección los seis huevos y el corazón de metal. Tal como mi amigo, el comisario lo mencionó, las piezas son repulsivas. Emanan una energía nefasta, y una herrumbre verdosa, con olor putrefacto. En algún momento habrá que liberar el pozo del ser demoníaco que lo habita. Espero contar, cuando llegue la ocasión, con las herramientas correctas. Entre tanto, el falso oro ocupa un lugar en mi colección. Y me pregunto si la tía Ester vendrá al velatorio del albañil. Tengo muchas preguntas para hacerle. Quedan invitados, una vez más a visitarme en La Morgue. Y recuerden, amigos, que no todo lo que brilla es oro… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 16 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA VENGANZA DE LA MADRE MUERTA

EDGARD, EL COLECCIONISTA LA VENGANZA DE LA MADRE MUERTA Mi querido asistente Tristán hizo pasar a mi oficina a la señora Evelia, una muy apreciada enfermera retirada del pueblo. Ya nos conocíamos. El solo hecho de estar uno frente al otro, nos hacía saber que ambos teníamos “el don”. --Gracias por recibirme, Edgard. La verdad, sé que lo que tengo que pedirle no le va a agradar. Pero se trata de un asunto de justicia cósmica, por así decirlo… --Si se explica mejor, Evelia, se lo voy a agradecer… --Voy al grano. Como usted ya debe saber, en las afueras del pueblo, justo en el límite con territorios vecinos, opera un prostíbulo manejado por un mafioso de la peor calaña, con contactos políticos que lo hacen intocable. Fierro, ese es su alias, siempre ha contado con una mujer encargada de practicarle abortos a sus chicas, cuando era necesario. Un día que este ser aborrecible se despertó de mal humor, ultimó a la pobre, partiéndole el cráneo contra la pared, cuando le rogó un pago que le debía, y que necesitaba con urgencia para comprar medicación para su madre enferma, que pereció al saber del horrible fin de su hija. El punto es que una de sus más populares pupilas, escondió su embarazo fajando su barriga con atractivos corsés, pero el desgraciado la descubrió, y maldiciendo la carencia de quién le resolviera “el problemita”, no tuvo mejor idea que traer a Azucena a mi casa, ya que conocía mi pericia en procedimientos obstétricos, pese a mis años de retirada de la profesión. Al negarme de plano, Fierro sacó un arma y me la apuntó a la cabeza. “—No te pregunté tu opinión, vieja bruja. O lo haces o mueres. --Está muy avanzada. Si hago la aberración que me pide, la muchacha corre el riesgo de morir. --Tomaremos esa opción. Confío en su experiencia. --Pero no tengo aquí nada de instrumental, ni anestesia, ni quirófano… --Traje todo lo que la imbécil anterior utilizaba. Ya lo bajo del coche. Prepare a mi chica. Azucena lloraba sin parar. Jamás he sentido un dolor tan terrible. Si hubiera sabido que, al matarme el mafioso, salvaba a la muchacha y a su bebé, no hubiera dudado en negarme. Pero mi muerte no lo detendría: solo buscaría a otra abortera, que quizá no tuviera la habilidad que yo poseía. Fierro entró a mi casa con una camilla plegada, y una gran maleta con todo el material necesario para despojar a la pobre chica de su hijo. --Lo siento, pequeña. Dios sabe que no deseo hacer esto… --¡Cállate, bruja, y procede rápido! ¡Si la puta sigue llorando, ya mismo la mato para callarla! ¡Duérmela ahora mismo!” Cuando Azucena se desnudó, constaté horrorizada lo que suponía: tenía más de cinco meses de embarazo, lo que representaba un riesgo enorme para su vida. Tragué saliva, e hice todo que debía, con una pena en el alma tan grande, Edgard, que las lágrimas me humedecieron el barbijo mientras efectuaba lo que consideraba una blasfema carnicería sin sentido. Logré arrancar de las entrañas de la joven el bebé, con el horror de verlo perfectamente formado: unos días más, y hubiera sido viable para nacer y sobrevivir. En fin… Azucena estaba anestesiada. Al menos no sufrió la pena de ver a su pobre hijito. Le dije a Fierro que esperara un par de horas, para que despertara, pero se negó tozudamente. La alzó en brazos y la subió desmayada a su vehículo. Desesperada, le di las instrucciones para su cuidado, y le rogué que le administrara los fármacos que le mencioné. Más tarde, me enteré que habían tirado en las puertas del hospital el cuerpo agonizante e inconsciente de Azucena, que pereció de una brutal hemorragia sin que los profesionales, pese al enorme esfuerzo que pusieron para salvarla, pudieran impedirlo. Desde ese día, Edgard, el espectro de Azucena, que mañana le traerán de la morgue judicial para velar, me atormenta todas las noches, pidiendo venganza. He perdido la cuenta del tiempo que llevo sin dormir… --Puedo ayudarla, Evelia. Usted debe saber que he “empujado”, por así decirlo, muchas