sábado, 21 de marzo de 2020

DOÑA RESURRECCIÓN

DOÑA RESURRECCIÓN Y LA PARCA Doña Resurrección era la sanadora más conocida y popular de Córdoba. Algunos pensaban que solo era un mito. Aunque muchos recurrían a ella para curar sus males, había quienes pese a necesitarla urgentemente, obviaban el encuentro, porque la doña vivía rodeada de espíritus ancestrales, y eso a no todo el mundo le caía en gracia. La Parca misma la trataba de comadre, y a los melindrosos los espantaba tal estrecha amistad. Resurrección vivía en Traslasierra, en un paisaje idílico, de difícil acceso. Tenía un rancho de adobe pulcro y ordenado, un aljibe, gallinas, cabras, un huerto, un herbolario, unos cuantos cacharros, y paremos de contar. Lo que no le sacaba a la tierra o a sus animales, lo trocaba con los escasos lugareños, comerciando quesos de cabra y canastos que tejía trenzando ramas de la prolífica vegetación del lugar. Y algo que consideraba un poco suyo, aunque sabía que no le pertenecía, era el manso y cristalino río que discurría a metros de su casa, refulgiendo fuego de oro en los atardeceres. Nacida en Villa Dolores, su madre detectó el don en ella desde el momento de su concepción. Le hablaba en sueños desde el vientre, le daba consejos, le comentaba secretos de sus hermanos mayores, le ayudaba a encontrar objetos perdidos y a desentrañar misterios familiares. A los seis meses hablaba con soltura y excelente dicción, en varios idiomas. A los ocho meses caminaba, iba al baño, se vestía sola, y sabía leer y escribir mientras chupaba aún la teta de Rosa, su mamá. Se corrió la voz de su prodigio, porque imponiendo sus pequeñas manitas, quitaba los cólicos, cicatrizaba quemaduras y curaba vergonzosas enfermedades venéreas. Si bien se tomó en la casa su condición como un regalo de Dios, los padres de Resurrección se fastidiaron pronto de las colas interminables en su puerta para que su cría les sanara los males. El trajín le impedía a Rosa cuidar como era debido a sus hijos mayores, que aprovechaban la atención dispersa de la madre para cometer pequeñas fechorías típicas de la edad del pavo. El hogar sufría el abandono obvio de una mujer demasiado ocupada. Aníbal, su esposo, penaba al llegar de su jornada de trabajo, la falta de un plato de comida caliente en la mesa, el desorden de horarios, y el desfile interminable de gente esperando los milagros de la pequeña Resurrección. Así fue que la pareja decidió mudarse a la ciudad, donde Aníbal consiguió un conchabo con un compadre. Decidieron mantener en secreto los poderes de la niña, y pudieron tener una vida relativamente normal. Cuando Resurrección cumplió los once años, y llegó su regla, le dijo a sus padres: -He de marcharme, queridos viejitos. -¿A dónde, Rorro? -Debo volver a Traslasierra. Ahí me espera el amor de mi vida, con quien me casaré, tendré doce hijos sanos portadores del Don, y seré muy feliz. Los padres, conocedores del poder y conocimientos de su niña, arreglaron el viaje con los ojos llenos de lágrimas, sin objetar ni discutir. Subieron todo lo que pudieron juntar para ella en la destartalada camioneta familiar, y la llevaron al medio del campo, a la estancia donde ella decía que cumpliría su destino. Allí la tomaron como empleada de la casa grande, y pasado un tiempo, efectivamente conoció a Pedro, un peón de dieciséis años con quien tuvo un mutuo flechazo. Con la bendición de los patrones, y la aceptación de los padres, se casaron, compraron con sacrificio un campito que trabajaron de sol a sol, y tuvieron doce hijos varones. La pareja hizo estudiar a sus vástagos. A medida que se iban recibiendo de sus respectivas carreras, Resurrección los instaba a emigrar a diferentes lugares del planeta. -Todos tienen el Don, Pedrito. Serán necesitados en el mundo entero. Efectivamente, fueron científicos, médicos, filósofos, periodistas, policías, mediadores, escritores, que mejoraron la calidad de vida de las sociedades que integraban, a través de su desempeño notable y altruista. -Ahora que los chicos no están, podré ayudar tranquila a la gente que lo necesite. Sus palabras fueron como una llave abriendo un portal, ya que al instante se materializaron los espíritus que siempre la acompañarían, la Parca incluida. A Pedro no le cayó en gracia la presencia de tanto fantasmón, pero con el tiempo se acostumbró, porque amaba a su esposa, y respetaba en forma religiosa sus decisiones y ocurrencias, como dictadas por el mismísimo Dios. El espíritu de la tierra la guiaba sobre las