sábado, 21 de marzo de 2020

DOÑA RESURRECCIÓN

DOÑA RESURRECCIÓN Y LA PARCA Doña Resurrección era la sanadora más conocida y popular de Córdoba. Algunos pensaban que solo era un mito. Aunque muchos recurrían a ella para curar sus males, había quienes pese a necesitarla urgentemente, obviaban el encuentro, porque la doña vivía rodeada de espíritus ancestrales, y eso a no todo el mundo le caía en gracia. La Parca misma la trataba de comadre, y a los melindrosos los espantaba tal estrecha amistad. Resurrección vivía en Traslasierra, en un paisaje idílico, de difícil acceso. Tenía un rancho de adobe pulcro y ordenado, un aljibe, gallinas, cabras, un huerto, un herbolario, unos cuantos cacharros, y paremos de contar. Lo que no le sacaba a la tierra o a sus animales, lo trocaba con los escasos lugareños, comerciando quesos de cabra y canastos que tejía trenzando ramas de la prolífica vegetación del lugar. Y algo que consideraba un poco suyo, aunque sabía que no le pertenecía, era el manso y cristalino río que discurría a metros de su casa, refulgiendo fuego de oro en los atardeceres. Nacida en Villa Dolores, su madre detectó el don en ella desde el momento de su concepción. Le hablaba en sueños desde el vientre, le daba consejos, le comentaba secretos de sus hermanos mayores, le ayudaba a encontrar objetos perdidos y a desentrañar misterios familiares. A los seis meses hablaba con soltura y excelente dicción, en varios idiomas. A los ocho meses caminaba, iba al baño, se vestía sola, y sabía leer y escribir mientras chupaba aún la teta de Rosa, su mamá. Se corrió la voz de su prodigio, porque imponiendo sus pequeñas manitas, quitaba los cólicos, cicatrizaba quemaduras y curaba vergonzosas enfermedades venéreas. Si bien se tomó en la casa su condición como un regalo de Dios, los padres de Resurrección se fastidiaron pronto de las colas interminables en su puerta para que su cría les sanara los males. El trajín le impedía a Rosa cuidar como era debido a sus hijos mayores, que aprovechaban la atención dispersa de la madre para cometer pequeñas fechorías típicas de la edad del pavo. El hogar sufría el abandono obvio de una mujer demasiado ocupada. Aníbal, su esposo, penaba al llegar de su jornada de trabajo, la falta de un plato de comida caliente en la mesa, el desorden de horarios, y el desfile interminable de gente esperando los milagros de la pequeña Resurrección. Así fue que la pareja decidió mudarse a la ciudad, donde Aníbal consiguió un conchabo con un compadre. Decidieron mantener en secreto los poderes de la niña, y pudieron tener una vida relativamente normal. Cuando Resurrección cumplió los once años, y llegó su regla, le dijo a sus padres: -He de marcharme, queridos viejitos. -¿A dónde, Rorro? -Debo volver a Traslasierra. Ahí me espera el amor de mi vida, con quien me casaré, tendré doce hijos sanos portadores del Don, y seré muy feliz. Los padres, conocedores del poder y conocimientos de su niña, arreglaron el viaje con los ojos llenos de lágrimas, sin objetar ni discutir. Subieron todo lo que pudieron juntar para ella en la destartalada camioneta familiar, y la llevaron al medio del campo, a la estancia donde ella decía que cumpliría su destino. Allí la tomaron como empleada de la casa grande, y pasado un tiempo, efectivamente conoció a Pedro, un peón de dieciséis años con quien tuvo un mutuo flechazo. Con la bendición de los patrones, y la aceptación de los padres, se casaron, compraron con sacrificio un campito que trabajaron de sol a sol, y tuvieron doce hijos varones. La pareja hizo estudiar a sus vástagos. A medida que se iban recibiendo de sus respectivas carreras, Resurrección los instaba a emigrar a diferentes lugares del planeta. -Todos tienen el Don, Pedrito. Serán necesitados en el mundo entero. Efectivamente, fueron científicos, médicos, filósofos, periodistas, policías, mediadores, escritores, que mejoraron la calidad de vida de las sociedades que integraban, a través de su desempeño notable y altruista. -Ahora que los chicos no están, podré ayudar tranquila a la gente que lo necesite. Sus palabras fueron como una llave abriendo un portal, ya que al instante se materializaron los espíritus que siempre la acompañarían, la Parca incluida. A Pedro no le cayó en gracia la presencia de tanto fantasmón, pero