martes, 24 de marzo de 2020

OCASO

OCASO 1 Me costó horrores tocar el timbre, quizá porque sería la última vez que lo haría, que vería el dulce rostro de Antonia. La última vez que tocaría su cálido cuerpo, que escucharía su dulce voz ronca… Lo supimos desde el principio, cuando el azar dispuso que nos conociéramos haciendo un trámite. Los amores prohibidos tienen el tiempo contado. La culpa, el temor de herir sentimientos corroe con la misma fuerza que induce la pasión para pecar . Antonia cuidaba el departamento de una sobrina en viaje de negocios. Ese fue nuestro punto de encuentro. Acudía a nuestras citas clandestinas mirando sobre el hombro, temiendo ser descubierto por algún indiscreto, el corazón estallándome de miedo y placer anticipado. Luego, lo inevitable. La sobrina regresaba en breve. Perdíamos el cobijo de esas paredes cómplices. -Es una señal, Benjamín- dijo Antonia entre lágrimas- Debemos terminar con esto aunque me muera por dentro. -Podemos buscar otro lugar, mi vida. El departamento es lo de menos… -No, Benjamín. ¿Qué excusa le daría a mi esposo? Pobre Edgardo… Si supiera lo que he estado haciendo… También yo me sentía culpable. Dora, mi mujer, estaba enferma. Eso le confería a mi engaño un peso canallesco. Acordamos vernos por última vez, y “retomar nuestras vidas”. Como si tuviera algún sentido para mí la vida sin Antonia… ¿Por qué el destino se había burlado así, cruzándome con la persona perfecta en el momento más equivocado? Toqué el timbre. Ella abrió y me abrazó llorando, temblando sin control. -Nunca he amado a alguien como a vos. Cuando te vayas, voy a quedar seca, vacía… Tragué saliva. Me habían criado con la creencia estúpida de que los hombres no lloran, y ahora sabía que era un cuento insostenible. -¡Te amo! ¡No dejemos que esto termine! -Ya lo hablamos, querido. No volvamos sobre lo mismo removiendo la herida. Disfrutemos nuestros últimos momentos juntos. Nos desvestimos torpemente en la habitación. Nos acostamos entrelazados, mirándonos los ojos en silencio. Así pasamos dos horas: perdidos uno en el otro, acariciando suavemente nuestros cuerpos doloridos de pesar. -Ya es hora- me dijo con la voz enronquecida de angustia. -Está bien, mi amor… Nos levantamos y vestimos con lentitud. Le di un abrazo. -Sos todo para mí. Gracias por haber pasado por mi vida… Ella se sacudía en un llanto desgarrado. Sopesé la posibilidad de mandar todo al diablo, y buscar un refugio para vivir con Antonia. Las respuestas de siempre volvían a mi mente como una bofetada: mi mujer, postrada en silla de ruedas, noble compañera de toda la vida, no merecía ese maltrato. Mis hijos, que con tanta ternura había criado, se transformarían en jueces implacables. Incluso tendría encima la desaprobación y el desprecio de nietos y bisnietos. Tomé el bastón apoyado en la silla. Miré el hermoso rostro de Antonia, cuyas arrugas conocían mis dedos de memoria. Salí abatido hacia un mundo gris. Es una ironía absurda encontrar el verdadero amor a los noventa y siete años… 2

AFILIACIÓN

Frente a la puerta de la impresionante casona, me retoqué automáticamente el pelo. Toqué el timbre mientras repasaba mi imagen. Me di ánimos, diciéndome que estaba absolutamente sobria y presentable. Me atendió una rubia despampanante. Hizo un veloz recorrido visual por mi persona. Se demoró unos segundos en la credencial identificadora prendida en mi pecho, con mi nombre y el de la empresa. Su enorme boca colagenada, pintada en rojo sangre, se abrió componiendo una sonrisa deslumbrante, con blanquísimos dientes. -¡Qué gusto en conocerte, Ester! ¡Te estábamos esperando! Pasá, por favor, querida. Amo la