mejores hierbas y frutos para sanar las dolencias de los mortales. El del agua le explicaba su teoría para limpiar y purificar almas corrompidas o con depresión. El del aire la aleccionaba sobre la importancia del equilibrio de los pensamientos positivos, el beneficio de las artes y la liberación a través de la expresión. El del fuego disertaba con ella la forma de quemar la energía negativa, despertar pasiones dormidas, e impulsar a los tímidos a emprender su destino. Pero con quién mejor se llevaba y se entendía, era con la Parca. Juntas conversaban sobre filosofía, el sentido de la existencia. Debatían sobre el libre albedrío, las religiones, los rituales de la época pretérita y su similitud con las actuales costumbres sin sentido, mientras tomaban mate amargo con yuyitos serranos, al terminar las jornadas de sanación. A veces se unía Pedro a las charlas, que matizaba con los últimos chistes que contaba la peonada, haciendo desternillar de risa a la Parca. Resurrección no cobraba nada por sus servicios de sanadora. Desde la primera luz del alba arreglaba huesos, deshacía tumores, desenredaba adicciones, curaba penas de amor y los males más variopintos hasta las seis de la tarde. La gente, totalmente agradecida, y con miedo de ofenderla si le ofrecía dinero, le dejaba la más variada colección de bonitos obsequios. Ella los aceptaba maravillada, para mostrárselos, extasiada a Pedro, con el entusiasmo de una niñita con una muñeca nueva. Una tarde de mateada, donde predominó el silencio, la Parca le dijo: -Le tengo muy malas noticias, mi comadre Rorro. Tengo que llevarme, muy a mi pesar, a su Pedrito. Con los ojos anegados, ella le contestó: -Como usted se imaginará, ya me lo veía venir, amiga mía. ¿Cuándo será? -Cuando cambie la luna. Tendrá tiempo de despedirse. Los dejaremos solos. Esos días Resurrección no recibió a nadie para sanaciones. Se dedicó a hablar con su esposo desde el amanecer hasta que por las noches los vencía el sueño. El tiempo le alcanzó justo para evocar todas las vivencias y anécdotas de su vida en común, lo agradecida que estaba de haberlo tenido, lo mucho que lo había amado cada momento. Le encargó que le saludara en el más allá a sus padres, hermanos y amigos fallecidos. Le prometió rezar por su alma todas las noches que le restaran en la tierra y que volverían a verse. Pedro murió con una sonrisa beatífica que transmitía paz, y a su velorio asistió toda la comunidad de Traslasierra, comentando la belleza de su expresión, y diciendo que tenía cara de santo, y que, contagiado por la gracia de su esposa, habría que transmitirlo al Vaticano, y por lo menos, hacerlo Beato. Hasta hubo quienes comenzaron a pedirle milagros, y se lo conoció popularmente como “El muertito de la Resurrección”. Cuando se acabaron las pompas fúnebres, Rorro tenía una nueva meta en su cabeza. Deseaba escapar del lugar que la anclaba al amor terrenal de su marido para poder seguir desarrollando su tarea espiritual. Cargó todo lo que cabía en un carro, abandonó sus prósperos campos, y se internó en un increíblemente bello paraje de Traslasierra. Con el carro casi destruido y ya sin fuerzas, llegó al lugar elegido. Con la ayuda de los lugareños, se hizo traer unas cuantas gallinas y cabras. Canjeó sus viejos regalos por la hechura del pozo con aljibe, y la ayuda para construir su ranchito de adobe con chimenea de piedras. Se abocó en despejar y rastrillar la tierra para sembrar su huerto y su herbolario. Cuando se sintió satisfechamente instalada, hizo correr la voz de que continuaban las sanaciones, y como invocados de la nada, regresaron los espíritus para acompañarla en la nueva etapa de su vida. La gente comenzó a llegar en busca de alivio a sus sufrimientos y pesares. La mayoría se marchaba satisfecha, y una minoría, desahuciados, porque la Parca le susurraba al oído quién no podía curarse, pero volvían reconfortados por las palabras de profunda espiritualidad y consuelo que les brindaba, y conseguían morir en paz. Todos recibían ayuda, pero siempre a cambio de una promesa: Resurrección los comprometía a involucrarse con una obra de bien, que terminaba siempre creciendo y multiplicándose como buena semilla en tierra fértil. Llegaban escritores famosos con bloqueos. Se iban con la idea de una obra maestra en la cabeza, y con lo que recaudaban, realizaban fantásticas donaciones a comedores infantiles y otros emprendimientos benéficos. Venían personas en sillas de ruedas, traídas con el sacrificio sobrehumano de sus seres