sábado, 27 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- VOCES DEL INFIERNO

Tomás trabajaba desde su hogar como telemarketer. Vivía solo, y gran parte de su vida, la pasaba frente a su computadora, con la vincha de comunicación pegada al cráneo, por horas y horas, tolerando la presión de sus jefes, y las contestaciones groseras de los clientes, que lo ninguneaban e insultaban cuando las respuestas que les brindaba no los satisfacía. Su vivienda era sumamente humilde: Tomás había quedado huérfano muy joven, y no tuvo acceso a una carrera. Su natural timidez lo cohibía a la hora de buscar una salida laboral más rentable. Se culpaba de todo lo que le ocurría en su vida: su pobreza, su soledad, la falta de soltura a la hora de vincularse con sus pares, los desprecios de las chicas a las que se había intentado acercar. Cada vez que alguna respuesta desagradable le llegaba en su ámbito laboral, la tragaba como un veneno amargo, aumentando la frustración y el desencanto por la vida. Una jornada, ya terminando, apagando su ordenador, le ocurrió algo muy extraño: pese a que el sistema estaba cerrado, empezó a escuchar voces a través del headset: --Me parece, Tomás, que eres un perdedor… --¿Quién me habla? —preguntó asustado. --¿Acaso importa? Dime si no es cierto: ¿eres o no un perdedor? --No sé quién eres, pero me quitaré la vincha, y olvidaré esta locura… Pero la curiosidad de la extraña situación le ganó, y no se quitó el dispositivo. Una risa burlona lo hirió. --¿Has visto? Ni siquiera te atreves a cumplir tus propósitos… --¿Por qué me dices que soy un perdedor? Tengo un trabajo decente, y mantengo mi casa sin ayuda de nadie, pese a haberme quedado solo desde muy chico. --Puras excusas. Otras personas en tu situación son exitosas: tienen un buen pasar económico, y ya poseen su propia familia y negocio. Piensa en cómo te tratan tus clientes: te insultan, te humillan, y tú, en vez de reaccionar como un hombre, pides disculpas, arrastrándote. Y tus jefes, Tomás, lo único que hacen es recalcar tu incompetencia. Todos tus compañeros han conseguido puestos mejores, mientras tú te quedas estancado, anclado a este headset, tolerando y tolerando día tras día… Te haré saber lo que dicen tus colegas de ti a tus espaldas, y tus superiores. Oirás cómo las chicas a las que intentaste acercarte se burlan de tu estupidez y tu mediocridad. Durante horas Tomás estuvo escuchando venenosos diálogos, en los que él era un payaso patético del cual se reían todos. Luego de ese maratón de mofas desagradables, en vez de dejar la vincha, comer algo, tratar de recomponerse y descansar, Tomás siguió conectado a esa tortura hasta que llegó la hora de trabajar. Agotado hasta el colapso, intentó enfrentar lo mejor posible la jornada, hasta que un cliente especialmente dañino, lo empezó a tratar de incompetente e inútil. En ese momento, tocó fondo. Volcó en el desconocido toda la furia contenida por años, con la voz desconocida de fondo alentándolo a insultar al cliente, que, absolutamente sorprendido, prometió hacerlo despedir de su miserable puesto. Luego le siguió la llamada de su superior, para reprenderlo por su forma de comportarse en la última llamada. Alentado por la voz, lo atacó verbalmente con el vocabulario más soez y desagradable, que ni él mismo sabía que conocía. El jefe, luego de reponerse de la sorpresa, le comunicó que estaba despedido con causa, y que tenía un día para devolver el material de trabajo. La voz maligna lo felicitó. --¡Por fin has reaccionado como un hombre! ¡Ahora eres libre! ¡Has demostrado no ser un pelele! --Pero ya no tengo trabajo, y con esta mala referencia, me costará muchísimo conseguir algo nuevo. No tengo