sábado, 25 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA -LA BRÚJULA

Amadeo es un señor grande, viudo y jubilado. El médico, tras su último chequeo, le recomendó un urgente cambio de dieta y estilo de vida. Para indignación del hombre, que se sentía bien, y sano, el doctor le hizo un largo listado de alimentos prohibidos, (los que más consumía y disfrutaba), y le recomendó iniciar caminatas para bajar los niveles glucémicos. A regañadientes, se dijo que lo haría a su modo, que implicaba una que otra “trampita”. Decidió dar su primer paseo, hasta la plaza del pueblo, pero llevó como colación un tremendo emparedado con todo lo que le habían vedado de consumir. Como un acto de humor, le agregó una hoja de lechuga, que, a su entender, lo hacía saludable. Llegar hasta la plaza se le hizo mucho más difícil que lo que había pensado. Años de sedentarismo transformaron su objetivo en un verdadero agobio: llegó agotado, transpirado, y sin aliento. Se sentó, refunfuñando en el banco de la plaza, dispuesto a dar cuenta de su suculento sándwich antes de retornar, cuando un objeto brillante llamó su atención. Casi gritando por el tirón que le dio la espalda al agacharse, tomó un objeto hermoso del piso: era una brújula. Maravillado, la observó desde todos los ángulos. No bien lo hizo, la aguja pareció haberse vuelto loca: giraba sin sentido, hasta detenerse con un norte inexacto, que parecía brillar en forma extraña. Por otro lado, en la cara opuesta, tenía una tapa, conformando un relicario. Lo abrió con curiosidad, descubriendo en su interior la foto de una bellísima joven, con una hermosa bebé. Era enigmático, pero tenía la sensación de conocer esos rostros, los cuales, teniendo en cuenta su vida y rutinas, no encajaban dentro de su círculo social. No obstante, no podía dejar de sentir que las había visto alguna vez… Amadeo quedó tan impactado, que, en vez de devorar su suculenta merienda, guardó la brújula en el bolsillo, y reflexionando sobre el raro origen del objeto, se volvió a su casa, caminando despacio, pero con paso decidido, sopesando el evento. Sin poderse sacar de la cabeza su hallazgo, al día siguiente, decidió salir a caminar con la brújula en mano, para ver si descubría algo sobre la misma. Sin preparar ningún bocadillo, y con ropa cómoda, observó la brújula, que pareció vibrar con un cosquilleo entre sus manos arrugadas. Otra vez la aguja se movió locamente, señalando, iluminada, un norte errático. Decidió seguir el camino señalado por el exótico aparato, con una rara sensación de expectación y desasosiego. La ruta que tomó lo llevó a un camino en desuso, de tierra, y por él avanzó hasta que el cansancio lo instó a regresar. La brújula parecía haberse recalentado. Amadeo, sin saber el porqué, sentía que el objeto le daba la aprobación. Satisfecho con su jornada de caminata, se puso como meta retomarla al día siguiente. Y así lo hizo: la brújula insistió en marcarle el viejo camino ya trazado, y el hombre, orgulloso de la nueva energía que le permitía avanzar tanto trecho sin agotarse, llegó, luego de cruzar un campo de arbustos y espinos, al viejo cementerio del pueblo. Exploró el lugar, absolutamente desolado. Lápidas antiguas con inscripciones casi ilegibles, maleza creciendo entre las tumbas de siglos pasados… Una vibración lo sacó de su observación, sacudiéndose en sus manos, con la aguja muy iluminada marcando un punto en particular: un antiquísimo panteón casi en ruinas, de aspecto macabro. Con mucho temor, pero una determinación que no sabía de dónde le salía, Amadeo se acercó a la construcción semiderruida. La puerta, otrora cerrada por seguridad con una cadena, mostraba a la misma rota, tirada en el suelo plagado de malezas. Tragando saliva, abrió la hoja de madera podrida, y un olor nauseabundo lo abofeteó horriblemente: podredumbre y carne quemada. El