Roberta
Sueña.
Lo sabe.
Es recurrente.
Es un bebé recién nacido, entre las piernas de su madre, exhausta por la labor de parto.
Siente por primera vez la hostilidad de una temperatura extraña.
Antes de que los médicos tomen su cuerpecillo bañado de fluidos, para cortar el cordón,
una fuerte energía la abduce a ingresar nuevamente por el canal de parto.
La vagina que la expulsó se abre y la traga en mansos mordiscos de carne tibia, que la
llevan nuevamente al lugar de oscuridad y seguridad que la albergaba.
La felicidad la inunda, sin mayores explicaciones.
Se siente a salvo.
Roberta se asombró bastante cuando decretaron la cuarentena.
En realidad, ella vivía en aislamiento desde largo tiempo atrás.
Todo comenzó unos años antes, con sus recurrentes ataques de pánico.
Todavía vivían sus padres, que insistieron en que recibiera asistencia psicológica.
Lo intentó. Pero el jovenzuelo con diploma recién estrenado no le inspiró la confianza
para hablar de su vida.
Lo mismo le pasó con la mujer madura, segura de sí misma, llena de firmeza que vio
posteriormente. La hacía sentir poquita cosa. Una perdedora.
Pasó por varios terapeutas, sin encontrar la persona indicada para abrirse. Todos tenían
algo que la hacía retroceder, meterse más adentro de sí misma. Y desistió.
Simplemente, atacó al motivo de su dolencia: salir de su casa. Porque solo le ocurría
cuando dejaba la seguridad de su hogar.
El origen de su trauma yacía en el abandono de su esposo.
Se había marchado de un día para el otro, sin dar explicaciones, luego de hacer un
desvío de fondos en la empresa de su padre.
Roberta le rogó a Víctor que no lo denunciara, que lo dejara así. Ya tenía demasiada
mortificación con los chismes de la gente, para agregarle un asunto policial. Se sentía
absolutamente abrumada y humillada,
Por amor paternal, Víctor le siguió la corriente a su hija, secundado por Dora, su esposa.
Era de público conocimiento que Adrián tenía una vida paralela.
Roberta no era ajena al lado oculto de su marido, del que solo esperaba, como un
mendigo anhela una limosna, que le diera la bendición de un hijo.
Ella siempre se había sentido poco agraciada. En el fondo sabía que lo que más le había
atraído a Adrián, era su situación económica, como hija de un acaudalado empresario,
por más que predicara su embelesado amor a diario.
Se enamoró caprichosamente, sin escuchar consejos ni opiniones de nadie. Todos veían
las intenciones interesadas del novio, un don nadie trepador, sin donde caerse muerto,
pero ella no estaba dispuesta a escuchar razones. No le importaba que fuera un
muchacho sin dinero.
Se perdió en la ensoñación de casarse con el chico más guapo que conocía, formar una
familia perfecta, y tener muchos niños, con los bellos ojos azules de Adrián.
Sus padres tuvieron que consentir, resignados, al tozudo deseo de su hija, y aceptar el
parásito dentro de la familia. Y atendiendo los ruegos de Roberta, darle un puesto en la
empresa familiar, muy a regañadientes.
Adrián era amablemente distante. Correcto. Socialmente impecable. Ubicado.
En eso, su familia no tenía nada para reprocharle.
Ella se acostumbró a una rutina de fría cortesía con un esposo decorativo, que cumplía
mínimamente sus tareas, sin gran esfuerzo dentro del trabajo, con la
tranquilidad de un puesto asegurado.
Tomó como normales las largas ausencias del hogar, justificadas con excusas creativas,
pero no creíbles, a sabiendas de que veía a otras mujeres, mientras volvía a la casa con
un ramo de rosas, un beso frío, y una sonrisa encantadora.
Cuando llegó a oídos de Roberta que Adrián tenía hijos con una de sus amantes, le
embargó una desesperación amarga.
No le recriminó absolutamente nada a su marido, pero le exigió, con un tono
demandante, su necesidad de quedar embarazada. Con lágrimas en los ojos, le rogó
un bebé. Éste, con la frialdad que lo caracterizaba, la abrazó flojamente, y si
bien no cambió sus hábitos de vida, se abocó en un ejercicio fornicatorio diario, sin
pasión ni romanticismo, para conformar a su mujer.
