domingo, 30 de agosto de 2020

EL BRINDIS

El brindis

La mataría.

La tóxica se había encargado de dejarlo como un canalla miserable ante todo su entorno.

También sugirió que si se atrevía a dejarla, se suicidaría.

Ya no soportaba sus manipulaciones.

La invitaría a tomar un trago, para hacer las paces. La ingesta de alcohol era una constante en su día a día.

Pondría una buena dosis de pastillas. Cuando se adormeciera, le metería por fuerza el resto para mandarla a un eterno descanso.

Preparó la copa.

Para su sorpresa, ella lo esperaba con un vaso ambarino en alto, y una sonrisa conciliatoria. En sus ojos enrojecidos, relucían lágrimas.

-Te esperaba, querido. Estamos a tiempo de arreglar las cosas. Te compré tu whisky favorito.

-¡Qué casualidad! ¡Venía por lo mismo! Te traje champán…

-¡Brindemos!

Él bebió con ansiedad, esperando que ella consumiera el líquido.

Pero no lo tomó. Se le quedó mirándolo fijamente, mientras brillaban sus ojos tristes de un modo extraño.

-Lo siento muchísimo…

Fue lo último que escuchó antes de desmayarse.

Habían tenido la misma idea.

No eran tan diferentes, después de todo…

 

sábado, 29 de agosto de 2020

EDGARD, EL COLECCIONISTA- PASOS FURTIVOS

EDGARD, EL COLECCIONISTA @NMarmor

 

PASOS FURTIVOS

 

En una ocasión vino la señora Celeste para pedirme que oficiara el velorio de su cuñado. Su hermana estaba muy conmocionada como para ocuparse del tema, por lo que ella traía la documentación pertinente.

El hombre había perecido por un ataque cardíaco, y el cuerpo ya estaba dispuesto para retirarlo.

-¿Puedo confiarle un secreto, Don  Edgard? Sé que usted tiene…un don especial, e intuyo que sabrá guiarme con algo que me aflige muchísimo…

-Por supuesto, Celeste. ¿Qué ocurre?

-En la familia hay un problema muy grave. Usted debe saber que Clarita, la hija de mi hermana y Osvaldo, su difunto padrastro, vive desde hace un tiempo conmigo.

Esto ocurrió a partir de una acusación de la niña hacia el hombre. Decía que se deslizaba a la noche, y la acechaba. Ella escuchaba los pasos furtivos, cómo entre abría su puerta y la espiaba en la semioscuridad. Hasta que una noche, intentó, directamente, atacarla. Usted se imaginará…

Lo peor, es que la tonta de mi hermana no le creyó a mi sobrina. Dijo que era histeria de adolescente. Yo me llevé a Clarita, por su seguridad. No quería dejarla a merced del depravado.

El tema es que, anoche, justo cuando falleció Osvaldo, Clara estaba acostada, y lo escuchó arrastrando los pies. ¡Luego lo vio! ¡Con una cara terrible de maldad! La pobre chica está aterrada.

Creo que, si pasa otra noche así, se volverá loca.

Pese a los ruegos de mi hermana, no va a venir al velorio. Tiene muchísimo miedo.

-Ciertamente, muy trágico e inquietante lo que me cuenta, Celeste.

Yo me ocuparé de todo. Y, por favor, no venga usted tampoco al velatorio. Quédese con Clarita, y hágale compañía. Dígale que solucionaré ese problema.

-¡Gracias, señor Edgard, sabía que podía contar con usted!

La mujer se retiró entre lágrimas.

Oficié las exequias del degenerado con el desagrado que me subía como bilis por la garganta, más, al escuchar a la viuda quejarse de su hija, por dejarla sola en ese momento.

Me comporté con todo el profesionalismo que me caracteriza.

Cuando llegó el momento de cerrar el féretro, a solas, con una sierra quirúrgica, y sin demasiados remilgos ni protocolos, le corté los pies a Osvaldo.

Los desnudé de zapatos y medias, los encadené y coloqué en un frasco con conservante, mientras recitaba unas palabras que vibraban de energía.

Sentí que se me erizaba la piel mientras hablaba. Algo estaba ocurriendo.

Al otro día, Celeste confirmó mi percepción.

Me contó que se quedó en la habitación de Clara. Juntas escucharon el furtivo deslizamiento de pasos, y luego vieron al malvado espectro, que las acechaba con un gesto inenarrable.

Ya estaba cerca de ellas, cuando de pronto, la cara del fenómeno se retorció de furia. Un fuego sin calor le inició en los pies, y ascendió por toda su imagen horrenda, chamuscándolo. Lo último que vieron de él fue una mirada que ardía de odio y feroz depravación.

En el lugar del fenómeno, quedó solo un puñado de cenizas, negras, en vez de grises, que estaban heladas.

Celeste las juntó en una bolsa, y Clarita sintió el alivio de que ya nadie la molestaría.

Aun así, decidió quedarse a vivir con su tía.

-Tenga las cenizas, señor Edgard. Le juro, que en cuanto apareció Osvaldo, yo sentía su presencia, cuidándonos a las dos.

Estamos muy agradecidas. Aunque no entiendo de estas cosas, sé que usted alejó al monstruo…

Celeste me abrazó, y se retiró en paz.

