sábado, 10 de septiembre de 2022

EDGARD, ELCOLECCIONISTA- GUERRA DE ESPÍRITUS

Lourdes, una vecina del pueblo, encontró a su abuela, Dolores, muerta en la cabaña donde vivía, saliendo del pueblo. Dolores era una famosa sanadora y comadrona, muy anciana y sabia. Muy pocos se habían privado, en el pueblo de visitarla por algún motivo: recibía consultas de toda índole, y daba consejos llenos de buenas intenciones, conciliadores y llenos de fe, en asuntos emocionales. Si de negocios se trataba, sus respuestas eran prácticas, directas, y con una carga de advertencias sobre las salidas fáciles que habían salvado a más de uno de terminar en la cárcel. Si el tema era de salud, sus conocimientos de herbolaria, equilibrio de chakras, y buenos hábitos de vida, devolvían vitalidad a los que tenían cura, y brindaba templanza y consuelo a los que no. Lourdes vino a la funeraria con una congoja que iba más allá de la pérdida de un ser querido. Así se lo dije, y ella me lo confirmó. — Te veo con un pesar agregado. ¿Hay algo en que pueda ayudarte? — No en vano nos conocemos desde niños, Edgard. Eres muy observador, y buena gente. Pero creo que si te cuento lo que me aflige, me tomarás por loca… — Vamos, Lulú. Arriésgate. Tú sabes que es imposible que piense algo así de ti. Sonriendo, al escuchar el apodo que tenía de niña, comentó: — Bueno. Tú te lo has buscado. Me atrevo a contártelo, porque la abuela adoraba a tu novia, Aurora. Pasaban muchas horas hablando. No es posible que alguien sin percepción del mundo espiritual esté tan unido a ella… El tema es que la abuelita, con más de cien años, por más que el certificado de defunción diga que falleció de muerte natural, yo sé que no es verdad… Ella venía luchando largo tiempo con una entidad del mal. — ¿Cómo sabes eso? — Centenaria, curandera, espiritista y todo, la abuela tenía un uso impecable de la tecnología. Usaba la computadora, el internet, y las redes con la misma pericia de un adolescente. Estaba permanentemente conectada, y me contaba todo lo que le ocurría, día tras día. Yo era su nieta favorita, me decía… Investigaba sobre un espíritu maligno que vivía en un universo o plano alterno, y que cada cierto ciclo de tiempo afloraba buscando sembrar el mal y la discordia, retornando, si alguien le daba batalla, y lo vencía, a un estado de hibernación, por llamarlo de algún modo, hasta recuperar sus fuerzas nuevamente, y salir entre nosotros a hacer daño. Según la abuelita, por sus investigaciones, cada salida del “Deceptor”, así lo llamaba ella, coincidía con desastres, guerras, pestes… Dijo que lo había convocado, y él, burlándose de quién consideraba una humana insignificante con ínfulas, se presentó, con ganas de divertirse. Era un ser repulsivo, que parecía hecho de lodo negro, antropomórfico. Sus globos oculares, sobresalían de su cráneo pelado. No poseía nariz, pero su boca enorme tenía los dientes aserrados como un tiburón, y su lengua bífida salía cada tanto, como para probar el sabor del aire. De todo su cuerpo, que olía a tumba, salían y entraban a gusto pequeños tentáculos, con un ojo en la punta. Según lo que el Deceptor le contó a la abuela, cada uno de ellos era la encarnación de los espíritus de los seres que se habían atrevido a enfrentarlo, y que habían sido derrotados, condenados por toda la eternidad a vivir como gusanos de su encarnación, observando, cada tanto, con su ojo angustiado, la realidad que transcurría desde su presidio. Abuelita dijo que la voz de esa cosa era terrorífica, aún más desagradable que su imagen. De solo escucharla, podía hacerte sentir ganas de vomitar, y daba terribles dolores de cabeza, porque vibraba a muy baja frecuencia, como un grito del mismo infierno… La cuestión es que Abuela se atrevió a retar a duelo al Deceptor. Me contó que, para hacerlo, debía desdoblarse, y dejar su cuerpo físico, ya que quien pelearía la batalla, sería su “yo espiritual”. El monstruo se rio, burlón, de ella, y le dijo que, pese a ser una insignificante mierdecilla, tenía mucho valor, y que aceptaba, muy divertido, el remedo de batalla que ella le ofrecía. Abuela me había contado previamente cómo era el ritual contra esa cosa, que se llamaba “guerra en espejo”. Debía tomar por los hombros al ente, y de igual modo haría él con ella, tal como si bailaran dos enamorados un tema lento, la cabeza de cada uno apoyada en el otro. Pero el baile sería una lucha de voluntades: si la abuela ganaba, el ente se retiraría, y cesarían por muchos años las miserias que nos asolaban. Pero si