miércoles, 11 de marzo de 2020

UN POCO DESORDENADA

UN POCO DESORDENADA Sonó el despertador a las cinco de la mañana. Mauricio se levantó como un zombi enloquecido para no llegar tarde al trabajo. Al vibrar el aparato, parecía haber recibido una descarga de picana eléctrica, por sus movimientos convulsivos. Tuvo la consideración de vestirse a oscuras para no molestarme. ¡Qué dulce! Trastabilló como un borracho antes del desmayo, pero lo logró. Escuché somnolienta sus insultos mientras tropezaba con los muebles y se quemaba con la cafetera, el pobre. No dormía lo suficiente como para enfrentar el amanecer sin hacerse daño. Comenzaba su jornada demasiado alterado. Me hubiera gustado prepararle el desayuno, alcanzarle la ropa, desearle un buen día conversando con él y dándole aliento… Como cuando éramos recién casados. Yo estaba por terminar mi carrera universitaria, y tenía mi empleo de medio tiempo. Y él, bueno, él se iba a comer el mundo crudo. Se ve que se le atravesó en el estómago, le causó indigestión, y lo tuvo que vomitar poco a poco todos los días de su vida. Dejé estudios y empleo cuando quedé embarazada. Mauricio empezó a trabajar el doble. Era lo justo, lo que correspondía a un padre de familia responsable. La cama estaba tan cómoda, calentita, y yo tan cansada…Me merecía un rato más de sueño. Me lo había ganado. Al menos eso sentía. A las ocho escuché que despertaban los mellizos. Mis dos hermosos niñitos amados. Cuatro añitos. Sumamente traviesos y exigentes. Dos bellos diablitos, vampiros chupadores de energía. Justamente lo que no tenía para dar en ese momento. Todavía no podía entender que me había impulsado a engendrarlos. No es que no los amara con locura. No era eso. Para nada.Tan divinos, ellos… Debía atenderlos. Era mi sagrado deber de madre. Mi apostolado. No podía despegar los ojos. Me pesaban los párpados como lápidas. Seguí durmiendo, acunada por la idea de que sus chillidos de salvajes eran una pesadilla que se esfumaría al despertarme. Dios los cuidaría. Siempre lo hacía. Yo soy una mujer muy creyente. Eso tiene sus recompensas. A las doce me levanté sin ganas, sobresaltada por los alaridos estridentes de los niños, totalmente amodorrada. Posiblemente eran las pastillas que tomaba por las noches. Me excedía un poquitito con la dosis, pero que bien que se sentían. Me hacían olvidar del mundo en unos minutos mágicos. Bien valían un malestar al día siguiente, aunque pareciera que unos gnomos malvados me taladraban el cerebro. Los chicos, además de gritar como poseídos durante un exorcismo, daban asco. Estaban desnudos como salvajes, embadurnados con una mezcla de mocos, barro, mermelada, y otras sustancias desconocidas. Tenían rastros en el cuerpo de haberse estado golpeando con algo, a juzgar por sus moretones. Además lucían marcas de mordiscos. ¡Qué caníbales inadaptados! Habían incursionado en la heladera y la alacena para calmar el hambre, dejando huellas mugrientas de sus andanzas por todos lados, como el rastro de dos babosas gigantes. Mientras lloraban y peleaban como maníacos, les di una limpiadita con un trapo húmedo que no olía mejor que ellos, y los consolé con una canción que les gustaba. Me observaban asombrados, como si fuera una desconocida. Niños… Los vestí con lo primero que encontré. La ropa no combinaba en absoluto. Parecían pequeños pordioseros. A ellos les tenía sin cuidado. Después los bañaría y acicalaría debidamente. Los dejaría bellos.Lo haría cuando adecentara el baño, que lucía como si una pandilla de monos adolescentes hubiera hecho sus necesidades en él. ¡Qué asco!!! Saqué de la mesa los platos sucios de la noche anterior. No tenía ganas de lavar. Los puse en la pileta repleta de cacharros mugrientos. Fue una verdadera proeza mantener en equilibrio tremenda torre de trastes. Tanto haber jugado tetris daba sus frutos… Preparé unos sándwiches para almorzar. No me entusiasmaba cocinar, y a los chicos les gustaban. Amaban la comida chatarra. ¡Suerte para mí! En lo personal, la ingesta de esa clase de porquerías me había hecho engordar unos veinte kilos, sumados a los que me quedaron del parto, que nunca pude bajar. Odio