almas hacia el descanso eterno. Puedo hacerlo una vez más, con gran amor y respeto… --No, Edgard. Esta vez no es posible de esa manera. Azucena está enferma por el brutal robo de su hijo. No va a descansar en paz hasta que se cobre su deuda con Fierro. Si yo pudiera cumplir sola el deseo de la difunta, le juro que no estaría aquí importunándolo. Necesito que al concluir el velatorio, juntemos las energías de Tristán, de su novia, Aurora, la suya y la mía, para que Fierro logre ver a Azucena. Ese es su deseo… --¿Cómo sabe que el infame vendrá a la ceremonia? --Sus chicas quieren estar. La querían mucho. Para evitarse una rebelión, vendrá, con un par de matones, para supervisar la conducta de sus pupilas, ya que teme que alguna de ellas aproveche para huir. Yo me encargaré de retenerle, para completar el pedido de Azucena. Se lo debo, Edgard. Aunque fue obligada, y bajo amenaza, lo que hice fue terrible. --Está bien, Evelia. Confiaré en su criterio. Sé que es usted una excelente persona. --Gracias, Edgard. Mañana nos vemos. El velatorio fue muy triste. Las compañeras de Evelia estaban realmente desgarradas por la pérdida de su amiga. Los pocos asistentes externos al prostíbulo, se retiraron temprano, una vez presentados sus respetos a la difunta. Cuando eso ocurrió, automáticamente Evelia, Tristán y Aurora me tomaron la mano, mirando fijamente a Fierro, que nos observaba asombrado, al igual que sus esbirros. Las pupilas se quedaron expectantes, como intuyendo el cambio de energía que se operaba en el ambiente. Entonces, con la suma de nuestras energías, el espectro horriblemente pálido de Azucena se materializó ante los ojos de la concurrencia. Sus ojos, dos ascuas ardientes, fijaron su mirada cargada de odio en Fierro. La difunta estaba desnuda, con los cargados pechos manando sangre, que la empapaba prácticamente en toda su figura enfermizamente blanca, y su otrora sedosa melena oscura se asemejaba a un erizado halo de rayos terminados en punta, parados de punta. Bajo la parálisis de los demás asistentes, Fierro se orinó encima del espanto. --El bebé que maté era tu hijo, desgraciado…-- le dijo Evelia al infame. Ante la mirada atónita de todos, el matón se arrodilló suplicando piedad, como un niñito berreante. Entonces pasó algo imprevisto: múltiples espectros de otras mujeres aparecieron señalando a fierro con sus dedos putrefactos, llenos de gusanos. Entre ellas, estaba la mujer encargada de los abortos, y su madre, además de muchas prostitutas que perecieron por la maldad del asesino. La visión de ese cuadro del infierno, hizo que Fierro comenzara a aullar de terror como un animal salvaje. Lo hizo durante un eterno minuto, hasta que su corazón estalló, incapaz de soportar tanto miedo, culpa y horror. Entonces, todas las mortificadas mujeres sonrieron, y sus imágenes de pesadilla, con sus cráneos reventados, y abdómenes abiertos, se transmutaron tal cómo eran en vida, en sus buenos momentos. En las manos de Azucena, un fantasmal bebito se posó como un beatífico ángel, y ella lo abrazó amorosamente. Con un saludo, la horda de aparecidas se elevó luminosamente hasta esfumarse. Los matones de Fierro, aterrados, sin creer lo que habían presenciado, salieron corriendo, espantados, sin rumbo conocido. --Señoritas: esta es una muy buena oportunidad de comenzar una vida mejor. Puedo llamar a un agente de la ley amigo, que no responde a los intereses políticos con los que tenía interacción su captor. Les aseguro que les prestará ayuda. Las compañeras de Azucena, agradecidas y conmovidas, aceptaron, y esperaron la llegada del comisario Contreras. Mientras las muchachas aguardaban, nos reunimos en mi oficina, a tomar café. Evelia, con un gesto de tristeza, sacó de un bolso un cuerpecito diminuto, vestido y arropado con una mantita. Me lo entregó con lágrimas en los ojos. --Solo debe ponerlo en una cunita. Este ángel es incorrupto. Sé que velará por las madres afligidas y oprimidas de este mundo… --Así será. No sufra más, Evelia. Ese monstruo recibió su merecido. Una pena que no se hayan podido salvar tantas vidas inocentes, pero al menos la pesadilla llega a su fin… Escuchamos el sonido de la ambulancia que pedimos para Fierro, aunque bien sabíamos que no la necesitaba en lo absoluto, coincidiendo con la llegada de los patrulleros de la comisaría. Contreras se encargaría de prestar ayuda a las víctimas. El bebé de Azucena tiene un lugar especial en mi colección, como representación de una sana energía protectora, ya que, gracias a Dios, su alma ascendió junto a su pobre madre. Ninguna fuerza en la tierra se asemeja a la del amor de una mamá por sus hijos. Es algo que nunca debemos olvidar. Quedan, como siempre, invitados a visitarme en La Morgue, con el consejo, en esta ocasión de honrar a sus madres. Los espero. Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 9 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- DINERO SANGRIENTO