puntualidad. Soy la señora Romero, pero llámeme Luli. Me incomodan las formalidades. ¿No es verdad, Papi? Mientras ingresaba a la lujosa vivienda, dirigí mi atención a “Papi”, un anciano de mirada aterrada, sentado en un rincón, en una ultramoderna silla de ruedas. Luli me besó ambas mejillas. Exhalaba una exquisita fragancia importada que eclipsó mi perfumito barato. -Papi: esta señora es Ester, de quien estuvimos hablando. Ester: él es Carlos, mi esposo. -Mucho gusto, Carlos. Me acerqué y le tendí la mano, que con muchísimo esfuerzo, consiguió estrechar flojamente. Tenía la sufrida cara torcida, y la mitad del cuerpo inerte. Quiso decirme algo, pero solo consiguió soltar un “¡Ummmffff…” -Sentáte, por favor, querida. Lo hice. Ella también, con una gracia felina. Su postura de diva y diminuto vestido destacaban su escultural figura. Debíamos tener la misma edad, pero parecía hija mía. Solo la dureza acerada de sus ojos demasiado maquillados, revelaban una madurez gélida, más allá del tiempo. -Luli: sé que tuvo asesoría por parte de la empresa. Si me permite, voy a explayarme un poco sobre el servicio que consultó para despejar cualquier duda. Para mí es muy importante que no solo cuente con información, sino también, con tranquilidad, seguridad y confianza, que, en definitiva, es lo que se le otorga ante…una penosa situación. -Por supuesto, Ester, hablá tranquila. Y tuteame. -Bien, Luli. Vos deseás pautar el seguro de sepelio para Carlos… Observé el aire de abatimiento del hombre, relegado a su silla. Parecía haberse encogido durante la conversación. Era sorprendente que fuera el mismo hombretón guapo, sano y poderoso, que abrazaba a su bella mujer platinada en las numerosas fotos finamente enmarcadas que decoraban la estancia. En la del casamiento, parecía un galán de cine. Databa de dos años atrás. 2 -Así es, querida. Lamentablemente, al poco tiempo de casarnos, Carlos comenzó a tener gravísimos problemas de salud. Me desvivo por atenderlo: es la luz de mis ojos. Quiero cubrir todas sus necesidades, y es natural que también me ocupe de este…tema. ¡Pero qué desatenta soy! ¡No te ofrecí nada para tomar! Antes de que pudiera contestarle, oprimió un timbre, y se materializó una mujer vestida de mucama, tan inexpresiva, que no parecía tener presencia consistente. -¿Qué tomás, Ester? ¿Café, té, jugo natural, gaseosa, un trago? -Un vaso de agua, si son tan amables… -Dorita, mi vida, agua mineral para Ester, y un gin tonic para mí, por favor. -Sí, señora-contestó Dorita con voz átona, y desapareció- -¡Ummmffff…! -¡Perdón, Papi, mi amor! ¿Querés que Dorita te traiga tu jugo de compota, corazón? “Papi” contestó con el mismo sonido lastimero, que su mujer interpretó como una negativa. Dorita acomodó una coqueta bandeja de plata en la mesita y se esfumó. Luli apresó su trago y lo vació de inmediato, dejando la impronta sangrienta de su labial en el cristal inmaculado. -Dorita es un sol. Una gran ayuda. Gracias a Dios, tiene conocimientos de enfermería. Un gran apoyo para Carlos. Imaginate, Ester. Yo no tengo idea de cambiar pañales, higienizar, e incluso alimentar a alguien en la condición de Papi. Es un alivio contar con manos expertas. Porque para Papi, quiero solo lo mejor. Sonreí incómoda, mientras bebía un sorbo de agua para deshacer el nudo de mi garganta. Recompuesta, saqué de mi maletín una carpeta. -Te comento, entonces, Luli, los detalles del servicio. Sé que es un tema delicado, pero debés saber todo en detalle. -Por supuesto, querida. Adelante. -La empresa les ofrece traslado completo, féretro para nicho o tierra, capilla ardiente, sala de primer nivel con servicio de cafetería y asistentes