viernes, 27 de agosto de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA -LOS OJOS DEL ODIO

Me tocó oficiar el velatorio de Eugenio, la mano derecha del gerente de la oficina donde trabajaba Romualdo. Romualdo era empleado hacía ya quince años en la empresa. Por algún motivo en particular, que nos es desconocido, pese a que Eugenio desplegaba con todo el personal la mayor dosis de antipatía y sequedad, parecía tener un especial motivo de disfrute mortificando a Romualdo. _ Lo observo, Romualdo. Todo el tiempo. Y no puedo de dejar de notar lo inepto que es. Siempre hacía sus odiosas observaciones en voz alta, para que todo el mundo lo escuchara, con el deseo de humillar al pobre hombre, que, sin abrir la boca, continuaba sumiso su labor, bajo la irritante mirada de su jefe, que se quedaba parado junto a él, observándolo solo para ponerlo nervioso, provocándole equívocos y errores insignificantes, que él magnificaba por maldad. _ ¿Lo nota usted? Si bajo mi mirada, es usted tan torpe e inútil, ¿qué error garrafal cometería si no me viera obligado a observarlo constantemente? Así aguantaba Romualdo sus amargas jornadas, hasta que el stress y los nervios le minaron la salud. La mano le comenzó a temblar y doler, fruto de la enfermedad laboral del túnel carpiano, potenciada por la carga de angustia del acoso de su jefe. Le costaba muchísimo tipear los informes y movilizar el mousse adecuadamente, por lo que sus errores, eran ahora mucho más frecuentes. _ ¡Es usted un inútil! ¡Demora el triple de tiempo que cualquier empleado en una tarea que podría hacer un niño de cinco años! ¿Acaso se olvida que estoy observándolo, que no me queda más remedio que mirarlo constantemente? ¡Torpe! Romualdo acudió a un médico para aliviar la falencia de su mano. El facultativo le recomendó, dada la naturaleza de su problema, tomar una licencia, justificada por el origen de su enfermedad por la labor que desempeñaba. Ahora, no solo la mano estaba perjudicada, sino que el dolor y la contractura se le extendía por todo el brazo, cuello y hombro. Mortificado por tener que recurrir a ese medio, ya que jamás había faltado un solo día a la empresa, presentó los certificados pertinentes. Confiando en la justicia, no se ocupó de buscarse un abogado que lo asesorara. Eugenio, al ser la mano derecha del gerente, le llenó la cabeza en contra de Romualdo, y consiguió robar los certificados. Arguyendo faltas injustificadas, consiguió que le enviaran un telegrama de despido, sin derecho a indemnización. Consternado, Romualdo llamó a la oficina. El encargado de recursos humanos se sobresaltó cuando Eugenio le arrancó de las manos el teléfono, al escuchar de quién procedía la llamada. _ ¿Para qué molesta a la gente que trabaja, inútil? ¿Acaso no le advertí que lo estaba observando todo el tiempo? ¿Qué esperaba? ¿Qué me quedara de brazos cruzados mirando cómo un torpe estafaba a la empresa calentando una silla, cometiendo todo el tiempo desaciertos? ¿Sabe qué? ¡Lo seguiré observando! ¡Pero esta vez, siguiendo sus pasos, para que nunca más consiga trabajo en ningún lado, incompetente! Romualdo no pensó en ese momento en buscar ayuda legal. Ni siquiera se le pasó por la cabeza hablar nuevamente con su médico, que no tendría ningún inconveniente en certificar debidamente los motivos de su licencia, y desdecir el equívoco de la empresa por el despido. A Romualdo se le acumularon en el pecho unas hirvientes dagas de tantos silencios tras los agravios injustificados de su jefe. Así que, con calma, tomó un cuchillo estrecho y filoso, lo guardó en el interior del saco, y se dirigió hasta su empresa. El guardia no le puso ningún inconveniente para dejarlo pasar: Romualdo era un tipo amable y educado con todo el mundo, así que cuando le dijo que venía por un trámite ligado a su despido, le franqueó la entrada sin problemas, no sin antes decirle que lamentaba su desvinculación. Romualdo le palmeó afectuosamente la espalda, y le agradeció, prometiéndole una invitación a tomar unas copitas. En vez de dirigirse a la oficina de recursos humanos, fue directo a su lugar de trabajo, y con una voz absolutamente calma y serena, encaró a un sorprendido Eugenio. _ ¿Qué diablos hace usted acá, inútil? ¡Fue despedido por faltas injustificadas! ¡Sancionaré al guardia por permitirle entrar! _ No, Eugenio. Usted no va a sancionar a nadie. ¿Y sabe qué? ¡Ya no me va “a observar” más! Dicho esto, con un tono amable, casi jocoso, no le dio a su ex jefe tiempo de reaccionar. Ante el estupor de todos, que habían observado con suma curiosidad la escena, Romualdo sacó su cuchillo, y tomando con la fuerza que ignoraba poseer, más aún con su afección que le mortificaba de dolor la mano y el brazo, la cabeza de Eugenio, le vació las cuencas oculares, terminando manualmente de arrancarle los dos ojos, esos que por tanto tiempo habían estado encima suyo. Los agónicos gritos de Eugenio se sumaron a