hombre sacó un pañuelo para cubrirse la nariz, y el móvil, para iluminar el lugar, cuyas grietas no le permitían al sol suficiente espacio como para dejar entrar a pleno sus rayos. La luz del celular le dejó vislumbrar una escena terrorífica, mientras la brújula vibraba locamente: dos cuerpos casi totalmente calcinados: uno adulto, y otro mucho más pequeño. La brújula palpitó como un corazón, y a Amadeo se le escaparon lágrimas de los ojos espantados: estaba casi seguro de que los cadáveres correspondían a la joven y la bebé del relicario escondido en el aparato. Salió del macabro recinto, y buscó un banco para reponerse. El artilugio se puso tibio, y su mente se iluminó de repente: ¡ahora recordaba quiénes eran las caras de la fotografía! Hacía unas semanas, una joven mamá había desaparecido junto a su pequeña hijita. Difundieron su imagen en la televisión, y en las redes sociales: la chica había sido víctima de violencia por parte de su pareja, pero el tipo no pudo ser acusado, debido al desconocimiento del paradero de las víctimas. Si bien estaba en la mira de la justicia, sin cuerpos, no había delito… Ahora, se dijo Amadeo, con lágrimas de amarga rabia, tendrían lo que necesitaban para apresar al canalla… Y llorando, como alma en pena, se recompuso, y llamó a la policía. Se quedó esperando en el enmohecido banco del cementerio hasta que llegaron los efectivos policiales. Luego de que se procediera, el comisario Contreras acercó a Amadeo a su casa, enterándose de que las víctimas no tenían a nadie que se hiciera cargo del funeral. Amadeo, conmovido, prometió ocuparse de los costos del mismo, absolutamente afectado por la triste historia. El comisario le recomendó hablar conmigo, y así lo hizo el hombre. Me confesó que estaba sufriendo, pensando en el horrible destino de la jovencita y su bebé, y me mostró la brújula, pidiéndome que no lo tomara por loco al contarme lo sucedido. Le dije que le creía, palabra por palabra. Lo que no le dije, el que vi las almas de las víctimas, que se despedían ascendiendo con un gesto de paz, y que, a través de sus vibraciones, me dieron a entender que la brújula, herencia de un abuelo, había llegado a manos de Amadeo por ser un buen hombre, y muy sensible. Aparte, si no se ponía en actividad pronto, lo más probable es que hubiera fallecido, por su tozudez a seguir las instrucciones del médico. Le prometí que rezaría por el descanso de las difuntas, y oficiaría el velatorio más bello que se pudiera recordar en el pueblo, y le hice una oferta: me haría cargo yo de todos los gastos, si me dejaba la brújula relicario, para orar por las víctimas. Por otro lado, le aseguré que el comisario, amigo personal, no descansaría hasta que la justicia terrenal acorralara a la inmunda alimaña que había segado dos jóvenes vidas. Y Amadeo se fue tranquilo, con la idea de tomar caminatas todos los días, y cuidar más su dieta: nunca se sabe cuándo la vida pueda depararle a uno una aventura… Así que la brújula está ahora en los estantes de mi colección. Cuando vibra, estoy muy atento, porque sé que puede ser el anuncio de alguna persona desvalida buscando ayuda. Los invito, mis amigos, a llegarse por La Morgue, y a prestar mucha atención a las señales que nos anuncian que alguien está siendo víctima de violencia o abuso. Amadeo no pudo prestar su mano a tiempo, pero quizá nosotros tengamos esa oportunidad. No lo ignoremos nunca, porque seremos cómplices… ¡Buena semana! Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 17 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA -PULSIÓN DE MUERTE