dinero para comer esta semana… --¡Otra vez arrastrándote como un gusano inmundo! ¿No te tienes a ti mismo, sano, joven y entero? Con un poco de coraje, puedes salir en la noche con un cuchillo, y tomar a gusto lo que los ricachones ostentan para humillar a los pobres como tú. --¿Me estás diciendo que debo salir a delinquir? ¡Dime por favor quién eres! ¡Esto es una pesadilla! ¡No puede estar ocurriéndome a mí! ¡Jamás le hice daño a nadie, y ahora no tengo donde caerme muerto! --¿Ves lo cobarde que eres? ¡Perdedor! ¡Perdedor! ¡Perdedor!... La horrible letanía siguió, hasta que Tomás intentó quitarse el headset, y con la intención de acallar la malévola voz dañina, lo arrancó de golpe de su cabeza, comprobando horrorizado que el cable se le enredaba en su cuello, oprimiéndolo cada vez más fuerte, hasta el punto en que se quedó sin respiración. Entre el terror más extremo, intentó desprenderse del dispositivo, que le apretaba más y más. La falta de aire le hizo sentir que le estallaba la cabeza, que se le ennegrecía segundo a segundo, mientras el esfuerzo le proyectaba los ojos hacia afuera de las órbitas, en una escena de pesadilla infausta. La lengua se salió de la boca, hinchada y babeante, mientras, con un último rastro de consciencia, escuchaba, preso de la vincha, la risa satánica que se burlaba de su desgracia. Ya estaba bastante avanzada su descomposición cuando descubrieron su cadáver. Lo hallaron, en realidad, intentando recuperar el material de trabajo de la empresa. Se llevaron, cuando la justicia lo permitió, la computadora y el monitor, pero no tocaron el headset con el que Tomás se había estrangulado. Ese instrumento vino a mis manos a través del comisario Contreras, y hoy forma parte de mi colección. Es un objeto peligroso: “algo” se conecta a través de él con las personas tristes, deprimidas, o con baja autoestima, diciéndoles las peores cosas que puedan escuchar, e instándolos a cometer horribles acciones. ¿Se animan a pasar por La Morgue y probarse el headset? ¿Qué creen que escucharán? Quedan invitados, mis amigos. Buena semana… Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 19 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LOS HONGOS DE LA NEGACIÓN

Diego fue uno de los tantos obreros que quedó sin trabajo cuando la fábrica, en las afueras del pueblo, cerró sus puertas. La mayoría de los ex empleados buscaron nuevas actividades, y lograron salir adelante. Solo Diego, obstinadamente, se negaba a iniciar otro plan, buscar un nuevo empleo o emprender un negocio. Para la total desesperación de su familia, repetía una y otra vez que la fábrica reabriría sus puertas nuevamente, y él sería tomado en primer lugar, por su fidelidad a la empresa. Su esposa tuvo que conseguir dos empleos, y hasta los niños colaboraban vendiendo dulces para mantener la economía familiar, que se desmoronaba, ante la tozudez de Diego, que lo único que hacía era ir en bicicleta varias veces al día hacia el predio abandonado de la fábrica, para verificar si detectaba alguna actividad. La cadena que cerraba la entrada ya estaba oxidada, y las malezas cubrían el parque de la entrada, pero él insistía en esas infructuosas visitas. Con la falta de dinero, la casa se empezó a deteriorar: lo que ganaba Lía solo alcanzaba a duras penas para poner un plato de comida en la mesa. Cuando, luego de una temporada de lluvias, comenzaron a prosperar rajaduras e innumerables goteras, Lía intimó a Diego a deponer su actitud: --La casa se está desmoronando, Diego. Es insano para los niños vivir respirando la humedad y el moho. Si no consigues un trabajo en un mes, nos iremos de aquí. --¡Pero Lía, confía en mí! ¡Estoy seguro de que reabrirán