sábado, 9 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- DINERO SANGRIENTO

Llegó, vía judicial, hace muchos años, un cuerpo a la funeraria para oficiar su velatorio. En ese entonces, yo no estaba a cargo, aun, oficialmente de la parte administrativa. Solo ayudaba a mi padre, y aprendía el oficio. Era el cuerpo de un menor de edad, que se había suicidado, institucionalizado, en un supuesto centro de rehabilitación para drogadictos. El joven adicto, luego de sufrir abusos de toda índole dentro del macabro lugar, se ahorcó para terminar con sus sufrimientos terrenales. En ese entonces, el tema llegó al conocimiento público a través de las noticias. La familia del chico, desolada, en un desesperado intento de justicia, pese a sus casi nulos recursos económicos, decidió contratar a un abogado para que el caso no quedara en el olvido. El dr. Berián, un reconocido penalista, intuyendo algo muy oscuro, accedió a representar a la familia sin cobrarles honorarios. Su primera medida fue activar una orden de inspección al centro donde había fallecido el muchacho, a cargo del estado. Para su horror absoluto, los peritos dictaminaron que el sitio no era apto “ni siquiera para alojar animales”, por sus deplorables condiciones higiénicas y edilicias. Tampoco el personal encargado tenía capacitación y conocimientos para ejercer en sus labores dentro del inmundo lugar, mezcla de mazmorra y chiquero. Constató, a través del testimonio de otros sobrevivientes, que Damián había sufrido innumerables violaciones y agresiones físicas de toda índole antes de tomar el terrible paso del suicidio como única salida a su mortificación. No recibió ningún apoyo psicológico ni médico para superar la abstinencia y apuntar a la reinserción social. Simplemente fue retirado de las calles y arrojado, como una pieza defectuosa al basural donde penaban otras personas en su condición, muchas con instintos de salvaje crueldad y perversión. Damián solo aguantó unos meses antes de desmoronarse totalmente. No fue el primero, ni el último. Luego del terrible descubrimiento, Berián, indignado, solicitó la clausura del infausto lugar, y querelló al estado con una demanda para indemnizar a la familia. Un ave negra del estado presentó una contra demanda, arguyendo que Damián falleció por decisión propia, sin responsabilidad de ningún tipo por parte de terceros, y que nada se debía abonar por un individuo que no representaba más que una carga para el gasto público. Para ese abogado, representante de quienes controlan los destinos de los habitantes, la pérdida del muchacho era en realidad un “beneficio”. Berián, indignado, arremetió con toda su sapiencia. No solo reunió el material suficiente para denunciar como un delito la sola existencia del supuesto centro de rehabilitación, y el accionar de sus funcionarios, sino que exigió, basándose en todas las leyes que citó, una a una, la indemnización a la familia, absolutamente desesperada ante la injusticia cometida, y los agresivos dichos del abogado del estado. Con una lentitud exasperante, la justicia se terminó expidiendo, ofreciendo a los familiares una cifra tan irrisoria e insignificante, que solo se pudo tomar como un agravio más a la memoria de Damián y su suplicio. Berián, apeló nuevamente, asqueado con la propuesta económica. Dicen que los tiempos de la justicia son lentos. Hasta que salió la nueva sentencia, catorce años después, la madre del muchacho falleció de tristeza. La familia se disgregó, abrumada por una carga demasiado pesada de llevar. El mismo Berián ya estaba retirado, amargado y resentido por el silencio asesino que imperó durante tanto tiempo. Finalmente, la justicia otorgó una indemnización un poco más alta, pero totalmente alejada a la proporción del daño causado. El dinero fue a parar a manos de gente que ni siquiera había conocido a Damián, parientes lejanos que hicieron un festejo al recibir el monto, sin hacer nada para honrar la memoria de la víctima, ni los seres queridos afectados. Como la resolución de la entrega del dinero fue noticia, mientras tomaba en mi oficina un café, sin poder sacarme de la cabeza la sensación de desasosiego e impotencia, se presentó el espectro de Damián. Flaquito, consumido, gris, lleno de cicatrices producto de las innumerables golpizas que recibió dentro del nefasto centro del horror, me miró con ojos muy tristes. Con un gran peso en el pecho, le pedí que perdonara la injusticia cometida con su persona, y que intentara alcanzar la paz, desprendiéndose de este plano, ya que su madre lo aguardaba en un lugar de luz, donde no había lugar para el sufrimiento. Él, sin abandonar su semblante abatido, sacó de sus inmateriales bolsillos unos billetes empapados de sangre, dejándolos caer al piso. Con una mano en el corazón, y otra agitándola a modo de saludo, pasando de la coloración gris a una más brillante, ascendió mientras chispas de luz se le desprendían, hasta que se retiró al descanso que no pudo tener durante su corta estancia terrenal. Tomé el dinero sangriento. Lo puse en una caja de vidrio, en las estanterías de mi colección. Los billetes de alta denominación no paran de exudar gotas de sangre, que se evaporan, y vuelven a manar. Y no puedo dejar de preguntarme, ante la ley, la sociedad, la justicia, las instituciones que nos representan… ¿Cuánto vale una vida humana? Quizá, mis amigos, alguno de ustedes tenga la respuesta. Los invito a que me lo respondan, porque no encuentro alivio a mi interrogante. Los espero, ansioso de verlos, en La Morgue. Edgard, el coleccionista @NMarmor