los de los horrorizados empleados. La sangre salpicó a muchos, y más cuando Romualdo decidió terminar su obra acuchillando la cara, primero, y el abdomen después del otrora observador jefe. La policía se llevó a un Romualdo toralmente calmado y sereno, sin oponer ninguna resistencia. Se llegó a la conclusión, avalado por las declaraciones del médico que lo había atendido anteriormente, de que había tenido un brote psicótico, y luego de una breve internación, fue liberado e indemnizado con una suma considerable por la empresa, que quería, a toda costa, evitar una demanda mayor, y el escándalo mediático. Cuando estaba terminando el velorio, el espectro enojado, colérico de Eugenio, con los ojos apenas adheridos a las cuencas ensangrentadas, tenía toda la intención de seguir hostigando a Romualdo desde la ultratumba. Fue en vano imponerle mis manos, conjuntamente a las de mi querido asistente, Tristán, pidiéndole que abandonara su furia y se liberara para alcanzar la luz. Era tan grande la energía negativa de su odio, que de sus espectrales ojos lanzaba una enfermiza luminosidad que quemaba nuestra piel. Agotados nuestros ruegos, e indignado por la persistencia de su maldad, me dirigí al féretro, y arruinando la labor reconstructiva que me llevó horas, para presentar el cadáver con un aspecto natural, volví a arrancarle los ojos. El ente, desesperado, con un asqueroso líquido oscuro manando de sus cuencas, se fue derritiendo en un fétido charco, hasta esfumarse. No me gustaría estar en el lugar espantoso en el que se encuentra ahora. Obviamente, guardé los nefastos ojos en un frasco, y ahora observan desde los estantes de mi colección, coléricamente, cómo ya no pueden controlar para mortificar a más personas. Creo que es la primera vez que me tocó intervenir en un conflicto laboral. Avísenme si se sienten demasiado observados en sus trabajos. Creo que podría llegar a ayudarlos. Los espero en La Morgue. Si quieren, me cuentan sus anécdotas de trabajo… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 7 de agosto de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- DUERME, MI NIÑO

EDGARD, EL COLECCIONISTA DUERME, MI NIÑO Fui a la casa del comisario Contreras a buscar un perrito de los seis que había alumbrado su hermosa perra. Mientras recordaba con tristeza a mi querido Cerbero, asesinado por mi hermano, me enamoré de un pequeño peludo negro, con una sola mancha blanca con forma de luna creciente en su frente. Se llamaría Lobo. Conforme con la elección, acepté la invitación de Contreras para tomar un café. Conociéndolo, sabía que quería contarme algo que lo atormentaba. En una casona casi a la salida del pueblo, se instaló hace unos meses una mujer de mediana edad, muy tímida y retraída. Aunque se mostró sumamente dulce y amable, evitó integrarse a la comunidad, que intentó darle la bienvenida con invitaciones y obsequios. Su excusa era que tenía un bebé enfermo, que le absorbía mucho tiempo, pero que, ni bien mejorara, correspondería las atenciones del mejor modo. Solo se la veía una vez al mes, para aprovisionarse de comestibles y enseres. Todos los que la cruzaban la saludaban, y le preguntaban por la salud del niño. Marina les contaba que evolucionaba lentamente, que era atendido por un profesional de la ciudad, y antes de dar lugar a más preguntas, se retiraba arguyendo prisa, ya que no quería dejar a Santos, su hijito, solo mucho tiempo. Quienes pasaban por la casona, se extrañaban del grado de abandono y deterioro. Marina no había mejorado en nada la propiedad, supuestamente heredada de un pariente. No les parecía saludable vivir en un lugar tan lúgubre, y menos aún, con un niñito enfermo. Pero cuando tocaban la puerta, con canastos de comestibles de regalo, nadie les atendía, y, decepcionados, optaban por irse dejando el obsequio en la puerta. Muy pronto recibían, con una prolija nota en un sobre primoroso, un agradecimiento alegre y jovial. Los mensajes eran pasados bajo sus puertas, sin previo aviso. Todos sentían una gran curiosidad. Querían conocer a Santos, y ver el interior de la fea casa, para aportar mejoras y reparaciones, ponderando que debía ser muy difícil la subsistencia de la mamá solitaria. Las cosas hubieran quedado así, en una duda de boca en boca, de no ser por la llegada al pueblo de Eleuterio. El hombre se apersonó en la comisaría, pidiendo hablar a solas con Contreras. Parecía desesperado. Contó que era el marido de Marina. Vivían felices en la ciudad, con su hijito Santos. Desgraciadamente, el niño enfermó, y luego falleció. La tristeza se instaló en sus existencias con raíces muy profundas. Él lidiaba con su dolor como podía, pero Marina entró en una profunda depresión, cayendo en cama, y desconectándose cada vez más de la realidad. Había llegado a un punto en que Eleuterio se alarmó seriamente por la salud de su esposa, y, asesorado por un psiquiatra, llegó a la conclusión de que un tratamiento