muy pronto la fábrica, y en vez de contratarme como obrero, me pondrán en un puesto de jefe! ¡Ya verás, amor! ¡Ten paciencia! --Hemos tenido demasiada paciencia. ¿No te da pena que tus hijos anden vendiendo dulces para mantener la casa, mientras tú pierdes el tiempo con tus sueños de loco? Escucha: está lloviendo de nuevo. Ya suenan las goteras, y se pudren de humedad las paredes. Un mes, Diego. No más… En vez de recapacitar, Diego salió bajo la lluvia en su bicicleta hacia el predio de la fábrica, inspeccionando una vez más el lugar abandonado, casi siniestro bajo la tormenta. Una vez cumplido el plazo, Lía empacó con lágrimas en los ojos, mirando los muebles arruinados, las paredes cuarteadas y manchadas de verdín, y a Diego, desmoronado en un sillón enmohecido sin reaccionar ante la realidad. --Saluden a su padre, niños. --¿Por qué no vienes con nosotros, papi? Donde vive la abuela, seguramente consigues un buen trabajo… --No chicos. Me quedaré aquí, y cuando tenga nuevamente en un puesto en la fábrica, iré por todos ustedes. Lo prometo. Sin el dinero que traía Lía, muy pronto Diego se quedó sin alimentos. Ahora, sus paseos en la bici, aparte de llevarlo a la fábrica diariamente, lo conducían a cazar pajaritos y ardillas para comer. La temporada de lluvia se hizo más intensa: parecía no parar más. Las humedades de la casa le dieron lugar al crecimiento de hongos, gigantescos y carnosos y multicolores en todos lados: estaban invadidas las paredes, los techos, los muebles… Como era casi imposible salir bajo la cortina imparable de agua, sin acceso a cazar, Diego comenzó a cocinar los hongos para mitigar el hambre. Mientras los comía, se sentía eufórico. Tenía visiones de la fábrica reinaugurando sus actividades, y él, vestido con traje, recibiendo la felicitación de los directivos, aplaudiéndolo, entregándole un puesto ejecutivo. Luego se despertaba en el suelo húmedo, entumecido y aletargado, con el tintineo de las goteras sonando en las ollas puestas para juntar el agua, con retorcijones en los intestinos. Pronto se quedó sin suministro eléctrico y gas, al no pagar las facturas. Comenzó a quemar sus muebles arruinados, haciendo hogueras dentro de la casa, para darse un poco de calor y cocinar los hongos, que se multiplicaban en forma asombrosa. Recién cuando terminó la temporada de lluvias, un pordiosero que entró en la vivienda, creyéndola abandonada por el estado de deterioro, para buscar refugio, encontró horrorizado una momia sonriente, toda cubierta de hongos perfectos, con sus sombreritos como techos de casitas de duende. El comisario Contreras me refirió el caso, entregándome uno de esos hongos, de colores vivos, para que lo guardara, y me avisó que pronto llegaría el cuerpo de Diego para ser despedido. --Usted qué opina, Edgard: ¿Diego enloqueció por comer los hongos, o ya estaba “tocadito” desde antes? --Pienso que Diego estaba enfermo de algo muy dañino: la negación. No afrontar la realidad lo llevó a perder su familia, su casa, y su cordura. La verdad, cuando muestra su cara más dura, es difícil de hacerle frente. Amparándose en su negación, prefirió perderse, antes que atreverse a un cambio. Fíjese, Contreras, que por lo que me contó, su cadáver mostraba una sonrisa de felicidad: eligió morir en una forma indigna y miserable, creyendo sus propias mentiras, y ser encontrado como una momia putrefacta plagada de hongos. --No sé cómo se atrevió a comerlos. Tienen un aspecto maligno. Me da náuseas hasta tocarlos. Me costó desprender el que le traje. Solo lo hice porque deseaba que lo viera… Y así fue a parar el exótico hongo a mi colección. El haber sido arrancado del cadáver que lo alimentaba no afecta sus colores psicodélicos, ni su extraña manera de crecer. Supongo que se alimenta de mentiras y malas energías, y lo puedo considerar un “control de plagas espirituales”. Pero es cierto que, de solo verlo, causa repulsión y estremecimiento… Si quieren verlo personalmente, pasen por La Morgue. Si crece ante su presencia, seguramente nos daremos cuenta de que tienen una negación dañina implantada en su corazón… Buena semana. Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 13 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL ENDEMONIADO