calificados. Se ocupan de la tramitación. Cuenta con carroza, coches de acompañamiento y… -Pasemos a los planes en sí mismos, por favor, querida. -pidió con una sonrisa seca. -Bien. El plan que creería el más adecuado, es el más económico también. –Le mostré la planilla de costos. –Ofrece todos los servicios que mencioné anteriormente, con la carencia de un año. -¿Un año? ¿Recién contaríamos con el servicio en un año??? -Bueno, tené en cuenta que si surgiera, lamentablemente, la necesidad de usar el servicio antes del año, la empresa no les soltaría la mano. Hay planes de financiación muy contemplativos, además… -¿No existe otra opción, otro plan? 3 -Sí, por supuesto. No te lo mencioné porque se quintuplican los costos, y se negocia en dólares. Tenemos el plan Pre-necesidad, sin ningún tipo de carencias. Tiene disponibilidad del servicio desde el momento en que hace el primer depósito. Con una cuota, cubre todo, de ocurrir la penosa… -¿Una cuota y todo cubierto, sin carencias? -Así es. La sonrisa de Luli había vuelto en todo su esplendor. La mirada de Carlos pasó de la indefensión al terror absoluto. Lágrimas desoladas recorrían su deteriorado rostro. -¡Ummmffff! ¡Ummmffff!!!!!... -¡Papi, mi amor, tranquilo! Mamita te cuida, y solo va a elegir lo mejor para vos, aunque sea lo más costoso. Solo me importa tu bienestar. Luli sacó de su generoso escote un primoroso pañuelito y secó las lágrimas, besando los húmedos surcos, manchando la cara de su marido con labial, como a un payaso grotesco. -¡Mi vida, estás emocionado! No te agites, no es bueno en tu condición. Le acarició la cabeza como a un cachorro, y volvió al sillón con su agilidad de gata entaconada. -No se hable más, querida. Pactaremos ese plan. Ya te extiendo el cheque. ¿Dónde hay que firmar? -¿No querrías pensarlo un poco? Estás quintuplicando los costos, y tomando un compromiso en dólares, además… -Mi querida-dijo tomando mis manos heladas entre sus bellas garras de uñas esculpidas. –Te agradezco muchísimo tu honradez y empatía. Pero deseo todo lo mejor para mi esposo, y entiendo que ésta es la opción adecuada. Mi madre, una mujer muy sabia, siempre decía que lo barato sale caro. Solo indicame dónde firmar. Tengo preparado un sobre con toda la documentación que podés necesitar. -Perfecto. –Tragué saliva, le extendí el contrato, que completó y rubricó con rapidez. Sacó dinero de un bello mueblecito, mientras yo preparaba el recibo. -Ester, querida, acá tenés el dinero acordado, más una retribución para vos. -Pero…Luli…Yo no puedo… - No voy a aceptar una negativa, amorosa. Soy feliz cuando la gente recibe lo que merece. Has sido puntual, delicada, expeditiva. E intuyo una gran discreción, virtud más que valorable en los seres humanos. ¿Me equivoco? -En absoluto, Luli. Agradezco infinitamente tu generosidad… -Por favor, querida. No hay nada que agradecer. Me nació del alma. Brindame tu tarjeta. Te recomendaré con todo mi círculo social. 4 Te acompaño hasta la puerta. Sé que sos una mujer muy ocupada. No te robo más tu valiosísimo tiempo. Tomándome amablemente del hombro, bloqueó la posibilidad de despedirme de Carlos, que se removía desesperado lo poco que su condición le permitía, prisionero de su silla y de su cuerpo. Emitía sus impotentes “¡Ummmmfff!”en una letanía horripilante. Luli me despidió besando nuevamente mis mejillas, entre el sonido tintineante de sus joyas. En el exterior de la mansión, camino hacia la parada del colectivo, bastante alejada, evalué la situación. El plan que había vendido me daba la mejor comisión, prácticamente el cincuenta por ciento más que si hubiera negociado el plan convencional. El “regalito” de