Llegó, vía judicial, hace muchos años, un cuerpo a la funeraria para oficiar su velatorio. En ese entonces, yo no estaba a cargo, aun, oficialmente de la parte administrativa. Solo ayudaba a mi padre, y aprendía el oficio. Era el cuerpo de un menor de edad, que se había suicidado, institucionalizado, en un supuesto centro de rehabilitación para drogadictos. El joven adicto, luego de sufrir abusos de toda índole dentro del macabro lugar, se ahorcó para terminar con sus sufrimientos terrenales. En ese entonces, el tema llegó al conocimiento público a través de las noticias. La familia del chico, desolada, en un desesperado intento de justicia, pese a sus casi nulos recursos económicos, decidió contratar a un abogado para que el caso no quedara en el olvido. El dr. Berián, un reconocido penalista, intuyendo algo muy oscuro, accedió a representar a la familia sin cobrarles honorarios. Su primera medida fue activar una orden de inspección al centro donde había fallecido el muchacho, a cargo del estado. Para su horror absoluto, los peritos dictaminaron que el sitio no era apto “ni siquiera para alojar animales”, por sus deplorables condiciones higiénicas y edilicias. Tampoco el personal encargado tenía capacitación y conocimientos para ejercer en sus labores dentro del inmundo lugar, mezcla de mazmorra y chiquero. Constató, a través del testimonio de otros sobrevivientes, que Damián había sufrido innumerables violaciones y agresiones físicas de toda índole antes de tomar el terrible paso del suicidio como única salida a su mortificación. No recibió ningún apoyo psicológico ni médico para superar la abstinencia y apuntar a la reinserción social. Simplemente fue retirado de las calles y arrojado, como una pieza defectuosa al basural donde penaban otras personas en su condición, muchas con instintos de salvaje crueldad y perversión. Damián solo aguantó unos meses antes de desmoronarse totalmente. No fue el primero, ni el último. Luego del terrible descubrimiento, Berián, indignado, solicitó la clausura del infausto lugar, y querelló al estado con una demanda para indemnizar a la familia. Un ave negra del estado presentó una contra demanda, arguyendo que Damián falleció por decisión propia, sin responsabilidad de ningún tipo por parte de terceros, y que nada se debía abonar por un individuo que no representaba más que una carga para el gasto público. Para ese abogado, representante de quienes controlan los destinos de los habitantes, la pérdida del muchacho era en realidad un “beneficio”. Berián, indignado, arremetió con toda su sapiencia. No solo reunió el material suficiente para denunciar como un delito la sola existencia del supuesto centro de rehabilitación, y el accionar de sus funcionarios, sino que exigió, basándose en todas las leyes que citó, una a una, la indemnización a la familia, absolutamente desesperada ante la injusticia cometida, y los agresivos dichos del abogado del estado. Con una lentitud exasperante, la justicia se terminó expidiendo, ofreciendo a los familiares una cifra tan irrisoria e insignificante, que solo se pudo tomar como un agravio más a la memoria de Damián y su suplicio. Berián, apeló nuevamente, asqueado con la propuesta económica. Dicen que los tiempos de la justicia son lentos. Hasta que salió la nueva sentencia, catorce años después, la madre del muchacho falleció de tristeza. La familia se disgregó, abrumada por una carga demasiado pesada de llevar. El mismo Berián ya estaba retirado, amargado y resentido por el silencio asesino que imperó durante tanto tiempo. Finalmente, la justicia otorgó una indemnización un poco más alta, pero totalmente alejada a la proporción del daño causado. El dinero fue a parar a manos de gente que ni siquiera había conocido a Damián, parientes lejanos que hicieron un festejo al recibir el monto, sin hacer nada para honrar la memoria de la víctima, ni los seres queridos afectados. Como la resolución de la entrega del dinero fue noticia, mientras tomaba en mi oficina un café, sin poder sacarme de la cabeza la sensación de desasosiego e impotencia, se presentó el espectro de Damián. Flaquito, consumido, gris, lleno de cicatrices producto de las innumerables golpizas que recibió dentro del nefasto centro del horror, me miró con ojos muy tristes. Con un gran peso en el pecho, le pedí que perdonara la injusticia cometida con su persona, y que intentara alcanzar la paz, desprendiéndose de este plano, ya que su madre lo aguardaba en un lugar de luz, donde