perdía, sería uno de esos tentáculos horrendos que se asomaban del ser para observar, impotente, lo que estaba ocurriendo en el plano terrenal. La abuela dejó de comunicarse conmigo por su móvil, y yo fui lo más rápido posible a su cabaña. La encontré plácidamente acostada en la cama, con los ojos abiertos. Ya no respiraba, y estaba helada. Apenas traspuse la puerta, Edgard, sentí el mismo olor que puede tener una tumba abierta: putrefacción repulsiva. Me mareé, con puntadas en la cabeza, punzantes y dolorosas. Quise creer que era efecto del shock de encontrar a mi amada abuela muerta, pero, mi percepción me decía que algo sobrenatural estaba ocurriendo en ese mismo momento en que yo, abrumada, llamaba para comunicar el deceso. Esa misma noche, soñé con la abuela, que me pedía ayuda. Así que ese es mi dilema, Edgard. Creo que la abuela, aún muerta, está sufriendo en manos de un ser asqueroso y dañino… — Lulú: lo comprobaremos en un rato, al llegar el cuerpo. Voy a llamar a Aurora para que me ayude. Con ella y Tristán, me siento más capaz de enfrentar a esa cosa. Si te animas, puedes quedarte… Algo me dice que fuiste siempre la nieta preferida porque veía en ti un poder que te transformaría, a su tiempo, en su sucesora… — No creo tener ningún poder, pero quiero estar con ustedes. Gracias por creerme… No bien llegó la ambulancia con el cuerpo de Dolores, la dispusimos en la sala donde arreglamos los restos para su despedida. Nos tomamos de las manos, y Aurora verbalizó el llamado hacia Dolores. Sentimos como bajaba abruptamente la temperatura de la sala, y el aire se cargaba de una extraña electricidad, tal como la que antecede a una tormenta, pero a un nivel mucho más elevado. Junto al cuerpo yacente, se corporizó una bruma, cada vez más espesa, que nos mostró a Dolores, tomada del cuerpo de un ser repulsivo, que la asía del mismo modo. Parecían dos amantes dándose cariño, ya que la cabeza de uno se apoyaba en el hombro del otro. Al levantar las manos, captamos la verdadera naturaleza de esa pose: ambos estaban en una lucha encarnizada. Dolores intentaba doblegar al ente enviando energía sanadora, lo que para él equivalía a una horrenda tortura, mientras él descargaba el poder de su odio inagotable sobre el espíritu de la curandera, que lo sufría sin rendirse ni pensar en soltar a su asqueroso contrincante, pese a la agotadora pelea que le había valido perder su vida terrenal. Entonces, Tristán nos dijo: — ¡Todos, al unísono, piensen con mucho amor, e imaginen brindar ese caudal a Dolores, para que lo direccione a la bestia! Así lo hicimos, Lourdes incluida, sintiendo una energía que nos brotaba del pecho como una bella flor abriéndose, y creciendo hacia Dolores. Un aroma angélicamente puro comenzó a eclipsar el hedor a putrefacción. Vimos temblar las piernas grotescas del ser, apoyadas en pies semejantes a garras, con uñas similares a filosos cuchillos. Pudimos oír dentro de nuestras cabezas el grito espeluznante del Deceptor. Nos provocó un revolcón de tripas, y la sensación de que se nos escurría de dolor el cerebro. El ente soltó a Dolores, lo que daba por terminada la batalla: el ser debía retirarse. Pero la sanadora no quería soltarlo. Entonces entendimos su intención: no deseaba que se durmiera: quería exterminarlo, y liberar las almas que él tenía cautivas. Entonces, muy concentrados, seguimos enviando la energía benévola hacia la curandera. Los gritos de agonía del Deceptor, pese al daño que nos causaban, no nos distraían de nuestro propósito. En un momento en el que creímos que nos tendríamos que dar por vencidos, escuchamos el desagradable alarido de agonía final. Miles de tentáculos se asomaron del repulsivo cuerpo, abriendo el ojo angustiado, y se estiraron más allá del límite de la asquerosa piel, desprendiéndose, y transformándose en los espectros de las almas otrora atrapadas, por fin libres… Todas, y cada una, nos irradiaron de amor y agradecimiento antes de partir a la luz eterna. La capa externa del ser se derritió, entre retorcijones agónicos, como un inmundo lodo, dejando al descubierto un esqueleto metálico verde neón, con los globulosos ojos que nos miraban con odio visceral. “Empujamos” más energía hacia Dolores, y reventaron con un sonido repugnante, desmoronándose su estructura, como carcomida por una herrumbre despiadada. Solo quedó su calavera, en medio de un inmundo puré que vibraba desagradablemente. Dolores, entonces, le dio a su nieta un último abrazo espectral, y con el rostro lleno de paz, se elevó con la