Luli, me permitiría llegar holgadamente a fin de mes, sin que me cortaran los servicios. Con mi marido sin trabajo, y en el bolsillo sólo la tarjeta del colectivo, era un respiro económico que realmente necesitaba. En mi cabeza se atropellaban pensamientos negativos. Dos años le había tomado a la bella Luli transformar a un hombre fuerte y saludable en una piltrafa anclada a una silla de ruedas. Pero eran conjeturas mías. ¿Acaso no existen toda clase de desgracias, enfermedades, accidentes? Bien lo sabía yo, con mi trabajo amargo. Aun así, la mirada de horror de Carlos no desaparecía de mi conciencia. Si me hubiera plantado más firmemente con Luli,¿Hubiera prolongado al menos un año más la vida de “Papi”? Porque algo me decía que encontraría su nombre muy pronto en las necrológicas… Corrí ante la llegada del colectivo, alcanzándolo justo a tiempo. No existen certezas de nada. Al menos, en mi mesa no faltaría comida para mis hijos este mes, y no me cortarían la electricidad. Todo al módico precio, quizá, de despertar por las noches con un lastimero “¡Ummmmffff!” colándose en mis pesadillas. ¡Qué sabia la madre de Luli! Lo barato sale caro…

LAS MACRÓFAGAS

Las Macrófagas Logró, después de años de trabajo, mutar genéticamente unas células. Consiguió que atraparan y devoraran a sus odiosas compañeras cancerígenas sin que alteraran el sistema del sujeto portador. Había experimentado en ratones con horribles tumores. Después del tratamiento, se encontraban perfectamente saludables, sin rastro alguno de su antiguo padecimiento. No podía aun aplicar el maravilloso descubrimiento en seres humanos. Había que hacer cientos de estudios y ensayos clínicos en otros especímenes para considerar la presentación final del proyecto como cura definitiva de la amarga enfermedad. Fue su angustia y desesperación lo que le llevó a introducir a las “Macrófagas”, como las había bautizado, en el cuerpo de su pequeña hija, con cáncer de páncreas. No pudo expresar su felicidad al ver la pronta remisión. Era un absoluto milagro. Tampoco consiguió explicar su alienado horror, cuando en contra de todas las expectativas, las células se descontrolaron en forma irrefrenable, y comenzaron a devorar por dentro a su niñita, que en pocas horas se transformó en una espantosa momia consumida, con una mueca póstuma de sorpresivo desconcierto. Antes de pegarse un tiro, pensó que se había apresurado demasiado…

EL ANHELO

Antología Orgullo zombi DESCARGA SOCIAL EN LEKTU

sábado, 21 de marzo de 2020

DOÑA RESURRECCIÓN

DOÑA RESURRECCIÓN Y LA PARCA Doña Resurrección era la sanadora más conocida y popular de Córdoba. Algunos pensaban que solo era un mito. Aunque muchos recurrían a ella para curar sus males, había quienes pese a necesitarla urgentemente, obviaban el encuentro, porque la doña vivía rodeada de espíritus ancestrales, y eso a no todo el mundo le caía en gracia. La Parca misma la trataba de comadre, y a los melindrosos los espantaba tal estrecha amistad. Resurrección vivía en Traslasierra, en un paisaje idílico, de difícil acceso. Tenía un rancho de adobe pulcro y ordenado, un aljibe, gallinas, cabras, un huerto, un herbolario, unos cuantos cacharros, y paremos de contar. Lo que no le sacaba a la tierra o a sus animales, lo trocaba con los escasos lugareños, comerciando quesos de cabra y canastos que tejía trenzando ramas de la prolífica vegetación del lugar. Y algo que consideraba un poco suyo, aunque sabía que no le pertenecía, era el manso y cristalino río que discurría a metros de su casa, refulgiendo fuego de oro en los atardeceres. Nacida en Villa Dolores, su madre detectó el don en ella desde el momento