sábado, 30 de abril de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UNA PEQUEÑA CAJA NEGRA

Mi amada Aurora acompañó a su amiga Serena a ver una propiedad para comprar, casi a las afueras del pueblo. La casita era preciosa, con un gran terreno. —No compres esta casa, Serena. —¡Pero es bellísima! Y el precio es un verdadero regalo… —Es que percibo una mala y extraña energía. Algo muy feo ha ocurrido en este lugar… —Me parece, Aurora, que ningún sitio está libre de hechos desagradables. Quiero aprovechar la oferta. Nunca tendré una oportunidad igual de adquirir semejante inmueble. Yo le pondré alegría y bienestar a este lugar. Serena terminó comprando la casa. Realmente parecía que era un sueño, a medida que la acondicionaba y decoraba a su gusto. Cuando terminó de arreglarla por dentro, se dedicó al jardín. Comenzó por el sitio que vio más descuidado, en una esquina del terreno. Montones de piedras y malezas moraban ese espacio. Con paciencia levantó las pesadas piedras, colocándolas en una carretilla. Las reutilizaría luego para delimitar los macizos de flores que pensaba plantar. Luego de trabajar arduamente, con la espalda adolorida, no quiso interrumpir su jornada, y trajo la Santa Rita, de flores violáceas que colocaría allí con una guía para que trepara. Dispuso sus últimos esfuerzos al clavar la pala en el terreno seco y duro. Comenzó a sentirse mareada, y algo nauseosa. Lo atribuyó a su falta de ejercicio en contrapunto con la gran actividad física. Con grandes dificultades consiguió hacer un hoyo, hasta que la pala chocó con un objeto, haciendo un desagradable sonido, y dándole un doloroso tirón en el hombro. Luego de insultar, deduciendo que se había topado con alguna piedra de gran tamaño. Como un perro buscando un hueso, se puso a escarbar la tierra, disgustada, con sus propias manos. Se sorprendió bastante al sentir un objeto liso, que logró ver al arrastrar tierra de su superficie. Parecía una especie de caja negra de madera. Olvidada de las flores, la Santa Rita y la jardinería, su curiosidad la dispuso para retirar el extraño objeto, rescatando, a los tirones, una cajita oblonga oscura. La apoyó en el piso, y acuchillada, la abrió. Las bisagras y cerraduras saltaron, casi deshechas con el óxido del tiempo. Se quedó sin aire al ver que en el interior yacía el cuerpecillo momificado de un neonato o un feto grande. Estaba vestido, con la ropa enmohecida, casi desintegrada. Algo brillaba en el cuello de la niñita, deduciendo su género por la desvaída vestimenta, prácticamente en jirones. Era una cadena de oro, demasiado grande para un bebé, con un dije en forma de lágrima, del mismo metal noble, que tenía un nombre grabado: “Serena”. Nuevamente el mareo le oscureció la visión. Respiró profundo, para espantar los puntos de luz que flotaban como moscas frente a sus ojos. “Es una simple casualidad”, pensó. Al intentar retirar la cadenita, quebró involuntariamente el cuello del pequeño cadáver, provocando un crujido que le aceleró el corazón, y le revolvió el estómago. Se concentró en respirar rítmicamente, reteniendo el aire unos segundos, y soltándolo lento. Ya más tranquila, limpió el collar, y por un extraño impulso que no supo descifrar, se lo puso, mientras, con la sensación de estar dentro de un sueño, cavilaba qué hacer con su descubrimiento. El mareo se acentuó. Decidió que era momento de descansar: no iba a correr el riesgo de caer desmayada allí. Entró el minúsculo féretro, y lo dejó en la mesa de su sala. Luego se acostó, entregándose a un estado de duermevela febril. Soñó con una mujer pariendo, sola, indefensa. Tenía el cuerpo sudoroso surcado por marcas de golpes y laceraciones. Se hallaba en un camastro en el sótano de esa casa. Cuándo por fin logró parir su criatura, exhausta, se abocó al bebé, que no daba señales de vida. Por más que lo masajeó, y le dio golpecitos en el pecho, y despejó sus vías respiratorias, la niñita no respiraba. Había nacido muerta. A la muchacha se le endurecieron los adoloridos rasgos de amargura. Olvidándose de su dolor, chorreando sangre y fluidos, se levantó de su improvisado lugar de parto, y se ocupó de limpiar el cuerpecillo inerte y vestirlo. Se sacó el collar que colgaba de su cuello, y se lo puso a la niñita. Subió las escaleras de la casa, donde un maléfico hombre la miró, colérico. —¿Qué obtuviste del fruto de tu pecado? —Nació muerta, papá. Ya no tendrás que encerrarme más. —Dios castiga así a los pecadores. Es tu culpa lo ocurrido. Dámela, y ve a vestirte, que la enterraremos en forma cristiana. ¡Estás llamando al demonio con tu cuerpo! La joven pareció percatarse en ese momento de su desnudez, y pese a los tremendos dolores que la atravesaban, físicos y espirituales, corrió a lavarse y ponerse ropa, luego de entregarle el cuerpecillo inerte. Al salir de su cuarto, el hombre la esperaba con una caja negra de madera. Tenía una pala en sus manos toscas. —Acompáñame. Quiero que me veas cavar la tumba. La pobre chica obedeció, con una pena pesándole en el pecho como una lápida. —Arrodíllate y reza, mientras yo lavo tus pecados. Así lo hizo. Contempló al viejo cavar, confeccionar una cruz con dos estacas de una cerca, rezar unos salmos de una biblia que lo acompañaba todo el tiempo, colgando de un morral para ese fin, y luego tapar con tierra la pequeña tumba, clavando en ella la cruz. —Ni siquiera tenía nombre— dijo la chica, mientras ardientes lágrimas manaban de sus ojos colmados de tristeza. —No se merecía un nombre, ni a ti nombrarla. El fruto del pecado debe ser borrado de la memoria. —¡Yo no he pecado! ¡Tú me violaste, papá! ¡Tú eres el pecador! —¡Está hablando el diablo a través de tu boca, miserable! ¡Me incitaste con tus demoníacos trucos femeninos, dictados por el maligno, y encima te atreves a acusarme! ¡Te voy a dar una buena zurra, engendro del mal! Con un grito enloquecido, la chica arrancó la cruz de la tierra y se la clavó al hombre en el pecho, que la miró asombrado, con la boca abierta, mientras su