queridos, y volvían caminando con una mansa renguera, felices y en estado de gracia, sin creer lo que les había acontecido. Y aun así, no todos los apenados se llegaban al paraje, porque muchos le temían a los espíritus que deambulaban libres, y sobre todo, a la Parca. No tenían la capacidad de aceptar que la muerte forma parte de la vida, y desde su ignorancia y temor, no solo no aliviaban su dolor, sino que con mala intención, esparcían sucios rumores de un pacto de Resurrección con el diablo. Ella jamás se preocupó ni se ofendió con las habladurías. Lo tomaba como una parte normal de la naturaleza humana. -El chisme malicioso es tan común para el hombre como hacer pis o caca, comadre- le decía entre mate y mate a la Parca. -Usted sí que entiende bien a la gente, Rorro. Yo, con milenios a mis espaldas, aun no comprendo a los hombres. Por eso me gusta tanto hablar con usted. Ve todo con mucha claridad. Los espíritus, atentos a la conversación, aplaudían y esperaban su matecito, sentados en la ronda al atardecer. Una tarde, unos fundamentalistas de la iglesia, enardecidos por los rumores infames, se acercaron al paraje para quemar a la bruja. Los espíritus rodearon a Rorro para protegerla, pero ella se hizo a un lado, y les dijo: -Si para ustedes es de Dios quemarme viva, si desde el fondo de su corazón piensan que es lo correcto, no voy a ser yo quien los detenga, ni la que busque protección en mis amigos. Uno de los exaltados se acercó con una antorcha para aplicarla a la ropa gastada de Resurrección, y una ráfaga de viento salvaje apagó el fuego. Una luz en forma de aura la rodeó como la corona de una Virgen, y los fanáticos cayeron de rodillas, en un ataque de llanto que no parecía tener fin. Tanto lloraron, que sus lágrimas subieron y encresparon el cauce del manso río, que dio su temporada más próspera de pesca en la región. Recién bien altas las estrellas, se calmaron, abrazaron a la sanadora y volvieron usando las malvadas antorchas para guiarse en la oscuridad cerrada de esa noche sin luna. Uno de los casos más mentados de las sanaciones de Rorro fue la de una pareja que no podía tener hijos. Habían probado todos los recursos que la ciencia moderna ponía al alcance de los pudientes. Después de años de intentos, y fortunas gastadas en tratamientos infructuosos, decidieron buscar la solución en Traslasierra. -Yo los voy a ayudar. Su problema tiene arreglo. Pero deben prometerme que adoptarán un niño, y que harán todo lo que esté a su alcance para que sus conocidos también lo hagan y lo difundan. El matrimonio se sintió asombrado, pero dieron sin dudar su conformidad. -Mientras yo me quedo acá afuera mateando un rato, ustedes deben entrar al rancho, y copular en mi catre. Avergonzados, la pareja entró con torpeza a la casa, y cumplió su cometido. Después de un largo rato salieron, y se acercaron a la sanadora, perdida en sus pensamientos, mirando al río. Resurrección se acercó a la mujer, y le aplicó sus arrugadas manos sobre el vientre, que se inflamó ostensiblemente. -Se llevan tres gurisas. Van a ser niñas hermosas, alegres e inteligentes. Pero, lo más importante, muy felices. No se les vaya a olvidar la promesa. Que Dios me los acompañe. El matrimonio se marchó exultante. Le dejaron de regalo una hermosa crucecita de oro, que Rorro se colgó del cuello más por compromiso, que por religiosidad o coquetería, como para no ofenderlos. Si ella hubiera tenido electricidad o acceso a las noticias, se hubiera enterado que los padres de las trillizas se hicieron famosos por la gran cantidad de niños que adoptaron, y por la importante obra que realizaron difundiendo la necesidad de minimizar la burocracia administrativa que regía sobre el tema. Solventaron, además una casa de acogida para huérfanos, que coordinaba y asesoraba a padres adoptantes con los chicos, que terminaban generalmente con una nueva familia. Pero Resurrección, lo que no sabía lo intuía por la fuerza de su don, y confiaba siempre plenamente en que la gente a quien ayudaba cumpliría tarde o temprano sus promesas. Pasaban así los años mansamente, cada vez más encorvada y con menos dientes, sin penas ni anhelos personales, sumida en su cómoda rutina y su querida compañía. Una noche, rompiendo los esquemas de su cotidianeidad, llegó una madre desesperada, con un bebé llorando a gritos, hirviendo de fiebre y dolor. En cuanto se acercaron, la Parca le hizo a Rorro la conocida señal negativa: el niñito estaba condenado a la muerte. Resurrección le acarició