Miguel era un niño normal y feliz. Cuando cumplió los catorce años, tuvo un ataque de epilepsia. Aunque la lógica indicaba llevar a Miguel con un médico, su madre, Sonia, se opuso firmemente, basada en sus convicciones de fanática religiosa, que imponía con firmeza a toda la familia. --Es más que claro la presencia del demonio en el niño. De seguro, debe haberse dejado llevar por la tentación de la carne, y Satán se está manifestando en él. Con la ayuda de la Santa Madre Iglesia, expulsaremos al maligno. Sonia llevó a Miguel con el cura, que le dio toda clase de confusos consejos incomprensibles sobre la entrada a la madurez, una innumerable lista de pecados que debía evitar, y lo despachó con una serie de mandatos inútiles para su joven vida. --Me duele mucho la cabeza, mamá… --¡Reza, Miguel! ¡De seguro es el demonio que quiere entrar a tu cuerpo! ¡Sé fuerte y ora con devoción! --Mamá, te juro que me siento muy mal. Creo que debería ver a un doctor… --¡Nada sabes de la vida, necio! ¡Confía en tu madre, y pide a Dios por tu salvación! Miguel sufrió otro ataque epiléptico. Las migrañas se hicieron frecuentes, haciéndole sensible a la luz, los sonidos fuertes, y dejándolo en un estado de sopor, sin ganas de salir de la cama. En este punto, hasta el mismo sacerdote le recomendó a Sonia llevar con un médico al joven. Indignada, despidió al cura, tratándolo de carente de fe, y se cambió de parroquia, uniéndose y arrastrando a su familia a una sumamente fundamentalista. Miguel empeoraba día a día. Tuvo que abandonar la escuela. Bajó más de doce kilos. En los escasos momentos de lucidez que tenía, decía blasfemias a los gritos, y su cuerpo demacrado se contracturaba en posiciones anti naturales. Sonia, más que preocuparse, se sentía satisfecha: --¿Ven cómo yo tenía razón? ¿Quién sino el mismo Satán sería capaz de hacerle esto a mi niño? En la Iglesia encontraremos la solución. Una de las religiosas de la congregación le sugirió a Sonia internar a Miguel en el hospicio de la orden, donde el niño sería supervisado por sacerdotes que velarían constantemente por su bienestar espiritual. Aportando una cifra enorme de dinero a esa entidad, que Sonia no se tomó el trabajo de averiguar si realmente era avalada por la iglesia católica, (de haberlo hecho, hubiera descubierto que era una secta conformada por fanáticos expulsados por su fanatismo extremo y nocivo), dejó a su pobre hijo en manos de gente que aplicaba métodos medievales, prácticamente, para las dolencias del muchacho. Las pocas veces que la familia lo visitaba, se encontraba, horrorizada, con un desconocido, casi en los huesos, con señales de haber sido golpeado, y atado a una silla, con la cabeza ladeada, la mirada perdida, y la boca babeante… En ese punto, cualquier pariente directo del chico debió intervenir poniendo una denuncia, y exigiendo que se le enviara a una institución médica. Nadie lo hizo. Todos dejaron que la férrea voluntad de Sonia imperara sobre la cordura. La déspota se impuso sobre la lógica y el bienestar del pobre adolescente. Sonia empeñó los bienes de la familia para aportar a la institución que deterioraba a su