En el pueblo estaba ocurriendo un extraño fenómeno: había una “pandemia” de suicidios. Los hechos se sucedían con personas de todas las edades, condiciones y clases sociales, sin puntos en común ni relación de ningún tipo. Sus formas de matarse tampoco eran similares: algunos optaban por armas de fuego, pastillas, ahorcamientos. Otros se arrojaban delante de automóviles en plena ruta, o se tiraban al vacío desde altura, y los más extremos, llegaron a incendiarse vivos. Una sensación de terror se apoderó de la gente, temiendo por sus seres queridos y por sí mismos, dado que nada indicaba en los suicidas indicios de sus intenciones o motivos para obrar en forma tan terriblemente drástica. Los cuerpos permanecieron en depósitos forenses, a la espera de que expertos de la ciudad dictaminaran si alguna condición neurológica, o contaminación química o bacteriológica podían haber intervenido en los más de cien casos sin explicación. Había otras conductas raras, que, si bien no eran tan extremas, llamaban poderosamente la atención: personas, sin motivo aparente, comenzaban con ataques de llanto imparables, o de furia, destruyendo objetos personales, sobre todo fotos y recuerdos de seres queridos. Hubo también quienes se ponían a gritar angustiosamente, hasta que prácticamente se quedaban sin voz. Esta gente también fue objeto de los estudios que se practicaban sobre las víctimas de los suicidios. Por prevención, aislaron al pueblo. Una noche en que cenábamos, conversando sobre el tema con mi amada Aurora, y mi querido asistente, Tristán, sentimos que el aire se tornaba progresivamente frío, hasta ponerse helado, y nos invadía una extraña desazón. --Algo malo se está por manifestar, Edgard…-- me dijo Tristán. No bien concluyó sus palabras, un ser horripilante se presentó ante nosotros. No existen un vocablo en nuestro idioma para describir la negrura absoluta del ente, de forma humanoide, con tentáculos oscilantes que salían de toda su silueta. Los ojos, gigantescos y protuberantes, del que asomaban gusanos, manaban sangre como lágrimas. La boca, dentro de un estirado hocico, con una mueca de espantoso odio y tristeza, estaba colmada con varias hileras de afiladísimos dientes serrados, como los de un tiburón, babeando una gelatinosa sustancia verdosa, con el olor de una tumba abierta. El espectro estiró sus babosos tentáculos vibrátiles hacia nosotros, que, si bien impusimos las manos para defendernos, no pudimos evitar el malsano mensaje energético que nos hacía llegar. Esta entidad hurgaba en nuestras mentes buscando los recuerdos más tristes, debilidades, traumas y conflictos sin resolver. Nos hacía plantear el escaso sentido de la vida, las injusticias, la falta de motivos por los cuáles luchar y seguir respirando. Pretendía hacernos sentir que no éramos necesitados, que encontraríamos liberación en la muerte, y que nadie nos quería. Casi sin darnos cuenta, empezaron a manar amargas lágrimas de nuestros ojos, anegados con las imágenes más tristes a las que puede ser sometido un ser humano. --¡¡Basta!!—gritó Tristán, rompiendo el malsano estado de hipnosis al que nos estaba sometiendo el engendro. --¡Todos somos valiosos y necesarios, y tenemos una misión en la vida por cumplir! Entendimos, entonces, que el maléfico ser era una entidad del inframundo que se alimentaba de las bajas frecuencias de energía que los seres humanos emanamos cuando nos invade la pena. Se había ensañado con nuestro pueblo, y se estaba dando un festín, creciendo y fortaleciéndose de nuestra melancolía y pesares. Este inmundo ente había nacido de la misma maldad humana. Llevaba tiempos inmemoriales en otras dimensiones, pero habitó la tierra desde que la gente comenzó a tener razón e inteligencia, y, desgraciadamente, malos pensamientos y deseos, los cuales eran una golosina deliciosa para el monstruo, que se deleitaba en el caos, la maldad y sus consecuencias. Indignados, los tres, coordinados al unísono sin haberlo planeado, comenzamos a arrancarle los negros tentáculos, provocándole un dolor que lo hizo retorcerse, y ennegrecerse más aún, si eso era posible. Hasta los asquerosos