sangre regaba la tierra. Unos segundos le sostuvo la mirada llena de odio, y luego cayó desplomado. En ese punto, Serena despertó de su vívida pesadilla, ardiendo de fiebre. Apenas tuvo fuerza para tomar el teléfono y llamar a Aurora, que se apersonó en minutos. Ella la atendió y logró bajarle la temperatura. Luego de escuchar la historia de su amiga, le dijo: —Quítate el collar. Está cargado con la tristeza de la tragedia de este sitio. Voy a llamar a Edgard, mi novio, y al comisario Contreras. Resolveremos esto. Cuando llegué, Aurora me puso al tanto, mostrándome la caja y su contenido. Unos instantes después llegó el comisario. —Es una historia muy vieja, señorita. Había creído que era un cuento de viejas. Se dice que acá vivió un viudo con su hija. Era un fundamentalista religioso, que no le permitía a la chica interactuar socialmente con nadie. Para él, todo tenía una impronta malvada, o era tentación del diablo. Así que la pobre joven pasaba sus días encerrada. Se dice que un proveedor se acercó a la casa, y encontró junto a un montículo de piedras al hombre, con una cruz de madera clavada en el pecho, en avanzado estado de descomposición. A la muchacha no se la volvió a ver jamás… De esta criatura, pues, nunca nadie dijo nada. —Si estás de acuerdo, Serena, y el comisario lo permite, sugiero que volvamos a enterrarla, para no reabrir una investigación infructuosa… —Está bien. Como el comisario asintió también, pusimos nuevamente la cajita en el hoyo, y la cubrimos de tierra. Ya caían las sombras del anochecer. No bien di la última palada, dos espectros se materializaron frente a nosotros. Serena palideció, y sus piernas le temblaban. El comisario quedó paralizado. Con Aurora extendimos nuestras manos hacia la aparición de la muchacha, con la cara de aflicción más infinita, y al hombre de mirada colérica que nos mostraba los dientes como un perro rabioso, con una cruz de madera clavada en su pecho. En vez de manar sangre de la herida, salían gusanos negros. Por las energías que desprendían, pudimos captar lo que ataban al plano terrenal a los espíritus sufrientes. La muchacha se sentía culpable de haber enterrado a su hija sin darle un nombre. El viejo, que no paraba de hacer gestos horribles y amenazantes, regando gusanos oscuros por su herida, solo estaba retenido por su odio ciego, su sed de venganza y su perversión, disfrazadas de religiosidad. —Descansa en paz, Serena. Hazme saber el nombre de tu niña… —¡Aurora! ¡Se llama como yo, Edgard! —Yo le hare una bonita cruz nueva, con su nombre grabado— dijo con un hilo de voz la Serena terrenal. —Puedes marcharte tranquila… Pero el hombre solo quería seguir haciendo daño, e impedía con su maligna energía el ascenso de la muchacha. Rezamos juntos con Aurora, resistiendo la malvada vibración del espectro, hasta que ella le gritó: —¡Eres un ente degenerado y perverso! ¡Vete ya al infierno, donde te esperan con los brazos abiertos! La indignación en la voz de Aurora pareció confundir al ser, que empezó a ser devorado por los gusanos negros que salían de la herida de su cruz, mientras él gesticulaba horriblemente. Se sintió un sonido como de succión, y el espíritu del viejo se esfumó en un punto oscuro, que desapareció al instante. La muchacha, con un gesto de alivio, nos saludó y se elevó mansamente, volviéndose una bruma de luz en el anochecer. —Ya mismo me pondré a hacer la cruz para la pequeña Aurora. Soy buena para las artesanías, y sé que ahora la casa será un lugar sano para vivir. Plantaré la Santa Rita en otro lugar. Llévense, por favor, el collar. Aunque sea de oro, y lleve mi nombre, no me atrevo a volver a ponérmelo… Así es como el collarcito se luce en los estantes de mi colección. A veces, el dije en forma de gota vibra con un sonido cristalino. Generalmente ocurre cuando nace un bebé en el pueblo. A mí, en particular, me recuerda que, entre la religión y la espiritualidad existe una enorme diferencia… Vengan a visitarme a La Morgue. Estaré encantado de recibirlos…

sábado, 23 de abril de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TRICOFAGIA

Mi amada Aurora me contó el trastorno por el que un allegado al grupo de seguidores de la Pacha Mama pasó con gran padecimiento. Álvaro era un muchacho que tenía una vida normal. Gustaba de disfrutar la noche y sus placeres. Iba de fiesta en fiesta, y de cama en cama. A la vez, estudiaba y trabajaba. Recurría a energizantes para aguantar su ritmo sin caer en drogas, a las que le tenía terror. Además, consumía grandes cantidades de café para aguantar sus trasnochadas, y rendir tanto en su empleo de medio tiempo, como en sus clases. Cuando empezó a sentir dolores y malestares abdominales, le echó la culpa al café, e incluso se planteó poner un parate a sus parrandas, pero cuando llegaba el fin de semana, o tenía en mente una muchacha bonita, se le olvidaban sus propósitos, y continuaba de fiesta, tomando algún calmante para su molestia. Pero llegó un punto en el que el dolor se volvió insoportable. Tuvo que excusarse en el trabajo, cuando comenzó a sentir náuseas. Al entrar, muy descompuesto a su casa, corrió hasta el baño para vomitar, pero no consiguió llegar: expulsó, en medio de su sala, una asquerosa bola de pelos, del tamaño de una pelota de tenis. Horrorizado, llamó a un médico amigo de su familia, que asistió rápidamente para auxiliarlo. El doctor, no bien observó la horrenda pelambre vomitada, le dijo a Álvaro: —Muchacho, creo que tienes que ver a un psicólogo. Esto es un caso típico de tricofagia. Gracias a Dios que expulsaste eso, porque puede causar daños muy severos a tu sistema digestivo… —¿Trico… qué? —Hablo de un trastorno en el que te sientes impulsado a comer tu propio cabello. Quizás hasta te cueste admitir que lo haces, porque es una especie de compulsión. Por eso hablaba de un psicólogo… —¡Yo no como me como mi pelo, doc! —Te dije, cuesta admitirlo… —¿Pero acaso no ve que yo soy rubio, y ese pelo asqueroso es castaño? —¡Mierda! Es verdad… ¿No estarás