con el tiempo se acostumbró, porque amaba a su esposa, y respetaba en forma religiosa sus decisiones y ocurrencias, como dictadas por el mismísimo Dios. El espíritu de la tierra la guiaba sobre las mejores hierbas y frutos para sanar las dolencias de los mortales. El del agua le explicaba su teoría para limpiar y purificar almas corrompidas o con depresión. El del aire la aleccionaba sobre la importancia del equilibrio de los pensamientos positivos, el beneficio de las artes y la liberación a través de la expresión. El del fuego disertaba con ella la forma de quemar la energía negativa, despertar pasiones dormidas, e impulsar a los tímidos a emprender su destino. Pero con quién mejor se llevaba y se entendía, era con la Parca. Juntas conversaban sobre filosofía, el sentido de la existencia. Debatían sobre el libre albedrío, las religiones, los rituales de la época pretérita y su similitud con las actuales costumbres sin sentido, mientras tomaban mate amargo con yuyitos serranos, al terminar las jornadas de sanación. A veces se unía Pedro a las charlas, que matizaba con los últimos chistes que contaba la peonada, haciendo desternillar de risa a la Parca. Resurrección no cobraba nada por sus servicios de sanadora. Desde la primera luz del alba arreglaba huesos, deshacía tumores, desenredaba adicciones, curaba penas de amor y los males más variopintos hasta las seis de la tarde. La gente, totalmente agradecida, y con miedo de ofenderla si le ofrecía dinero, le dejaba la más variada colección de bonitos obsequios. Ella los aceptaba maravillada, para mostrárselos, extasiada a Pedro, con el entusiasmo de una niñita con una muñeca nueva. Una tarde de mateada, donde predominó el silencio, la Parca le dijo: -Le tengo muy malas noticias, mi comadre Rorro. Tengo que llevarme, muy a mi pesar, a su Pedrito. Con los ojos anegados, ella le contestó: -Como usted se imaginará, ya me lo veía venir, amiga mía. ¿Cuándo será? -Cuando cambie la luna. Tendrá tiempo de despedirse. Los dejaremos solos. Esos días Resurrección no recibió a nadie para sanaciones. Se dedicó a hablar con su esposo desde el amanecer hasta que por las noches los vencía el sueño. El tiempo le alcanzó justo para evocar todas las vivencias y anécdotas de su vida en común, lo agradecida que estaba de haberlo tenido, lo mucho que lo había amado cada momento. Le encargó que le saludara en el más allá a sus padres, hermanos y amigos fallecidos. Le prometió rezar por su alma todas las noches que le restaran en la tierra y que volverían a verse. Pedro murió con una sonrisa beatífica que transmitía paz, y a su velorio asistió toda la comunidad de Traslasierra, comentando la belleza de su expresión, y diciendo que tenía cara de santo, y que, contagiado por la gracia de su esposa, habría que transmitirlo al Vaticano, y por lo menos, hacerlo Beato. Hasta hubo quienes comenzaron a pedirle milagros, y se lo conoció popularmente como “El muertito de la Resurrección”. Cuando se acabaron las pompas fúnebres, Rorro tenía una nueva meta en su cabeza. Deseaba escapar del lugar que la anclaba al amor terrenal de su marido para poder seguir desarrollando su tarea espiritual. Cargó todo lo que cabía en un carro, abandonó sus prósperos campos, y se internó en un increíblemente bello paraje de Traslasierra. Con el carro casi destruido y ya sin fuerzas, llegó al lugar elegido. Con la ayuda de los lugareños, se hizo traer unas cuantas gallinas y cabras. Canjeó sus viejos regalos por la hechura del pozo con aljibe, y la ayuda para construir su ranchito de adobe con chimenea de piedras. Se abocó en despejar y rastrillar la tierra para sembrar su huerto y su herbolario. Cuando se sintió satisfechamente instalada, hizo correr la voz de que continuaban las sanaciones, y como invocados de la nada, regresaron los espíritus para acompañarla en la nueva etapa de su vida. La gente comenzó a llegar en busca de alivio a sus sufrimientos y pesares. La mayoría se marchaba satisfecha, y una minoría, desahuciados, porque la Parca le susurraba al oído quién no podía curarse, pero volvían reconfortados por las palabras de profunda espiritualidad y consuelo que les brindaba, y conseguían morir en paz. Todos recibían ayuda, pero siempre a cambio de una promesa: Resurrección los comprometía a involucrarse con