miércoles, 11 de marzo de 2020

EL ARREGLADOR

EL ARREGLADOR El barrio privado “Colmenas doradas” era el reducto exclusivo de una elite de industriosas abejitas multimillonarias. Nuevos ricos, políticos corruptos, empresarios fraudulentos, artistas en decadencia, proxenetas, traficantes de drogas y armas con rótulo de exitosos empresarios. Todos se conocían. Públicamente, se saludaban como hermanos, con voces afectadas y promesas de juntarse en próximas reuniones. En realidad, se odiaban y envidiaban cordialmente, creyéndose cada uno superior a los demás. Al aborrecerse tan adorablemente, daban como resultado una comunidad unida y simpática. Hubo asombro y ofensa generalizada cuando el doctor Alfio Mishiguener compró una de las últimas casas disponibles del barrio cerrado. ¿Cómo osaba profanar su espacio sacrosanto ese payaso desalineado? El esperpento era un cincuentón casi pelado, orlada su calva de desprolijos mechones plateados erizados. Sus ojos azul bebé se perdían a lo lejos tras los anteojos culo de botella remendados con cinta aisladora. Flaco hasta los huesos y encorvado, remataba su vestimenta ordinaria con un raído guardapolvo manchado y amarillento que jamás se quitaba. Para colmo de males, en ese templo del dios automotor, de la alta gama y el lujo, el doctor se manejaba en una espantosa furgoneta negra, vieja, abollada y ruidosa. Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti, clon de todas las féminas del lugar (quizá compartían el mismo cirujano plástico), llegó a tomar el té con sus amigas, rubias platinadas como ella, con el chisme de que su esposo conocía la procedencia del estrafalario vecino. El marido de Lilita, Chacho Malfatti, parásito del estado por vocación y herencia, había averiguado los antecedentes de Mishiguener. El tipo era un reconocido científico que trabajó en el ministerio de salud hasta que lo jubilaron anticipadamente tras sufrir un colapso nervioso. Lo habían indemnizado con una cifra jugosísima, así que el individuo, con muchos trabajos de renombre publicados, no debía ser cualquier mierdita. Las “chicas” transmitieron la información a la comunidad. Si bien ésta no le brindó el tradicional agasajo de bienvenida reservado para los recién llegados, al menos, comenzaron a saludarlo. A sus espaldas lo apodaban “científico loco”, “doctor chiflado”, “don Frankestein” entre otros sobrenombres por el estilo. No fue hasta que Colmenas Doradas sufrió un corte de energía eléctrica de quince días, que Alfio Mishiguener recibió la aceptación, incluso la adoración de sus residentes. A pesar de los generadores, que no daban abasto, toneladas de provisiones gourmet se pudrían en los freezers. Aires acondicionados, computadoras, plasmas gigantescos, parlantes de última generación y otros innumerables tótems tecnológicos, dormían un sueño inútil y frustrante que impedía exhibirlos como símbolos de poder, prosperidad y felicidad. La empresa de energía eléctrica que abastecía la zona, desbordada de reclamos, directamente dejó de atenderlos. El doctor se acercó tímidamente a un grupo de vecinos congregados para protestar contra el vejamen. Los más indignados eran aquellos cuyas influencias tan apreciadas no les había servido de nada. -Si ustedes me permiten- dijo con voz cascada y temblorosa-, creo que se puede arreglar el desperfecto. - ¿De veras?- preguntó Lola Amendávar Arredondo de Curretti, la mejor amiga de Lilita. -Creo que sí. Me fijé en la conexión principal, y si le agrego a los cables de entrada un aparatito que yo… De inmediato fue interrumpido por la masa, que lo alentaba a intentarlo con urgencia. El hombre no perdió el tiempo. Trasladó una herrumbrada caja de herramientas y un extraño artilugio en su furgoneta hacia el punto de entrada del suministro eléctrico, y en menos de treinta minutos en que trajinó su esquelética figura entre cables y fusibles, el barrio fue bendecido por la bendita y anhelada electricidad. Se transformó en un héroe. Recibió muchísimas palmadas viriles que sacudieron su huesuda espalda. Cuantiosos labios inflamados de colágeno y agradecimiento colorearon su rostro con una variada paleta de costosos labiales. De ahí en más, pasó de “científico loco” a genio. Su pericia lo condenó a que la comunidad le llevara los más variados objetos descompuestos. Mishiguener no sólo los arreglaba, sino también les introducía mejoras. Los equipos de audio aumentaban su potencia y calidad de sonido. Los televisores fidelizaban su imagen y captaban cientos de canales adicionales no contemplados por la empresa de cable. Conseguía que las cortadoras de césped se manejaran prácticamente solas, con controles remoto de su invensión. La máxima popularidad la alcanzó a través de los críos. Los maleducados vástagos le entregaban juguetes y consolas destruídos, cuyos precios de mercado superaban ampliamente varios sueldos promedio de un empleado de comercio. Los recompuso, eliminando la necesidad de recargarlos a través de pilas y baterías, gracias a un original artilugio surgido de su inventiva. La consagración le llegó cuando surtió a los jugadores con cascos que les permitían vivenciar las imágenes dentro del juego, dándoles la posibilidad de matar, machacar, masacrar tan interactivamente, que los tiernos párvulos podían sentir la sangre y tripas de sus víctimas virtuales, con una satisfacción incomparable que los preparaba para las violentas exigencias del futuro. -¡El doctor es un capo!!!