de su concepción. Le hablaba en sueños desde el vientre, le daba consejos, le comentaba secretos de sus hermanos mayores, le ayudaba a encontrar objetos perdidos y a desentrañar misterios familiares. A los seis meses hablaba con soltura y excelente dicción, en varios idiomas. A los ocho meses caminaba, iba al baño, se vestía sola, y sabía leer y escribir mientras chupaba aún la teta de Rosa, su mamá. Se corrió la voz de su prodigio, porque imponiendo sus pequeñas manitas, quitaba los cólicos, cicatrizaba quemaduras y curaba vergonzosas enfermedades venéreas. Si bien se tomó en la casa su condición como un regalo de Dios, los padres de Resurrección se fastidiaron pronto de las colas interminables en su puerta para que su cría les sanara los males. El trajín le impedía a Rosa cuidar como era debido a sus hijos mayores, que aprovechaban la atención dispersa de la madre para cometer pequeñas fechorías típicas de la edad del pavo. El hogar sufría el abandono obvio de una mujer demasiado ocupada. Aníbal, su esposo, penaba al llegar de su jornada de trabajo, la falta de un plato de comida caliente en la mesa, el desorden de horarios, y el desfile interminable de gente esperando los milagros de la pequeña Resurrección. Así fue que la pareja decidió mudarse a la ciudad, donde Aníbal consiguió un conchabo con un compadre. Decidieron mantener en secreto los poderes de la niña, y pudieron tener una vida relativamente normal. Cuando Resurrección cumplió los once años, y llegó su regla, le dijo a sus padres: -He de marcharme, queridos viejitos. -¿A dónde, Rorro? -Debo volver a Traslasierra. Ahí me espera el amor de mi vida, con quien me casaré, tendré doce hijos sanos portadores del Don, y seré muy feliz. Los padres, conocedores del poder y conocimientos de su niña, arreglaron el viaje con los ojos llenos de lágrimas, sin objetar ni discutir. Subieron todo lo que pudieron juntar para ella en la destartalada camioneta familiar, y la llevaron al medio del campo, a la estancia donde ella decía que cumpliría su destino. Allí la tomaron como empleada de la casa grande, y pasado un tiempo, efectivamente conoció a Pedro, un peón de dieciséis años con quien tuvo un mutuo flechazo. Con la bendición de los patrones, y la aceptación de los padres, se casaron, compraron con sacrificio un campito que trabajaron de sol a sol, y tuvieron doce hijos varones. La pareja hizo estudiar a sus vástagos. A medida que se iban recibiendo de sus respectivas carreras, Resurrección los instaba a emigrar a diferentes lugares del planeta. -Todos tienen el Don, Pedrito. Serán necesitados en el mundo entero. Efectivamente, fueron científicos, médicos, filósofos, periodistas, policías, mediadores, escritores, que mejoraron la calidad de vida de las sociedades que integraban, a través de su desempeño notable y altruista. -Ahora que los chicos no están, podré ayudar tranquila a la gente que lo necesite. Sus palabras fueron como una llave abriendo un portal, ya que al instante se materializaron los espíritus que siempre la acompañarían, la Parca incluida. A Pedro no le cayó en gracia la presencia de tanto fantasmón, pero con el tiempo se acostumbró, porque amaba a su esposa, y respetaba en forma religiosa sus decisiones y ocurrencias, como dictadas por el mismísimo Dios. El espíritu de la tierra la guiaba sobre las mejores hierbas y frutos para sanar las dolencias de los mortales. El del agua le explicaba su teoría para limpiar y purificar almas corrompidas o con depresión. El del aire la aleccionaba sobre la importancia del equilibrio de los pensamientos positivos, el beneficio de las artes y la liberación a través de la expresión. El