comiendo cabello ajeno? —¡Qué asco! ¡Por supuesto que no! —Mira: a veces ocurren cosas que van más allá de la ciencia. Conozco a un miembro de un culto, amigo también de tu familia, que quizás te pueda ayudar. Es tu primo Hernán. Yo te voy a dar un certificado para que presentes en tu trabajo y estudios, y un calmante gástrico. Si te vuelve a ocurrir, y quieres seguir el camino médico, me llamas, y te hago internar. Esto no es algo que pueda manejar solo desde una consulta… Álvaro se quedó lleno de interrogantes. No bien pasó su malestar, volvió a sus rutinas. A los pocos días, el dolor casi lo hace desmayar, antes de acostarse, y doblado en dos por los espasmos de las arcadas, expulsó una bola de pelo aún más grande que la anterior. Horrorizado, observó la repugnante masa peluda, sin saber qué acción tomar. Cuando varios días después se repitió el episodio, vomitó una abominable masa pilosa que, sobrepasando su espanto, comenzó a reptar, emitiendo un sonido chirriante, como el de una tiza trazando una línea, siendo apretada con fuerza sobre un pizarrón. Se desmayó de espanto y repulsión. Para su desesperación, al despertar, con un golpe en la cabeza, de su desmayo, descubrió que la cosa peluda no estaba: había aprovechado su inconsciencia para esconderse vaya a saber dónde. Revisó cada rincón de su casa, sin encontrarla, y tuvo una horrible noche de insomnio y terror. No bien amaneció, se contactó con Hernán, contándole todo por teléfono. Su primo lo citó directamente a un lugar de la zona serrana, sin dudar una palabra de lo que había escuchado. Acudió a la cita, algo avergonzado por el tiempo en que no se había contactado con su primo, pero él lo recibió con gran calidez en su casita serrana. Después de ponerse al día socialmente, fue directamente al grano, mientras tomaban un refresco: —Te voy a llevar con un Chamán, amigo de Aurora, la líder del culto. Seguro te podrá ayudar. —Suena como una especie de secta… —Pues no lo es. Todos son gente que busca conectarse con la naturaleza, volver a sentir la energía de la madre tierra. Confía en mí. Se llegaron con el auto de Hernán, por un camino de tierra bastante apartado, al rancho del Chamán, pulcro e impecable, pese a su rudimentaria construcción. Hernán le refirió al Chamán el problema de Álvaro. El hombre apoyó sus morenas manos sobre la cabeza del joven, quién sintió una especie de descarga eléctrica bienhechora, y sin poder explicarse por qué, comenzó a llorar. —Esto es muy buena señal, muchacho. Has hecho daño, pero no eres de naturaleza malvada. No podremos expulsar el mal hasta que no admitas tu pecado, que es el causante de tu padecimiento. —Pero… yo no soy una persona que guste de andar dañando a los demás. Estudio, trabajo, busco progresar… Solo me gusta salir de parranda, pero eso no tiene nada de malo. A lo sumo, puedo admitir que soy un mujeriego, y que fui el causante de varias rupturas amorosas. Me he liado con chicas casadas o con novio…Pero fue con el pleno consentimiento de ellas… Una puntada de tremendo dolor interrumpió su relato. Sus náuseas y arcadas se le volvieron insoportables, y ante la vista del Chamán, vomitó una abominable bola de pelos del tamaño de una sandía, que comenzó a reptar y chillar con el sonido espeluznantemente agudo y chirriante. Para coronar esa visión infernal, unos saltones ojos rojizos se abrieron en la masa, y emergieron dos pinzas aserradas en la parte frontal de la horrible cosa. Álvaro y Hernán gritaron de terror, pero el Chamán, sin inmutarse, con sus manos tendidas hacia la abominación, que se movilizaba dejando un rastro baboso, le habló con tranquilidad: —Te pido humildemente que te calmes. Te daré tu recompensa, no bien obtengas la disculpa de tu agresor… El horripilante ser chilló con furia, pero el Chamán ya le había tirado encima una sábana, envolviéndola, y rezando una letanía acompañada de movimientos de sus manos, consiguió que el ente se quedara quieto. —Claramente, Álvaro, alguien ha realizado un trabajo de magia negra sobre ti. Pero lo ha hecho como venganza por una terrible mala acción tuya. Sé que no eres mala persona. Pero cometiste un error. Es tu momento de repararlo. Habla, sé un hombre de verdad… —¡Sí! ¡Admito que obré muy mal aquella vez! Mi machismo pudo más que mi sentido común… Yo estaba loco por una chica, Emilse, que estaba de novia con un amigo. La cortejé sin éxito durante meses, mientras, a la vez, salía con otras mujeres. Pero insistí mucho con ella, porque realmente era especial para mí. Un día, sin creerlo, casi, conseguí salir a escondidas con ella, y llegamos a tener relaciones. Yo estaba muy feliz: era la primera vez que me sentía enamorado, y con ganas de estar con una sola mujer de ese día en adelante. Pero ella me dejó en claro que había cedido a la tentación del momento, y que no pensaba dejar su relación con mi amigo, con quién pensaba formar una familia más adelante. Acostarse conmigo, me dijo, fue una prueba para darse cuenta de que no cambiaría a su novio por nadie, a pesar de lo bien que lo habíamos pasado juntos. Me pidió que siguiéramos siendo amigos, y, que por supuesto, guardara el secreto por caballerosidad. Luego se dio la vuelta y se durmió plácidamente. Yo no podía creer lo que escuchaba. Por primera vez me sentí usado y defraudado, con el corazón roto. No pude dormirme. La rabia y los celos me consumían. Así que hice algo de lo que ahora me arrepiento. Emilse tenía una melena preciosa, larga y sedosa, que llevaba recogida en una trenza de costado. La observé cómo descansaba tan tranquila, disfrutando del sueño luego del coito, y con furia saqué una navaja de mi mochila, y le corté la trenza. Me fui del hotel, y no bien amaneció, le mandé por correo la trenza a mi amigo. Obviamente la relación entre ellos terminó virulentamente, y ninguno de los dos quiso verme nunca más… Ahora estoy muy arrepentido. Fue muy malvado lo que hice… —Pues pídele disculpas a Emilse, dirigiéndote a su mascota vudú— dijo, señalando a la cosa que yacía