una obra de bien, que terminaba siempre creciendo y multiplicándose como buena semilla en tierra fértil. Llegaban escritores famosos con bloqueos. Se iban con la idea de una obra maestra en la cabeza, y con lo que recaudaban, realizaban fantásticas donaciones a comedores infantiles y otros emprendimientos benéficos. Venían personas en sillas de ruedas, traídas con el sacrificio sobrehumano de sus seres queridos, y volvían caminando con una mansa renguera, felices y en estado de gracia, sin creer lo que les había acontecido. Y aun así, no todos los apenados se llegaban al paraje, porque muchos le temían a los espíritus que deambulaban libres, y sobre todo, a la Parca. No tenían la capacidad de aceptar que la muerte forma parte de la vida, y desde su ignorancia y temor, no solo no aliviaban su dolor, sino que con mala intención, esparcían sucios rumores de un pacto de Resurrección con el diablo. Ella jamás se preocupó ni se ofendió con las habladurías. Lo tomaba como una parte normal de la naturaleza humana. -El chisme malicioso es tan común para el hombre como hacer pis o caca, comadre- le decía entre mate y mate a la Parca. -Usted sí que entiende bien a la gente, Rorro. Yo, con milenios a mis espaldas, aun no comprendo a los hombres. Por eso me gusta tanto hablar con usted. Ve todo con mucha claridad. Los espíritus, atentos a la conversación, aplaudían y esperaban su matecito, sentados en la ronda al atardecer. Una tarde, unos fundamentalistas de la iglesia, enardecidos por los rumores infames, se acercaron al paraje para quemar a la bruja. Los espíritus rodearon a Rorro para protegerla, pero ella se hizo a un lado, y les dijo: -Si para ustedes es de Dios quemarme viva, si desde el fondo de su corazón piensan que es lo correcto, no voy a ser yo quien los detenga, ni la que busque protección en mis amigos. Uno de los exaltados se acercó con una antorcha para aplicarla a la ropa gastada de Resurrección, y una ráfaga de viento salvaje apagó el fuego. Una luz en forma de aura la rodeó como la corona de una Virgen, y los fanáticos cayeron de rodillas, en un ataque de llanto que no parecía tener fin. Tanto lloraron, que sus lágrimas subieron y encresparon el cauce del manso río, que dio su temporada más próspera de pesca en la región. Recién bien altas las estrellas, se calmaron, abrazaron a la sanadora y volvieron usando las malvadas antorchas para guiarse en la oscuridad cerrada de esa noche sin luna. Uno de los casos más mentados de las sanaciones de Rorro fue la de una pareja que no podía tener hijos. Habían probado todos los recursos que la ciencia moderna ponía al alcance de los pudientes. Después de años de intentos, y fortunas gastadas en tratamientos infructuosos, decidieron buscar la solución en Traslasierra. -Yo los voy a ayudar. Su problema tiene arreglo. Pero deben prometerme que adoptarán un niño, y que harán todo lo que esté a su alcance para que sus conocidos también lo hagan y lo difundan. El matrimonio se sintió asombrado, pero dieron sin dudar su conformidad. -Mientras yo me quedo acá afuera mateando un rato, ustedes deben entrar al rancho, y copular en mi catre. Avergonzados, la pareja entró con torpeza a la casa, y cumplió su cometido. Después de un largo rato salieron, y se acercaron a la sanadora, perdida en sus pensamientos, mirando al río. Resurrección se acercó a la mujer, y le aplicó sus arrugadas manos sobre el vientre, que se inflamó ostensiblemente. -Se llevan tres gurisas. Van a ser niñas hermosas, alegres e inteligentes. Pero, lo más importante, muy felices. No se les vaya a olvidar la promesa. Que Dios me los acompañe. El matrimonio se marchó exultante. Le dejaron de regalo una hermosa crucecita de oro, que Rorro se colgó del cuello más por compromiso, que por religiosidad o coquetería, como para no ofenderlos. Si ella hubiera tenido electricidad o acceso a las noticias, se hubiera enterado que los padres de las trillizas se hicieron famosos por la gran cantidad de niños que adoptaron, y por la importante obra que realizaron difundiendo la necesidad de minimizar la burocracia administrativa que regía sobre el tema. Solventaron, además una casa de acogida para huérfanos, que coordinaba y asesoraba a padres adoptantes con los chicos, que terminaban generalmente con una nueva familia. Pero