Roberta no disfrutaba el sexo desamorado de su esposo, pero se sentía estúpidamente
complacida al saber que pronto vendría el niño que tanto deseaba.
Comenzó un martirio mensual, cuando la impronta sangrienta le anunciaba que su
vientre seguía vacío.
Fue al médico cuando consideró que podía haber una falencia en su cuerpo, que no
servía ni siquiera para ser madre.
El doctor le dijo que podía ser ansiedad, ya que nada en su salud impedía la posibilidad
de un embarazo, y le recomendó que su marido se sometiera a exámenes, para chequear
su fertilidad. Ella no le dijo al facultativo que Adrián no necesitaba poner a prueba su
capacidad reproductiva, y se despidió con un enorme sentimiento de impotencia.
Tras varios años de intentos, consumida por una amargura solitaria, ya que no compartía
con nadie su tristeza, le sugirió a Adrián la posibilidad de adoptar una criatura.
Éste no estuvo de acuerdo. Le dijo que en realidad no deseaba hijos, que solo había
accedido a esa posibilidad para apoyarla. No estaba en su naturaleza la idea de criar un
vástago ajeno como propio, pero que con gusto seguiría intentando dejarla embarazada.
Roberta sintió que se le partía el corazón. Para no escuchar críticas, y maledicencias, se
había alejado de sus amistades y familia, sumida en su obsesión, y en el capricho de
insistir amando a alguien que no la quería ni respetaba.
Seguía sufriendo en silencio, comprando test de embarazo con un solo día de atraso, y
llorando cuando la rayita negativa aparecía destrozando su esperanza, con la posterior
llegada de su regla.
En ese círculo vicioso se encontraba, cuando Adrián desapareció sin siquiera recoger
sus cosas, después de hacer la estafa en la empresa de su padre.
Al principio, sin querer escuchar a Víctor sobre el desvío de fondos, se desesperó
pensando que era un mal entendido, y que su esposo podía estar en peligro.
Con infinita paciencia y amor, sus padres desprendieron la venda de sus ojos.
Adrián había sido investigado desde hacía meses por Víctor. Comenzó con robos
hormiga de fondos, retransferidos a una cuenta privada. Había renovado hacía muy poco
el pasaporte, y como usaba una tarjeta vinculada a la empresa, en el resumen aparecía la
compra de cuatro vuelos al exterior.
Lo había planificado desde hacía mucho, amparado en la impunidad de su matrimonio.
Una cosa que le costó horrores a Víctor contarle a su hija, fue una información que
consiguió con un detective.
Adrián, al poco tiempo de tener dos niños con la mujer con la que había huido al
exterior, se había practicado una vasectomía.
Eso sacudió tanto a Roberta, que sintió que su mundo se derrumbaba por completo.
Había sido engañada en lo que más la podía herir en la vida.
Agobiada, les contó a sus padres la agonía de su infructuoso sueño de un embarazo
imposible, y la angustia de haber perdido el tiempo persiguiendo un horizonte
inalcanzable.
Le ofrecieron todo lo que estaba su alcance: que fuera a vivir con ellos, adoptar un niño,
rehacer su vida, intentar inseminarse. Lo que dispusiera para remediar tanta tristeza.
Pero Roberta les dijo que lo pensaría, que le había hecho muy bien desahogarse, y, que
de momento seguiría en su casa, hasta tomar alguna decisión.
Intentó retomar la vida, desde el equivocado enfoque que había tenido siempre: la
negación. Si bien había vuelto a frecuentar a sus padres, esquivaba toda clase de
interacción social.
Fue entonces cuando comenzaron los ataques de pánico. Cada vez que salía a la calle,
sentía que todo el mundo era consciente del engaño que había sufrido, y que se reían de
ella a sus espaldas.
Varias veces la habían tenido que asistir, casi desvanecida, con el corazón a punto de
estallar, e inminente sensación de morirse.
Intentó lo de la terapia sin éxito, cuando los médicos le diagnosticaron el trastorno de
ansiedad, y, sin lograr encajar en un tratamiento, decidió enclaustrarse en su casa,
recibiendo solo la visita de sus padres, hasta que fallecieron.