no había lugar para el sufrimiento. Él, sin abandonar su semblante abatido, sacó de sus inmateriales bolsillos unos billetes empapados de sangre, dejándolos caer al piso. Con una mano en el corazón, y otra agitándola a modo de saludo, pasando de la coloración gris a una más brillante, ascendió mientras chispas de luz se le desprendían, hasta que se retiró al descanso que no pudo tener durante su corta estancia terrenal. Tomé el dinero sangriento. Lo puse en una caja de vidrio, en las estanterías de mi colección. Los billetes de alta denominación no paran de exudar gotas de sangre, que se evaporan, y vuelven a manar. Y no puedo dejar de preguntarme, ante la ley, la sociedad, la justicia, las instituciones que nos representan… ¿Cuánto vale una vida humana? Quizá, mis amigos, alguno de ustedes tenga la respuesta. Los invito a que me lo respondan, porque no encuentro alivio a mi interrogante. Los espero, ansioso de verlos, en La Morgue. Edgard, el coleccionista @NMarmor

martes, 5 de octubre de 2021

Perrera #MostolesNegra

PERRERA “La perrera” surgió en el pueblo con el objeto de limitar la población canina, por razones de salubridad, según los funcionarios. Los animales que no eran reclamados u adoptados en una semana, se eliminaban. Para sorpresa de los habitantes, tanto los trabajadores de la institución, como quienes promovieron la idea, comenzaron a desaparecer, sin dejar rastros. Me ocupé de la investigación, que parecía un callejón sin salida. Encontré un pequeño indicio, y lo verifiqué. Una anciana, casi saliendo del pueblo, vivía en una casucha derruida, con veinte perritos a su cuidado. La seguí. A la madrugada, con su delgadez y extraordinaria agilidad, entraba en las viviendas de las víctimas. Las drogaba, y con fuerza sobre humana, las llevaba sobre el hombro, en una bolsa. En su casa, les ultimaba. Alimentaba a los animales con su carne. Podría haberla detenido, pero no voy a hacerlo. Extraño mucho a mi perrito.

viernes, 1 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA MANO DEL LADRÓN

EDGARD, EL COLECCIONISTA LA MANO DEL LADRÓN Augusto estaba absolutamente harto, cansado e indignado de los robos que venía sufriendo en su comercio. Con mucho esfuerzo, había logrado montar una tienda de artículos electrónicos en el pueblo. La primera vez, el ladrón entró rompiendo una ventana de iluminación, enrejada, casi a la altura del techo, al amparo de la noche. Su pericia le permitió desconectar la alarma, más no la cámara, que estaba escondida. En seguida reconoció al delincuente: era Ruperto, un joven conocido por todos. Aunque la filmación no era muy nítida, era clara la identidad del maleante. Pese a que el comisario consiguió una orden de allanamiento, al no encontrar nada de lo robado en la casucha del muchacho, no pudieron arrestarlo, dada la falta de definición del vídeo. El segundo robo ocurrió con la violación de la puerta principal, y el botín fue mayor. Ocurrió lo mismo que la primera vez: no se pudo hacer nada. Dispuesto a que no volviera a ocurrir, ya sin fe en la justicia ni en la ley, a pesar de las súplicas de su esposa, Augusto tomó la determinación de tomar en sus manos el asunto: decidió pernoctar en el local, fingiendo que se retiraba, y retornando por una puerta trasera en forma muy discreta. Antes de cumplirse el tercer mes del primer incidente, la vigilia encarnizada de Augusto dio sus frutos: nuevamente la puerta principal fue vulnerada, pese a todas las medidas de seguridad. Agazapado tras el mostrador, sobre el que se lucía una valiosísima consola de juegos, Augusto aguardaba, con una filosa hacha firmemente aferrada. Cuando la mano de Ruperto se acercó a la consola, iluminado por la linterna con la que alumbraba sus fechorías, con una agilidad felina, Augusto salió de las sombras, y se la cercenó a la altura de la muñeca, manchando con el chorro de sangre casi todo el local. Gritando como un cerdo en el matadero, el tipo huyó, desesperado, dejando su mano mutilada en posesión de Augusto, que, silbando alegremente, fue a la parte posterior del negocio, y trajinando con enseres de limpieza, se abocó a dejar asépticamente impecable su local. Colocó la mano en un frasco con formol, y sin molestarse en denunciar el incidente, volvió feliz a su casa, sin explicarle nada a su mujer, y escondiendo su trofeo. En principio, le llamó la atención que los desgarradores gritos del tipo no hubieran alertado a nadie. Luego reflexionó sobre eso y llegó a la amarga conclusión de que la gente, ya sea por temor o indiferencia, hacía oídos sordos la mayoría de las veces a los ruidos y voces de la noche, atrincherados en la seguridad de sus hogares, y sin deseo de involucrarse en problemas ajenos. Abrió