retorciéndose bajo la sábana. Álvaro tragó saliva. Temblando, se puso de rodillas, y llorando, le pidió perdón a Emilse. La mascota vudú se calmó. —Una cosa más, y terminamos. El Chamán tomó un filosísimo cuchillo, y con él rapó a Álvaro. Juntó el cabello, y levantando la sábana, se lo dio a la cosa. Se escucharon repugnantes sonidos de deglución. —Puedes irte en paz, muchacho. Espero que no vuelvas a jugar nunca más con los sentimientos ajenos. —¡Por supuesto que no! ¡Nunca más en mi vida! ¿Le debo algo por su valiosa ayuda? —No, pero si quieres, puedes hacer una donación en la escuela de la zona. Tiene muchas carencias, y no vendría nada mal un poco de dinero para la educación de los niños… No bien se fueron los muchachos, con un Álvaro conmocionado, y un Hernán más creyente que nunca en el poder de la madre tierra, el Chamán se comunicó con Aurora, contándole la experiencia, y dándole la mascota para que yo la tuviera en mi colección. Y allí está, en una gran pecera de vidrio con tapa, en uno de los estantes. Generalmente parece una masa desagradable de pelo muerto. Pero si se acerca alguien con malas intenciones amorosas, despierta de su letargo, chillando horriblemente, abriendo sus globulosos ojos coléricos, y moviendo sus filosas pinzas frontales. Como ustedes son buena gente, sé que no tendrán ningún problema en pasarse por La Morgue, para ver a la mascota vudú de Emilse. Los espero. Buen fin de semana.

sábado, 16 de abril de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA CHIMENEA

Una casona señorial había devenido en una ruina desolada, luego de mucho tiempo de abandono, a la salida del pueblo. Una pareja, en espera de un niño, que deambulaba con un auto desvencijado, de pueblo en pueblo, en busca de una oportunidad laboral, la vio como última alternativa para pasar unos días bajo techo: ya no tenían reservas económicas para alquilar un cuarto de pensión, y estaban agotados con el interminable viaje de penuria e incertidumbre. Además, el embarazo de Brenda ya se hacía notar, con un cansancio que se apoderaba de su delgado cuerpo voluntarioso. No fue difícil romper el candado que protegía la puerta: la herrumbre del tiempo había hecho la mayor parte del desgaste, delatando que la propiedad llevaba añares sin ser visitada. Pese al polvo y las telarañas, el techo parecía intacto, y no había daños estructurales. Para sorpresa de Brenda y Federico, luego de abrir las canillas y escuchar como tosían las cañerías, después de un chorro amarronado, comenzó a fluir agua potable. Federico, con conocimientos variopintos en construcción y sus accesorios, se lució al brindar electricidad a la casa con un cable conectado ilegalmente al que pendía del añejo poste que privilegiaba a la vieja mansión tan apartada con ese avance tecnológico “para ricos”, en su época. Poco a poco acondicionaron a fuerza de trabajo, agua y jabón, ambiente por ambiente, espantando a las ratas, y descubriendo tesoros de vajilla antigua y servicios de plata, que, al venderlos como antigüedades en la ciudad, les brindó una inesperada fortuna para comenzar una nueva etapa. —Me da miedo de que nos acusen de ladrones, o usurpadores, Federico… —No lo somos. Esto lleva mucho tiempo abandonado. Me acercaré a la oficina municipal, y solicitaré pagar impuestos por el uso de la propiedad. Es obvio que nadie la ha reclamado. Siento que el equivocar la ruta, y dar con la casona, fue un regalo del mismo Dios. Luego de un titánico trabajo de limpieza, desmalezado de la zona, y reparaciones en general, Federico consiguió que lo contrataran en la misma oficina donde pidió hacerse cargo de los impuestos de la casa, en una brigada de reparaciones. No podía estar más feliz. Como aún no conseguían la habilitación de gas natural, y se arreglaban calentando con la vieja cocina a leña, al comenzar días fríos, encendieron la enorme chimenea de la sala. Dos cosas ocurrieron con esa acción: una dolorosa contracción atenazó el vientre de Brenda, y un humo muy desagradable invadió el ambiente. —¡Qué feo olor, Federico! Se ve que al niño no le agrada: siente cómo se ha revolucionado… Tosiendo, Federico tocó la dureza de la panza, alarmado. —Es lógico que huela mal. No se ha encendido en años. Vaya a saber si no hay ratas u otros animales muertos en alguna grieta del tiraje. O quizás pueda estar obstruido. Lo apagaré, y revisaré mañana, al regresar del trabajo. Tú, descansa. Si no mejoras, nos vamos al médico. Esa noche, unos golpes los despertaron. Somnolientos, buscaron el origen de los mismos. Temían que la vieja casa se estuviera resquebrajando. El sonido los guio por el pasillo hacia el techo: muy disimulado con el corte del machimbre, se veía una entrada a un desván, de los que suelen tener una trampilla con escaleras. Federico se valió de sus herramientas para destrabar las maderas que impedían el acceso a la puertita, que finalmente se abrió, desplegando, entre una nube de polvo, la escalerilla para subir. Con una linterna ascendió hacia ese lugar desconocido de la casona. Se topó, entre la suciedad acumulada, con un cuarto muy austero. Un baulito albergaba unas pocas posesiones, presumiblemente, de una niña. Envuelto entre unas enaguas que casi se deshacían al tocarlas, había un cuaderno de hojas amarillentas, escrito con letras bastante rudimentarias. Era un milagro que las ratas no hubieran dado cuenta de los elementos de ese lugar escondido. Federico bajó para mostrárselo a Brenda. Cuando comenzaron a leerlo, quedaron anonadados. Era el diario de una niña de doce años, criada de la casa, Aura. Hija ilegítima entre el amo del lugar y una sirvienta que falleció al darla a luz, la esposa del dueño la odiaba aborreciblemente, más aún al saber el secreto de su origen, y su incapacidad de engendrar un legítimo heredero para Iván, su marido y padre de Aura, criada por otras mujeres de la servidumbre. Era maltratada por ella cada vez que Iván se ausentaba por asuntos de negocios. Aura había aprendido a escribir a escondidas, ya que