Montó una logística para que le llevaran a su hogar todo lo necesario para subsistir sin
salir.
Comenzó a usar con gran destreza la computadora, desde donde nucleaba el centro
operativo de su restringida vida.
Una vez muertos sus padres, como única heredera, manejaba a distancia la empresa.
Delegó en un tío la actividad presencial, disfrutando de la prosperidad económica que le
permitía sostenerse sin inconvenientes.
Cuando llegó la pandemia, su natural bondad la hizo condolerse de una tragedia que por
primera vez hermanaba a la humanidad en un mismo dolor, al margen de que no
afectara en lo más mínimo su vida personal.
Dispuso las medidas necesarias para que la empresa familiar no efectuara despidos ni
suspensiones. Bien sabía que mermarían las ganancias, pero lejos estaba de entrar en
quiebra, ya que contaba con los activos suficientes como para tolerar varios años de
crisis.
Desde su experiencia como exiliada del exterior, expuso un coherente plan de
teletrabajo, y expansión por internet, que dejó asombrados a los directivos, que en
primeras instancias habían puesto el grito en el cielo. La propuesta no solo era factible,
sino que creó una nueva posibilidad de ganancias y puestos de trabajo a futuro.
Eso la llenó de satisfacción, y disipó un poco la sensación de inutilidad que siempre la
agobiaba respecto a su persona.
El hecho de que empezaran a consultarla activamente en busca de consejos, y no por la
simple razón de ser la dueña, le daba una fortaleza desconocida para ella.
Una ignota semilla germinó en su corazón.
Al enterarse de las carencias en barrios humildes cercanos a su domicilio, organizó
cuadrillas para entregar alimentos e insumos de protección a los carenciados. Dio la
orden a los jefes de la empresa, para que se ocuparan de la tarea.
La prensa se enteró de la acción de la generosa benefactora, y el negocio familiar se
hizo famoso, obteniendo un prestigio y credibilidad que le abría amplias posibilidades
en la preferencia del público.
Roberta no podía creer cuan egoísta había sido, atrapada en el círculo vicioso de una
relación tóxica, que la había sumido en una inactividad yerma.
Por primera vez en años, se recriminó las amistades abandonadas, los parientes alejados,
los viajes no realizados, la escasa relación con sus padres.
Lloró, como nunca en su vida.
Con cada lágrima sintió la liberación de un peso muerto atrapado en su interior.
Cuando el chaparrón de llanto amainó, llevada por un impulso, se miró al espejo, y
observó a la mujer cuarentona, bien conservada, que le devolvió la mirada desde el
cristal.
Tenía el cabello blanco. No se había percatado del momento en que las canas le habían
ganado la partida a la melena castaño rojiza que lució desde siempre.
Sin pensarlo mucho, improvisó un barbijo con un pañuelo, y después de años, traspuso
la puerta, y salió de su casa.
Con ropa pasada de moda, y el pelo atado en un rodete, se dirigió a la farmacia.
Deslumbrada con una luz que hacía demasiado tiempo no veía, y temblando un poco
con la posibilidad de sufrir un ataque de pánico, entró en el local y compró una tintura.
Asombrada con la seguridad de su voz, y con el hecho de que nadie la mirara extraño,
volvió feliz, con su trofeo, para recuperar los destellos rojizos de su pelo, una de las
pocas cosas que le agradaban de sí misma en otros tiempos.
Impactada con el resultado, se propuso una nueva tarea diaria. Una especie de
cronograma de la cuarentena. La real, no la que se había auto impuesto años de su vida
sin ningún sentido.
Y así surgió una especie de diario, donde fue plasmando sus pensamientos e ideas, que
cada vez fluían con mayor facilidad.
La primer ´´misión´´ que se propuso, fue perdonarse.
No era fácil.
Debería asumir la responsabilidad de sus decisiones erróneas y salir del papel de
víctima. Le había resultado cómodo flagelarse, como culpable, merecedora de todo lo
malo que le había acontecido, antes de reconocer que nunca quiso admitir la verdad de
los hechos y emprender acciones para remediar las injusticias.