gusanos de sus sangrientos ojos globulosos se desprendían de él, intentando huir del sufrimiento que la mutilación le provocaba. Envalentonados, continuamos nuestra tarea de desposeer a la criatura de sus maléficos apéndices, mientras le gritábamos los insultos más agraviantes que nos inspiraba ese horrendo vampiro de tristeza, al cual el prestigioso doctor Freud le dio el nombre de “pulsión de muerte”, lo cual no era desacertado en el campo de la psicología y la ciencia, pero que, en nuestra presencia, habíase corporizado, y era responsable de los innumerables decesos del pueblo. Cuando el ser ya no pudo tolerar la tortura de la ablación de sus inmundos tentáculos, se movilizó en un oscuro torbellino, abriendo una especie de agujero negro en el aire, y llevándose el aire helado que había traído, se esfumó tal y como vino. No creo que lo derrotáramos. Solo lo debilitamos un poco, y seguramente volverá, en algún otro lugar, para reestablecerse con el dolor y el sufrimiento. Pero no creo que eso ocurra pronto. En cuanto a los tentáculos, aún fuera de su aborrecible dueño, se retorcían y azotaban el aire en forma maléfica. Los depositamos en una enorme cuba de vidrio, muy bien cerrada, y quizá como una broma, Aurora marcó con un beso su labial en el cristal, enfureciendo a los pedazos del ente, que parecían vibrar de odio ante la burlona muestra de afecto. En mayor o menor grado, muchas personas son hacedoras de malas energías que influyen en decisiones trágicas. Somos responsables de nuestros actos, pero lo ideal es rodearnos de gente buena, que tenga para dar amor y empatía. Si alguien no se alegra con tus triunfos, y parece regodearse en tus derrotas y tristezas, no dudes en tomar distancia, sin rencor ni resentimiento. Solo aléjate. Créeme que es lo mejor que puedes hacer. Los espero, amigos, en La Morgue, para que puedan ver los maléficos tentáculos ladrones de tragedias, en los estantes de mi colección, anhelando seguir haciendo daño, pero neutralizados por el amor y la buena vibra… Seguramente, pronto liberarán mi pueblo de su aislamiento… Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 10 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA - BLOQUEO DE ESCRITOR

Mi amada Aurora me contó la historia de Amadeo, un amigo de ella que me tocaba despedir en un próximo velatorio. Su caso me pareció más que particular. Amadeo era escritor. Amaba la escritura con una pasión que lo devoraba vivo. Consiguió algo de renombre, y la felicidad de vivir de sus letras, lo que le impulsaba a esmerarse cada día más en su labor artística. Ocurrió, como es muy frecuente en la profesión, que, al iniciar una jornada ante la hoja en blanco, se sintió absolutamente vacío de ideas. No se preocupó, en principio. Se abocó a labores cotidianas, esperando que la musa volviera a bendecir su inventiva. Pero al retornar a su intento de plasmar mundos imaginarios, descubrió alarmado que su capacidad de crear se encontraba totalmente bloqueada. Desesperado, al pasar el tiempo y persistir el problema, le contó a un colega lo que le ocurría. Éste le aconsejó no alarmarse, y cambiar su rutina, agregando algo nuevo a sus rituales habituales para encarar desde un lugar diferente su labor literaria. Le dio como ejemplo, intentar escribir a mano, ya que sería un cambio de esquemas que le proporcionaría una nueva forma de enfocarse. Para eso, le recomendó ir a una casa de antigüedades, y comprar una pluma especial. Ese acto, en sí mismo, sería una anécdota que luego podría plasmar en una historia. Y con un gesto algo extraño, le extendió la tarjeta de un anticuario, diciéndole que sus objetos tenían la magia que él precisaba en ese momento. Sin desentrañar la mirada indescifrable de su amigo, acudió a la casa de objetos usados, un lugar del que nunca había reparado antes, pese a haber pasado miles de veces