el negocio al día siguiente en forma normal, y les pidió a unos chicos, a cambio de unos pesos, que limpiaran la vereda y el reguero de sangre que seguía más allá de ella, arguyendo que seguramente había habido una pelea de perros o gatos. Los muchachitos lo hicieron, pero dijeron que el rastro de sangre llegaba muy lejos, y que les tomaría mucho tiempo seguirlo. Conforme, Augusto les pagó generosamente, y los despidió, agradecido. Extrañamente, nada se supo de Ruperto. Por la madrugada, Augusto comenzó a despertarse por un tintineo insistente. Venía de un cuarto cercano a su habitación, que le servía de depósito de su mercadería, oficina de contabilidad, y donde estaba escondido el frasco. Ante la insistencia del ruido, abrió el viejo ropero del que procedía el sonido: horrorizado, vio como la mano tocaba con los dedos el vidrio, valiéndose de las uñas para hacer sonar el frasco, pese a estar amortiguado por el líquido. Con los ojos desorbitados, observo el dedo, que tocaba la pared vítrea, y luego indicaba con el índice en dirección al sur. Cerrando de golpe la puerta del ropero, se fue a la cocina, donde se sirvió una más que generosa dosis de aguardiente, sopesando la situación. No era hombre de creer en brujerías y cosas raras, pero reconocía que la carga de estrés vivida en los últimos tiempos podía jugarle malas pasadas en su cabeza, provocándole alucinaciones visuales y auditivas. Con una segunda dosis de alcohol, se fue a dormir, lamentando al otro día la resaca que le taladró el cráneo. Para su espanto y disgusto, otra vez fue despertado, la noche siguiente, por el mismo sonido. Aterrado, se dirigió al infausto ropero, donde nuevamente el dedo insistía en golpear el vidrio, y señalar hacia el sur, moviéndose con una determinación diríase implorante. Nuevamente acudió al aguardiente, pero no se acostó. Con el mayor de los cuidados para no despertar a su esposa, que roncaba pacíficamente, ignorante del horroroso drama del esposo, se vistió en silencio, y con un arma en el bolsillo, tomó la dirección señalada por el macabro dedo, a sabiendas que por ahí se hallaba el páramo donde Ruperto tenía su casucha. Al llegar, se sorprendió de no encontrar ninguna traba ni cerradura en la puerta: pudo ingresar sin inconvenientes, con el revólver temblándole en la mano. Lo que encontró superó cualquier imagen de su peor pesadilla. El lugar, precario y desaseado, estaba encharcado de sangre. Entrando en un cuartucho, sobre un inmundo catre empapado, yacía Ruperto, con la muñeca envuelta en unos trapos sucios que chorreaban líquido escarlata. El resto del brazo, hasta el hombro tenía un enfermizo color morado, casi negro. El olor era nauseabundo, y Ruperto gemía quedamente, ardiendo en una fiebre que parecía recalentar el lugar. Aguantando las náuseas, hizo una llamada anónima a emergencias, y se escapó, horriblemente espantado. Aunque la ambulancia llegó rápidamente, ni siquiera la amputación del brazo engangrenado salvó la vida del muchacho, que expiró a los pocos minutos de efectuado el procedimiento: la infección había avanzado demasiado. Augusto, enterado del deceso, averiguó todo lo que pudo. Se enteró que Ruperto había crecido en una familia donde los golpes, las drogas y la delincuencia eran el día a día de su vida. Sus padres no se preocuparon nunca por él, que pasó por innumerables hogares de acogida, de donde terminaba huyendo, y siendo institucionalizado, hasta que cumplió la mayoría de edad. Encontró la casita abandonada, la ocupó, viviendo de raterías, y negocios turbios, ya que nadie jamás se molestó en mostrarle otro camino viable, o le dio cariño para buscar ayuda. Augusto se sintió muy mal. Pensó, en primera instancia, entregarse a la justicia. Le contó a su mujer la horripilante historia. Ella le convenció de que nada remediaría quedando preso. Le sugirió, en cambio, ya que no tenían hijos, ofrecerse como familia de acogida, con el compromiso de inculcar valores y amor en algún jovencito descarriado, y expiar así la terrible falta incurrida. Además, se encargaron de pagar el velatorio de Ruperto. Cuando Augusto vino a pautar la ceremonia, traía una bolsa con él, y muy nervioso, terminó contándome la historia que lo atormentaba. Me dio el desagradable frasco, “para que el chico no se marche incompleto”. Me rogó que no lo delatara. No lo hice. Sé que Ruperto pudo marcharse en paz. Su mano, flotando en el frasco, hizo un saludo final, antes de ocupar un lugar en los estantes de mi colección. Ahora Augusto y su señora están criando a dos niños, a un paso de adoptarlos, y brindándoles las oportunidades que Ruperto no tuvo. No creo que el hombre consiga drenar la enorme carga de remordimiento, pero ser recibido por los chicos con una sonrisa al regresar de su trabajo, le alivia el peso de la culpa. En cuanto a la mano, de vez en cuando hace un gesto de asentimiento, pulgar para arriba, como un macabro emoticón, pero dejando la sensación de que su dueño por fin encontró la paz en otro plano… Queda abierta la invitación para que me visiten en La Morgue. Hay mucho para ver, y mucho para contar. Los espero. Siempre… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 25 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA -LA BRÚJULA