Maribel le negó la posibilidad de ir al colegio, como a los demás hijos de los miembros del servicio de la casa y de los campos de la propiedad. Al cumplir los doce años, Iván sintió mucho remordimiento al ver a la niña haciendo los trabajos más sacrificados que su esposa le imponía a la pobre niña, y, sin saber que era escuchado furtivamente por Maribel, le propuso a Aura enviarla con unos parientes en la ciudad, reconocerla como hija, y brindarle los beneficios de una inclusión social acomodada. Casi loca de la ira, Maribel esperó pacientemente al próximo viaje de su marido, y envió a todos los sirvientes de la casa con recados diferentes a pueblos vecinos, quedándose a solas con Aura. Luego de sorprenderla a latigazos con un fino cinturón de cuero, y tratarla con los peores insultos que la niña había escuchado en su vida, la encerró en su habitación del altillo, y le dijo que a primera hora se preparara, que la enviaría a un orfanato de monjas, como huérfana delincuente, acusándola de ladrona, para que las hermanas fueran implacables al disciplinar a una bastarda que no conocía las leyes de Dios. Aura anotó en su cuaderno que esa misma noche intentaría escapar trepando por la chimenea, ya que Maribel no cesaba de gritar como una loca, en su propia habitación en el extremo de la casa, con horrendas amenazas. Aura escuchaba como la mujer, en sus ataques de rabia golpeaba las paredes, al parecer, por cómo sonaba, con su propio cráneo. Su último escrito ponía que, al haber un poco de silencio, suponía que al fin Maribel se había dormido, e intentaría el escape. Allí terminaba el diario de la pobre niña. Federico y Brenda estaban horrorizados con la historia. Casi sin mediar palabras, Federico limpió las brasas apagadas de la chimenea, y con una linterna de minero, escaló el interior del tiraje. Dejó escapar un grito de horror al encontrar un cadáver momificado, en una antinatural posición con un brazo desprendido del hombro. No bien clareó el alba, se dirigió a la comisaría, y contó allí lo ocurrido. El Comisario Contreras, luego me relató todo, pidiéndome que velara los restos de la niñita, a pedido del matrimonio. Así lo hicimos. Fue muy triste, ya que no había más deudos que la pareja, conmocionada por el cruel hallazgo, mi querido amigo y colaborador, Tristán, mi amada Aurora, y el comisario. En el medio de la ceremonia, nos sorprendió una luz que salía del féretro cerrado, se refractaba, y alumbraba el vientre de Brenda. Vimos cómo se materializaba la espectral figura de una niña muy delgada, de facciones finas y melancólicas, marcadas con trazos de latigazos, quemaduras y hollín. Cerca de ella, con una mortecina luz verde, apareció también el espíritu de Maribel, deformado por un odio enfermo, que le retorcía los rasgos volviéndola monstruosa. La pareja y el comisario estaban paralizados de la sorpresa. Mientras ellos observaban perplejos, con Tristán y Aurora impusimos nuestras manos a las apariciones, y captamos las energías de lo que aconteció por entonces. Vimos, como en una película, la desesperada escalada de Aura por el interior de la chimenea, que al pisar mal unos ladrillos salientes, resbaló, y cayó metros abajo, con el hombro quebrado, apresada en una dolorosa posición. Escuchamos sus adoloridos pedidos de auxilio. Maribel, que la había escuchado, en vez de intentar rescatarla, encendió una hoguera gigantesca, a la que arrojaba combustible. La pobre niña tuvo una horripilante agonía, sumando a su desgracia quemaduras por el líquido que alimentaba el fuego, y la sofocación del humo insano que le llenó los pulmones, mientras Maribel reía a carcajadas. Y así la encontraron su marido y la servidumbre al regresar a la casa: riendo como una loca, tiznada de hollín, hediendo a sus propios excrementos, ya que llevaba horas junto a la chimenea, con la cordura esfumada, al igual que el paradero de Aura. Iván, sin poder entender lo ocurrido, y viendo que el estado mental de Maribel era inmanejable, decidió internarla en un sanatorio, y cerrar la casa del campo, trasladándose con la servidumbre a la ciudad. Aunque buscó a Aura en todos los pueblos vecinos, sospechando que Maribel la había corrido de la casa, sin imaginar siquiera que las respuestas estaban en el hollín y las cenizas que tenía en el cuerpo su enloquecida esposa, jamás la encontró, ni dejó herederos que reclamaran la casona, que quedó suspendida en el olvido hasta que la pareja rompió el herrumbroso candado que protegía la entrada. —Maribel, deja ya de penar. Sentimos que te arrepientes del pecado que cometiste, vete, mujer, en paz. Descansa. El espectro se veía realmente agotado de arrastrar pena y remordimiento por su terrible accionar. Cambió el color de su imagen, haciéndose más clara. Se le distendió el rostro. Unió las manos en un gesto de perdón, y de entre ellas se cayó al piso una caja de viejos fósforos. Luego, se esfumó con mansedumbre, elevándose lentamente. —Aura: lamentamos tu padecer. Perdona a Maribel. Ella te lo ha pedido, realmente arrepentida. Sé que no te marcharás: tu luz nos anuncia cuál es tu misión actual… Ella asintió. Las marcas de su rostro habían desaparecido. Con una sonrisa miró la luz que mencioné, que apuntaba al vientre de Brenda. En un remolino de bellas chispas de colores, se fundió con la luz, que se focalizó en la panza de la embarazada. Una energía de paz nos invadió a los presentes. La pareja se fue con tranquilidad en el espíritu. Sabían que Brenda daría a luz una niña, con el alma de Aura. Lo que no sabían era que esperaban mellizos, y que el otro bebé era un varón, encarnación de Iván. Juntamos los fósforos, y le pedimos a Contreras que nos trajera el diario. Ambos objetos están juntos en mi colección, ya que forman parte de la misma historia. Gracias a Dios por la bendición del perdón: puede transmutar maldiciones y dolor en alivio y redención. Quedan invitados a pasar por La Morgue para vivenciar todas mis historias y los objetos que las representan. Muy felices Pascuas.