mansedumbre satisfecha de quién ha cumplido con creces su misión. Lulú la saludó con los ojos llenos de lágrimas, planteándose seriamente si no debía continuar la obra de su abuela, quién, seguramente, le había dejado instrucciones en la vieja cabaña del bosque. El velatorio tuvo concurrencia masiva. Fue una buena despedida. Tengo la calavera metálica, manchada con óxido, en los estantes de mi colección. Se enciende, cada tanto, con un enfermizo brillo verde neón, pero un solo pensamiento benévolo o cargado de amor, hacen que se apague inmediatamente. Si quieren saber si tienen el suficiente caudal de buenos sentimientos, pueden llegarse por aquí, e intentar apagar el fulgor fatuo del infausto cráneo del Deceptor. Como siempre, los espero…

sábado, 3 de septiembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL DIARIO DE LORENZO

Lorenzo era un muchacho muy peculiar, que tenía guardado un oscuro secreto. De niño, tenía una costumbre insana, que había comenzado por insectos, hasta avanzar desde ratones, lauchas, a las grandes ratas de campo, fáciles de cazar en el pueblo. Gustaba de desmembrarlas, sujetándolas con diversos artilugios que iba perfeccionando poco a poco, avanzando en el arte de hacer daño, tratando, en lo posible de mantenerlas vivas mientras procedía a quitarles partes y abrirlas, para observar con un insano aire extasiado el interior de los indefensos cuerpecillos. Los chillidos que a cualquiera le hubieran descompuesto de espanto, a él le fascinaban. Esta horrenda práctica llegó a su fin cuando su tío lo descubrió en un granero, y lo delató con sus padres, que, horrorizados, no podían creer cual era el macabro pasatiempo de su vástago de doce años, buen hijo, obediente, alumno ejemplar, y encantador en todo sentido. Tuvieron una larguísima charla con él, que no terminó allí. Le hicieron pasar por terapia psicológica, ya que pensaron que había algún trauma oculto tras esa malsana necesidad de hacer daño a escondidas a los animalitos. El niño fingió estar de acuerdo, se mostró arrepentido, y enfrentó al psicólogo con la pericia suficiente como para que lo dieran de alta al poco tiempo de haber comenzado sus sesiones. Siguió su vida como gran estudiante, e hijo disciplinado, por lo que sus padres decidieron dejar en el olvido el espantoso episodio y dar vuelta la hoja. Pero Lorenzo solo reprimía con mucho empeño su deseo de seguir con las aborrecibles prácticas. Ahora, lo que fantaseaba era llevarlas a cabo con otra clase de ejemplares. La idea de desmembrar niños daba vueltas por su cabeza de una forma obsesiva. Se llamó a controlarse, prometiéndose que lo llevaría a cabo no bien consiguiera la infraestructura adecuada para cumplir su oscuro deseo. Ya bien entrada la adolescencia, secuestró al primer niño. Lo torturó de manera horrenda, en el medio de un refugio que encontró en el rincón más apartado del bosquecito que había a la salida del pueblo, en una cabaña abandonada, que dotó de lo que necesitaba para concretar sus salvajadas. Él mismo se había puesto a gritar a viva voz, como un poseso, durante horas, comprobando que no era escuchado. Si alguien hubiera acudido, tenía pensado fingir dolor de estómago, y decir que se perdió, y que creía tener apendicitis. Así que la pobre víctima chilló de espanto y dolor ante la tortura atroz a la que fue sometido, para mayor placer de su verdugo. A pocos metros de la cabaña había un foso enorme, donde arrojó los restos de la criatura, donde vio que en poco tiempo una horda de ratas se introducía para darse un banquete con el pobre niñito muerto. Lo interpretó, al haber desmembrado tantas de ellas, como una especie de justicia poética: no había daño en sus acciones, ya que la especie que una vez perjudicó, ahora se favorecía con su accionar. Feliz, satisfecho, al menos por un tiempo, siguió su vida fingiendo ser un joven normal, estudiando, socializando y formando parte de su comunidad. Ningún remordimiento nublaba su conciencia. Por el contrario: para dormir dulcemente, gustaba de evocar los momentos más terribles del calvario del niño asesinado cruelmente, para relajarse y descansar como un ángel. Y lo hacía, disfrutando de la lectura de un diario donde plasmaba, desde niño, detalle a detalle sus prácticas monstruosas. Una chica comenzó a interesarle, y, por lo visto, era mutuo. Gustaba de hablar con ella. Salían a tomar un helado, y hacían juntos las tareas escolares, bajo la aprobadora mirada de los padres de ambos, dependiendo en que casa las realizaran. Entonces, otra vez la