la mollerita, y mirando a su comadre, le dijo a la afligida mamá: -Pase adentro del rancho, madrecita, que en un rato estoy con ustedes. -¿Qué le pasa, comadre? Nunca me ha cuestionado. Ni cuando me llevé al amor de su vida. El niño está marcado por la muerte, que lo reclama. Dígaselo a la madre, y déjeme cumplir los designios del cosmos. -¿Sabe que ocurre, mi amiga? Este niño tiene un Don especial. Si se salva, será un gran benefactor de la humanidad, rescatando millones de vidas. -No puedo cambiar el destino, mi Rorro. Usted conoce muy bien las reglas. Lamentablemente, hay que cumplirlas. -Porque conozco al pie de la letra las reglas, sé que hay una salida: el trueque, la única excepción permitida por las fuerzas superiores. -Es verdad. Solo se puede usar una vez. ¿Por quién trocaría la vida del bebé? No me la imagino enviando a nadie a la muerte… -Mire, comadre, aunque no cuento mis cumpleaños, calculo que ya pasé la centena hace rato. He vivido mucho, e intensamente. He sido amada y amé, como hija, hermana, esposa, madre, amiga… He gozado de buena salud, ayudado a más personas de las que recuerdo. He aprendido y enseñado. Pude hacer todo lo que he deseado. Nadie jamás me puso una traba en el camino. Creo que mi historia ya está escrita. Me ofrezco yo misma para el trueque. Los espíritus gimieron, desolados. -¡Pero aun no es su tiempo, mi Rorro! ¿Y toda la gente que espera su ayuda? ¿Y nuestras tardes de mates y charlas con los espíritus? ¡He roto el paradigma tiempo espacio compartiendo millones de momentos al unísono en toda la tierra, vivenciando cada caso e instante, pero solo he logrado una amistad con un mortal! ¡Y quiere dejarme! Jamás he incumplido el protocolo cósmico, nos hemos entendido sin quebrar una sola regla… ¿Qué voy a hacer en este plano sin usted? - ¡Ay, mi amiga querida, mi amada compañera…! Si usted supiera lo que yo la quiero… Pero es parte de mi misión, en lo que usted llama “este plano”, corregir un error enorme, y no puedo dejar que se pierda ese niñito para la humanidad. No podría vivir un solo segundo en paz si dejara pasar este momento sin sellar el trueque. Y no conozco la vida sin paz en el alma. Como amiga, tiene que entenderme, y aceptar el trato. Yo también la voy a extrañar, comadre. Piense que voy a reencontrarme con mis seres queridos. ¡Voy a ver de nuevo a mi Pedrito amado! No me lo haga más difícil, mi amiga, y procedamos, que corre el tiempo. A la Parca se le escurrió de la cuenca una lágrima de sangre. Los espíritus lloraban abrazados. Resurrección entró al rancho. Tomó al bebé en brazos, recibiéndolo de su desesperada madre. -Tu hijito va a salvarse. Te doy mi palabra. Pero debes darme la tuya. Sé que eres muy pobre, pero tienes que prometerme que harás todo lo que esté a tu humano alcance para que tu hijo estudie. Él va a ser un gran científico. Para cumplir su misión en la vida, debe estudiar, y mucho. -¡Lo prometo! ¡Lo juro por lo más sagrado! Si tengo que privarme de comer, así será, pero haré que Salvador estudie… Y cayó al suelo de rodillas, conmovida y agradecida, con la sensación de que estaba ocurriendo algo más poderoso de lo que su pobre mente podía captar. Resurrección le impuso las manos al niño, que de inmediato dejó de llorar. El arrebol de la fiebre abandonó el pequeño rostro, relajándolo en un sueño natural. -Ya está hecho, madrecita. Puedes marchar en paz. Y se fue la madre en plena noche, llevando su tesoro entre los brazos, demasiado conmocionada como para reparar en el demoledor cansancio que traía encima o en el largo camino que le esperaba. -¿Ya es hora, comadre? -Ya es hora-contestó con voz ronca la Parca. Resurrección se unió a ella y a los espíritus en un largo abrazo. -¿Puedo pedirles un último favor? -Diga usted, mi Rorro... -Quisiera que quemaran mi cuerpo, y arrojaran las cenizas a este hermoso río. -Delo por hecho. Resurrección se acostó en su cama tosca, y con una enorme sonrisa desdentada, dio su último suspiro, sumiendo en un dolor de hielo el corazón atemporal de la Parca. Desde lo lejos, la pira funeraria parecía una estrella. Sus cenizas, que se fundieron con el crucifijo de oro, llenaron de destellos dorados el amado río serrano. Hasta el día de hoy se dice que quien toma de sus aguas, se le quitan las penas viejas y los recuerdos tristes. Y hay quien comenta que ha visto en el paraje, junto al rancho abandonado, a la Parca llorando, tomando mate con cuatro espectros deslucidos…

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