viernes, 8 de abril de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA DEUDA DEL VERDUGO

Raulo temblaba por las noches, transcurrido por pesadillas donde cadáveres sin cabeza lo perseguían hasta un patíbulo, y allí, otros, con el cuello quebrado por el tirón de la soga en ahorcamiento, lo acosaban. Corría en esos sueños, sin rumbo, con un hacha ensangrentada entre las manos, queriendo gritar que era su trabajo, que no podía hacer otra cosa, pero la voz no le salía. Entonces, unas garras heladas lo tomaban por el hombro, y, de puro horror, se despertaba. Esos terrores oníricos lo habían mortificado desde niño, y su madre, sin comprender el origen de su padecer, se limitaba a consolarlo, y decirle que nada de los sueños podía hacerle daño. Se acostumbró a vivir con esa mortificación, noche a noche, y, de ser su madre quién lo apaciguaba, pasó su esposa a tomar el amargo lugar de espantar la terrible resaca de las pesadillas, siempre con los mismos protagonistas y escenarios. Pero una madrugada en que su mujer estaba visitando a su mamá, en otra ciudad, al despertar transpirado de angustia, para su absoluto terror, los espectros lo observaban silenciosos al pie de su cama, con miradas de puro odio. Algunos sostenían sus cabezas cercenadas en alto, como exhibiéndosela, para demostrar su ira y resentimiento. Detrás de estos horrores, otros seres, arracimados, penaban un dolor que helaba el aire, llorando lágrimas oscuras y silenciosas. Raulo es un buen hombre. Trabaja como vendedor de productos químicos, que me provee para preparar los cuerpos de los difuntos en su despedida. Si me contó su padecer, fue porque el peso de su desasosiego lo derrumbó, al estar su esposa lejos, y sumar un nuevo miedo al que cargó por años. Los fantasmas, dijo, se fueron al decir en una letanía, sin saber por qué: “¡Perdón, perdón, perdón…!”. —Estoy convencido, Edgard, de que regresarán. ¿Me estoy volviendo loco? —No lo creo. Espero poder ayudarlo. Quédese esta noche a dormir aquí. Con Tristán, mi querido ayudante, estaremos atentos. Raulo se acostó en la habitación de huéspedes, y junto a Tristán nos quedamos tomando café, y mate, una novedad que nos hizo llegar mi novia, Aurora. A las 3:45 de la madrugada, un grito nos llegó del cuarto, y allí fuimos con premura. Tal como lo había descripto nuestro invitado, horripilantes espectros mutilados lo miraban con ojos casi llameantes del odio, y tras ellos, una horda de fantasmones lloraba, desdibujados en un color gris enfermizo. Con nubecillas de vapor al respirar, ya que la temperatura había descendido insanamente, nos interpusimos entre Raulo y las apariciones, extendiendo nuestras manos hasta rozar la ectoplasmática cuasi materia de los entes. Una historia nos abofeteó con violencia: vimos un pueblo medieval, donde el abuelo y el padre de Raulo eran los verdugos. Con su profesión de matarife, el abuelo fue escogido por las autoridades para desarrollar la infame tarea, que lo transformó en un paria. No se le permitía tocar a nadie directamente, considerando su contacto de mala suerte. No era bienvenido en ningún lugar ni festejo. Nadie lo quería. El mismo trato recibía su esposa, y su pequeño hijo. El niño, al crecer, ocupó el oficio de su padre cuando este falleció. Estaba acostumbrado al repudio social, y la paga era muy buena. Durante su gestión, innumerables asesinos y violadores perecieron bajo su hacha, o colgados en la horca, dependiendo la sentencia de los jueces. También le tocaba eliminar a homosexuales y mujeres que se realizaban abortos, o eran acusadas de brujas. Como los juicios eran sumarios, ante la horda de delincuencia asociada a las pestes y pobreza, muchos inocentes eran ajusticiados a muerte. Los parientes de los acusados le daban propinas generosas al verdugo para que la agonía de los infelices fuera lo más corta posible. Este hombre, pese a que se sentía inmune a la discriminación que sufría, a veces le pesaba la soledad. Una prostituta a la que deformaron el rostro en una reyerta con un cuchillo, aceptó vivir con él. Por la amonestación de las autoridades, los hicieron casar por el mismo cura que lo acompañaba en las ejecuciones. De esa unión nació Raulo. En esa encarnación se llamaba José, y a diferencia de su padre, sufría mucho el ostracismo social. Tampoco tomó el oficio de verdugo con complacencia cuando su padre, ya viejo, le ordenó que lo hiciera: intentó huir, ganándose una serie de latigazos del alguacil de la aldea, por pedido de su propio progenitor. Su madre había fallecido al poco tiempo de parirlo, víctima de las enfermedades que asolaban el pueblo. Fue así que tuvo que realizar la infame tarea de verdugo a disconformidad, teniendo una vida amarga y estéril, plagada de culpa y remordimiento. El Karma se manifestó en esta encarnación de Raulo: veía a las víctimas de su trabajo, y tras ellas, los parientes acongojados que le habían dado sus últimas monedas para obviar sufrimientos a sus seres queridos. Los espectros que se manifestaban con odio, eran de personas inocentes mal juzgadas. Por eso, desaparecían ante el pedido de perdón, que salía desde un inconsciente ancestral del pobre Raulo. Se lo explicamos, y le pedimos que se sumara, y ante nuestra imposición de manos, pidiera perdón de todo corazón, desde el fondo de su acongojada alma, por el papel que le tocó desempeñar en otro plano del tiempo, y que dejaba aun impronta en esta