por allí. Entró al recinto, muy mal iluminado, con olor a vejez, polvo, humedad, y otro algo difuso, diríase químico, similar al azufre. Le atendió un hombre que parecía ser el más viejo de la tierra. Pese a su avanzada edad, la vivacidad de sus ojos color miel, casi amarillos, era increíble. Amadeo le comentó que estaba buscando una pluma bonita, de ser posible antigua, para usarla como inspiración de su trabajo. El viejo, sonrió mostrando unos dientes horribles, y se internó en el interior del negocio, volviendo con una cajita oblonga de cuero, similar a un pequeño ataúd. Al abrirla, Amadeo quedó fascinado con la belleza de la lapicera: pese a ser antigua, estaba adaptada para ser cargada con cartuchos modernos. Era de oro, adornada con piedras rojas muy brillantes, que refractaban hipnóticamente la escasa luz del local. Encantado con la pieza, le preguntó al anciano el valor de la misma. --¿Qué quiere lograr con ella? -- Pues, escribir, obviamente, y luego pasar mis manuscritos a la computadora. Soy escritor profesional, como le comenté antes… --¿Y cuánto cree que pueda valer una pluma que le asegure que todo lo escrito con ella sea un rotundo éxito en su profesión? -- Entiendo que está bromeando. Pero un objeto así, por seguir su juego, sería invaluable… -- Tiene usted razón. Algo con ese poder no tendría precio. Pero se equivoca en cuanto a lo de la broma. Le propongo que se lleve la pluma como préstamo. Y si triunfa con ella, tal y como yo sé que ocurrirá, volverá y me pagará lo que le parezca justo. Es más: si no queda satisfecho, tomará la decisión que desee. No le haré firmar nada al respecto… --Caballero, es muy amable, pero no me llevaré esta joya sin pagarle. No me parece justo. -- Quédese tranquilo. Es más que justo. Además, es mi forma de garantizarle que todo lo que escriba con ella, será una maravilla literaria sin igual. Lo siento escéptico, y quiero sorprenderlo. Deme el gusto. Tómelo como el capricho de un viejo tozudo. En todo caso, prometa dedicarme su primer best seller… Entre dimes y diretes, el escritor se terminó llevando la pluma. Ya a unas pocas cuadras del lugar, se percató de que no le había pedido el nombre al excéntrico vendedor, y volvió sobre sus pasos para preguntárselo, pero totalmente confundido, no encontraba el negocio. Pensó que estaba mareado, o con la presión baja. Quiso corroborar la dirección con la tarjeta, pero en vez de hallarla en su bolsillo, tocó en él un montoncito de polvo. Asqueado, se dijo que volvería al día siguiente, con la cabeza despejada. Ya en su casa, sacó la lapicera de su lujoso estuche, y tomando un cuaderno, se enfrentó a la hoja en blanco, descubriendo, emocionado, que las palabras le brotaban con una fuerza narrativa arrolladora. Si bien no le agradaba que la tinta fuera de color rojo, le restó importancia: luego transcribiría el texto en su ordenador. Atrapado en el placer de producir nuevamente historias, perdió la noción del tiempo. Casi no dormía ni comía. En menos de una semana logró una antología de relatos algo siniestros, pero de una calidad literaria impecable. Entusiasmado, se las envió a su editor, que lo felicitó diciéndole que tenía una mina de oro en sus manos. Tal como se lo dijo el representante editorial, el libro arrasó con las ventas en forma arrolladora. Amadeo no cabía en sí mismo de la felicidad. Pensó que era un buen momento para visitar al anticuario y pagarle por la bellísima pluma, que, al desbloquearlo, podía considerar realmente mágica. En eso estaba pensando, con el televisor de fondo, cuando una noticia le llamó poderosamente la atención: el asesinato horroroso que detallaba el periodista era exactamente igual al del primer cuento de su libro. Choqueado, se dijo que debía ser una casualidad. Pero el impacto le había quitado las ganas de salir de su casa, y decidió ponerse a escribir