Amadeo es un señor grande, viudo y jubilado. El médico, tras su último chequeo, le recomendó un urgente cambio de dieta y estilo de vida. Para indignación del hombre, que se sentía bien, y sano, el doctor le hizo un largo listado de alimentos prohibidos, (los que más consumía y disfrutaba), y le recomendó iniciar caminatas para bajar los niveles glucémicos. A regañadientes, se dijo que lo haría a su modo, que implicaba una que otra “trampita”. Decidió dar su primer paseo, hasta la plaza del pueblo, pero llevó como colación un tremendo emparedado con todo lo que le habían vedado de consumir. Como un acto de humor, le agregó una hoja de lechuga, que, a su entender, lo hacía saludable. Llegar hasta la plaza se le hizo mucho más difícil que lo que había pensado. Años de sedentarismo transformaron su objetivo en un verdadero agobio: llegó agotado, transpirado, y sin aliento. Se sentó, refunfuñando en el banco de la plaza, dispuesto a dar cuenta de su suculento sándwich antes de retornar, cuando un objeto brillante llamó su atención. Casi gritando por el tirón que le dio la espalda al agacharse, tomó un objeto hermoso del piso: era una brújula. Maravillado, la observó desde todos los ángulos. No bien lo hizo, la aguja pareció haberse vuelto loca: giraba sin sentido, hasta detenerse con un norte inexacto, que parecía brillar en forma extraña. Por otro lado, en la cara opuesta, tenía una tapa, conformando un relicario. Lo abrió con curiosidad, descubriendo en su interior la foto de una bellísima joven, con una hermosa bebé. Era enigmático, pero tenía la sensación de conocer esos rostros, los cuales, teniendo en cuenta su vida y rutinas, no encajaban dentro de su círculo social. No obstante, no podía dejar de sentir que las había visto alguna vez… Amadeo quedó tan impactado, que, en vez de devorar su suculenta merienda, guardó la brújula en el bolsillo, y reflexionando sobre el raro origen del objeto, se volvió a su casa, caminando despacio, pero con paso decidido, sopesando el evento. Sin poderse sacar de la cabeza su hallazgo, al día siguiente, decidió salir a caminar con la brújula en mano, para ver si descubría algo sobre la misma. Sin preparar ningún bocadillo, y con ropa cómoda, observó la brújula, que pareció vibrar con un cosquilleo entre sus manos arrugadas. Otra vez la aguja se movió locamente, señalando, iluminada, un norte errático. Decidió seguir el camino señalado por el exótico aparato, con una rara sensación de expectación y desasosiego. La ruta que tomó lo llevó a un camino en desuso, de tierra, y por él avanzó hasta que el cansancio lo instó a regresar. La brújula parecía haberse recalentado. Amadeo, sin saber el porqué, sentía que el objeto le daba la aprobación. Satisfecho con su jornada de caminata, se puso como meta retomarla al día siguiente. Y así lo hizo: la brújula insistió en marcarle el viejo camino ya trazado, y el hombre, orgulloso de la nueva energía que le permitía avanzar tanto trecho sin agotarse, llegó, luego de cruzar un campo de arbustos y espinos, al viejo cementerio del pueblo. Exploró el lugar, absolutamente desolado. Lápidas antiguas con inscripciones casi ilegibles, maleza creciendo entre las tumbas de siglos pasados… Una vibración lo sacó de su observación, sacudiéndose en sus manos, con la aguja muy iluminada marcando un punto en particular: un antiquísimo panteón casi en ruinas, de aspecto macabro. Con mucho temor, pero una determinación que no sabía de dónde le salía, Amadeo se acercó a la construcción semiderruida. La puerta, otrora cerrada por seguridad con una cadena, mostraba a la misma rota, tirada en el suelo plagado de malezas. Tragando saliva, abrió la hoja de madera podrida, y un olor nauseabundo lo abofeteó horriblemente: podredumbre y carne quemada. El hombre sacó un pañuelo para cubrirse la nariz, y el móvil, para iluminar el lugar, cuyas grietas no le permitían al sol suficiente espacio como para dejar entrar a pleno sus rayos. La luz del celular le dejó vislumbrar una escena terrorífica, mientras la brújula vibraba locamente: dos cuerpos casi totalmente calcinados: uno adulto, y otro mucho más pequeño. La brújula palpitó como un corazón, y a Amadeo