hijo a ojos vista, convencida que lo hacía por su bienestar. Meses después, ocurrió lo inevitable: Miguel, luego de un virulento ataque de convulsiones, falleció, atado como un animal salvaje a un camastro asqueroso. Obviamente, tuvo que intervenir la justicia para la entrega del cuerpo, pese a la reticencia a respecto de la dudosa congregación, que quería mantener en secreto los detalles del deceso. Los médicos intervinientes quedaron horrorizados al examinar a Miguel. Estaba desnutrido, deshidratado, mostraba huellas de palizas recientes, escaldaduras en la zona genital por falta de higiene, al no cambiarle los pañales con la debida frecuencia, y lastimaduras en muñecas y tobillos por las ajustadas sujeciones que lo mantenían inmóvil por horas. Lo peor vino con la autopsia: Miguel tenía un tumor cerebral, que le causaba el cuadro convulsivo, y los malestares y anomalías que padecía. --Era operable. Si lo hubieran tratado a tiempo, el chico estaría vivo. Es un verdadero crimen lo que se hizo con él… Los doctores concordaron en presentar una denuncia en base a las pruebas obtenidas. Hasta que se dictaminaran las acciones consecuentes, se le entregó el cuerpo a la familia, para despedirlo y enterrarlo. Así llegó Miguel a mis manos. Como la nefasta madre insistía con un velatorio a cajón abierto, tuve que pedirle a Tristán, mi querido ayudante, me asistiera para arreglar el cuerpo total y absolutamente deteriorado del pobre joven. Vi su gesto de impotencia, totalmente comprensible. No bien tocamos el cuerpo para abocarnos a nuestra triste labor, el espectro de Miguel se presentó, con lágrimas de sangre en sus ojos llenos de dolor. En una explosión de pura energía, conectó con nosotros para que conociéramos su historia. Vivenciamos, conmocionados, cada uno de sus sufrimientos y padeceres, fruto del obtuso fanatismo de su madre, la cobardía infame de su familia, y el obrar inescrupuloso de la espantosa secta en la que pasó sus últimos meses de vida. Cada tortura, vejación y maltrato pasó por nuestro ser: el tormento extremo del chico nos transcurrió de la manera más cruda y feroz. Miguel nos transmitió un pedido. Nos comprometimos a cumplirlo, pese a las consecuencias económicas y legales que podían llegar a representarme en el futuro. En primera instancia, abrimos la cabeza del joven, y extirpamos el tumor, asombrosamente cruciforme, que le había arrebatado su existir. Quería ser enterrado sin él. Luego nos abocamos a trabajar durante horas muy duramente, poniendo todo mi arte en juego, con la ayuda crucial de Tristán, para presentar a Miguel con un aspecto similar al del chico de catorce años, feliz, que tuvo la tragedia de enfermarse en un ambiente de fanatismo e indiferencia hostil. Dentro de lo posible, puedo decir que conseguimos una triste obra maestra: el cuerpo se veía muy bien. Con el pecho oprimido de desdicha, se inició el velatorio. Cada minuto que pasaba, escuchando las condolencias y comentarios, era una verdadera tortura. Una contestación de Sonia a la madre de un compañero de estudios de Miguel, me dio pie para cumplir con el pedido del difunto. --Miguelito se fue como un ángel. Bajo la ley de Dios, limpio de todo pecado o mácula. Los sufrimientos del cuerpo son una prueba para demostrar la pureza del alma, y él las superó. El demonio no se salió con la suya… --La interrumpo, señora. ¡Miguel murió por su obstinación absurda, guiada por un fanatismo enfermo, que le negó asistencia médica! ¡De haberlo tratado un doctor, él seguiría con vida! ¡Y cómplices de este horrible crimen, son también sus cobardes e infames familiares, que no tuvieron el valor de denunciar la carencia de tratamiento al pobre muchacho, en