la gimnasia y las dietas. Después de todo, soy una señora casada, y no tengo por qué seguir los estereotipos de belleza capitalista que nos quieren vender a las mujeres,como si fuéramos un objeto. Yo tengo una gran personalidad y autoestima. Sé que me empodero desde mi inteligencia y capacidades. Como madre y esposa, por ejemplo. Pese a esta certeza, en mi caótico ropero, entre montones de trapos acomodados a presión, están las cajas con la ropa de mi época “de flaca”. A veces, cuando me agarra una cosa rara en mi interior que aún no logro descifrar, saco una vieja prenda e intento ponérmela, con resultados desastrosos.La última vez, intentando calzarme un pantalón que no subía ni a mis rodillas, terminé cayéndome de culo, enredada, transpirada y presa del jean hostil. Los mellizos, que no se perdieron un segundo de la maniobra, lloraban de la risa abrazados, como no soportando la estabilidad de tanta hilaridad desatada, al ver a su madre tirada e impotente como un sapo aplastado. A mí no me hizo ninguna gracia. Es más, sentí una angustia que me inundaba el pecho como un veneno amargo, pero reprimí las ganas de agarrar a los pequeños a cachetadas, y guardé el sentimiento bien al fondo de la cabeza, como vengo haciendo con todas las cosas que me desagradan. Esconder esas sensaciones en un limbo mental me brinda excelentes resultados, y no tengo que lidiar con el enojo, la tristeza, ni cualquiera de esas negativas emociones. Me considero feliz y positiva. Algún día que tenga más ánimos me desharé de esas ridículas cajas con ropa de anoréxica, cuando esté del humor indicado. Salí de mis absurdas remembranzas para pensar en mi jornada. No me gustó el panorama. Me enfoqué en mi hogar. La verdad es que había demasiado para hacer en la casa. Demasiado. Las habitaciones eran un caos. Toda la ropa estaba sucia y desparramada. El living era un desastre embarrado. La cocina imitaba un campo de guerra. Todos los días me proponía realizar una limpieza exhaustiva, un orden renovador, pero me venía un extraño cansancio que me hacía posponerlo, y había llegado a un punto en que parecía un proyecto titánico, demasiado para mí. Era abrumador. En un rato arrancaría. Necesitaba un poco de entretenimiento para comenzar. Les expropié el televisor a los mellis, que aullaron de lo lindo, pero hice valer mi autoridad enviándolos a jugar. Es importante poner límites y enseñar quien manda. Si no aplico mano ruda, corro el riesgo de que el día de mañana terminen siendo unos vagos, delincuentes, o inadaptados. ¡Hasta es posible que consuman drogas!! Eso no les va a pasar a mis retoños. Tienen una mamá que los sabe educar y decirles basta. Es fundamental. Era la hora de las novelas. Todas iguales y previsibles. Chicas que empiezan como empleadas de limpieza y conquistan al rico joven casadero de la familia, para el horror de toda la parentela (sobre todo de la suegra, indefectiblemente cruel y sádica). De mucamas a multimillonarias. Pero no quería perdérmelas. No era un pecado mirar unos capitulitos, por más cursis y rebuscados que fueran. Además, ¡qué satisfacción ver la cara de odio de las villanas ultrajadas!! Un pequeño vicio sin víctimas.Más tarde limpiaría. Sin falta. Terminaron las novelas y empezaron los programas de chimentos. ¡Qué descarados eran los famosos!!! ¡Cuántos escándalos!! ¡Ya no hay moral en este mundo!! Los chicos llevaban y traían juguetes de la casa al patio, y toda clase de porquerías del patio a la casa, dejando un desastre de lodo y plantas arrancadas de raíz. ¡Qué salvajes! Ya estaban muchísimo más mugrientos que cuando comenzaron sus andanzas. Les pedí que se portaran bien, que se manejaran como niños grandes y obedientes. No me prestaron la más mínima atención, y siguieron dedicando su tiempo a destruir el poco jardín raquítico que a duras penas se mantenía en pie.No tenía ganas de ponerme a gritarles o darles un chirlo. Estaba divertida la tele.Me preparé un cafecito para despejarme. Me enganché con una película. Sabía que era muy buena porque la había visto varias veces. Siempre lloraba con el final. Soy una romántica incurable. Tenía que limpiar, ordenar, lavar, hacer