Yo arrojé las cenizas dentro del frasco con los pies encadenados. Y por extraño que parezca, se encendieron como ascuas, flotando siniestramente, como fuego fatuo, alumbrando en la oscuridad, desde la estantería de mis preciados objetos.

Quiero recalcar la importancia de escuchar a una persona cuando denuncia un abuso.

Sé que, pese a mi consejo, las partes físicas de muchos individuos terminarán formando parte de mi colección…

Los espero, mis amigos, aquí, desde La Morgue, con muchas ganas de reencontrarnos…

viernes, 21 de agosto de 2020

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA MUERTE DE DALIA

EDGARD, EL COLECCIONISTA.

LA MUERTE DE DALIA

 

Hola, mis amigos.

Hoy quiero contarles de un suceso ocurrido con el fallecimiento de Dalia, una chica obesa, para la que hubo que fabricar con prisas un ataúd especial que acogiera su cuerpo.

Por su enfermedad, había sido marginada y discriminada toda su corta vida.

No tenía amistades. No conoció el amor.

Hasta su nombre, perdió, siendo reemplazado por el despectivo y burlista apodo de ´´La cerda´´.

Su familia la había sobreprotegido, y pese a que veían el problema de la niña, y la llevaban al médico para solucionarlo, por otro lado permitían que ella ahogara su tristeza con sobre ingestas de comida, ya que no sabían cómo consolarla de la tortura cotidiana de ser siempre el hazmerreír de la clase.

Ella se abstraía de la realidad con la lectura, que la llevaba a mundos distintos, y mataba la angustia comiendo a escondidas, con la culpa posterior que esto le causaba.

Su pobre organismo, en plena adolescencia, dijo basta.

En medio del velorio, sus compañeros de curso, disimuladamente se burlaban del tamaño del féretro.

Tuve que contenerme para no sacar de la sala a los irrespetuosos. No quería evidenciar la situación ante sus padres.

Cuando quedé a solas con Dalia, observé los finos rasgos de la pobre niña, perdidos entre la grasa.

-Tenías un rostro hermoso, jovencita…

Mis palabras fueron como una invocación, ya que no bien las pronuncié, el espectro de quien nunca había escuchado un elogio a su belleza en vida, se me presentó, con el semblante más triste y desolado.

Había una súplica en sus ojos anegados. Puso sus manos a la altura del estómago.

Yo entendí.

Me acerqué a su cuerpo con un escalpelo, he hice una honda incisión en el abdomen.

Del profundo tajo, comenzó a salir un espeso humo oscuro, que se materializó en un terrorífico y gigantesco cerdo alado, negro, con ojos de fuego, que empezó a rugir con una mezcla espeluznante de furia y pena, mostrando unos colmillos que mordían salvajemente el aire.

Clavé mi mirada en la ígnea del monstruo, que me observó, sin cesar de emitir su grito sobrenatural.

-Ya déjala, por favor. Es tiempo…

La figura me miró, luego al espectro de Dalia, y lanzando un último gemido gutural, estalló en cientas de mariposas de colores, que volaron alrededor de ella.

Dalia sonreía aliviada. Sus sueños atrapados y frustrados de toda la vida, eran libres, en una cromática poesía, despojados de su prisión de ira y tristeza.

La niña me miró, radiante, me saludó y sopló un beso. Luego se desvaneció en un haz de luz.

Todas las mariposas cayeron muertas, al piso.

Me tomé el trabajo de recogerlas con mucho cuidado. Más tarde, haría un mural, seleccionando cuidadosamente los colores de cada una.

Hoy adorna la sala de mi colección.

Les podría decir muchas cosas.

Hablarles sobre la discriminación, el daño que genera.

Pero solo les diré que saquen sus propias conclusiones.

Como yo hago, cada vez que miro las mariposas de sueños que nunca pudieron ser…

Los saludo desde La Morgue, amigos, y los espero, ansioso, para contarles mis historias.

Recuerden a Dalia. Ése era su nombre.