encarnación, al no haber resuelto el conflicto en su momento. Raulo, conmovido al saber por fin la naturaleza del agobio que sufría desde la infancia, y sintiendo las emociones que lo transcurrieron cientos de años atrás, oró desgarradoramente suplicando clemencia y disculpas a las almas torturadas, que, ante la sincera energía de la plegaria, se fueron esfumando en una bruma luminosa. Los últimos en eclipsarse mansamente fueron los espectros de los dolientes parientes, que dejaron de llorar, y al evaporarse se sintió el tintinear de monedas al caer. Raulo por fin fue libre de malos sueños: había hecho las paces con un pasado que ignoraba haber tenido. Cuando se retiró, aliviado y satisfecho, juntamos las monedas antiguas, acuñadas siglos atrás, pagadas para mitigar dolores agónicos. Están dentro de un saco de tela blanca, en los estantes de mi colección. Cada tanto, tintinean, como recordando que no es bueno dejar asuntos pendientes, deudas sin pagar, o disculpas sin pedir. Si tenía dudas sobre la reencarnación, obviamente, ya se han disipado, tal como los espectros de Raulo. Hay un motivo para nacer. Una lección que aprender para evolucionar espiritualmente. ¿No creen mi teoría? Acérquense a La Morgue, y si quieren, tomando un café o mate, lo debatimos. Muy buen fin de semana.

viernes, 1 de abril de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TIERRA YERMA

Cayetano era un viudo recién jubilado, que compró con los ahorros de toda su vida tierras y una casita en el campo, con la idea de sacarle provecho a gran escala. Su pasatiempo era la jardinería y horticultura. En el patio interior de su casa sembraba verduras, que en cada cosecha compartía con sus vecinos, encantados con los productos frescos y orgánicos. En el patio frontal, las flores más hermosas se lucían como protagonistas absolutas de la cuadra. Así que, feliz, pensó que su hobby podría, por ejemplo, ayudar a alimentar a la gente necesitada de comedores comunitarios, y hacer bellos arreglos florales para festejos. Se mudó pronto, con Felipe, su perrito mestizo y sus proyectos a cuestas. Con ese espíritu, comenzó a trabajar los terrenos, trazando amorosamente dónde sembraría cada vegetal, teniendo en cuenta los puntos cardinales, la salida y puesta del sol, y la disposición de su sistema de riego. Pero, para su congoja, nada crecía en esa tierra, que, a simple vista, parecía bien apta para su soñado vergel. Las semillas se pudrían, o bien daban unos brotes raquíticos y deformes que se secaban. Compró abono, fertilizantes y siguió consejos de blogs para mejorar el suelo. Su frustración era cada vez mayor: nada nacía de su campo, al cual, inexplicablemente, Felipe se negaba obstinadamente acompañarlo. Siempre que Cayetano se dedicaba a la huerta o al jardín en su antigua casa, el perro no se le despegaba. Él le contaba lo que hacía, y Felipe parecía asentir con un ladrido y un bailecito de aprobación. Pero en el campo, gemía lastimeramente si tenía que estar sobre la tierra de labranza en la que vanamente se empeñaba su amo. Algo de allí le molestaba. Cayetano ya no intentaba retenerlo a su lado mientras trabajaba. Era obvio que al animal algo le disgustaba de allí. A él mismo le transcurría, al largo de los días, una extraña sensación de desasosiego, no bien pisaba el terreno de labranza, reemplazando al cálido entusiasmo de los primeros días. Cansado de no conseguir resultados, tomó una muestra de tierra en una bolsa, con la intención de hacerla analizar en la ciudad al día siguiente, y que le dijeran cuál era la falencia, para comenzar sobre seguro. Dejando la bolsita en su mesa de luz, se fue a acostar, cansado de otra frustrante jornada infructuosa. A mitad de la noche, los gruñidos de Felipe, que dormía junto a su cama, lo despertaron. Casi creyendo que seguía soñando, vio al pie de su lecho una figura de pesadilla: un hombre de una fosforescencia verdosa, gigantesco, con un hacha clavada en la cabeza, manando sangre y pedazos de sesos, e inmunda baba de su boca amenazante. La cara furiosa y torva le observaba con un odio asesino. Hasta las manos, que abría y cerraba con un ritmo de latido, expresaban una ira sin límites. Felipe, siempre presto para defender a su amo, se abalanzó sobre la horrenda figura, pero la atravesó con un gemido lastimero: algo de ella, pese a su inmaterialidad, le había hecho daño. Al ver a su perro atacado, Cayetano venció la parálisis de estupefacción, y levantándose para auxiliar a Felipe, le gritó a la aparición: --¡Fuera de aquí, demonio maldito! ¡No te atrevas a volver a tocar a mi perrito! El espantoso espectro desapareció, dejando el aire helado, y a Cayetano en absoluta oscuridad. Prendió la luz, y revisó a Felipe, constatando que no tuviera ninguna herida. El perro estaba bien. Al parecer, el hecho de atravesar el lugar donde estaba el ente, le había provocado dolor. Retiró la bolsa de tierra de su cuarto, a la cual Felipe le ladraba y gemía, por lo cual sacó la conclusión de que estaba relacionada con la aparición. Luego de la noche mal dormida, se subió al coche y se dirigió al pueblo, a visitar un amigo en común, el comisario Contreras. Contándole la curiosa historia, y sin miedo a ser considerado un viejo loco, por la mutua confianza con el hombre, vio cómo palidecía a medida que desarrollaba su relato. --Es curioso, Cayetano. Siempre creí que era una especie de leyenda urbana… Hace unos