Ahora veía con claridad que se había arropado en una cómoda cobija de negación de la
realidad, para no tener que hacerse cargo de las consecuencias de sus errores. Eso la
había enfermado, alejado del mundo, e inclusive, de sí misma.
El papel de ´´pobrecita´´ se la había comido viva.
El terror del qué dirán la instó a esconderse, cobardemente.
Ahora se daba cuenta, ante la catarata de dolor humano que veía, lo estúpido de su
postura. De lo irrelevante que era un comentario sobre una infidelidad y un abandono,
seguramente olvidados rápidamente por todos, excepto ella, que se sintió siempre bajo
un potente y burlesco reflector.
´´Voy a perdonarme de todo corazón, y cuando todo esto pase, le daré un giro a mi
vida.´´-se dijo, mientras lo apuntaba.
Encargó ropa moderna por internet.
Supervisó a distancia el cumplimiento de la distribución de víveres.
Diseñó varios planes de acción para la empresa, con excelentes resultados.
Entusiasmada, decidió escribir teorías de trabajo y desarrollo de empresas en
contingencia, paralelamente a su diario personal.
Cuando se lo comentó a su tío, el hombre, asombrado por la llamada y el cambio de su
sobrina, le pidió leerlo. Cuando lo hizo, le pareció tan bueno, que le propuso
profesionalizar el escrito, y lanzarlo editorialmente, con el patrocinio de la empresa, en
formato digital.
Roberta no podía creer que sus ideas no solo fueran buenas, sino, brillantes.
El tío Enrique jamás desperdiciaba elogios. Era un hombre estructurado y coherente, de
gran criterio, por lo que había sido seleccionado como cabeza de la empresa.
Feliz, pulió el libro, investigando tecnicismos de negocios, estudiando teorías de
economía y mercado, que le dieron el marco idóneo para que el escrito pudiera
publicarse. Con el visto bueno de Enrique, que se ocupó del tema con una editorial, el
libro vio la luz. Maravillada, no podía dejar de leer su nombre en la portada, y descubrir,
orgullosa, que había tenido una magnífica recepción para negociantes y emprendedores,
que estaban pasando su peor momento.
Se le ocurrió, entonces, contactarse con ellos, publicando un blog donde ofrecía ayuda e
ideas para aquellos que no podían afrontar la crisis.
Pese a la absoluta negativa de los gerentes de la empresa familiar, pero con la bendición
de su tío, que confiaba absolutamente en su visión, abrió una línea de créditos sin
intereses para los trabajadores desesperados.
Los guio con ideas para comercializar productos a través de internet, y poner a sus
empleados en el mismo trabajo, para que, con la ayuda del crédito pudieran subsistir sin
endeudarse más.
Su iniciativa trascendió, llegando a la prensa. Mucha gente agradecida dio testimonio de
la gran labor de Roberta, lo que catapultó la venta de su libro. Todas las ganancias del
mismo, se destinaban a su línea de créditos blandos.
Demasiado feliz, decidió emprender otro objetivo personal.
Le escribiría a todas y cada una de sus amistades, que había abandonado con excusas
vacuas, pidiendo disculpas, y contándoles lo que le había pasado.
Sabía que se exponía a recriminaciones, ser ignorada, e incluso despreciada por ese
puñado de almas que habían sido tan importantes en su vida antes de Adrián.
Para su sorpresa, todos y cada uno, no solo le agradecieron el contacto, sino que la
alentaron y le propusieron retomar la amistad.
Pasó horas poniéndose al día con la vida de ellos. Sus logros, tristezas, novedades.
Recordó con alegría anécdotas en común, y por primera vez luego de demasiado
tiempo, se sintió integrada nuevamente a una comunidad, si bien a distancia por la
pandemia, pero con una promesa a futuro de formar parte de un grupo humano. Ya no
se percibía como una paria, la loquita que se confinó y tiró a la basura su vida.
Surgió una nueva sorpresa. Gerardo, compañero de la secundaria, viudo, con un niño de
diez años, encaró el reciente contacto con una confesión: había estado enamorado de
ella en secreto, y la llegada de Adrián le había roto el corazón, más a sabiendas de que
no era la persona indicada para ´´su princesa´´, como le contó que la consideraba, en
silencio.