lunes, 17 de agosto de 2020

ROBERTA

Roberta Sueña. Lo sabe. Es recurrente. Es un bebé recién nacido, entre las piernas de su madre, exhausta por la labor de parto. Siente por primera vez la hostilidad de una temperatura extraña. Antes de que los médicos tomen su cuerpecillo bañado de fluidos, para cortar el cordón, una fuerte energía la abduce a ingresar nuevamente por el canal de parto. La vagina que la expulsó se abre y la traga en mansos mordiscos de carne tibia, que la llevan nuevamente al lugar de oscuridad y seguridad que la albergaba. La felicidad la inunda, sin mayores explicaciones. Se siente a salvo. Roberta se asombró bastante cuando decretaron la cuarentena. En realidad, ella vivía en aislamiento desde largo tiempo atrás. Todo comenzó unos años antes, con sus recurrentes ataques de pánico. Todavía vivían sus padres, que insistieron en que recibiera asistencia psicológica. Lo intentó. Pero el jovenzuelo con diploma recién estrenado no le inspiró la confianza para hablar de su vida. Lo mismo le pasó con la mujer madura, segura de sí misma, llena de firmeza que vio posteriormente. La hacía sentir poquita cosa. Una perdedora. Pasó por varios terapeutas, sin encontrar la persona indicada para abrirse. Todos tenían algo que la hacía retroceder, meterse más adentro de sí misma. Y desistió. Simplemente, atacó al motivo de su dolencia: salir de su casa. Porque solo le ocurría cuando dejaba la seguridad de su hogar. El origen de su trauma yacía en el abandono de su esposo. Se había marchado de un día para el otro, sin dar explicaciones, luego de hacer un desvío de fondos en la empresa de su padre. Roberta le rogó a Víctor que no lo denunciara, que lo dejara así. Ya tenía demasiada mortificación con los chismes de la gente, para agregarle un asunto policial. Se sentía absolutamente abrumada y humillada, Por amor paternal, Víctor le siguió la corriente a su hija, secundado por Dora, su esposa. Era de público conocimiento que Adrián tenía una vida paralela. Roberta no era ajena al lado oculto de su marido, del que solo esperaba, como un mendigo anhela una limosna, que le diera la bendición de un hijo. Ella siempre se había sentido poco agraciada. En el fondo sabía que lo que más le había atraído a Adrián, era su situación económica, como hija de un acaudalado empresario, por más que predicara su embelesado amor a diario. Se enamoró caprichosamente, sin escuchar consejos ni opiniones de nadie. Todos veían las intenciones interesadas del novio, un don nadie trepador, sin donde caerse muerto, pero ella no estaba dispuesta a escuchar razones. No le importaba que fuera un muchacho sin dinero. Se perdió en la ensoñación de casarse con el chico más guapo que conocía, formar una familia perfecta, y tener muchos niños, con los bellos ojos azules de Adrián. Sus padres tuvieron que consentir, resignados, al tozudo deseo de su hija, y aceptar el parásito dentro de la familia. Y atendiendo los ruegos de Roberta, darle un puesto en la empresa familiar, muy a regañadientes. Adrián era amablemente distante. Correcto. Socialmente impecable. Ubicado. En eso, su familia no tenía nada para reprocharle. Ella se acostumbró a una rutina de fría cortesía con un esposo decorativo, que cumplía mínimamente sus tareas, sin gran esfuerzo dentro del trabajo, con la tranquilidad de un puesto asegurado. Tomó como normales las largas ausencias del hogar, justificadas con excusas creativas, pero no creíbles, a sabiendas de que veía a otras mujeres, mientras volvía a la casa con un ramo de rosas, un beso frío, y una sonrisa encantadora. Cuando llegó a oídos de Roberta que Adrián tenía hijos con una de sus amantes, le embargó una desesperación amarga. No le recriminó absolutamente nada a su marido, pero le exigió, con un tono demandante, su necesidad de quedar embarazada. Con lágrimas en los ojos, le rogó un bebé. Éste, con la frialdad que lo caracterizaba, la abrazó flojamente, y si bien no cambió sus hábitos de vida, se abocó en un ejercicio fornicatorio diario, sin pasión ni romanticismo, para conformar a su mujer. Roberta no disfrutaba el sexo desamorado de su esposo, pero se sentía estúpidamente complacida al saber que pronto vendría el niño que tanto deseaba. Comenzó un martirio mensual, cuando la impronta sangrienta le anunciaba que su vientre seguía vacío. Fue al médico cuando consideró que podía haber una falencia en su cuerpo, que no servía ni siquiera para ser madre. El doctor le dijo que podía ser ansiedad, ya que nada en su salud impedía la posibilidad de un embarazo, y le recomendó que su marido se sometiera a exámenes, para chequear su fertilidad. Ella no le dijo al facultativo que Adrián no necesitaba poner a prueba su capacidad reproductiva, y se despidió con un enorme sentimiento de impotencia. Tras varios años de intentos, consumida por una amargura solitaria, ya que no compartía con nadie su tristeza, le sugirió a Adrián la posibilidad de adoptar una criatura. Éste no estuvo de acuerdo. Le dijo que en realidad no deseaba hijos, que solo había accedido a esa posibilidad para apoyarla. No estaba en su naturaleza la idea de criar un vástago ajeno como propio, pero que con gusto seguiría intentando dejarla embarazada. Roberta sintió que se le partía el corazón. Para no escuchar críticas, y maledicencias, se había alejado de sus amistades y familia, sumida en su obsesión, y en el capricho de insistir amando a alguien que no la quería ni respetaba. Seguía sufriendo en silencio, comprando test de embarazo con un solo día de atraso, y llorando cuando la rayita negativa aparecía destrozando su esperanza, con la posterior llegada de su regla. En ese círculo vicioso se encontraba, cuando Adrián desapareció sin siquiera recoger sus cosas, después de hacer la estafa en la empresa de su padre. Al principio, sin querer escuchar a Víctor sobre el desvío de fondos, se desesperó pensando que era un mal entendido, y que su esposo podía estar en peligro. Con infinita paciencia y amor, sus padres desprendieron la