Resurrección, lo que no sabía lo intuía por la fuerza de su don, y confiaba siempre plenamente en que la gente a quien ayudaba cumpliría tarde o temprano sus promesas. Pasaban así los años mansamente, cada vez más encorvada y con menos dientes, sin penas ni anhelos personales, sumida en su cómoda rutina y su querida compañía. Una noche, rompiendo los esquemas de su cotidianeidad, llegó una madre desesperada, con un bebé llorando a gritos, hirviendo de fiebre y dolor. En cuanto se acercaron, la Parca le hizo a Rorro la conocida señal negativa: el niñito estaba condenado a la muerte. Resurrección le acarició la mollerita, y mirando a su comadre, le dijo a la afligida mamá: -Pase adentro del rancho, madrecita, que en un rato estoy con ustedes. -¿Qué le pasa, comadre? Nunca me ha cuestionado. Ni cuando me llevé al amor de su vida. El niño está marcado por la muerte, que lo reclama. Dígaselo a la madre, y déjeme cumplir los designios del cosmos. -¿Sabe que ocurre, mi amiga? Este niño tiene un Don especial. Si se salva, será un gran benefactor de la humanidad, rescatando millones de vidas. -No puedo cambiar el destino, mi Rorro. Usted conoce muy bien las reglas. Lamentablemente, hay que cumplirlas. -Porque conozco al pie de la letra las reglas, sé que hay una salida: el trueque, la única excepción permitida por las fuerzas superiores. -Es verdad. Solo se puede usar una vez. ¿Por quién trocaría la vida del bebé? No me la imagino enviando a nadie a la muerte… -Mire, comadre, aunque no cuento mis cumpleaños, calculo que ya pasé la centena hace rato. He vivido mucho, e intensamente. He sido amada y amé, como hija, hermana, esposa, madre, amiga… He gozado de buena salud, ayudado a más personas de las que recuerdo. He aprendido y enseñado. Pude hacer todo lo que he deseado. Nadie jamás me puso una traba en el camino. Creo que mi historia ya está escrita. Me ofrezco yo misma para el trueque. Los espíritus gimieron, desolados. -¡Pero aun no es su tiempo, mi Rorro! ¿Y toda la gente que espera su ayuda? ¿Y nuestras tardes de mates y charlas con los espíritus? ¡He roto el paradigma tiempo espacio compartiendo millones de momentos al unísono en toda la tierra, vivenciando cada caso e instante, pero solo he logrado una amistad con un mortal! ¡Y quiere dejarme! Jamás he incumplido el protocolo cósmico, nos hemos entendido sin quebrar una sola regla… ¿Qué voy a hacer en este plano sin usted? - ¡Ay, mi amiga querida, mi amada compañera…! Si usted supiera lo que yo la quiero… Pero es parte de mi misión, en lo que usted llama “este plano”, corregir un error enorme, y no puedo dejar que se pierda ese niñito para la humanidad. No podría vivir un solo segundo en paz si dejara pasar este momento sin sellar el trueque. Y no conozco la vida sin paz en el alma. Como amiga, tiene que entenderme, y aceptar el trato. Yo también la voy a extrañar, comadre. Piense que voy a reencontrarme con mis seres queridos. ¡Voy a ver de nuevo a mi Pedrito amado! No me lo haga más difícil, mi amiga, y procedamos, que corre el tiempo. A la Parca se le escurrió de la cuenca una lágrima de sangre. Los espíritus lloraban abrazados. Resurrección entró al rancho. Tomó al bebé en brazos, recibiéndolo de su desesperada madre. -Tu hijito va a salvarse. Te doy mi palabra. Pero debes darme la tuya. Sé que eres muy pobre, pero tienes que prometerme que harás todo lo que esté a tu humano alcance para que tu hijo estudie. Él va a ser un gran científico. Para cumplir su misión en la vida, debe estudiar, y mucho. -¡Lo prometo! ¡Lo juro por lo más sagrado! Si tengo que privarme de comer, así será, pero haré que Salvador estudie… Y cayó al suelo de rodillas, conmovida y agradecida, con la sensación de que estaba ocurriendo algo más poderoso de lo que su pobre mente podía captar. Resurrección le impuso las manos al niño, que de inmediato dejó de llorar. El arrebol de la fiebre abandonó el pequeño rostro, relajándolo en un sueño natural. -Ya está hecho, madrecita. Puedes marchar en paz. Y se fue la madre en plena noche, llevando su tesoro entre los brazos, demasiado conmocionada como para reparar en el demoledor cansancio que traía encima o en el largo camino que le esperaba. -¿Ya es hora, comadre? -Ya es hora-contestó con voz ronca la Parca. Resurrección se unió a ella y a los espíritus