la flor de su vida! ¡Acuso también a todos los que, percatándose de la situación, no hicieron nada para remediarla! Así que aprovecho para pedirle a usted, su familia, sus vecinos, que se retiren ya de mi establecimiento, como póstuma muestra de respeto a Miguel. Les doy cinco minutos. Pasados estos, los haré sacar con la policía. ¡¡¡FUERA DE AQUÍ!!! --¡No puede hacernos esto! ¡Pagué por el servicio! ¡Tenemos derecho a estar presentes! ¡Retire sus asquerosas mentiras, engendro del diablo! --¡Ya estoy llamando a la comisaría! Posiblemente la brutal energía en el tono de mi voz indignada puso en marcha a la multitud de personas, que, atravesados por la culpa, se sintieron urgidas a retirarse. Solo Sonia se resistió, pero terminó saliendo, en medio de insultos y maldiciones, arrastrada por el resto de los asistentes. Solo quedaron personas que realmente ignoraban el tormento que había atravesado Miguel. Con ellos terminó el velatorio. Cuando estuvimos a solas, Se presentó el espíritu del joven: ya no se veía demacrado y lastimado, sino, como el adolescente que hubiera podido ser, en condiciones normales. Satisfecho de que la verdad hubiera salido a la luz, nos despidió con una sonrisa, ascendiendo hacia el descanso eterno. Queda pendiente el obrar de la justicia por la negligencia criminal cometida, y espero que se dicte muy pronto un veredicto, y se desarticule la infame secta que mortificó a Miguel. Me resta afrontar una demanda de Sonia por incumplimiento del contrato por la ceremonia fúnebre. Pero es lo que menos me preocupa. El tumor con forma de cruz está exhibido en un frasco en los estantes de mi colección. Pasó de su feo color oscuro a una clara tonalidad brillante. Mirarlo es recordar lo negativo y destructivo del fanatismo, en cualquier área de la vida, ya que es un triunfo de la ignorancia sobre la bondad y el sentido común: es venenoso, y hasta contagioso, si se expone a personas con ideas poco claras. Un verdadero tumor invasivo. Usemos el pensamiento aunado al corazón, para que nadie nos manipule con fines malvados. Quedan invitados nuevamente a pasar por La Morgue. Vengan ahora, que están vivos, para disfrutar las historias de mi colección. Muy buen fin de semana… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 6 de noviembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ÁCIDO

Mi amada Aurora trajo, casi a la rastra, a una chica asustada a mi oficina. --Habla con Edgard, Lorena. Él te ayudará. La chica, muy nerviosa, no sabía por dónde empezar. --Quédese tranquila. Estamos entre amigos. Lo que me cuente, no saldrá de acá. --Gracias. Es que no quiero traer problemas a nadie… --Cuénteme. Todo saldrá bien. Entonces, tras un larguísimo suspiro, Lorena liberó su historia. Hacía varios años que estaba en pareja con Francisco, un herrero. Quién en la primera fase de su relación se mostraba como un príncipe azul, fue, lentamente, cambiando hasta convertirse en un ogro siniestro. Con la excusa de que una princesa como ella no debería esforzarse en las rudas labores de una fábrica, le hizo dejar su trabajo, pasando a depender económicamente de él. Poco a poco, con diferentes excusas y presiones, la fue alejando de su familia y amistades. Comenzó a supervisar su forma de vestir, su manera de hablar, y le indicaba, incluso qué programas y series no debería ver, controlando si cumplía sus absurdos mandatos. En principio, implementó violencia verbal, que luego fuego creciendo, hasta que llegaron los golpes, empujones y tirones de pelo. Lorena no lograba entender cómo ese hombre encantador que la había enamorado se había transformado en un monstruo cruel e inhumano. Hubo un brote de femicidios que se divulgaron