venda de sus ojos. Adrián había sido investigado desde hacía meses por Víctor. Comenzó con robos hormiga de fondos, retransferidos a una cuenta privada. Había renovado hacía muy poco el pasaporte, y como usaba una tarjeta vinculada a la empresa, en el resumen aparecía la compra de cuatro vuelos al exterior. Lo había planificado desde hacía mucho, amparado en la impunidad de su matrimonio. Una cosa que le costó horrores a Víctor contarle a su hija, fue una información que consiguió con un detective. Adrián, al poco tiempo de tener dos niños con la mujer con la que había huido al exterior, se había practicado una vasectomía. Eso sacudió tanto a Roberta, que sintió que su mundo se derrumbaba por completo. Había sido engañada en lo que más la podía herir en la vida. Agobiada, les contó a sus padres la agonía de su infructuoso sueño de un embarazo imposible, y la angustia de haber perdido el tiempo persiguiendo un horizonte inalcanzable. Le ofrecieron todo lo que estaba su alcance: que fuera a vivir con ellos, adoptar un niño, rehacer su vida, intentar inseminarse. Lo que dispusiera para remediar tanta tristeza. Pero Roberta les dijo que lo pensaría, que le había hecho muy bien desahogarse, y, que de momento seguiría en su casa, hasta tomar alguna decisión. Intentó retomar la vida, desde el equivocado enfoque que había tenido siempre: la negación. Si bien había vuelto a frecuentar a sus padres, esquivaba toda clase de interacción social. Fue entonces cuando comenzaron los ataques de pánico. Cada vez que salía a la calle, sentía que todo el mundo era consciente del engaño que había sufrido, y que se reían de ella a sus espaldas. Varias veces la habían tenido que asistir, casi desvanecida, con el corazón a punto de estallar, e inminente sensación de morirse. Intentó lo de la terapia sin éxito, cuando los médicos le diagnosticaron el trastorno de ansiedad, y, sin lograr encajar en un tratamiento, decidió enclaustrarse en su casa, recibiendo solo la visita de sus padres, hasta que fallecieron. Montó una logística para que le llevaran a su hogar todo lo necesario para subsistir sin salir. Comenzó a usar con gran destreza la computadora, desde donde nucleaba el centro operativo de su restringida vida. Una vez muertos sus padres, como única heredera, manejaba a distancia la empresa. Delegó en un tío la actividad presencial, disfrutando de la prosperidad económica que le permitía sostenerse sin inconvenientes. Cuando llegó la pandemia, su natural bondad la hizo condolerse de una tragedia que por primera vez hermanaba a la humanidad en un mismo dolor, al margen de que no afectara en lo más mínimo su vida personal. Dispuso las medidas necesarias para que la empresa familiar no efectuara despidos ni suspensiones. Bien sabía que mermarían las ganancias, pero lejos estaba de entrar en quiebra, ya que contaba con los activos suficientes como para tolerar varios años de crisis. Desde su experiencia como exiliada del exterior, expuso un coherente plan de teletrabajo, y expansión por internet, que dejó asombrados a los directivos, que en primeras instancias habían puesto el grito en el cielo. La propuesta no solo era factible, sino que creó una nueva posibilidad de ganancias y puestos de trabajo a futuro. Eso la llenó de satisfacción, y disipó un poco la sensación de inutilidad que siempre la agobiaba respecto a su persona. El hecho de que empezaran a consultarla activamente en busca de consejos, y no por la simple razón de ser la dueña, le daba una fortaleza desconocida para ella. Una ignota semilla germinó en su corazón. Al enterarse de las carencias en barrios humildes cercanos a su domicilio, organizó cuadrillas para entregar alimentos e insumos de protección a los carenciados. Dio la orden a los jefes de la empresa, para que se ocuparan de la tarea. La prensa se enteró de la acción de la generosa benefactora, y el negocio familiar se hizo famoso, obteniendo un prestigio y credibilidad que le abría amplias posibilidades en la preferencia del público. Roberta no podía creer cuan egoísta había sido, atrapada en el círculo vicioso de una relación tóxica, que la había sumido en una inactividad yerma. Por primera vez en años, se recriminó las amistades abandonadas, los parientes alejados, los viajes no realizados, la escasa relación con sus padres. Lloró, como nunca en su vida. Con cada lágrima sintió la liberación de un peso muerto atrapado en su interior. Cuando el chaparrón de llanto amainó, llevada por un impulso, se miró al espejo, y observó a la mujer cuarentona, bien conservada, que le devolvió la mirada desde el cristal. Tenía el cabello blanco. No se había percatado del momento en que las canas le habían ganado la partida a la melena castaño rojiza que lució desde siempre. Sin pensarlo mucho, improvisó un barbijo con un pañuelo, y después de años, traspuso la puerta, y salió de su casa. Con ropa pasada de moda, y el pelo atado en un rodete, se dirigió a la farmacia. Deslumbrada con una luz que hacía demasiado tiempo no veía, y temblando un poco con la posibilidad de sufrir un ataque de pánico, entró en el local y compró una tintura. Asombrada con la seguridad de su voz, y con el hecho de que nadie la mirara extraño, volvió feliz, con su trofeo, para recuperar los destellos rojizos de su pelo, una de las pocas cosas que le agradaban de sí misma en otros tiempos. Impactada con el resultado, se propuso una nueva tarea diaria. Una especie de cronograma de la cuarentena. La real, no la que se había auto impuesto años de su vida sin ningún sentido. Y así surgió una especie de diario, donde fue plasmando sus pensamientos e ideas, que cada vez fluían con mayor facilidad. La primer ´´misión´´ que se propuso, fue perdonarse. No era fácil. Debería asumir la responsabilidad de sus decisiones erróneas y salir del papel de víctima. Le había resultado cómodo flagelarse, como culpable, merecedora de todo lo malo que le había acontecido, antes de reconocer que nunca quiso admitir la verdad de los hechos y emprender acciones para remediar las injusticias. Ahora veía con claridad que se había arropado en una cómoda cobija de negación de la realidad, para no tener que hacerse cargo de las consecuencias de sus errores. Eso la había enfermado, alejado del mundo, e inclusive, de sí misma. El papel de ´´pobrecita´´ se la había comido viva. El terror del qué dirán la instó a esconderse, cobardemente. Ahora se daba cuenta, ante la catarata de dolor humano que veía, lo estúpido de su postura. De lo irrelevante que era un comentario sobre una infidelidad y un abandono, seguramente olvidados rápidamente por todos, excepto ella, que se sintió siempre bajo un potente y burlesco reflector. ´´Voy a perdonarme de todo corazón, y cuando todo esto pase, le daré un giro a mi vida.