las compras… ¡Qué desgano!! Les di la leche a mis hijos, sin calentar, con rodajas de pan de ayer. Era demasiado lío ponerme a tostarlo. Ellos tragaron todo como trogloditas. Creo que hubieran comido piedras, si se las untaba con mantequilla. En vez de abocarme a mis quehaceres, me senté a ver los informativos. Una tiene que estar al día, conectada con la realidad. Y yo no era adicta a los teléfonos inteligentes. Eso es una enfermedad para mediocres: redes sociales huecas donde la gente sin vida propia pierde su intimidad y valioso tiempo, publicando estados de mentira, actividades y salidas que a nadie le interesan. Es más. No tenía ni una remota idea de dónde estaba mi teléfono, ni cuándo había sido la última vez que le hubiera cargado. Pasaban cosas muy interesantes en el noticiero: robos, violaciones, estafas, corrupción, huelgas, desempleo, catástrofes de todas las variedades. Eran temas como para conversar con mi esposo cuando regresara de su duro día y distraerlo un poco. Entonces me di cuenta de que no me había sacado aún el camisón, ni peinado. No me había lavado la cara, siquiera. ¿Cómo se había ido así de rápido el día? Era increíble…En eso estaba pensando, y en la pereza que me daba, cuando Mauricio llegó del trabajo, pegando un portazo que nada bueno auguraba.Venía agotado y alterado. Demasiado pálido y demacrado. Una protuberante venita le palpitaba en la sien izquierda, como un minúsculo corazón enojado. Al entrar me reprochó el estado deplorable de la casa, de los niños y de mí misma. Qué incomprensivos son los hombres… Le contesté que para él era tan fácil. Se iba todo el día, dueño y señor absoluto de su tiempo, y yo tenía que quedarme a renegar con los rebeldes mellizos, esclava de sus requerimientos, que daban toneladas de dolores de cabeza. Siempre totalmente atada a mi insípida rutina, sin desafíos interesantes ni incentivos. Yo criaba a sus hijos, y mi recompensa eran sus crueles quejas machistas… Me preguntó si por lo menos había pagado los impuestos que vencían ese día, como me había pedido la noche anterior. Me dijo que me había llamado mil veces para recordármelo, pero que daba directo con el contestador. Tuve que reconocer de mala gana que había olvidado hacerlo. En realidad, jamás le había prestado atención cuando me lo dijo, pero obvié de comentárselo, claro. Tampoco le conté que no sabía dónde estaba mi puto teléfono. En algún lugar ignoto de la pieza, en el cajón de los juguetes de los chicos, en el lavadero…Vaya a saber… Insultando por lo bajo con las palabrotas más variopintas, se fue a bañar. En el baño siguió puteando, al encontrar el chiquero inmundo de la ducha y sanitarios. Metí en la pileta los platos del almuerzo, las tazas de la merienda y de mi café. Ya no quedaba espacio, pero me ingenié para no desmoronar la creativa torre que había erigido como una artista de la vajilla sucia. Herví arroz y salchichas en la última olla limpia, heroína ilustre de mi batalla de ama de casa. Mauricio se sentó a cenar con un humor de perros. Me imaginaba tronar sobre su cabeza una negra nube de tormenta lanzando rayos asesinos. Me observaba con un gesto de disgusto feroz. Yo hacía como que no me percataba de su mal humor, e intentaba sacar conversación, sin lograr cambiarle su tremenda cara de culo. La venita de su sien palpitaba sin cesar, cada vez más veloz y virulenta. Ya se le pasaría, como siempre. O por lo menos, eso creía. No hay mal que dure cien años. Abrí la heladera para sacar la jarra de jugo, pegajosa de mermelada, mientras los chicos se arrojaban alegremente puñados de arroz apelmazado y soso con gran algarabía. Salió una vahada de olor realmente repugnante. Parecía que hubiera abierto una tumba, realmente. Obviamente, Mauricio indagó sobre la procedencia del hedor.Me puse a buscar. Encontré verduras podridas, pero no olían tan terrible. Tampoco era la carne en mal estado, olvidada en el fondo. Vi la cacerolita con el guiso que mi suegra nos había regalado una quincena atrás. La saqué y arrojé el asqueroso contenido al inodoro, y la acomodé sobre la precaria pila de cacharros pringosos de la pileta. Muy asombrosa la