sábado, 18 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CARROÑERO

Un hombre trajeado llegó a visitarme, con un portafolio. No bien lo vi, experimenté un gran rechazo por él. --¿En qué le puedo ayudar? -- Quizás yo le pueda ayudar a usted. Tengo entendido, por colegas suyos, que el negocio funerario no está en su mejor momento. --Así es. La economía no es favorecedora. -- Vengo a ofrecerle la oportunidad de conseguir un ahorro significativo en los insumos. Puntualmente, en los féretros. ¿Cómo le suena adquirirlos a un treinta por ciento de su valor real? -- Pues muy extraño. Yo trabajo con materiales de alta calidad. Además, tengo un convenio de varias generaciones con los mismos fabricantes. --Los convenios se pueden revocar. Y lo que le ofrezco es de primera. Le voy a mostrar una carpeta con las fotos, para que compare, y saque cuentas. Sin ningún interés en hacer negocios con el hombre, pero llevado por la curiosidad, miré el catálogo que me ofreció. Inmediatamente, al ver los ataúdes lujosos que realmente tenían precios ridículamente bajos, recordé una historia que me había contado no hacía mucho un colega, en un pueblo bastante lejano, al que había visitado. En ese lugar había varios cementerios. La proximidad con la ciudad hizo que se tuvieran que habilitar muchos lugares para el descanso eterno, ya que las leyes de la zona no permitían estos predios en el área urbana. El tema es que se había detectado que, en los decesos de los últimos meses, las tumbas habían sido removidas. Un encargado, con permiso judicial, desenterró uno de los lugares sospechosos, y se encontró con el cuerpo directamente en tierra, desprovisto de su féretro. Lo más terrible fue que el cadáver había sido mutilado: le faltaban dedos de la mano. Horrorizado, y ya con una investigación a cuestas, procedió a revisar los demás lugares sospechosos, y se encontró con el mismo escenario siniestro: cuerpos sin ataúd, y sin un pedazo, obviamente cortado adrede y robado. A los muertos le habían arrancado tozos al azar: narices, genitales, pechos, pies, orejas… Se extendió la investigación en los cementerios restantes, y otros en zonas colindantes, con los mismos horrorosos descubrimientos. Pese al accionar policial, no pudieron lograr datos que los llevara al perpetrador de los espantosos robos, que se iban extendiendo en forma aleatoria por varios lugares, sin un esquema geográfico definido. Se le empezó a llamar al ladrón como “El carroñero”. Ni bien terminé de hojear la carpeta, tenía claro que el pálido tipo delgado, peinado hacia atrás con fijador, e inquietas manos de dedos larguísimos, era el infausto ladrón. Me sentí descompuesto. Este hombre reciclaba los ataúdes para venderlos, y una extraña perversión lo hacía despojar a los finados de partes de sus cuerpos. ¿Qué haría con ellos? Convencido de mi percepción simulé cierto interés. No bien lo hice, el deleznable Gregorio me dedicó una sonrisa de hiena, y mientras me explicaba el procedimiento de compra, que sería obviamente en la ilegalidad, pude ver cómo una horda de espectros mutilados, con semblante indignado, se materializaron a sus espaldas, señalándolo con ira. Gregorio, entusiasmado con lo que creía iba a ser un gran negocio, seguía en su perorata, sin notar que yo miraba a los aparecidos, uno a uno asintiendo, para calmarlos. Mi repulsión se magnificó al observar que a uno de ellos les faltaba un ojo. --No se hable más, Gregorio. Cerraré el trato con usted, con una pequeña condición. --Dígame, por favor. Me concentré, para lograr que el malvado pudiera visualizar a los difuntos tal y como yo lo hacía. --Mi condición es que les explique a mis amigos las bondades de esta transacción. En segundos, el gesto de rapaz avaricia del hombre transmutó en el del horror más absoluto, al ver a los espantosos espectros incompletos señalándolo con odio. Comenzó a gritar y a gemir como un animal. --¡Ayúdeme! ¡Sáquelos de aquí! -- No se irán hasta que usted confiese ante la justicia su asqueroso accionar. -- ¡Pero no le he hecho daño a nadie! ¡Los muertos no necesitan un ataúd! ¡Nada de malo tenía sacarlos y volverlos a vender! --¿Y también le parece que no tiene nada de malo cortarles un pedazo? --¡No sienten dolor! ¿Qué más daba? Me gusta tener piezas de los muertos. Es un hobby inocente… El gesto de los espíritus se hizo feroz. No dejaban de señalarlo con desprecio e ira. --¡Ya basta! ¡Haga que se vayan! --¿Confesará usted su accionar? --¡Sí! ¡Pero sáquelos ahora! ¡No soporto verlos! Les hice una señal de asentimiento: entendieron que estaban libres del plano terrenal, que se haría justicia. Cruzando los brazos en el pecho, se esfumaron en una bruma iridiscente, y se desvanecieron, marchando hacia la luz. Dejaron a su partida un puñado de tierra, la del cementerio que los albergaba, en el piso de mi oficina. Gregorio se quedó gimiendo en el suelo, en posición fetal, y así lo encontró el comisario Contreras cuando acudió rápidamente a mi llamado. Posteriormente, se allanó el domicilio del tipo, encontrando el macabro tesoro en su habitación: todos los pedazos robados de los cuerpos, toscamente embalsamados, algunos en estado de putrefacción. Los tenía junto a su cama, en una mesa. Probablemente los manipulaba antes de dormirse… En un depósito que alquilaba, hallaron los numerosos féretros robados, y arreglados para ser vendidos. Gregorio terminó en un hospital psiquiátrico, por el accionar de su abogado. Yo no creo que estuviera loco. Enfermo, sí, pero era plenamente consciente de sus aberrantes actos. Los montoncitos de tierra que quedaron en el piso de mi oficina, fueron guardados en saquitos de tela, con una cruz dibujada en ellos. Están ahora en los estantes de mi colección, para honrar la memoria de los muertos. ¿Qué opinan ustedes, amigos? ¿Gregorio era un loco, o un perverso? Acérquense a La Morgue para contarme su opinión, y, de paso, escuchan todas las historias de mi colección.