´´-se dijo, mientras lo apuntaba. Encargó ropa moderna por internet. Supervisó a distancia el cumplimiento de la distribución de víveres. Diseñó varios planes de acción para la empresa, con excelentes resultados. Entusiasmada, decidió escribir teorías de trabajo y desarrollo de empresas en contingencia, paralelamente a su diario personal. Cuando se lo comentó a su tío, el hombre, asombrado por la llamada y el cambio de su sobrina, le pidió leerlo. Cuando lo hizo, le pareció tan bueno, que le propuso profesionalizar el escrito, y lanzarlo editorialmente, con el patrocinio de la empresa, en formato digital. Roberta no podía creer que sus ideas no solo fueran buenas, sino, brillantes. El tío Enrique jamás desperdiciaba elogios. Era un hombre estructurado y coherente, de gran criterio, por lo que había sido seleccionado como cabeza de la empresa. Feliz, pulió el libro, investigando tecnicismos de negocios, estudiando teorías de economía y mercado, que le dieron el marco idóneo para que el escrito pudiera publicarse. Con el visto bueno de Enrique, que se ocupó del tema con una editorial, el libro vio la luz. Maravillada, no podía dejar de leer su nombre en la portada, y descubrir, orgullosa, que había tenido una magnífica recepción para negociantes y emprendedores, que estaban pasando su peor momento. Se le ocurrió, entonces, contactarse con ellos, publicando un blog donde ofrecía ayuda e ideas para aquellos que no podían afrontar la crisis. Pese a la absoluta negativa de los gerentes de la empresa familiar, pero con la bendición de su tío, que confiaba absolutamente en su visión, abrió una línea de créditos sin intereses para los trabajadores desesperados. Los guio con ideas para comercializar productos a través de internet, y poner a sus empleados en el mismo trabajo, para que, con la ayuda del crédito pudieran subsistir sin endeudarse más. Su iniciativa trascendió, llegando a la prensa. Mucha gente agradecida dio testimonio de la gran labor de Roberta, lo que catapultó la venta de su libro. Todas las ganancias del mismo, se destinaban a su línea de créditos blandos. Demasiado feliz, decidió emprender otro objetivo personal. Le escribiría a todas y cada una de sus amistades, que había abandonado con excusas vacuas, pidiendo disculpas, y contándoles lo que le había pasado. Sabía que se exponía a recriminaciones, ser ignorada, e incluso despreciada por ese puñado de almas que habían sido tan importantes en su vida antes de Adrián. Para su sorpresa, todos y cada uno, no solo le agradecieron el contacto, sino que la alentaron y le propusieron retomar la amistad. Pasó horas poniéndose al día con la vida de ellos. Sus logros, tristezas, novedades. Recordó con alegría anécdotas en común, y por primera vez luego de demasiado tiempo, se sintió integrada nuevamente a una comunidad, si bien a distancia por la pandemia, pero con una promesa a futuro de formar parte de un grupo humano. Ya no se percibía como una paria, la loquita que se confinó y tiró a la basura su vida. Surgió una nueva sorpresa. Gerardo, compañero de la secundaria, viudo, con un niño de diez años, encaró el reciente contacto con una confesión: había estado enamorado de ella en secreto, y la llegada de Adrián le había roto el corazón, más a sabiendas de que no era la persona indicada para ´´su princesa´´, como le contó que la consideraba, en silencio. Le hizo saber que tenía guardada las cartas de amor que nunca se atrevió a enviarle, y que siempre la había recordado con gran cariño. Asombrada, ella le dijo que jamás se había percatado de su interés, y que él le gustaba mucho por esos tiempos. Quizá si se hubiera animado, Adrián no habría entrado en su vida. Además, siempre se había considerado un patito feo…¿Qué le había visto? Consternado, Gerardo le dijo que ella era hermosa. En aquel entonces, y ahora. No entendía por qué se percibía así. Poco a poco, el acercamiento amistoso se hizo más íntimo, cargado de sentimientos Profundos y confesiones espirituales. Casi sin darse cuenta, se transformó en un manso romance a distancia, cálido remanso en la vida de ambos. Gerardo hacía participar frecuentemente a Pedro, su hijo, de las video llamadas con Roberta, que había quedado embelesada con el encantador niño. Su vida, otrora desolada, se llenó de ilusiones brillantes, de promesas y expectativas. La oscuridad que había vivido se disipó con una sensación de gozoso resarcimiento. En su listado de tareas personales, aún le quedaba un pendiente. Deseaba contactarse con Adrián. No desde el rencor, ni el despecho. Quería saber qué lo había llevado a ser tan cruel con ella. Era una duda que no cesaba de darle vueltas por su cabeza renovada. Y ése era el último lastre que la aferraba al dolor de su pasado. Roberta había guardado toda la información que Víctor recopiló de su yerno a través del detective, con el anhelo de que su hija recapacitara, y poder denunciarlo. No por una cuestión económica, sino de pura justicia. Así que abrió la carpeta por primera vez, desde que cayó en sus manos al morir sus padres. Leyó cosas que sacaron lágrimas de sus ojos. Había fotos de la mujer y los hijos. La evidencia de la intervención para esterilizarse. Y el destino que tomó al huir. Se encontraba en