pulsión de desmembrar apareció en su mente de manera constante, encontrando más agradable imaginar destripar a la chica que acariciarla y besarla, lo que ya comenzaba a hacer, tímidamente, y respetando los límites que ella le ponía. No podía usar a su noviecita para calmar su pulsión. Aunque tomara todos los recaudos, su cercanía con ella lo pondría en evidencia. Así que organizó su plan con otra muchacha, una chica indigente de un pueblo vecino, a la que engatusó con un ardid, prometiéndole dinero si le ayudaba a vender un lote de cosas robadas que tenía escondidas en el bosque. La muchacha, curtida en el hambre de vivir sin techo, y sin desconfiar de quien parecía un jovencito de buena familia en su primera travesura fuera de la ley, lo siguió a escondidas en la oscuridad. Al entrar al interior de la cabaña, alumbrada con una lámpara de kerosene, todas las alarmas se le encendieron en el cerebro. Pese a la escasa luz, vio las manchas escasamente limpiadas de sangre, y el escenario de algo horrible. No había trazas de objetos robados para comerciar. Así que cuando Lorenzo se le vino encima con la jeringa de droga para dormirla, con la práctica adquirida de su supervivencia en la calle, esquivó el pinchazo, y hábilmente le torció el brazo, arrancándosela de las manos, e inyectándosela a él. Cómo se debatió unos segundos antes de soltarla, aferrándola con una fuerza brutal, ella le rasguño la cara y el cuello, antes de que Lorenzo se derrumbara con un gemido gutural. La chica, al ver que no se rendía, ya que asió su tobillo férreamente, desesperada, tomó una barra de metal que encontró a mano y la descargó aterrada por la resistencia del tipo, que, si bien la había soltado, seguía gimiendo, con los ojos abiertos, dándole de pleno en la cabeza. Vio en una rápida recorrida por el espacio interior de la cabaña, una camilla con esposas. Si bien Lorenzo estaba atontado, seguía, inexplicablemente consiente, por lo que tomó una de ellas, esposándolo a una de las patas de la camilla, firmemente aferrada al piso, y salió huyendo de allí, temiendo que el loco consiguiera zafarse y la atrapara nuevamente. Aunque estuvo desorientada, corriendo hasta sentir que le estallaba el corazón, consiguió salir del bosque, y fue asistida y llevada hasta un hospital, donde la policía le tomó testimonio. Entre tanto, Lorenzo, semi desmayado, tironeaba con las pocas fuerzas que le quedaban, luego de la inyección soporífera y el golpe, sangrando profusamente por las heridas del rostro, cuello y cabeza. Comenzó a sentir un bullicio lejano, ligeramente conocido, que se acercaba poco a poco, y que reconoció cuando vio entrar a la primera de la horda, olisqueando el aire cargado de hemático olor ferroso. Eran ratas. Miles de ellas. Se le arrojaron encima, excitadas por el aroma de la sangre, y comenzaron a mordisquearlo sin reparos, arrancando su carne sin piedad. De nada le sirvió gritar, o intentar sacudirse de encima a sus atacantes: eran demasiadas, y tuvo una horrible agonía, mientras sus otrora víctimas de la infancia se lo devoraron vivo. Cuando al fin la policía consiguió llegar con la confusa información aportada por la jovencita secuestrada, solo encontraron un roído esqueleto en la macabra cabaña, y en un precario escritorio, el diario que les aportó la información para dar con la identidad de los restos, y cerrar el caso del pobre niñito desaparecido hacía un tiempo. Una vez que se cerró judicialmente el terrible episodio, los horrorizados padres de Lorenzo, en un principio se desmoronaron, y luego, tomaron una decisión que los salvó de volverse locos: adoptaron a la muchachita sin hogar que había intentado masacrar su hijo. Esa medida los salvó a los tres de terminar perdidos en un oscuro mar de desesperación. El comisario Contreras, vino una tarde a contarme la historia, absolutamente horrorizado por las retorcidas facetas de las personalidades humanas: él conocía a Lorenzo, y no entendía qué le había llevado a sus enfermas pulsiones. Me dejó de obsequio el diario de Lorenzo, donde se detallaban con precisión quirúrgica los tormentos infringidos por él, con embelesados detalles que descomponen el estómago más fuerte. Y allí está, en los estantes de mi colección. A veces, al abrirlo, parece escucharse un extraño eco, mezcla de gritos humanos y chillidos de ratas. Dura solo unos segundos, pero puedo asegurarles que pone los pelos de punta… Si quieren comprobarlo ustedes mismos, vengan a visitarme a La Morgue. Saben que conmigo, nada tienen que temer. Los espero…