en un largo abrazo. -¿Puedo pedirles un último favor? -Diga usted, mi Rorro... -Quisiera que quemaran mi cuerpo, y arrojaran las cenizas a este hermoso río. -Delo por hecho. Resurrección se acostó en su cama tosca, y con una enorme sonrisa desdentada, dio su último suspiro, sumiendo en un dolor de hielo el corazón atemporal de la Parca. Desde lo lejos, la pira funeraria parecía una estrella. Sus cenizas, que se fundieron con el crucifijo de oro, llenaron de destellos dorados el amado río serrano. Hasta el día de hoy se dice que quien toma de sus aguas, se le quitan las penas viejas y los recuerdos tristes. Y hay quien comenta que ha visto en el paraje, junto al rancho abandonado, a la Parca llorando, tomando mate con cuatro espectros deslucidos…

ALGO OBSTINADA

ALGO OBSTINADA La tía Pilar era la mujer más obstinada que conocí. Por lo que me contaron, de niña, era el dolor de cabeza de los abuelos. No había modo de cambiar su opinión ni de obligarla a hacer nada que ella no quisiera. No le importaban las palizas, las penitencias, los sermones o los ruegos. Las cosas eran como ella las veía. No aceptaba nada fuera de sus convicciones. El hecho de que siempre fuera naturalmente bondadosa, no transformó su postura ante la vida en una verdadera tragedia, pero dificultaba con su frontalidad e intransigencia la existencia de quienes interactuaban con ella. De adolescente, bella y radiante, se ganó el amor de un galán que agotó su energía y perseverancia en cortejarla sin éxito. Lo curioso, es que ella estaba enamorada del tipo en cuestión. Cuando le preguntaban el motivo del absurdo rechazo, contestaba: -He decidido que no me voy a casar nunca. No nací para obedecer a nadie. -¡Pero niña, si amas al pobre hombre! -También amo el pastel de chocolate. Y no voy a contraer nupcias con él, por delicioso que sea. Y allí murió la cuestión. Cuando fallecieron mis padres, Pilar se hizo cargo de mí. Me dio todo el amor del mundo, y consiguió, a fuerza de pura obstinación, que me convirtiera en un hombre de bien, luchando sin tregua con las estupideces y vicios de mi adolescencia. No permitió nunca que desistiera de estudiar, y alejó con tozudez férrea todo lo que consideraba mala influencia o interferencia para mi crecimiento personal. Ganó juicios a taimados abogados a fuerza de obcecación, cuando tuvo que defender mi patrimonio de parientes que quisieron depredar mi herencia, estudiando leyes, pasando noches enteras sin dormir, para instruir a su defensor con las herramientas jurídicas más acertadas. Cuidó a los abuelos empeñada en no internarlos en un geriátrico, contra la opinión familiar, atendiéndolos con devoción hasta su partida. Ya de grande, su salud se resintió. Aceptó, con la indulgencia de una reina que perdona la impertinencia de un súbdito díscolo, mi ruego de que la viera un médico, pero desechó el diagnóstico, ignorándolo de plano. -No tengo cáncer. No voy a hacer ningún tratamiento. No se hable más del tema. Aunque el doctor me había advertido que su deterioro la iba a confinar en la cama, la tía siguió, obstinada, su vorágine de actividades sin alterar su rutina. Adelgazó notoriamente, tenía oscuras ojeras bajo los ojos, pero no atendió los ruegos de nadie respecto de tratar su condición. Una mañana la fui a despertar, para sorprenderla con un desayuno (ya casi no comía nada), y para mi pesar, estaba fría, y no respiraba. Llorando, llamé al doctor para confirmar el deceso. Este la revisó, y se dispuso a darme las instrucciones pertinentes mientras redactaba el certificado de defunción, consolándome, cuando la voz de Pilar nos sobresaltó a niveles de espanto: -¡No estoy muerta, pedazo de zoquetes! Simplemente, ya no se me antoja respirar… -¡Bendito Dios, Doña Pilu! ¡Qué no hay forma de que esté viva! -Si yo digo que estoy viva, lo estoy. Ningún matasanos me va a convencer de lo contrario, por más títulos universitarios que presuma por ahí. Y si me disculpan, señores, les voy a pedir que se retiren para vestirme y comenzar mi jornada. El doctor huyó de la casa, y por lo que sé, se retiró un tiempito de su profesión, viajando a una cabaña en el campo. Yo observé, con absoluto horror, como la tía hacía sus quehaceres con movimientos trabados, torpes, canturreando con una espeluznante voz ronca, y una sonrisa socarrona