Brasil. Allí, con el dinero robado, había invertido en una pequeña empresa, que prosperó discretamente. Se casó oficialmente con su amante. A través de internet, no le costó demasiado conseguir el teléfono y el mail del negocio de Adrián. Le mandó un correo comercial ficticio dirigido a él con una propuesta económica para que picara el anzuelo y contestara personalmente. Una vez logrado, le escribió una carta con su verdadero nombre, contándole el propósito del escrito: saber el porqué de su comportamiento hacia ella. No esperaba realmente una respuesta. El hecho de escribirle, diciendo que no guardaba rencores, pero que la ayudaría mucho obtener una explicación, le proporcionó el alivio de sentir que exorcizaba por primera vez en años un viejo demonio que la había martirizado demasiado tiempo sin sentido. Cuando ya casi había olvidado el mail enviado, la dejó azorada encontrar la respuesta de Adrián. Nunca hubiera esperado recibir una disculpa tan sentida y llena de remordimientos de una persona que consideraba tan fría y distante. Le contó cosas que jamás habían hablado en los años de matrimonio infeliz compartido. La infancia desgraciada y colmada de maltrato que tuvo. Su constante sentimiento de inferioridad ante ella, y su acaudalado y feliz entorno familiar. Saber que todos lo consideraban poca cosa para ella. La sensación de ser un adorno, un objeto decorativo, comprado para completar su vida perfecta de niña consentida. La idea de ser un inútil, con un puesto obtenido por ser su esposo, al que jamás habría llegado por mérito propio. Nunca percibió amor por parte de ella. Creyó que era un capricho, un juguete personal, que desecharía cuando se sintiera aburrida. Desde esa visión, decidió vivir su vida, y conocer otras mujeres. Así dio con la madre de sus hijos, una chica con un pasado similar al de él, de la que se enamoró perdidamente. Cuando Roberta manifestó su deseo de tener un niño, se aterró, y se practicó una vasectomía. Pensó que era una obsesión absurda de ella para completar la fachada de familia feliz que quería mostrar al mundo. Así que comenzó a desfalcar la empresa y planificar su huida. Solo deseaba tener una vida normal, lejos del oropel que rodeaba a Roberta y sus aires de lánguida princesa. Nunca sospechó los verdaderos sentimientos de ella, con quién se había casado encandilado por su belleza, de la que no parecía consciente, y por el ambiente de normalidad y bienestar que se respiraba a su alrededor. La vio como una posibilidad de dejar atrás su negro pasado de carencias y humillaciones. Ahora que sabía el daño que le había ocasionado, le pedía disculpas de todo corazón. Le rogaba que no lo considerar un malvado. Había creído que ella volvería a casarse y tener una espléndida vida al poco tiempo de desaparecer de escena. Nunca hubiera obrado de esa forma de saber lo que realmente sentía y pensaba Roberta. La frialdad que ella le refería, era un escudo protector para no ser herido. Le pedía que lo perdonara. Lamentaba profundamente la falta de comunicación que había causado tanto dolor innecesario, y un engaño aborrecible por parte de él. Le sugirió la posibilidad de hablar personalmente cuando terminara la pandemia, explicarle lo ocurrido mirándola a los ojos, y poder disculparse frente a frente. Roberta le agradeció haberle contestado el mail, y le dijo que todo estaba perdonado. Que estaba pasando un buen momento, y que con esa carta podía cerrar una etapa muy oscura de su vida. Le deseaba lo mejor, y lamentaba profundamente no haberse podido comunicar con él en su momento. Se hubieran ahorrado ambos muchos sufrimientos. Una vez enviado ese correo, Roberta sintió que las últimas cadenas que la anclaban al ayer se deshacían como ceniza en el agua. El maldito virus que había vulnerado la rutina y seguridad humana, le había dado la llave, paradójicamente, para salir de su aislamiento, en pleno aislamiento. Comprendió cuán importante es expresar ideas, sentimientos y pensamientos en el momento justo. Entendió el valor de enfrentar la realidad tal y cual es, sin maquillajes ni engaños, que van pudriendo el alma y enfermando horriblemente. Reflexionó sobre lo equívoco de sacar conclusiones sobre la naturaleza del ´´otro´´, sin conocer en profundidad su interior. Supo que solo se puede crecer como ser humano y mostrar empatía solo amándose a uno mismo. Sin autoestima, es casi imposible conectar con los demás. Con lágrimas de infinito alivio, se propuso transformar lo que había empezado como un diario de cuarentena, en un libro autobiográfico, para compartir su experiencia con aquellos que necesitaran una palabra de aliento desde la soledad, la incomprensión, la incomunicación. Mientras el mundo se detuvo, ella tuvo la oportunidad de comenzar a andar nuevamente. Trataría que cada uno de sus pasos fueran disfrutados y atesorados. El tiempo era efímero. Si bien no podía recuperar el que había dejado escapar en la nada, estaba a su alcance, de ahora en adelante transformar en joyas cada uno de los momentos que viviera. Comenzaría a escribir cuanto antes, pero primero hablaría largamente con Gerardo. Le contaría la información recibida, y le rogaría que le leyera las viejas cartas de amor amarillentas. Porque se lo merecía. Porque sabía que si no lo pedía, se arrepentiría. Y ya no quería volver a arrepentirse de nada. Sonrió, sin ser consciente de que desaparecían en ese gesto unos veinte años de su vida. Ya no era relevante su edad. Hoy era el primer día. Y lo disfrutaría. Roberta sueña. Es un bebé recién nacido, entre las piernas de su madre, exhausta por la labor de parto. Siente por primera vez la hostilidad de una temperatura extraña. Los médicos toman su cuerpecillo bañado de fluidos, y cortan el cordón. Palmean su pequeña espalda, y para orgullo y satisfacción de su mamá, emite su primer vigoroso grito de vida. -¡Felicitaciones, señora, es una niña! ¡Una sana y hermosa niñita! Roberta no es consciente de su sonrisa, en la profundidad onírica de su feliz momento…