pestilencia que podía generar un guisito que fue tan rico hace unos días, nada más… Mauricio comenzó a ponerse rojo. Su venita palpitaba cada vez más rápido, si eso era posible. Me preguntó cómo podía ser tan dejada, sucia e indolente. Cómo había llegado a ese nivel de haraganería y desidia, a ese descontrol de mi persona, gritando como un lunático. Le dije que no tenía derecho a ofenderme. Lo que estaba haciendo era ejercer sobre mí violencia verbal, que era casi lo mismo que pegarme, y que lo podía denunciar por maltrato, mientras enjuagaba las lágrimas de mis ojos con un repasador tieso de mugre. Sollozando le dije que era una buena madre y esposa, una mujer decente, de familia, que lo respetaba, inculcando valores cristianos y saludables en mi hogar, no como otras que andan callejeando todo el día de tacones y pintadas como rameras, abandonando su prole con terceros para regodearse en el vicio. Sus mismas compañeras de trabajo dejaban bastante que desear. Y mejor cerraba la boca, porque era una señora, y algunas palabras no son dignas de ser dichas por una dama. Mi único defecto era ser un poco desordenada. ¿Quién no tenía alguna pequeña falla? ¿Quién podía tirar la primera piedra? ¿Acaso él era perfecto, llegando a su casa, su hogar, de tan mal humor, tratando así a la esposa que había jurado amar ante Dios? Entre tanto, los niños se golpeaban al unísono la cabeza llena de arroz con el tenedor, y amagando con hincárselo mutuamente en los ojos. Gritaban con una sincronía asombrosamente irritante. Mauricio les gruñó que se dejaran de joder con un tono gutural realmente atemorizante, bastante impropio de él. No son tontos los chicos. Se quedaron mudos y tiesos. Me miró con intención de seguir discutiendo, el cabello erizado como el de un gato furioso. De sus ojos sombreados de enojo saltaban chispas. El rojo de su rostro había mutado a un fucsia violento. Al abrir la boca para reiniciar su perorata, se llevó las manos al pecho con un gesto de dolor y asombro desesperado, y cayó redondo, sin poder decir ni mu. Corrí hacia él desmañadamente. Los mellizos se asustaron y huyeron a su cuarto chillando como cerdos en el matadero. Hice todo lo que pude para ayudar a mi esposo. Intenté realizar las maniobras de resucitación que una vez me enseñaron sobre su pecho flaco, pero no recordaba bien cómo se aplicaban, y parecía que estaba dándole una paliza a un hombre caído. Cuando ya fue demasiado evidente que estaba más que muerto, dejé de aporrearle el esternón con una sensación de derrota. Pobre, pobre Mauricio, mi amado marido. Ya no palpitaba más la loca venita de su sien. No escucharía jamás sus gritos ni insultos sobre mi dejadez y pereza. Empezaba a extrañarlo desesperadamente, con un miedo alarmante. Tenía que llamar a alguien, buscar auxilio. Debía pedir una ambulancia, aunque ya no sirviera de mucho, y avisar a la policía. Me imaginé una escena de serie de detectives, donde me interrogaban y buscaban pruebas con material sofisticado en toda la casa. ¡La casa!¡Qué sucia y caótica que estaba! No había un solo lugar limpio y presentable en toda su superficie. Hasta las paredes estaban grafitteadas con crayones lavables que jamás lavé.Realmente me avergonzaba recibir gente en el desorden reinante. La sorpresiva muerte de Mauricio me había dejado choqueada, agotada. No podía ser verdad lo que había ocurrido. ¡Quedarme viuda tan joven, desamparada con mis hijitos!! Era muy injusto. Me había abandonado de pronto, sin darme tiempo de hacerme a la idea, sin un aviso… ¿Quién se ocuparía de nuestro sustento? ¿Y las cuentas e impuestos?