en su rostro violáceo. Aunque ya no ingería alimentos, me acompañaba en la mesa, me atendía, como si nada hubiera ocurrido. Si intentaba sacar el tema de su fallecimiento, se disgustaba y me ordenaba callarme. Yo, consternado, no sabía qué hacer, ni a quién acudir. Pasaban los días, y el estado de la tía era horroroso. Su piel estaba casi negra, supuraba un jugo espantoso, y el olor a putrefacción era insoportable. -Te amo, tía Pilu, pero debes darte cuenta que no puedes seguir obstinándote contra la realidad de tu muerte. ¿Te has visto al espejo? Además, tiita, hiedes... Anticipando un sermón con argumentos impenetrables, sacudió con desdén la mano, como espantando una mosca (y de veras que tenía moscas sobrevolándola). En el movimiento, se le desprendieron tres dedos podridos, que cayeron sobre la mesa. Ella los observó con tristeza, y perdió la inspiración para su discurso. De sus ojos empañados por una pátina lechosa, surgieron lágrimas mezcladas con pus. -¡Ay, querido sobrino! He conseguido tantas cosas de puro obstinada… Creí que esta partida también la ganaría… -Lo intentaste, tía. Lo hiciste con todas tus fuerzas. Ya es hora de que descanses… Con una sonrisa que hubiera espantado al más valiente, de no haberla conocido en vida, asintió, me miró con cariño, y encogiéndose de hombros, se desplomó, oficialmente muerta, pese al poder de su tozuda obstinación… Mimí Marmor

EL BEBÉ

El bebé Diana era bastante feliz con su vida y trabajo de enfermera. Tenía una casita en el campo, lejos del fragor de la urbe, a solo quince minutos del hospital, y a cinco del pueblito más cercano, donde se aprovisionaba, manejando su pequeño y fiel automóvil. Solo tenía una carencia que la mortificaba: deseaba ser madre con desesperación. Al principio, al reflexionar que un niño debe crecer con una figura paterna, desistió de hacerse una inseminación artificial, y ser madre soltera. Comenzó a buscar el hombre indicado, por años, llevándose amargos chascos. Ninguno era digno de ser el padre de su hijo. Cuando pasó largamente los cuarenta, sopesó lo que restaba en su reloj biológico. Le entró una prisa que se transformó en obsesión. Quedaba muy poco tiempo de fertilidad. Sus ansias de tener un hijo no le daban un segundo de paz. En vez de optar por la inseminación, se propuso encontrar un donante ocasional, aunque no tuviera vínculo con ella y el niño. Ya no le importaba la carencia de padre. Solo quería elegir un ejemplar adecuado para transmitir las características físicas de salud y belleza. Así que comenzó a tener relaciones con hombres que se adaptaban a los parámetros estéticos que le agradaban como carga genética para su vástago. Nunca había sido promiscua, pero en su deseo de procrear, dejó cualquier prejuicio moral a respecto. De cama en cama, con relaciones sin más futuro que una noche de sexo, e incontables test de embarazo negativos, le ocurrió algo que no esperaba: se enamoró enfermizamente de uno de los “donantes”. El tipo, más joven que ella, y terriblemente guapo, era un verdadero patán. No trabajaba. Vivía, según él, de inversiones financieras. Su experiencia le decía que el tipo vendía droga, y seguramente participaba en alguna otra clase de delito. Pero era tierno, encantador, buen amante, y solo se veían para tener sexo, por lo que no veía nada de malo extender la relación hasta conseguir el ansiado embarazo. Después, ya vería… Cuando el test le mostró las dos anheladas rayitas, Diana no cabía en sí de felicidad. Pese a que en principio se había prometido concluir el vínculo al lograr su cometido, sus sentimientos le jugaron en contra: se lo contó a Adrián. Él se mostró muy contento, y manipulando su momento de alegría, se instaló en su casa, con la excusa de querer participar del embarazo y nacimiento de su hijo. De ser un romántico seductor, pasó a cambiar su conducta por el de un controlador obsesivo. La vivía acusando de engaños inexistentes, y comenzó un in crescendo de violencia física y verbal. Luego de los ataques, se disculpaba, le traía un regalo, y le prometía un cambio. La convivencia se transformó en un infierno, lleno de temores, culpa y ansiedad descontroladas. Más de una vez debió ir a trabajar con una gruesa capa de maquillaje, para disimular los crueles golpes que marcaban su rostro angustiado. Diana