por la prensa. El más horrendo fue el de una mujer atacada con ácido. Francisco parecía disfrutar del espanto en los ojos de Lorena. Al ser herrero, él manejaba ácidos, que guardaba prolijamente en su taller. Un día en el que estaba especialmente irritado, la llamó al taller. --¿Recuerdas a la perra que murió quemada con ácido? --¿Por qué me preguntas eso? --Para que tengas muy presente lo que les ocurre a las mujeres que desobedecen a sus hombres. Quiero enseñarte algo, a modo de lección, para que no se te olvide jamás. Últimamente estás muy rebelde y deslenguada. Extiende el dorso de la mano. --¿Qué vas a hacer? --¡Cállate, y obedece! Temblando, Lorena accedió. Con un extraño gotero, Francisco le vertió un líquido, y la mujer creyó que se desmayaría de dolor. La quemadura horrible que sintió la hizo querer correr a atemperar su sufrimiento con agua, pero Francisco, tomándola firmemente por el brazo, la retuvo. --El agua solo la empeora—dijo, y le vertió vinagre en la herida, frenando la acción del químico. Luego, ignorando el llanto desconsolado, le hizo curaciones y le vendó la zona afectada. --Siéntate y escucha: ahora que sabes lo que es una quemadura con ácido, solo con una gota. Quiero que te imagines lo que sentirías si te lo arrojara en el rostro. Te quedará una cicatriz en la mano, que te recordará siempre que debes comportarte debidamente: las mujeres nacieron para complacer a los hombres, no para hacerse las poderosas. Me estoy cansando de renegar con tus caprichitos. Desde hoy, cuando salga, te encerraré en la habitación. Te dará tiempo a reflexionar, y evitará que hagas estupideces. Ahora, vete a preparar mi cena. Desde ese día horrible, Francisco se marchaba muchas horas, dejándola presa en su habitación. A veces, regresaba al día siguiente. Aterrorizada, no se atrevía a quejarse. Una tarde en la que Francisco estaba particularmente cordial, le pidió que le acercara la merienda al taller. Ella, sin decir palabra, preparó la bandeja con las delicias que disfrutaba el hombre, y, con premura, se la dejó en la banca de trabajo. La miró agradecido, y la besó, sonriéndole como lo hacía en los primeros momentos, en los que creía haber encontrado al amor de su vida. Ya se estaba retirando, cuando vio una barra de hierro apoyada en la pared. Con una extraña sensación de irrealidad, la tomó, y cobrando una fuerza que se desconocía, le partió el cráneo, mientras el tipo tragaba sus bocadillos. Lo observó caer, con los sesos afuera. Como en un trance, recorrió el tallercito, y encontró varios tambores de ácido. Uno, enorme, estaba vacío. Con una sierra cortó el cadáver en trozos, y los fue metiendo dentro del tambor. Tomando unos guantes especiales que le había visto tener puestos cuando manipulaba químicos, fue vertiendo con una jarra que tenía ese fin, ácido sobre los restos del gigantesco tambor, hasta cubrir los inmundos pedazos del cadáver. Cuando terminó su infausta tarea, ya estaba bien entrada la madrugada. Le puso al tambor la tapa, y se abocó a limpiar el sangriento desastre del taller. Para el amanecer, todo estaba pulcro e impecable. Nadie adivinaría jamás el horror sucedido entre esas paredes. Lorena se preparó el desayuno, y comió con un placer que había olvidado. Había perdido mucho peso, y la comida le supo a gloria. Luego, cantando alegremente, hizo sus valijas, y también las de Francisco. Se tomó un taxi, regresando a la casa de sus padres, que la recibieron muy felices, pero antes, hizo una parada para arrojar las cosas de Francisco en un vertedero. El taxista era un hombre hosco, que no le hizo preguntas. Ella le dejó una generosa propina, que el tipo agradeció con una especie de gruñido. Ya