¡Qué horror!!!Sola en el mundo con mis pequeños niños… El fucsia del rostro de Mauricio había dado paso a un gris ceniciento. Todavía conservaba un semblante que combinaba la sorpresa absoluta con un profundo desagrado. Tendrían que esmerarse mucho en la funeraria, sobre todo para cerrarle la boca, que parecía seguir gritando, aún difunto. Las moscas verdes que antes volaban sobre la ollita del guiso podrido se posaron sobre él. Saqué una sábana del cesto de ropa sucia y lo cubrí para protegerlo de los bichos. Era un gesto de amor que él hubiera apreciado. Mandé a los chicos a dormir. Les dije que papá estaba enfermo, pero que se pondría bien. No querían creerme, por lo que tuve que aplicarles un par de azotes en el traste para que se calmaran y se metieran en la cama, temblando de miedo. La disciplina, ante todo. No debía perder el control… Me puse a pensar como seguir con la horrible situación y sus consecuencias. Sólo llegué a una conclusión. Me fui a acostar. Estaba muy cansada. No podía poner en orden las ideas en mi mortificada cabeza. Agotada, era la palabra justa. Mañana sería otro día. Ordenaría todo. Lavaría los platos, la ropa, las paredes pintarrajeadas. Desinfectaría el baño inmundo. Bañaría a los mellizos y a mí, y nos vestiríamos impecables. Dejaría todo de punta en blanco, como le hubiera gustado a Mauricio encontrar su hogar cuando llegó. Nadie me podría reprochar que era un poco desordenada…Aunque a pesar de mi terrible tragedia, seguro no faltaría algún hijo de puta machista y misógino que lo hiciera. Así es la gente. Me tomaría unas cuantas pastillitas para tranquilizarme. Quizá una o dos más de la cuenta, por el estrés. Todo mejoraría después de dormir unas horas…

EL ARREGLADOR

EL ARREGLADOR El barrio privado “Colmenas doradas” era el reducto exclusivo de una elite de industriosas abejitas multimillonarias. Nuevos ricos, políticos corruptos, empresarios fraudulentos, artistas en decadencia, proxenetas, traficantes de drogas y armas con rótulo de exitosos empresarios. Todos se conocían. Públicamente, se saludaban como hermanos, con voces afectadas y promesas de juntarse en próximas reuniones. En realidad, se odiaban y envidiaban cordialmente, creyéndose cada uno superior a los demás. Al aborrecerse tan adorablemente, daban como resultado una comunidad unida y simpática. Hubo asombro y ofensa generalizada cuando el doctor Alfio Mishiguener compró una de las últimas casas disponibles del barrio cerrado. ¿Cómo osaba profanar su espacio sacrosanto ese payaso desalineado? El esperpento era un cincuentón casi pelado, orlada su calva de desprolijos mechones plateados erizados. Sus ojos azul bebé se perdían a lo lejos tras los anteojos culo de botella remendados con cinta aisladora. Flaco hasta los huesos y encorvado, remataba su vestimenta ordinaria con un raído guardapolvo manchado y amarillento que jamás se quitaba. Para colmo de males, en ese templo del dios automotor, de la alta gama y el lujo, el doctor se manejaba en una espantosa furgoneta negra, vieja, abollada y ruidosa. Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti, clon de todas las féminas del lugar (quizá compartían el mismo cirujano plástico), llegó a tomar el té con sus amigas, rubias platinadas como ella, con el chisme de que su esposo conocía la procedencia del estrafalario vecino. El marido de Lilita, Chacho Malfatti, parásito del estado por vocación y herencia, había averiguado los antecedentes de Mishiguener. El tipo era un reconocido científico que trabajó en el ministerio de salud hasta que lo jubilaron anticipadamente tras sufrir un colapso nervioso. Lo habían indemnizado con una cifra jugosísima, así que el individuo, con muchos trabajos de renombre publicados, no debía ser cualquier mierdita. Las “chicas” transmitieron la información a la comunidad. Si bien ésta no le brindó el tradicional agasajo de bienvenida reservado para los recién llegados, al menos, comenzaron a saludarlo. A sus espaldas lo apodaban “científico loco”, “doctor chiflado”, “don Frankestein” entre otros sobrenombres por el estilo. No fue hasta que Colmenas Doradas sufrió un corte de energía eléctrica de quince días, que Alfio Mishiguener recibió la aceptación, incluso la adoración de sus residentes. A pesar de los generadores, que no daban abasto, toneladas de provisiones gourmet se pudrían en los freezers. Aires acondicionados, computadoras, plasmas gigantescos, parlantes de última generación y otros innumerables tótems tecnológicos, dormían un sueño inútil y frustrante que impedía exhibirlos como símbolos de poder, prosperidad y felicidad. La empresa de energía eléctrica que abastecía la zona, desbordada de reclamos, directamente dejó de atenderlos. El doctor se acercó tímidamente a un grupo de vecinos congregados para protestar contra el vejamen. Los más indignados eran aquellos cuyas influencias tan apreciadas no les había servido de nada. -Si ustedes me permiten- dijo con voz cascada y temblorosa-, creo que se puede arreglar el desperfecto. - ¿De veras?