se le escaparon lágrimas de los ojos espantados: estaba casi seguro de que los cadáveres correspondían a la joven y la bebé del relicario escondido en el aparato. Salió del macabro recinto, y buscó un banco para reponerse. El artilugio se puso tibio, y su mente se iluminó de repente: ¡ahora recordaba quiénes eran las caras de la fotografía! Hacía unas semanas, una joven mamá había desaparecido junto a su pequeña hijita. Difundieron su imagen en la televisión, y en las redes sociales: la chica había sido víctima de violencia por parte de su pareja, pero el tipo no pudo ser acusado, debido al desconocimiento del paradero de las víctimas. Si bien estaba en la mira de la justicia, sin cuerpos, no había delito… Ahora, se dijo Amadeo, con lágrimas de amarga rabia, tendrían lo que necesitaban para apresar al canalla… Y llorando, como alma en pena, se recompuso, y llamó a la policía. Se quedó esperando en el enmohecido banco del cementerio hasta que llegaron los efectivos policiales. Luego de que se procediera, el comisario Contreras acercó a Amadeo a su casa, enterándose de que las víctimas no tenían a nadie que se hiciera cargo del funeral. Amadeo, conmovido, prometió ocuparse de los costos del mismo, absolutamente afectado por la triste historia. El comisario le recomendó hablar conmigo, y así lo hizo el hombre. Me confesó que estaba sufriendo, pensando en el horrible destino de la jovencita y su bebé, y me mostró la brújula, pidiéndome que no lo tomara por loco al contarme lo sucedido. Le dije que le creía, palabra por palabra. Lo que no le dije, el que vi las almas de las víctimas, que se despedían ascendiendo con un gesto de paz, y que, a través de sus vibraciones, me dieron a entender que la brújula, herencia de un abuelo, había llegado a manos de Amadeo por ser un buen hombre, y muy sensible. Aparte, si no se ponía en actividad pronto, lo más probable es que hubiera fallecido, por su tozudez a seguir las instrucciones del médico. Le prometí que rezaría por el descanso de las difuntas, y oficiaría el velatorio más bello que se pudiera recordar en el pueblo, y le hice una oferta: me haría cargo yo de todos los gastos, si me dejaba la brújula relicario, para orar por las víctimas. Por otro lado, le aseguré que el comisario, amigo personal, no descansaría hasta que la justicia terrenal acorralara a la inmunda alimaña que había segado dos jóvenes vidas. Y Amadeo se fue tranquilo, con la idea de tomar caminatas todos los días, y cuidar más su dieta: nunca se sabe cuándo la vida pueda depararle a uno una aventura… Así que la brújula está ahora en los estantes de mi colección. Cuando vibra, estoy muy atento, porque sé que puede ser el anuncio de alguna persona desvalida buscando ayuda. Los invito, mis amigos, a llegarse por La Morgue, y a prestar mucha atención a las señales que nos anuncian que alguien está siendo víctima de violencia o abuso. Amadeo no pudo prestar su mano a tiempo, pero quizá nosotros tengamos esa oportunidad. No lo ignoremos nunca, porque seremos cómplices… ¡Buena semana! Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 17 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA -PULSIÓN DE MUERTE

En el pueblo estaba ocurriendo un extraño fenómeno: había una “pandemia” de suicidios. Los hechos se sucedían con personas de todas las edades, condiciones y clases sociales, sin puntos en común ni relación de ningún tipo. Sus formas de matarse tampoco eran similares: algunos optaban por armas de fuego, pastillas, ahorcamientos. Otros se arrojaban delante de automóviles en plena ruta, o se tiraban al vacío desde altura, y los más extremos, llegaron a incendiarse vivos. Una sensación de terror se apoderó de la gente, temiendo por sus seres queridos y por sí mismos, dado que nada indicaba en los suicidas indicios de sus intenciones o motivos para obrar en forma tan terriblemente drástica. Los cuerpos permanecieron en depósitos forenses, a la espera de que expertos de la ciudad dictaminaran si alguna condición neurológica, o contaminación química o bacteriológica podían haber intervenido en los más de cien casos sin explicación. Había otras conductas raras, que, si bien no eran tan extremas, llamaban poderosamente la atención: personas, sin motivo aparente, comenzaban con ataques de llanto imparables, o de furia, destruyendo objetos personales, sobre todo fotos y recuerdos de seres queridos. Hubo también quienes se ponían a gritar angustiosamente, hasta que prácticamente se quedaban sin voz. Esta gente también fue objeto de los estudios que se practicaban sobre las víctimas de los suicidios. Por prevención, aislaron al pueblo. Una noche en que cenábamos, conversando sobre el tema con mi amada Aurora, y mi querido