ambulatorio no bastaba para su caso: convenía internarla, en pos de su seguridad. En eso estaba el hombre, tramitando la internación en la mejor clínica, cuando Marina desapareció. Aterrado de que le hubiera pasado algo malo, con su avanzada depresión, buscó en comisarías y hospitales de su ciudad. Al ver el resumen de cuenta bancaria, notó que su mujer había retirado una cifra importante. Con desesperación, sopesó donde podría haber huido. No quería exponerla con una denuncia formal, dado su frágil estado, confiando en que con empeño la encontraría antes de que hiciera algo peligroso. Una llamada del cementerio parque donde yacía Santos, lo horrorizó: alguien había profanado la tumba de su hijito, llevándose el cuerpo. Conmocionado, llegó a la conclusión de que era obra de la enajenada Marina. Llamando a los pocos parientes que tenía su esposa, se enteró que ella disponía de una casona en nuestro pueblo, como herencia de una tía abuela. Siempre había relegado ocuparse del tema, al no tener necesidades económicas apremiantes, y dejando para más adelante el destino de la propiedad. Llevado por un presentimiento, más que por la lógica, ya que su mujer tenía dinero como para alquilar tranquilamente una casa, o alojarse en un hotel, se llegó a nuestro pueblo, y pidió la ayuda de Contreras. El comisario consintió en colaborar. No sería un allanamiento de morada, ya que Eleuterio contaba con una llave de la propiedad, y, en el peor de los casos, tenía el testimonio del psiquiatra que había recomendado la internación de Marina. Así que fueron, discretamente acompañados por un par de agentes de confianza. Eleuterio tocó la puerta, gritando el nombre de su mujer. En principio, nadie contestó. _ ¡Marina, abre la puerta! ¡Tengo la llave de todos modos! Se escuchó por fin una respuesta desde el interior: _ ¡Márchate, por favor, Eleuterio! ¡No comprendes! ¡No puedo permitir que me quiten nuevamente a Santos! En ese punto, todos estaban nerviosos, alterados. Eleuterio le hizo una seña al comisario, y sacó el llavero. Contreras asintió, y el hombre mientras ingresaba la llave en la cerradura, gritó: _ ¡Voy a abrir la puerta, mi amor! ¡No te asustes, por favor! Nadie estaba preparado para lo que pasó. Un olor nauseabundo los abofeteó con virulencia. Una demacrada Marina, con los ojos llenos de lágrimas los recibió en la entrada de la casona llena de mugre, telarañas, y paredes semiderruídas. Sostenía en una mantita celeste, con pimpollos azules estampados, un bulto. De allí parecía emanar el horripilante hedor. _ ¡No me quites de nuevo a mi niño! ¡No lo despierten! Me cuesta mucho trabajo hacerlo dormir…Llora mucho, el pobrecito… Con sus posesivos movimientos para proteger lo que llevaba en brazos, se corrió la manta, rebelando su contenido: el cadáver putrefacto de un niñito. Eleuterio rompió en llanto. El comisario tuvo que intervenir: _ Señora, por favor: el niño está muerto. Usted misma lo sacó de su tumba. “Denos la oportunidad de ayudarla… _ ¡No es cierto! ¡Todos están confabulados para llevarse a mi hijo! ¡No lo permitiré! En un mar de lágrimas, el marido susurró: _Ya está, mi cielo. Míralo bien. Solo míralo. Recuerda. Marina, con un gesto de sorpresa, el que quizá pueda tener una persona que se despierta de una pesadilla muy vívida, miró el cuerpito descompuesto en sus brazos, y se sentó en el suelo, dejando allí los restos de su hijito. Luego, dijo una sola frase antes de sumirse en un silencio sepulcral. _Nada te habría costado dejarme soñar que estaba vivo… No fue difícil hacerla subir a la ambulancia que llegó posteriormente, y la llevó a la clínica que Eleuterio mencionó, dentro de su espanto. El niño fue inhumado nuevamente. Marina, hasta el momento no volvió a hablar ni moverse. Permanece en estado catatónico, mientras Eleuterio le ruega, en cada visita, que retorne a la realidad. La casona fue demolida a pedido del hombre, que vendió el terreno rápidamente. No quería saber nada del lugar y el pueblo donde su mujer convivió por meses con el cadáver de su hijito. El comisario, algo incómodo, me tendió una mantita: era la que arropaba a Santos, o, mejor dicho, a sus restos. _ No le dé impresión, Edgard. Se la doy limpia, para que rece por la paz del pobre niñito. Y así me fui de la casa del comisario: con mi cachorrito, Lobo, y la mantita, que se encuentra en los estantes de mi colección. Algo me dice que las plegarias fueron muy bien escuchadas: el estampado de pimpollos cambió. Ahora, luce amplias y bellas flores abiertas, como si un estado latente hubiera terminado, para dar paso a otro nivel de existencia. Una primavera del alma… Los saludo, mis queridos amigos, invitándolos a La Morgue. Todos los que se acercan a mi colección, se sienten atraídos por algún objeto en particular, que refleja algún pecado o aflicción que cada uno conoce en secreto. ¿Qué les llamará la atención a ustedes? Edgard, el coleccionista @NMarmor