para reorganizar su mente. Al día siguiente, ya más tranquilo, puso la radio mientras desayunaba. La música se interrumpió por una noticia de último momento: el locutor comentó un terrible accidente en una fábrica, al estallar una bomba de productos químicos, con un espantoso saldo de trabajadores muertos, quemados y mutilados. Amadeo no lo podía creer: la historia era idéntica al segundo relato de su antología. Horrorizado, llamó a su colega, quien le recomendara al anticuario, pero el número parecía fuera de línea. Telefoneó a conocidos en común, quienes lo trataron como si estuviera loco: decían no saber ni tener idea de la existencia de dicha persona. Ya fuera de sí, salió, fuera de sí, a la calle, buscando nuevamente el negocio de antigüedades, pero por más vueltas y vueltas que dio, no pudo hallarlo. Al borde del colapso nervioso, se encerró en su casa, abocándose a escribir con su pluma dorada frenéticamente, y descubriendo, día a día, que las seis historias de su exitoso libro iban apareciendo en sangrientas noticias, alienantemente cruentas. No sabiendo a quién recurrir, ni qué pensar, en un estado de desesperación extrema, siguió escribiendo, como un drogadicto inyectándose el veneno que tarde o temprano lo terminaría fulminando. Aurora lo llamó repetidas veces, pero no consiguió dar con él. No contestaba el teléfono, ni atendía la puerta. Por consejo mío, acudió a la policía, que ingresó a la vivienda. Encontraron a Amadeo sentado en su escritorio, en un horrible charco de sangre. Se había degollado con la pluma de la que surgieron los relatos que luego vio replicados en forma enloquecedora en la vida real. En su cuaderno, escrito con tinta roja, relataba su macabra historia, cuyo final era el anuncio de terminar con su vida abriéndose el cuello con la lapicera, cuya punta afiló contra el borde de la mesa, que aparecía desgastada, como mordida por un animal rabioso. Luego de pasar por todas las pericias forenses pertinentes, mi amigo, el comisario Contreras, me acercó la pluma, diciéndome que era un objeto nefasto, y que yo sabría qué hacer con él. En efecto, la energía negativa que emanaba esa pieza me provocó náuseas y dolor de cabeza. Tristán, mi ayudante, me comentó que podía captar la voluntad de un ser infernal atrapada en la pluma, y que debíamos aislarla del mundo para que no pudriera el alma de nadie más. Así que la metimos dentro de un frasco de plata, junto a una oración escrita con nuestra propia sangre como tinta, conjurando al demonio a ser preso por la eternidad. Pese a que el frasco hizo temblar la estantería de mi colección, al rezar conjuntamente, con mi querido Tristán, logramos que el horripilante habitante de la pluma maldita no se manifestara más. Nos queda intentar darle paz al alma del pobre Amadeo, engañado por un perverso ser del inframundo, no bien termine su velatorio. Lo que me da mucha tristeza, y sumió a Aurora en un ataque de ira y pena, es que el editor piensa publicar la terrible vivencia que Amadeo escribió en su cuaderno, concluyendo con el morboso anuncio de su suicidio. Considera que será un éxito espectacular de ventas, que llevará a la editorial a otro nivel. Lo conseguirá, seguramente. Y abrirá un portal espeluznante que le dará entrada a toda clase de entidades malignas del infierno. No creo que logre convencerlo del error de editar ese manuscrito. Además de invitarlos, como siempre, a visitarme en La Morgue, les dejo una pregunta: ¿Comprarían ustedes ese libro maldito? Espero sus respuestas… Edgard, el coleccionista @NMarmor

viernes, 3 de septiembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- MUÑEQUITA DE TRAPO