fue lo suficientemente estúpida como para no echar de su casa al canalla, y creerle una y otra vez sus patéticas mentiras. Cuando su pancita ya era notoria, y tenía comprado todo el ajuar del bebé, (ya sabía que sería un varoncito, y que se llamaría Damián, como su amado padre fallecido), Adrián llegó una noche borracho, y por una estupidez inició una discusión, que terminó con una despiadada paliza brutal. Él la abandonó sin sentido, en un charco de sangre. Solo la casualidad la salvó de la muerte, cuando una lejana vecina se acercó para pedirle una inyección. Al asomarse por la ventana, la vio desmayada, y llamó de inmediato una ambulancia. Se despertó en el hospital. Le contaron que había estado dos días inconsciente, con conmoción cerebral, y aunque no había presentado una denuncia, se buscaba de oficio a su pareja para apresarle por el brutal ataque, que le había provocado muerte fetal. El canalla tenía antecedentes de violencia, entre otros delitos, como robo y estafa. Hacía rato que deseaban apresarlo. La tuvieron que intervenir quirúrgicamente, y lamentablemente, quedó imposibilitada de volver a embarazarse. Destrozada, Diana volvió a su vida una vez que se recuperó físicamente. Adrián no aparecía, y ella no confiaba en que la justicia de los hombres se ajustara a la barbaridad que le había hecho. Tenía el presentimiento de que lo encontraría. En realidad, era una certeza. Una cuestión de tiempo. Con un oscuro plan en su cabeza, comenzó a llevarse del hospital material descartado que se guardaba en un pabellón en desuso, con la excusa de donarlo a un dispensario carenciado de su pueblo. Nadie se opuso: eran cosas destinadas al descarte. De a poco fue armando un quirófano en el sótano de su casita. Con robos hormiga, se agenció de un verdadero arsenal de drogas e instrumental. Tal y como ella esperaba, Adrián se puso en contacto. La llamó al móvil una noche de tormenta en que ella lloraba acomodando la ropita del hijo que jamás tendría. Con el más sumiso tono de arrepentimiento, le pedía mil perdones por lo que había hecho. Le prometía remediar el mal tratándola como a una reina. Le rogaba que por favor lo cobijara: no tenía donde esconderse de la policía, ni fondos para manejarse. Con un discurso de amor que le hubiera resultado risible de no cargar con su enorme sufrimiento, intentaba seducirla vilmente. Ella fingió caer en sus redes, y le dijo que lo pasaría a buscar con el auto a la covacha donde se albergaba, debajo de un puente, con indigentes y renegados. Casi no lo reconoció, vestido como un ciruja, barbudo y demacrado. Solo el siniestro fulgor de sus ojos verdes, casi brillando entre la oscuridad y la lluvia, le permitieron distinguirlo entre los otros sin techo que penaban en el sucio lugar. Lo invitó a subir al coche. Él lloraba de agradecimiento, repitiendo su discurso, como una letanía, de cambios, de cosas increíblemente buenas que haría por ella, de todo lo que le brindaría, una vez que testificara a su favor, y lo libraran de cargos penales. Diana le decía que no se preocupara, que en casa hablarían tranquilos, que todo se solucionaría. No bien llegaron, le dio una toalla y le preparó un tazón de sopa caliente, que bebió ávidamente. -Debo estar un poco enfermo, amor. Me siento mareado… -Sí. Estás enfermo. Eres un enfermo. No te aflijas. Soy profesional. Te voy a curar. - contestó con una sonrisa que descolocó a Adrián, antes de desplomarse como un saco de piedras. Cuando recobró el conocimiento, se encontró atado a una camilla, con una vía conectada, en un remedo de hospital: reconoció el sótano de la casita, mutado con los cambios de Diana. -¡Por Dios, Diana! ¿Qué haces? ¡Suéltame, por favor! -Mi querido Adrián: te voy a contar una cosa. Debes saber que con tu golpiza perdí mi embarazo, y la posibilidad de tener otro niño. -¡Lo siento mucho! ¡Ya te pedí perdón! ¡Podemos adoptar a un chiquillo! ¡Ya mismo te puedo conseguir uno si lo deseas! ¡Sé dónde obtenerlo! -¡Eres un asco! Te voy a hacer un gran favor. Vas a tener la oportunidad de expiar todos tus inmundos pecados en vida. Me quitaste mi dignidad y mi bebé. Yo te sacaré la tuya, y tú serás mi amado hijito. -¿Qué vas a hacerme????? -Voy a comenzar el procedimiento. Pedí licencia en el hospital para atender este asunto sin distracciones de