del fuego disertaba con ella la forma de quemar la energía negativa, despertar pasiones dormidas, e impulsar a los tímidos a emprender su destino. Pero con quién mejor se llevaba y se entendía, era con la Parca. Juntas conversaban sobre filosofía, el sentido de la existencia. Debatían sobre el libre albedrío, las religiones, los rituales de la época pretérita y su similitud con las actuales costumbres sin sentido, mientras tomaban mate amargo con yuyitos serranos, al terminar las jornadas de sanación. A veces se unía Pedro a las charlas, que matizaba con los últimos chistes que contaba la peonada, haciendo desternillar de risa a la Parca. Resurrección no cobraba nada por sus servicios de sanadora. Desde la primera luz del alba arreglaba huesos, deshacía tumores, desenredaba adicciones, curaba penas de amor y los males más variopintos hasta las seis de la tarde. La gente, totalmente agradecida, y con miedo de ofenderla si le ofrecía dinero, le dejaba la más variada colección de bonitos obsequios. Ella los aceptaba maravillada, para mostrárselos, extasiada a Pedro, con el entusiasmo de una niñita con una muñeca nueva. Una tarde de mateada, donde predominó el silencio, la Parca le dijo: -Le tengo muy malas noticias, mi comadre Rorro. Tengo que llevarme, muy a mi pesar, a su Pedrito. Con los ojos anegados, ella le contestó: -Como usted se imaginará, ya me lo veía venir, amiga mía. ¿Cuándo será? -Cuando cambie la luna. Tendrá tiempo de despedirse. Los dejaremos solos. Esos días Resurrección no recibió a nadie para sanaciones. Se dedicó a hablar con su esposo desde el amanecer hasta que por las noches los vencía el sueño. El tiempo le alcanzó justo para evocar todas las vivencias y anécdotas de su vida en común, lo agradecida que estaba de haberlo tenido, lo mucho que lo había amado cada momento. Le encargó que le saludara en el más allá a sus padres, hermanos y amigos fallecidos. Le prometió rezar por su alma todas las noches que le restaran en la tierra y que volverían a verse. Pedro murió con una sonrisa beatífica que transmitía paz, y a su velorio asistió toda la comunidad de Traslasierra, comentando la belleza de su expresión, y diciendo que tenía cara de santo, y que, contagiado por la gracia de su esposa, habría que transmitirlo al Vaticano, y por lo menos, hacerlo Beato. Hasta hubo quienes comenzaron a pedirle milagros, y se lo conoció popularmente como “El muertito de la Resurrección”. Cuando se acabaron las pompas fúnebres, Rorro tenía una nueva meta en su cabeza. Deseaba escapar del lugar que la anclaba al amor terrenal de su marido para poder seguir desarrollando su tarea espiritual. Cargó todo lo que cabía en un carro, abandonó sus prósperos campos, y se internó en un increíblemente bello paraje de Traslasierra. Con el carro casi destruido y ya sin fuerzas, llegó al lugar elegido. Con la ayuda de los lugareños, se hizo traer unas cuantas gallinas y cabras. Canjeó sus viejos regalos por la hechura del pozo con aljibe, y la ayuda para construir su ranchito de adobe con chimenea de piedras. Se abocó en despejar y rastrillar la tierra para sembrar su huerto y su herbolario. Cuando se sintió satisfechamente instalada, hizo correr la voz de que continuaban las sanaciones, y como invocados de la nada, regresaron los espíritus para acompañarla en la nueva etapa de su vida. La gente comenzó a llegar en busca de alivio a sus sufrimientos y pesares. La mayoría se marchaba satisfecha, y una minoría, desahuciados, porque la Parca le susurraba al oído quién no podía curarse, pero volvían reconfortados por las palabras de profunda espiritualidad y consuelo que les brindaba, y conseguían