Un espantoso incendio se originó en un hogar de menores fuera del pueblo, unos meses atrás. Vivían allí muchos pequeños, desde recién nacidos, hasta adolescentes, esperando ser adoptados. Según los responsables del lugar, aunque las pérdidas materiales fueron totales, no hubo que lamentar víctimas fatales. Un par de niñitos fueron internados con quemaduras leves. Debido a la difusión de esas noticias, Sofía, una de las niñas afectadas, fue adoptada por una amorosa pareja, conocida de mi amada Aurora, quien me contó sobre caso, y les pidió a los padres que se llegaran a hablar conmigo. Celia y Leonardo se encariñaron de inmediato con Sofía, y el sentimiento fue mutuo. La pequeña, reticente a hablar de su permanencia en el hogar estatal, con la mediación de la confianza que ganaban día a día sus nuevos padres, rompió su mutismo al comenzar a tener en la casa familiar fenómenos más que extraños. A mitad de la madrugada, se escuchaban sonidos metálicos, y un olor horrible, mezcla de heces, orina y carne chamuscada. La cama de Sofía se sacudía, despertando a la niña, que, aunque lloraba con tristeza, no parecía asustada, ni sorprendida. Ya descartados todos los motivos lógicos que podrían haber originado los raros sucesos, Sofía les contó a sus nuevos padres una historia impactante. En el hogar, había muchos secretos ocultos. Se amenazaba a los niños de contarlos con la amenaza de sufrir horribles represalias. Algunos chicos pasaban a ser tomados en custodias transitorias por familias que supuestamente contemplaban la adopción. Pero esto no era así en absoluto: las criaturas eran recibidas por el subsidio que recibían del estado, que se dividía por partes iguales con los funcionarios que los derivaban allí, y miraban hacia otro lado en cuanto a las condiciones en que se encontraban los pequeños. Así es como pequeñas industrias clandestinas conseguían mano de obra esclava, sometiendo a los niños a condiciones inhumanas, con larguísimas jornadas de trabajo, mala alimentación, y un descuido absoluto en cuanto a sus estados de salud. Amanda, una de esas pobres niñas, escapó de la fábrica ilegal con la intención de buscar ayuda, y dar a conocer la realidad espantosa escondida en los supuestos hogares de tránsito que debían dar contención y amor a los desafortunados chicos. No bien los funcionarios implicados fueron prontamente anoticiados de la situación, viendo el peligro que corrían si se difundía la infausta noticia, se abocaron a una verdadera cacería humana, mientras desarmaban, transitoriamente, su asqueroso negociado. No les costó demasiado atrapar a Amanda, que, una vez en sus garras, fue cruelmente golpeada, y encerrada en una jaula, sin agua ni comida, en una habitación usada para almacenar muebles viejos, y cosas rotas en desuso. Sofía, amiga de Amanda, y compañera de desgracias y esclavitud, conseguía, por su delgadez extrema, colarse por un ventanuco a la horrible habitación polvorienta y oscura, llevándole un poco de comida y bebida, y alcanzándole a Maga, su muñequita de trapo querida, único recuerdo de su madre fallecida. Como la niña no recibía ninguna clase de asistencia, exceptuando la de Sofía desde su reclusión, se veía obligada a hacer sus necesidades en la misma jaula donde transcurría sus penosos días, llorando, abrazada a su muñeca, hasta que Amanda conseguía acercarle lo poco que podía sustraer sin llamar la atención de los siniestros administradores y cuidadores del lugar. Los concesionarios del hogar, que tercerizaban el servicio del estado, decidieron que, dada las condiciones de la propiedad, y que por el momento no era rentable su negociado sin usar a los niños alquilándolos como esclavos, montaron un plan siniestro para incendiar el hogar, y cobrar una cuantiosa indemnización por parte del seguro. Armaron astutamente un cortocircuito, por el que en su debido momento demandarían a la empresa de electricidad que se había encargado del cableado del lugar, y no bien el incendio se desató, “rescataron heroicamente” a los niños. Se olvidaron de la pobre Amanda, presa