Le hizo saber que tenía guardada las cartas de amor que nunca se atrevió a enviarle, y
que siempre la había recordado con gran cariño.
Asombrada, ella le dijo que jamás se había percatado de su interés, y que él le gustaba
mucho por esos tiempos. Quizá si se hubiera animado, Adrián no habría entrado en su
vida. Además, siempre se había considerado un patito feo…¿Qué le había visto?
Consternado, Gerardo le dijo que ella era hermosa. En aquel entonces, y ahora. No
entendía por qué se percibía así.
Poco a poco, el acercamiento amistoso se hizo más íntimo, cargado de sentimientos
Profundos y confesiones espirituales. Casi sin darse cuenta, se transformó en un manso
romance a distancia, cálido remanso en la vida de ambos.
Gerardo hacía participar frecuentemente a Pedro, su hijo, de las video llamadas con
Roberta, que había quedado embelesada con el encantador niño.
Su vida, otrora desolada, se llenó de ilusiones brillantes, de promesas y expectativas.
La oscuridad que había vivido se disipó con una sensación de gozoso resarcimiento.
En su listado de tareas personales, aún le quedaba un pendiente.
Deseaba contactarse con Adrián. No desde el rencor, ni el despecho. Quería saber qué lo
había llevado a ser tan cruel con ella. Era una duda que no cesaba de darle vueltas por
su cabeza renovada. Y ése era el último lastre que la aferraba al dolor de su pasado.
Roberta había guardado toda la información que Víctor recopiló de su yerno a través del
detective, con el anhelo de que su hija recapacitara, y poder denunciarlo. No por una
cuestión económica, sino de pura justicia.
Así que abrió la carpeta por primera vez, desde que cayó en sus manos al morir sus
padres.
Leyó cosas que sacaron lágrimas de sus ojos. Había fotos de la mujer y los hijos.
La evidencia de la intervención para esterilizarse.
Y el destino que tomó al huir.
Se encontraba en Brasil.
Allí, con el dinero robado, había invertido en una pequeña empresa, que prosperó
discretamente.
Se casó oficialmente con su amante.
A través de internet, no le costó demasiado conseguir el teléfono y el mail del negocio
de Adrián.
Le mandó un correo comercial ficticio dirigido a él con una propuesta económica para
que picara el anzuelo y contestara personalmente.
Una vez logrado, le escribió una carta con su verdadero nombre, contándole el propósito
del escrito: saber el porqué de su comportamiento hacia ella.
No esperaba realmente una respuesta. El hecho de escribirle, diciendo que no guardaba
rencores, pero que la ayudaría mucho obtener una explicación, le proporcionó el alivio
de sentir que exorcizaba por primera vez en años un viejo demonio que la había
martirizado demasiado tiempo sin sentido.
Cuando ya casi había olvidado el mail enviado, la dejó azorada encontrar la respuesta de
Adrián.
Nunca hubiera esperado recibir una disculpa tan sentida y llena de remordimientos de
una persona que consideraba tan fría y distante.
Le contó cosas que jamás habían hablado en los años de matrimonio infeliz compartido.
La infancia desgraciada y colmada de maltrato que tuvo.
Su constante sentimiento de inferioridad ante ella, y su acaudalado y feliz entorno
familiar.
Saber que todos lo consideraban poca cosa para ella.
La sensación de ser un adorno, un objeto decorativo, comprado para completar su vida
perfecta de niña consentida.
La idea de ser un inútil, con un puesto obtenido por ser su esposo, al que jamás habría
llegado por mérito propio.
Nunca percibió amor por parte de ella. Creyó que era un capricho, un juguete personal,
que desecharía cuando se sintiera aburrida.
Desde esa visión, decidió vivir su vida, y conocer otras mujeres. Así dio con la madre
de sus hijos, una chica con un pasado similar al de él, de la que se enamoró
perdidamente.
Cuando Roberta manifestó su deseo de tener un niño, se aterró, y se practicó una
vasectomía. Pensó que era una obsesión absurda de ella para completar la fachada de
familia feliz que quería mostrar al mundo. Así que comenzó a desfalcar la empresa y
planificar su huida.