asistente, Tristán, sentimos que el aire se tornaba progresivamente frío, hasta ponerse helado, y nos invadía una extraña desazón. --Algo malo se está por manifestar, Edgard…-- me dijo Tristán. No bien concluyó sus palabras, un ser horripilante se presentó ante nosotros. No existen un vocablo en nuestro idioma para describir la negrura absoluta del ente, de forma humanoide, con tentáculos oscilantes que salían de toda su silueta. Los ojos, gigantescos y protuberantes, del que asomaban gusanos, manaban sangre como lágrimas. La boca, dentro de un estirado hocico, con una mueca de espantoso odio y tristeza, estaba colmada con varias hileras de afiladísimos dientes serrados, como los de un tiburón, babeando una gelatinosa sustancia verdosa, con el olor de una tumba abierta. El espectro estiró sus babosos tentáculos vibrátiles hacia nosotros, que, si bien impusimos las manos para defendernos, no pudimos evitar el malsano mensaje energético que nos hacía llegar. Esta entidad hurgaba en nuestras mentes buscando los recuerdos más tristes, debilidades, traumas y conflictos sin resolver. Nos hacía plantear el escaso sentido de la vida, las injusticias, la falta de motivos por los cuáles luchar y seguir respirando. Pretendía hacernos sentir que no éramos necesitados, que encontraríamos liberación en la muerte, y que nadie nos quería. Casi sin darnos cuenta, empezaron a manar amargas lágrimas de nuestros ojos, anegados con las imágenes más tristes a las que puede ser sometido un ser humano. --¡¡Basta!!—gritó Tristán, rompiendo el malsano estado de hipnosis al que nos estaba sometiendo el engendro. --¡Todos somos valiosos y necesarios, y tenemos una misión en la vida por cumplir! Entendimos, entonces, que el maléfico ser era una entidad del inframundo que se alimentaba de las bajas frecuencias de energía que los seres humanos emanamos cuando nos invade la pena. Se había ensañado con nuestro pueblo, y se estaba dando un festín, creciendo y fortaleciéndose de nuestra melancolía y pesares. Este inmundo ente había nacido de la misma maldad humana. Llevaba tiempos inmemoriales en otras dimensiones, pero habitó la tierra desde que la gente comenzó a tener razón e inteligencia, y, desgraciadamente, malos pensamientos y deseos, los cuales eran una golosina deliciosa para el monstruo, que se deleitaba en el caos, la maldad y sus consecuencias. Indignados, los tres, coordinados al unísono sin haberlo planeado, comenzamos a arrancarle los negros tentáculos, provocándole un dolor que lo hizo retorcerse, y ennegrecerse más aún, si eso era posible. Hasta los asquerosos gusanos de sus sangrientos ojos globulosos se desprendían de él, intentando huir del sufrimiento que la mutilación le provocaba. Envalentonados, continuamos nuestra tarea de desposeer a la criatura de sus maléficos apéndices, mientras le gritábamos los insultos más agraviantes que nos inspiraba ese horrendo vampiro de tristeza, al cual el prestigioso doctor Freud le dio el nombre de “pulsión de muerte”, lo cual no era desacertado en el campo de la psicología y la ciencia, pero que, en nuestra presencia, habíase corporizado, y era responsable de los innumerables decesos del pueblo. Cuando el ser ya no pudo tolerar la tortura de la ablación de sus inmundos tentáculos, se movilizó en un oscuro torbellino, abriendo una especie de agujero negro en el aire, y llevándose el aire helado que había traído, se esfumó tal y como vino. No creo que lo derrotáramos. Solo lo debilitamos un poco, y seguramente volverá, en algún otro lugar, para reestablecerse con el dolor y el sufrimiento. Pero no creo que eso ocurra pronto. En cuanto a los tentáculos, aún fuera de su aborrecible dueño, se retorcían y azotaban el aire en forma maléfica. Los depositamos en una enorme cuba de vidrio, muy bien cerrada, y quizá como una broma, Aurora marcó con un beso su labial en el cristal, enfureciendo a los pedazos del ente, que parecían vibrar de odio ante la burlona muestra de afecto. En mayor o menor grado, muchas personas son hacedoras de malas energías que influyen en decisiones trágicas. Somos responsables de nuestros actos, pero lo ideal es rodearnos de gente buena, que tenga para dar amor y empatía. Si alguien no se alegra con tus triunfos, y parece regodearse en tus derrotas y tristezas, no dudes en tomar distancia, sin rencor ni resentimiento. Solo aléjate. Créeme que es lo mejor que puedes hacer. Los espero, amigos, en La Morgue, para que puedan ver los maléficos tentáculos ladrones de tragedias, en los estantes de mi colección, anhelando seguir haciendo daño, pero neutralizados por el amor y la buena vibra… Seguramente, pronto liberarán mi pueblo de su aislamiento… Edgard, el coleccionista @NMarmor