- preguntó Lola Amendávar Arredondo de Curretti, la mejor amiga de Lilita. -Creo que sí. Me fijé en la conexión principal, y si le agrego a los cables de entrada un aparatito que yo… De inmediato fue interrumpido por la masa, que lo alentaba a intentarlo con urgencia. El hombre no perdió el tiempo. Trasladó una herrumbrada caja de herramientas y un extraño artilugio en su furgoneta hacia el punto de entrada del suministro eléctrico, y en menos de treinta minutos en que trajinó su esquelética figura entre cables y fusibles, el barrio fue bendecido por la bendita y anhelada electricidad. Se transformó en un héroe. Recibió muchísimas palmadas viriles que sacudieron su huesuda espalda. Cuantiosos labios inflamados de colágeno y agradecimiento colorearon su rostro con una variada paleta de costosos labiales. De ahí en más, pasó de “científico loco” a genio. Su pericia lo condenó a que la comunidad le llevara los más variados objetos descompuestos. Mishiguener no sólo los arreglaba, sino también les introducía mejoras. Los equipos de audio aumentaban su potencia y calidad de sonido. Los televisores fidelizaban su imagen y captaban cientos de canales adicionales no contemplados por la empresa de cable. Conseguía que las cortadoras de césped se manejaran prácticamente solas, con controles remoto de su invensión. La máxima popularidad la alcanzó a través de los críos. Los maleducados vástagos le entregaban juguetes y consolas destruídos, cuyos precios de mercado superaban ampliamente varios sueldos promedio de un empleado de comercio. Los recompuso, eliminando la necesidad de recargarlos a través de pilas y baterías, gracias a un original artilugio surgido de su inventiva. La consagración le llegó cuando surtió a los jugadores con cascos que les permitían vivenciar las imágenes dentro del juego, dándoles la posibilidad de matar, machacar, masacrar tan interactivamente, que los tiernos párvulos podían sentir la sangre y tripas de sus víctimas virtuales, con una satisfacción incomparable que los preparaba para las violentas exigencias del futuro. -¡El doctor es un capo!!!-decía el hijito de un mafioso. - El tipo es lo más de lo más- opinó el descendiente de un actor drogadicto. Aunque nadie lo invitó nunca a transponer las puertas de su hogar, ni jamás se le ofreció un centavo por sus maravillosos arreglos, de vez en cuando recibía de obsequio vinos costosos, masa finas, entradas para espectáculos, y hasta pases libres para prostíbulos vip. Él tomaba distraídamente las atenciones, agradecía tímidamente, y se olvidaba totalmente de los regalos, abocado a sus constantes experimentos. Mishiguener no era viable para la inclusión social de ese sofisticado mundo, pero sí para ser la mascota oficial de Colmenas doradas. Quiso la desgracia que Lilita descubriera que su esposo cornamentaba su platinada cabeza nada menos que con su mejor amiga Lola. Como en el hogar de los Malfatti había neurolépticos como para proveer a una legión de adictos, a Lilita se le ocurrió fingir un suicidio para vengarse de los asquerosos infieles, y se empastilló concienzudamente. Mientras cavilaba sobre el escándalo que armaría luego del lavaje de estómago, en todas las exigencias que pondría para perdonar a Chacho, y cómo arrastraría por el barro del destierro social a su amiga, falleció mansamente tras ingerir la veinteava píldora de un fármaco más potente de lo que había calculado. Le dió más atención a su puesta en escena que al alto gramaje de sedantes que injería. Un pequeño error. Casi al mismo tiempo, Tincho Ordóñez Beltrán caía duro al descubrir que el cheque extendido por su cuñado y cómplice de varias estafas, Chichilo Romanini Hurtado, carecía de fondos, poniendo al descubierto el desvío de capitales que venía urdiendo con Hurtado. Sería flagrantemente atrapado, dejándolo sólo a