cincuenta años, por lo que me contó mi padre, en la casa que compraste vivía una pareja, bastante despareja. El tipo era un bruto, tosco, mal educado, grosero, siempre de mal humor. Le llevaba muchos años a su esposa, una jovencita dulce, frágil y muy bella. Se dice que el tipo maltrataba cruelmente a la muchacha, que las malas lenguas susurraban, había terminado casada con ese ogro, entregada por su propio padre para cancelar una deuda de juego. Cada tanto, se acercaban con sigilo unos críos a espiar al “gigante malvado”, y tirarle piedras con una honda. Cuando le atinaban, mientras él estaba distraído en sus labores rurales, huían muertos de risa y miedo, escuchando los insultos y amenazas del hombretón. Se dice que una vez, tan sigilosamente como siempre, vieron una escena escalofriante. El tipo traía arrastrando del cabello a su pobre esposa, que lloraba desconsolada, bajo la lluvia de palabras soeces y golpes que recibía mientras era transportada brutalmente. El gigante arrojó al suelo a la chica, y se agachó con la intención de seguir golpeándola cruelmente. La muchacha, desesperada, tomó un hacha que se hallaba en el piso, y con un impulso de fuerza impensado, se lo clavó en la enorme cabezota. El bruto la miró con incredulidad, y después de gruñirle una terrible amenaza, cayó, haciendo temblar la tierra. Los niños, escondidos estratégicamente, estaban congelados de horror. Así se quedaron, mientras la joven, sollozando, fue hasta un cobertizo, y con una pala que tomó de allí, cavó una tumba en la tierra de labranza. Cuando llegó el momento de llevar al despiadado marido al foso, se largó a llorar, vencida: no podía arrastrar ella sola semejante peso. Entonces, los chicos salieron de su escondite, sobresaltándola, y con un gesto de silencio que la tranquilizó, la ayudaron a enterrar al gigante. Dicen que les dio una moneda de oro a cada uno, pidiéndole que guardaran el secreto, y no bien se marcharon, hizo las maletas, y se esfumó, sin que se conociera su paradero. Nadie corroboró nunca la veracidad de la historia, y luego de muchos litigios de parientes lejanos, abogados y querellas que pasaban de una generación a otra, recientemente se pudo vender la propiedad, amigo, la que tú has comprado… --¿Qué voy a hacer ahora? Tal como le prometí a mi difunta esposa, que le encantaba mi pericia con las plantas, quería pasar mis últimos años trabajando tranquilo la tierra… No voy a soportar esas horribles apariciones de ese ser maléfico… --Quédate tranquilo. Acompáñame a visitar a un amigo que sabrá ofrecerte una solución. Así es cómo Cayetano llegó a mí, acompañado por el comisario, con la bolsita de tierra en las manos, por consejo de Contreras. Me contaron lo acontecido. Toqué la bolsa de tierra, y sentí una malvada energía. Llamé a Tristán, mi querido colaborador, para que me ayudara, y con la presencia de los dos hombres, comenzamos a orar, tomados de las manos, frente a frente, con la bolsa en medio de nosotros. El aire se puso helado, y tras un sonido similar a un trueno, con la sensación de electricidad en el aire, como si hubiera caído un rayo, se manifestó el gigante, horroroso, con el hacha hendiendo su testa. Mostraba los dientes, como un perro rabioso, e igual que él, babeaba una sustancia repulsiva de color verdoso, con el mismo caudal con el que se le escurría sangre y sesos de su herida craneal. Le impusimos nuestras manos, rogándole se serenara, y se elevara a la luz Divina. No solo no nos escuchó, sino que nos empujó. Sentimos un dolor espantoso, como de electrocución. Entendimos los gemidos de Felipe cuando intentó atacar a la aparición. Intentamos nuevamente, pese al dolor, rogarle al ente que desistiera de su odio, y eligiera la paz. Recibimos como respuesta otro brutal ataque, bajo la mirada aterrorizada del comisario y Cayetano. Con una furia que le desconocía, Tristán tomó la bolsa, y arrojándole un puñado de tierra al nefasto gigante, le gritó: --¡Te mereces el fin que tuviste, engendro! ¡Vete a penar al infierno, que es el lugar que te corresponde, y deja ya de hacer daño! El espectro se retorció horrendamente al recibir la lluvia de tierra, como si lo hubiera bañado un ácido corrosivo: empezó a derretirse, y girando como un tornado, fue absorbido, con otro sonido de trueno, por una nubecita negra que apareció junto a él. Con un ruido similar al que produce el descorche de una botella, desapareció todo rastro del fenómeno. Todos respiramos hondo, aliviados. Cayetano, me agradeció, conmocionado, prometiéndome hacerme llegar las mejores verduras de su huerta no bien comenzara a producir, y los ramos de flores más hermosas, para los velatorios que no tuvieran ornamentos por falta de recursos de los deudos. Les cuento otra pequeña historia: los niños que mortificaban al gigante con sus piedras, y que ayudaron a la joven, nunca rompieron su pacto de silencio. Hoy son todos prósperos empresarios. Las monedas de oro que recibieron como recompensa por su solidaridad, eran valiosas joyas de colección, que el malvado gigante había ganado al padre de la pobre chica jugando a las cartas… La bolsa de tierra está en las estanterías de mi colección, muy bien precintada, ya que dentro de ella se retuercen unos repulsivos gusanos que emiten pequeños rayos de electricidad. Pueden venir y verla, si quieren, llegándose a La Morgue. Eso sí, no les recomiendo que la toquen… Muy buen fin de semana.