-decía el hijito de un mafioso. - El tipo es lo más de lo más- opinó el descendiente de un actor drogadicto. Aunque nadie lo invitó nunca a transponer las puertas de su hogar, ni jamás se le ofreció un centavo por sus maravillosos arreglos, de vez en cuando recibía de obsequio vinos costosos, masa finas, entradas para espectáculos, y hasta pases libres para prostíbulos vip. Él tomaba distraídamente las atenciones, agradecía tímidamente, y se olvidaba totalmente de los regalos, abocado a sus constantes experimentos. Mishiguener no era viable para la inclusión social de ese sofisticado mundo, pero sí para ser la mascota oficial de Colmenas doradas. Quiso la desgracia que Lilita descubriera que su esposo cornamentaba su platinada cabeza nada menos que con su mejor amiga Lola. Como en el hogar de los Malfatti había neurolépticos como para proveer a una legión de adictos, a Lilita se le ocurrió fingir un suicidio para vengarse de los asquerosos infieles, y se empastilló concienzudamente. Mientras cavilaba sobre el escándalo que armaría luego del lavaje de estómago, en todas las exigencias que pondría para perdonar a Chacho, y cómo arrastraría por el barro del destierro social a su amiga, falleció mansamente tras ingerir la veinteava píldora de un fármaco más potente de lo que había calculado. Le dió más atención a su puesta en escena que al alto gramaje de sedantes que injería. Un pequeño error. Casi al mismo tiempo, Tincho Ordóñez Beltrán caía duro al descubrir que el cheque extendido por su cuñado y cómplice de varias estafas, Chichilo Romanini Hurtado, carecía de fondos, poniendo al descubierto el desvío de capitales que venía urdiendo con Hurtado. Sería flagrantemente atrapado, dejándolo sólo a él en el rol estelar de delincuente. Su corazón no soportó la catástrofe que se le avecinaba, y falleció al instante. Para no ensuciar la idílica imagen del barrio cerrado, se veló y enterró a los difuntos con total discreción y celeridad. Los acogió el cementerio privado más caro y exclusivo de la zona. Se evitó mencionar lo ocurrido, como si el silencio desvaneciera los hechos. Alfio Mishiguener se sintió humanamente afectado. Salió con su furgoneta destartalada cargada de sogas, palos, picos y frazadas la noche posterior a los entierros. Sólo Dios sabe cómo logró transponer la seguridad del camposanto de lujo. Profanó las tumbas, envolvió los cuerpos y los cargó en su vehículo. Con la meticulosidad de un artesano retocó la escena de manera que nadie se percatara de lo ocurrido. Se encerró en su casa con los cadáveres, y se puso a trabajar. Tenía la certeza de que algo podía arreglar. Así fue como el doctor les devolvió la vida a Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti y a Tincho Ordóñez Beltrán. Ambos tenían, en honor a la verdad, un aspecto espantoso. Demasiado pálidos, con sombras violáceas en las facciones macilentas. Apestaban a líquido para embalsamar, y se movían de manera torpe, sin controlar bien sus cuerpos. -¡Muchas gracias, doctor Mishiguener! ¡Usted es un genio que lo arregla todo!!!- graznaron casi a coro los resucitados, con una horripilante sonrisa en sus labios morados. -Todavía no terminé mi trabajo. Estoy seguro que los puedo mejorar… El científico no estaba conforme con el aspecto de sus vecinos. No le gustaba en absoluto. -Nooooo, doctor, gracias. Quizá más adelante-dijo Lilita croando como un sapo afónico- Ahorita mismo tengo asuntos urgentes que atender. -Lo mismo digo, amigazo. Tengo que aclarar un par de cositas con mi querido cuñado. Mishiguener los quiso detener, pero lo apartaron con un empujoncito brusco, no exento de amabilidad, demasiado fuerte para la enclenque estructura del hombre. Impotente, los vio huir en la noche. Lilita entró en su casa, provocando el desmayo de su mucama, y tomó de su cocina el cuchillo más grande y afilado que encontró. En el dormitorio, su marido consolaba su recién estrenada viudez con Lola. Los alaridos de horror de ambos se entrecruzaron con el chillido ronco y salvaje de Lilita, al lanzarse contra la pareja y deshacerla a cuchilladas. Los destrozó de tal manera, que más tarde costó identificar los cuerpos. Al mismo tiempo, Tincho era recibido con el más absoluto espanto por su cuñado, que abrió estúpidamente la boca, sin poder emitir una palabra. El finadito, pese a la torpeza de sus manos, apresó el cuello de Chichilo con una fuerza descomunal, y no lo soltó hasta que sus facciones ennegrecieron y los ojos salieron monstruosamente de sus órbitas. Perpetrados los hechos, los muertos partieron con destino desconocido, después de agenciarse de dinero propio y ajeno. Hubo numerosas investigaciones, pericias e interrogatorios policiales, miles de rumores, toneladas de teorías, pero los crímenes no se esclarecieron nunca. Los habitantes de Colmenas doradas comenzaron a disgregarse. La prensa había metido la nariz en su reducto, y ya no era un lugar glamoroso y seguro para vivir. Se iban de viaje, vendían sus propiedades, adquirían compromisos en lugares lejanos. Demasiados habían visto caminar después de muertos a Lilita y Tincho, pero no lo contarían jamás. Trataban de auto engañarse diciéndose que era una especie de alucinación colectiva fruto de los nervios, pero no les funcionaba. Nadie tenía limpia la conciencia. No les gustaba sopesar la posibilidad de que sus pecadillos fueran expiados en manos de cadáveres andantes. El último en vender su casa fue el doctor Alfio Mishiguener, por pura soledad y aburrimiento. Cargó sus escasas pertenencias en la vieja furgoneta negra. Echó un último vistazo al bello paisaje del barrio: césped verde esmeralda, canchas de tenis, quinchos, piscinas, mansiones hermosas engalanadas con jardines de ensueño. Suspirando largamente, ya al volante de su viejo vehículo, se dijo en voz alta, con una gran tristeza: -Después de todo, hay cosas que no tienen arreglo…

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