tranquila en su casa, fue retomando su vida: volvió a socializar con sus amigas, y consiguió un nuevo empleo, a tiempo parcial: su nueva meta era estudiar una carrera. Como quién despierta de una pesadilla, imbuida en su nueva y grata realidad, una madrugada se despertó con un horrible dolor en la cicatriz de su quemadura. Horrorizada, se percató de que refulgía en la oscuridad, como lava candente. Pero lo peor, fue descubrir el espectro de Francisco, que la miraba con una sonrisa llena de odio feroz. Reprimiendo los gritos de dolor, paralizada de espanto, aguantó la mirada de Francisco, terriblemente desfigurado con ácido, flotando sobre ella, con un frasco en la mano. Entendió que el espectro quería vengarse. Recién al amanecer desapareció, y su cicatriz dejó de doler, volviendo a la normalidad. Una semana completa aguantó esa tortura, sin contarle a nadie su padecer. Quiso el destino, que, al salir de su trabajo, agotada y ojerosa, se topara con Aurora, a quién conocía de pequeña. Aceptó de inmediato la invitación a tomar un café, y le contó, conmocionada, su espantoso problema. --Mi querida Lorena: conozco a la persona justa que puede ayudarte. Sin darle tiempo a reflexionar, la trajo hasta aquí, acertadamente. La muchacha, al contar su historia, aunque estaba bañada en lágrimas, parecía aliviada. --Ha hecho muy bien en sincerarse, Lorena. La ayudaremos. --¡Soy una asesina, Edgard! ¡Lo que me pasa es mi castigo! --No es cierto. Es usted una víctima. Y ya mismo nos pondremos en marcha para solucionar este problema. ¿Tiene las llaves de la casa de Francisco? --Si. Aún están en mi llavero… --Entonces nos vamos para allá. Luego de que mi querido ayudante, Tristán, le acercara un refresco a Lorena, nos subimos al coche, dirigiéndonos a la casita de la tragedia. Lorena temblaba. Le choqueaba volver al lugar del espanto. Entramos al taller, y no bien lo transpusimos, el grito de la muchacha nos advirtió que Francisco estaba presente: la cicatriz de su mano refulgía al rojo vivo, y el deformado espectro malvado flotaba adelante nuestro, sosteniendo su frasco. Con Aurora y Tristán, impusimos frente a él nuestras manos: --Francisco: es hora de que abandones el odio, y trasciendas hacia un plano de luz. Deja en paz a esta chica. Perdónala, y perdónate. Lejos de tomar en cuenta mis palabras, los ojos del ente crecieron, bulbosos, saliendo hacia afuera como dos globos aterradores, expresando una maldad malsana. Los dedos, prácticamente garras descarnadas, comenzaron a destapar el frasco, con intensión de atacarnos. Saqué entonces, de mi bolso, una botella de vidrio repleta de líquido. --¡Ya que no entras en razones, inmundo ser, te condeno al lugar del infierno a donde perteneces! Le arrojé el líquido encima, y el espectro se retorció de dolor, entre una nube de humo asqueroso. Solo quedó, mientras se derretía horriblemente, el frasco, que cayó sin romperse al piso del taller. Cuando por fin el inmundo vapor se disipó, Lorena me preguntó: --¿Le echó usted ácido, Edgard? --No. Era agua bendita. Olvídese del ácido, Lorena. Ya nadie le hará daño. Antes de retirarnos, tomé el frasco del suelo, para mi colección. Llevamos a la chica a su casa, agradecida y aliviada. Pueden decir que hemos encubierto un crimen. Yo no lo creo así. Siento que hicimos lo correcto. Lorena estudiará una carrera para ayudar a mucha gente abusada. Ella no es una asesina. Si quieren ver el frasco de ácido, está en las estanterías de mi colección. Cada tanto se sacude, como queriendo esparcir su nefasto contenido, pero la energía del lugar le impide realizar maldades. ¿Alguien tiene dudas de que no hay que maltratar a las mujeres? Edgard, el coleccionista @NMarmor