él en el rol estelar de delincuente. Su corazón no soportó la catástrofe que se le avecinaba, y falleció al instante. Para no ensuciar la idílica imagen del barrio cerrado, se veló y enterró a los difuntos con total discreción y celeridad. Los acogió el cementerio privado más caro y exclusivo de la zona. Se evitó mencionar lo ocurrido, como si el silencio desvaneciera los hechos. Alfio Mishiguener se sintió humanamente afectado. Salió con su furgoneta destartalada cargada de sogas, palos, picos y frazadas la noche posterior a los entierros. Sólo Dios sabe cómo logró transponer la seguridad del camposanto de lujo. Profanó las tumbas, envolvió los cuerpos y los cargó en su vehículo. Con la meticulosidad de un artesano retocó la escena de manera que nadie se percatara de lo ocurrido. Se encerró en su casa con los cadáveres, y se puso a trabajar. Tenía la certeza de que algo podía arreglar. Así fue como el doctor les devolvió la vida a Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti y a Tincho Ordóñez Beltrán. Ambos tenían, en honor a la verdad, un aspecto espantoso. Demasiado pálidos, con sombras violáceas en las facciones macilentas. Apestaban a líquido para embalsamar, y se movían de manera torpe, sin controlar bien sus cuerpos. -¡Muchas gracias, doctor Mishiguener! ¡Usted es un genio que lo arregla todo!!!- graznaron casi a coro los resucitados, con una horripilante sonrisa en sus labios morados. -Todavía no terminé mi trabajo. Estoy seguro que los puedo mejorar… El científico no estaba conforme con el aspecto de sus vecinos. No le gustaba en absoluto. -Nooooo, doctor, gracias. Quizá más adelante-dijo Lilita croando como un sapo afónico- Ahorita mismo tengo asuntos urgentes que atender. -Lo mismo digo, amigazo. Tengo que aclarar un par de cositas con mi querido cuñado. Mishiguener los quiso detener, pero lo apartaron con un empujoncito brusco, no exento de amabilidad, demasiado fuerte para la enclenque estructura del hombre. Impotente, los vio huir en la noche. Lilita entró en su casa, provocando el desmayo de su mucama, y tomó de su cocina el cuchillo más grande y afilado que encontró. En el dormitorio, su marido consolaba su recién estrenada viudez con Lola. Los alaridos de horror de ambos se entrecruzaron con el chillido ronco y salvaje de Lilita, al lanzarse contra la pareja y deshacerla a cuchilladas. Los destrozó de tal manera, que más tarde costó identificar los cuerpos. Al mismo tiempo, Tincho era recibido con el más absoluto espanto por su cuñado, que abrió estúpidamente la boca, sin poder emitir una palabra. El finadito, pese a la torpeza de sus manos, apresó el cuello de Chichilo con una fuerza descomunal, y no lo soltó hasta que sus facciones ennegrecieron y los ojos salieron monstruosamente de sus órbitas. Perpetrados los hechos, los muertos partieron con destino desconocido, después de agenciarse de dinero propio y ajeno. Hubo numerosas investigaciones, pericias e interrogatorios policiales, miles de rumores, toneladas de teorías, pero los crímenes no se esclarecieron nunca. Los habitantes de Colmenas doradas comenzaron a disgregarse. La prensa había metido la nariz en su reducto, y ya no era un lugar glamoroso y seguro para vivir. Se iban de viaje, vendían sus propiedades, adquirían compromisos en lugares lejanos. Demasiados habían visto caminar después de muertos a Lilita y Tincho, pero no lo contarían jamás. Trataban de auto engañarse diciéndose que era una especie de alucinación colectiva fruto de los nervios, pero no les funcionaba. Nadie tenía limpia la conciencia. No les gustaba sopesar la posibilidad de que sus pecadillos fueran expiados en manos de cadáveres andantes. El último en vender su casa fue el doctor Alfio Mishiguener, por pura soledad y aburrimiento. Cargó sus escasas pertenencias en la vieja furgoneta negra. Echó un último vistazo al bello paisaje del barrio: césped verde esmeralda, canchas de tenis, quinchos, piscinas, mansiones hermosas engalanadas con jardines de ensueño. Suspirando largamente, ya al volante de su viejo vehículo, se dijo en voz alta, con una gran tristeza: -Después de todo, hay cosas que no tienen arreglo…