ningún tipo. Ahora relájate. Te administraré anestesia en la vía. Es delicado, y no quiero que te mueras. Necesito que vivas muchos, muchos años… -¡No, por favor!!!!!! Cuando Adrián salió del sopor de la anestesia, descubrió con horror, dolorido y choqueado, que Diana le había amputado sus piernas y brazos. Se puso a gritar como un poseso. -¡Cálmate, querido! Además, nadie puede escucharte. Recuerda que tampoco me oían a mí cuando me atacabas. ¡La intervención quirúrgica fue un éxito! ¡Tengo talento de cirujana, por lo visto! Ni siquiera tuve que transfundirte la sangre que tenía reservada para ti, ya que en todo momento controlé la hemorragia. Te dolerán un tiempo los muñones, como me dolieron a mí tus golpes, pero no te preocupes: el dolor pasa. Te lo aseguro. Como soy buena, en esta primera etapa, te administraré morfina, para que no sufras. Después de todo, te transformaré en mi bebé, y como madre, debo cuidarte bien. En la bruma gris de los fármacos, Adrián escuchaba como de lejos la alegre voz de Diana. -¡Mi bello bebé! Veo que has cicatrizado en forma excelente: eres un luchador, y yo, una gran profesional. Ahora falta la fase final. Los infantes no pueden hablar. Solo emiten sonidos. Así que tendré que extirpar tu lengua. Y como sé que serás un niño travieso, y puedes intentar morder a mamá, he estado estudiando muchísimo sobre odontología, para sacar esos dientes, que no corresponden a un bebito. Prepárate, que aquí vamos, pequeño. Adrián no tenía fuerzas para quejarse, y pronto la anestesia lo sacó de circulación. En su nuevo y horrible despertar, sintió una hinchazón descomunal en la boca. Quiso explorarla con su lengua, pero ya no la tenía. El terrible dolor le impedía gritar. -¡Ya estás consciente, mi niño bello! Mami te dará un calmante. No te aflijas. Pronto estarás en condiciones de tomar el biberón, cuando te recuperes y pueda sacarte la vía. Me costó bastante cauterizar la herida de la lengua extirpada, pero mamá es muy hábil, y lo logró. Lo mismo me ocurrió con los dientes: fue dificultoso por mi falta de experiencia odontológica, pero lo suplí con éxito al haber estudiado tanto previamente sobre ello. ¿No estás orgulloso de mami? El horror y pánico de Adrián lo hubieran llevado a un paro cardíaco de no ser un ejemplar joven y sano. Quería creer que estaba viviendo una pesadilla, y que pronto despertaría. Pero eso no ocurrió. Transcurrieron los días, con el odioso y atento cuidado de Diana. Tal como ella le había dicho, pronto le quitó la vía, y comenzó a alimentarlo con un biberón. Al principio escupía y hasta vomitaba el contenido ingerido, pero luego, el hambre le ganó la partida, y comenzó a tragar ávidamente. -¡Muy bien, mi pequeño! ¡Mamá te cambiará el pañal! Eres un niñito bueno. Ahora te llamarás Damián, el nombre que tendría el bebé que no nació. Pero tú, mi bello Damián, compensarás tanta carencia y dolor. Mami se ocupará de que tengas una habitación adecuada, y como no es rica, volverá a trabajar. Tendrás que quedarte muchas horas solo. Serás un buen niño, y esperarás a tu madre, para que te alimente y cambie tus pañales. Diana desmanteló el quirófano y lo transformó en un cuarto de niños, con una cuna gigante, y un arnés que colgaba del techo arriba de ella para manipular a Adrián. Consiguió ropa de infante en el mismo lugar especializado donde compró la cuna. Era normal para personas con pulsiones de infantilismo, y Diana agradeció por ello. Decoró el ambiente con empapelado celeste de ositos, y muchísimos peluches, tal como había soñado para su hijo durante su breve embarazo. Como le había prometido a Adrián, retomó su trabajo en el hospital, por lo que quedaba solo e inmovilizado por larguísimas horas, quejándose con sonidos guturales, sufriendo el escozor de sus heces contenidas en el pañal, padeciendo hambre e incomodidad. Le rogaba a Dios la muerte, pero no era escuchado… Lo peor de todo, es que esperaba con verdadera ansiedad el regreso de Diana, no solo para que atendiera sus necesidades básicas, sino porque anhelaba un poco de contacto humano, aunque fuera de su verdugo y carcelera. Era cierto que le había quitado toda la dignidad. Al imaginar el resto de su mísera vida, solo podía llorar y emitir grotescos sonidos, deseando el ridículo consuelo del biberón en su boca mutilada…