viernes, 14 de agosto de 2020

EDGARD, EL COLECCIONISTA-EL VELATORIO INOLVIDABLE

EDGARD, EL COLECCIONISTA EL VELATORIO INOLVIDABLE Hola, mis amigos. Quiero narrarles un episodio muy singular que ocurrió dentro de mi oficio. Estaba a cargo del velorio del señor P. (era muy conocido, y prefiero guardar su privacidad), sumamente concurrido. Hombre famoso por su tenacidad, rayana en la tozudez, y su sed incansable de justicia. Mientras algunos grupos cuchicheaban en voz baja, y otros atacaban el refrigerio, unos pocos lo lloraban con sincera aflicción. Para el horror y la consternación de los presentes (me incluyo), Don P. incorporó medio cuerpo del ataúd, y con una sonrisa aterradora, que rompió la invisible costura practicada previamente por mí, se dirigió a su alelado público: -Quiero señalar a los hipócritas que están aquí disfrutando mi muerte. Dulio: me odias porque denuncié tus manejos sucios con la empresa de tu hermano. Carlos: nunca me perdonaste que Dora me prefiriera a mí. Armando: siempre envidiaste mi buen pasar. Y así siguió, por unos minutos eternos, señalando a los supuestos amigos, y desnudando sus rencores. Los que atacaban la comida, se atragantaron como sapos escuerzos. Hombres rudos, curtidos, gritaron tan agudo como las mujeres, y se desmayaron a la par de algunas sensibles señoras. El galán del pueblo se orinó en los pantalones. Pero lo peor vino cuando el concejal, que recibió las acusaciones más graves, que incluían malversaciones, adulterio, contrabando y tráfico de drogas, cayó redondo al piso, luego de agarrarse, con una mueca de dolor el robusto pecho. Como si hubiera considerado que su misión estaba cumplida, el señor P. se desplomó a su posición original en el ataúd, luego de su vitriólica alocución, como si nada hubiera ocurrido. La diferencia de antes de levantarse era la sonrisa triunfal que coronaba su rostro. -¡Qué un médico revise a mi padre, no está muerto, por lo visto! El mismo facultativo que había extendido el certificado de defunción, estaba asistiendo, sin éxito, al concejal, practicándole maniobras para reanimarlo. No lo logró. El sonido de la sirena de una ambulancia se aproximaba, ya que había atinado a llamar a emergencias no bien vi sus síntomas de ataque al corazón. Pero de nada sirvió. El hombre había caído fulminado. El doctor, ya habiendo corroborado que no quedaba más nada por hacer con él, llamó al hijo y la esposa de don P. Lo auscultó delante de ellos. -No tengo explicación lógica para lo ocurrido. Ustedes mismos pueden corroborar que el cuerpo está helado. De no ser por la pericia del señor Edgard, serían sumamente notables sus primeras muestras de putrefacción cadavérica, disimulada por el hábil maquillaje. Esto supera y vulnera toda mi formación científica… Me buscó con la mirada. Yo asentí, dándole la razón, y palmeé su espalda. Luego abracé al hijo del difunto y a la viuda. -Va a venir la policía, por el fallecimiento del concejal, y curiosos de todas las calañas. Si les parece, desalojaremos esta sala, y se quedarán ustedes para despedirse de P. El resto de la concurrencia, permanecerá en el salón contiguo, más grande. Los que no han huido… Quedamos de acuerdo. Tuve que tolerar muchos periodistas molestos, interrogatorios policiales, indagatorias constantes de los que no habían asistido al ´´espectáculo´´, esquivando a todos con evasivas. Fue muy agotador. La noticia, bastante maquillada con altas dosis de sensacionalismo, trascendió los periódicos locales, logrando un alcance muy amplio, con las versiones más variopintas del hecho, que de por sí, era bastante anormal. Esta vez, amigos, quedó una pieza poco habitual para mi colección. Debo confesar que tomé una foto del rostro risueño de P. Expresaba demasiado, y el retrato luce muy bien donde lo coloqué... Lo tomo como enseñanza de que no está nunca bien gozar con la desgracia ajena, y como una convicción: hay voluntades tan fuertes, que son capaces de torcerle el brazo a la misma muerte… Portémonos bien en vida. No sé a ustedes, pero no me agradaría ver levantarse a un difunto para escucharle reproches bien merecidos. Los despido, esperándolos en La Morgue, con nuevas historias que contar. No me fallen…

