sábado, 5 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ALMA DE OSCURIDAD

Trinidad era una joven, hija única de una familia muy pudiente, que había ganado cada centavo de su fortuna con el esfuerzo de años de trabajo. La muchacha, pese a la buena voluntad de sus padres, no valoraba en nada los principios que defendían sus progenitores, que, por mimarla demasiado, no habían sabido inculcarle. Ella era caprichosa, consentida y materialista. Pero lo peor era su racismo, y la forma cruel con la que disfrutaba discriminar y menospreciar a los que no consideraba de su elite. Se guardaba muy bien de disimular esa ideología de sus padres, ya que ellos se hubieran escandalizado de tal comportamiento, y cortado de raíz sus generosos aportes económicos, que la joven desperdiciaba en ropa que no necesitaba, cambiaba cada mes de teléfono, y gastaba en todo lo que inflamara su ya gigantesco ego. Se jactaba de su piel blanca, su pelo rubio y ojos claros, discriminando a quienes no gozaran de una belleza perfecta como la de ella. Cultivaba un odio inexplicable hacia las personas morenas, y trataba de expandir sus ideas venenosas dentro del círculo de obsecuentes que tenía como corte de su patético principado. Trinidad se encaprichó con un muchacho, hijo de nuevos ricos, con las características físicas que profesaba como credo estético: Oscar era un adonis de cabello castaño dorado, ojos verdes, y un cuerpo musculoso y perfecto. Oscar, tan tonto y hueco como la chica, se unió a ella, envanecido por la popularidad que le brindaba ser parte de “la parejita perfecta”, frase que iba de boca en boca, para su placer. Cuando Trinidad quedó embarazada, Oscar se horrorizó. Los padres le convencieron de que casarse con la hermosa heredera era una forma de consolidar socialmente la posición que tanto anhelaban, y el muchacho aceptó, sopesando también los beneficios de tener una “familia perfecta”. Para contentar los caprichos de Trinidad, los padres se embarcaron en la boda más ostentosa de la que se tuvo memoria en el pueblo. Se mudaron a una casona que era un pequeño palacio, sostenida por la familia de la joven, que le brindó a Oscar un puesto ejecutivo al que el muchacho no daba valor, y apenas se esmeraba en cumplimentar escasamente, lo que a otro empleado le hubiera valido un despido inmediato, por indolencia y desinterés. Cuando se evidenció el embarazo, Trinidad exigió a sus padres que le instalaran un área de maternidad en su casa, ya que las clínicas y hospitales de la zona no le parecían adecuadas para atender su parto debidamente. Ante las protestas de sus progenitores, Trinidad les dijo: —¡Cuánta ignorancia! Lo que les pido, se llama “parto respetado”. ¿No lo harán por su nieto? Como siempre, terminaron cediendo a la caprichosa intensidad de su única hija. Al llegar el momento de dar a luz, asistida por un equipo médico en su propio hogar, Trinidad trajo al mundo a un precioso bebé de raza negra, rollizo y saludable. Al verlo, un grito de horror salió de su boca. Se alteró tanto, que los médicos tuvieron que sedarla. Lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia fue la voz de Oscar, furioso: —¡Eres una sucia ramera! ¡Teniendo al hombre más guapo del pueblo, te acostaste con un negro, maldita hipócrita! ¡Dijiste que los odiabas! Temblando de furia se fue dando un portazo. La enfermera, instintivamente arropó al niño con un gesto protector, y llamó a los padres de la parturienta, comentándole la fea situación vivida. Ernesto y Violeta vinieron justo cuando Trinidad se despertó. Ella solo lloraba y se quejaba como una niñita de parvulario: —¡No comprendo! ¡No entiendo como pude parir ese engendro! Ernesto mandó a buscar a su yerno. Cuando estuvieron todos reunidos, el hombre tomó la palabra: —¿Cuál es el problema aquí? Veo que han tenido un bebé sano y hermoso. —¿Lo pregunta en serio, suegro? ¡El niño es negro! ¡Su hija me engañó! —¡Yo no te engañé! ¡Me dan asco los negros! ¡Voy a matar a esa…cosa venida del infierno! La cachetada que le cruzó su padre por el rostro la tomó tan de sorpresa, que ni siquiera se quejó. Quedó con la boca igual de abierta que Omar. —Escuchen bien, pedazo de idiotas desalmados. Mi abuela, Juliana, luchó contra todos los prejuicios de la época para casarse con Jeremías, un honorable hombre de color del que se había enamorado. Si te hubiera encaminado con mayor firmeza, no hubiera criado yo a una repulsiva racista. Y veo que el descerebrado de tu esposo, piensa igual que tú… —¡¿Tengo sangre negra en mis venas!? —Por supuesto. Y debería ser un honor para ti. Jeremías fue un ejemplo de lucha y trabajo honrado para todos. Con los ojos desorbitados, se levantó con una agilidad inesperada, y tomó un escalpelo olvidado por los médicos. Fue directo a la cuna, con toda la intensión de matar al niño. Oscar reaccionó intentando detenerla, y Trinidad prácticamente lo degolló con la afilada hoja. Para el absoluto horror de sus padres, mientras caía Oscar arrojando chorros de sangre, intentando tapar con sus manos la apertura de su cuello, Trinidad se cortó el propio, y se desmoronó arriba de Oscar. Luego de que la policía se apersonara en la terrible escena, el pequeño quedó bajo la custodia de sus abuelos maternos. Los paternos no querían saber nada de él. Oficié el velatorio de Trinidad, y luego, el de Oscar. Quiero contarles lo que ocurrió en el de la muchacha, al concluir. El espíritu de Trinidad se me presentó. Era un ente rabioso, enfermo de odio, absolutamente negro, envuelto en un mantillón de bebé, del mismo color. Imponiendo mis manos indagué el motivo de su furia. Asqueado, sentí como Trinidad, aún desencarnada, seguía con sus prejuicios sin sentido, y estaba enferma por ellos hasta el último átomo de su mala energía. —¡Desiste, por favor de tus insanos pensamientos!¡Hazlo, al menos, para que tu hijo te pueda rezar como una madre amorosa! Como respuesta, el ente me escupió un asqueroso líquido negro en la cara, y me tiró el mantillón con desprecio. —¡No te mereces la iluminación! ¡No te mereces haber sido madre! ¡Vete a penar al erial donde pasarás la eternidad! El espectro se desintegró mientras seguía vomitando su veneno oscuro. Yo recogí el mantillón negro, y oré con todo el corazón para que esa alma perdida recuperara su camino. El mantillón, luego de mi oración, de un lado se tornó de un prístino blanco, y al darlo vuelta, era negro. Pero el tono ya no estaba cargado de malas vibraciones. Ahora está en los estantes de mi colección, primorosamente acomodado. Voy a visitar a Jeremías. Así bautizaron al hijo de Trinidad sus abuelos. El hermoso niñito es amado por todo el pueblo, que se conduele de la terrible tragedia vivida. Y aunque el pequeño vaya a crecer muy consentido, estoy seguro que Ernesto y Violeta le enseñarán los principios que no pudieron inculcar en su desalmada hija, por la que deberán rezar mucho, para que encuentre la luz…