Solo deseaba tener una vida normal, lejos del oropel que rodeaba a Roberta y sus aires
de lánguida princesa.
Nunca sospechó los verdaderos sentimientos de ella, con quién se había casado
encandilado por su belleza, de la que no parecía consciente, y por el ambiente de
normalidad y bienestar que se respiraba a su alrededor. La vio como una posibilidad de
dejar atrás su negro pasado de carencias y humillaciones.
Ahora que sabía el daño que le había ocasionado, le pedía disculpas de todo corazón.
Le rogaba que no lo considerar un malvado.
Había creído que ella volvería a casarse y tener una espléndida vida al poco tiempo de
desaparecer de escena.
Nunca hubiera obrado de esa forma de saber lo que realmente sentía y pensaba Roberta.
La frialdad que ella le refería, era un escudo protector para no ser herido.
Le pedía que lo perdonara. Lamentaba profundamente la falta de comunicación que
había causado tanto dolor innecesario, y un engaño aborrecible por parte de él.
Le sugirió la posibilidad de hablar personalmente cuando terminara la pandemia,
explicarle lo ocurrido mirándola a los ojos, y poder disculparse frente a frente.
Roberta le agradeció haberle contestado el mail, y le dijo que todo estaba perdonado.
Que estaba pasando un buen momento, y que con esa carta podía cerrar una etapa muy
oscura de su vida.
Le deseaba lo mejor, y lamentaba profundamente no haberse podido comunicar con él
en su momento. Se hubieran ahorrado ambos muchos sufrimientos.
Una vez enviado ese correo, Roberta sintió que las últimas cadenas que la anclaban al
ayer se deshacían como ceniza en el agua.
El maldito virus que había vulnerado la rutina y seguridad humana, le había dado la
llave, paradójicamente, para salir de su aislamiento, en pleno aislamiento.
Comprendió cuán importante es expresar ideas, sentimientos y pensamientos en el
momento justo.
Entendió el valor de enfrentar la realidad tal y cual es, sin maquillajes ni engaños, que
van pudriendo el alma y enfermando horriblemente.
Reflexionó sobre lo equívoco de sacar conclusiones sobre la naturaleza del ´´otro´´, sin
conocer en profundidad su interior.
Supo que solo se puede crecer como ser humano y mostrar empatía solo amándose a
uno mismo. Sin autoestima, es casi imposible conectar con los demás.
Con lágrimas de infinito alivio, se propuso transformar lo que había empezado como un
diario de cuarentena, en un libro autobiográfico, para compartir su experiencia con
aquellos que necesitaran una palabra de aliento desde la soledad, la incomprensión, la
incomunicación.
Mientras el mundo se detuvo, ella tuvo la oportunidad de comenzar a andar
nuevamente.
Trataría que cada uno de sus pasos fueran disfrutados y atesorados. El tiempo era
efímero. Si bien no podía recuperar el que había dejado escapar en la nada, estaba a su
alcance, de ahora en adelante transformar en joyas cada uno de los momentos que
viviera.
Comenzaría a escribir cuanto antes, pero primero hablaría largamente con Gerardo.
Le contaría la información recibida, y le rogaría que le leyera las viejas cartas de amor
amarillentas. Porque se lo merecía. Porque sabía que si no lo pedía, se arrepentiría.
Y ya no quería volver a arrepentirse de nada.
Sonrió, sin ser consciente de que desaparecían en ese gesto unos veinte años de su vida.
Ya no era relevante su edad. Hoy era el primer día. Y lo disfrutaría.
Roberta sueña.
Es un bebé recién nacido, entre las piernas de su madre, exhausta por la labor de parto.
Siente por primera vez la hostilidad de una temperatura extraña.
Los médicos toman su cuerpecillo bañado de fluidos, y cortan el cordón.
Palmean su pequeña espalda, y para orgullo y satisfacción de su mamá, emite su primer
vigoroso grito de vida.
-¡Felicitaciones, señora, es una niña! ¡Una sana y hermosa niñita!
Roberta no es consciente de su sonrisa, en la profundidad onírica de su feliz momento…