jueves, 6 de agosto de 2020

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA DELINCUENCIA ATACA

EDGARD, EL COLECCIONISTA LA DELINCUENCIA ATACA Hola, mis queridos amigos. Quiero contarles algo que no le es ajeno a nadie en la realidad que vivimos: un intento de robo. Solo que esta vez los ladrones no buscaban dinero o bienes materiales. Ni siquiera eran seres humanos comunes. No sé de qué manera, algún adorador de la oscuridad se enteró de mi colección. Ésta, es una fuente de poder y energía de transmutación. En mis manos, operan para el bien, pero, en las indebidas, la consecuencia de su uso podría ser catastrófica. Me desperté en medio de la noche, alertado por Cerbero, mi fiel perro guardián. Bien entrenado, no ladró. Se acercó a mi lecho, y con el hocico sobre mi cara, me dio a entender lo que debía saber: un intruso había ingresado a mi hogar. Enseguida capté que la presencia no era espantable con un arma. La tomé, de todos modos. Los sonidos furtivos me guiaron hacia el salón donde guardo mis preciados objetos, ofrendas de vida y muerte. Un hombre repulsivo, de oscura energía, acompañado de un compinche, intentaban llenar maletas con mis tesoros. -Ni se te ocurra acercarte, Edgard. Y baja ese revólver. Sabes que no servirá de nada con nosotros. -Pero si disparo, alertará a la gente, y vendrán por ayuda. -Te lo advierto: desatarás una masacre. Elevó, junto con su adlátere, las manos, y se formó un aura de fuego, que seguramente podrían dirigir a voluntad. Yo no deseaba que nadie saliera herido, pero no podía permitir que mis preciados objetos fueran usados con fines malignos. -Negociemos. -dije, para ganar tiempo. -Nada puedes darnos, que no podamos tomar por la fuerza. Resígnate. Ya te llegarán más elementos para formar una nueva colección de aberraciones. - dijo, riéndose. -¡Nunca permitiré que se lleven mis cosas para hacer el mal, sirvientes inmundos! La ira se apoderó de mi persona, normalmente entregada a la mansedumbre. Invoqué, inconscientemente, a todas las fuerzas que alguna vez me acompañaron en mis visiones. Para sorpresa de mis visitantes, y mía también, (no voy a negarlo), los espíritus guardianes de las almas ascendidas, y aquellas que aún vagaban en el limbo por sus pecados, se apersonaron en el recinto, rugiendo en forma feroz. Créanme, amigos. No era un espectáculo agradable de ver. Horrendas materializaciones de cuerpos putrefactos, se formaron frente a mí como un ejército de pesadilla. Los ladrones, asustados, pero seguros de sus poderes nefastos, impusieron sus manos, enviando un halo de siniestra energía candente que me hubiera carbonizado, de no haber tenido adelante a mis protectores, que, si bien tambalearon ante el impacto del ataque, no se vieron afectados. Entonces, la cara de los intrusos, se transfiguró en máscaras del más puro terror. Hasta Cerbero, mi mastín, de porte temible para quienes no conocieran su bondad y ternura, empezó a gemir con el rabo entre las piernas. La horda protectora abrió cada una de sus terroríficas bocas espectrales, y emitió un sonido infrahumano, con un viento helado dirigido a los ladrones. Éstos, hicieron un desesperado intento de huir, pero fueron alcanzados por el vendaval justiciero, y quedaron petrificados, con sus gestos de espanto infinito, transformados en negras estatuas de piedra brillante, como de oscuro cristal. Mis defensores se tomaron las manos, miraron mis ojos abiertos más allá del asombro, y con un gesto amable, impensable de seres que matarían de un susto a aguerridos luchadores, se esfumaron con la misma rapidez con que se convocaron para socorrerme. Me acerqué a ver las estatuas de los delincuentes. Estaban cargados de símbolos del mal: cruces invertidas, amuletos nefastos, elementos de vudú y magia negra, neutralizados por la vítrea cárcel que los amarraría a la eternidad. Aunque me costó muchísimo moverlos, los acomodé en el salón estratégicamente. Realmente, son impactantes… Quemé en el jardín las maletas, también adornadas por signos del mal. Ardieron con un malsano fuego verde, emitiendo un olor pútrido. ¿Qué maldades horrendas hubieran llevado a cabo esos esbirros de la oscuridad, de haberse llevado mi querida colección? Me estremezco de solo pensarlo. También me asustó el potencial de ira que cargo. No sabía que tenía el poder de traer entidades desde otra dimensión. Sopesé la posibilidad de hacer terapia. Tranquilicé a Cerbero. Esa noche durmió en mi cama. También, posteriormente, contraté un servicio de alarmas, pensando en robos comunes y corrientes, de esos que padecemos tan a diario… Todos tenemos un potencial enorme para canalizar nuestras energías, dirigiéndolas hacia el bien o la maldad. Está en nosotros administrar sabiamente esa fuerza enorme. Piénsenlo seriamente, amigos. Y cuídense mucho. Yo, aquí, desde la morgue, los espero para narrarles mis historias. No dejen de visitarme…