en una jaula del cuarto más inflamable del edificio. Sofía, desesperada, se deshizo de las manos supuestamente protectoras que la sujetaban, y entró en el lugar en llamas, ingresando por el ventanuco, para intentar liberar a Amanda. Pese a los esfuerzos titánicos de su delgado cuerpito, no pudo abrir la prisión de su amiga. Las llamas, voraces, avanzaban despiadadas. — Vete, Sofía. No tengo forma de salvarme. Llévate a Maga, y cuídala. Prométeme que apenas puedas, contarás la verdad de lo que nos ha pasado aquí… Deshecha en lágrimas, con la muñequita de trapo entre las manos, Sofía vio cómo el humo velaba la consciencia de su pobre amiga, y se aprestó a huir antes de que le ocurriera lo mismo a ella, y aterrada, dolorida por las quemaduras que le mordían la piel, logró atravesar nuevamente el ventanuco, y salir del lugar, ganándole al fuego, que lo consumió todo. Antes de hacer la denuncia formal contra el barbárico accionar de los desalmados corruptos, los padres, por consejo de Aurora, vinieron a mí con su relato. Me apersoné, con Tristán, mi querido asistente, y Aurora, en el domicilio de la familia, esperando los acontecimientos. No tuvimos que esperar mucho. Ante nuestros ojos apareció el espectro de Amanda, con la terrible imagen de su cuerpecito calcinado horriblemente. No necesitamos imponer nuestras manos: captamos la energía de la niña, que expresaba su dolor ante la injusticia, y pedía que no se volviera a lastimar un niño en un hogar similar al antro de terror donde padeció su horrible final. Antes de orar, conmovidos, prometiéndole cumplir sus deseos, Aurora se adelantó, con Maga, la muñequita de trapo, en sus manos. En algún momento, Sofía se la había dado discretamente. La mostró ante la degradada y doliente imagen de Amanda, y rezando en una letanía, se cortó una mano con un pequeño cuchillo, y empapó la muñeca con ella, moviéndola en una danza extraña. La aparición de la niña sonrió. La visión de la carne quemada desapareció, mostrando a una bella pequeña, que se llevaba las manos al corazón, y nos hacía percibir un mensaje de amor y agradecimiento, principalmente a Sofía, y luego, a nosotros. Se elevó en un halo luminiscente, hasta desaparecer. Miré interrogadoramente a Aurora. Ella solo me devolvió un gesto enigmático, no exento de una mezcla de triunfo malsano, y me extendió la muñeca, para que la integrara a mi colección. De común acuerdo, tomamos cenizas del lugar del siniestro, antes de realizar las denuncias pertinentes, y con ellas, organizamos una ceremonia de despedida para Amanda, ahora libre, descansando en paz. Luego de que las declaraciones en la justicia de la familia de Sofía tomaran estado público, y las acciones correspondientes, que concluyó con los malvados apresados, éstos no llegaron a su juicio. Fueron apareciendo, uno a uno, degollados en sus celdas, en momentos diferentes. Lo que sí, se tomaron medidas para que la terrible historia del hogar de niños no volviera a ocurrir. Para mi sorpresa, la muñeca, que había quedado empapada con la sangre de Aurora, cada vez que uno de los delincuentes fallecía, se limpiaba de ella, quedando radiantemente limpia al morir el último. No le pregunté a Aurora lo que había hecho. Lo que cuenta, es que le permitió marcharse en paz a Amanda, con una justicia no muy convencional, pero justicia al fin. En cuanto a la familia de Sofía, es ahora muy feliz. No se repitió ningún incidente que les perturbara su vida cotidiana. Maga se luce en un estante de mi colección, con su sonrisa de trapo bordada, como un pedido de protección y amor para los niños. Pero yo no olvido lo ensangrentada que estaba. De seguro, ella tampoco… Una vez más, quedan invitados a La Morgue, donde pueden ver a la muñeca, y si quieren, repasar, objeto por objeto, cada historia de mi colección que los acompaña… Edgard, el coleccionista @NMarmor