morir en paz. Todos recibían ayuda, pero siempre a cambio de una promesa: Resurrección los comprometía a involucrarse con una obra de bien, que terminaba siempre creciendo y multiplicándose como buena semilla en tierra fértil. Llegaban escritores famosos con bloqueos. Se iban con la idea de una obra maestra en la cabeza, y con lo que recaudaban, realizaban fantásticas donaciones a comedores infantiles y otros emprendimientos benéficos. Venían personas en sillas de ruedas, traídas con el sacrificio sobrehumano de sus seres queridos, y volvían caminando con una mansa renguera, felices y en estado de gracia, sin creer lo que les había acontecido. Y aun así, no todos los apenados se llegaban al paraje, porque muchos le temían a los espíritus que deambulaban libres, y sobre todo, a la Parca. No tenían la capacidad de aceptar que la muerte forma parte de la vida, y desde su ignorancia y temor, no solo no aliviaban su dolor, sino que con mala intención, esparcían sucios rumores de un pacto de Resurrección con el diablo. Ella jamás se preocupó ni se ofendió con las habladurías. Lo tomaba como una parte normal de la naturaleza humana. -El chisme malicioso es tan común para el hombre como hacer pis o caca, comadre- le decía entre mate y mate a la Parca. -Usted sí que entiende bien a la gente, Rorro. Yo, con milenios a mis espaldas, aun no comprendo a los hombres. Por eso me gusta tanto hablar con usted. Ve todo con mucha claridad. Los espíritus, atentos a la conversación, aplaudían y esperaban su matecito, sentados en la ronda al atardecer. Una tarde, unos fundamentalistas de la iglesia, enardecidos por los rumores infames, se acercaron al paraje para quemar a la bruja. Los espíritus rodearon a Rorro para protegerla, pero ella se hizo a un lado, y les dijo: -Si para ustedes es de Dios quemarme viva, si desde el fondo de su corazón piensan que es lo correcto, no voy a ser yo quien los detenga, ni la que busque protección en mis amigos. Uno de los exaltados se acercó con una antorcha para aplicarla a la ropa gastada de Resurrección, y una ráfaga de viento salvaje apagó el fuego. Una luz en forma de aura la rodeó como la corona de una Virgen, y los fanáticos cayeron de rodillas, en un ataque de llanto que no parecía tener fin. Tanto lloraron, que sus lágrimas subieron y encresparon el cauce del manso río, que dio su temporada más próspera de pesca en la región. Recién bien altas las estrellas, se calmaron, abrazaron a la sanadora y volvieron usando las malvadas antorchas para guiarse en la oscuridad cerrada de esa noche sin luna. Uno de los casos más mentados de las sanaciones de Rorro fue la de una pareja que no podía tener hijos. Habían probado todos los recursos que la ciencia moderna ponía al alcance de los pudientes. Después de años de intentos, y fortunas gastadas en tratamientos infructuosos, decidieron buscar la solución en Traslasierra. -Yo los voy a ayudar. Su problema tiene arreglo. Pero deben prometerme que adoptarán un niño, y que harán todo lo que esté a su alcance para que sus conocidos también lo hagan y lo difundan. El matrimonio se sintió asombrado, pero dieron sin dudar su conformidad. -Mientras yo me quedo acá afuera mateando un rato, ustedes deben entrar al rancho, y copular en mi catre. Avergonzados, la pareja entró con torpeza a la casa, y cumplió su cometido. Después de un largo rato salieron, y se acercaron a la sanadora, perdida en sus pensamientos, mirando al río. Resurrección se acercó a la mujer, y le aplicó sus arrugadas manos sobre el vientre, que se inflamó ostensiblemente. -Se llevan tres gurisas. Van a ser niñas hermosas, alegres e inteligentes. Pero, lo más importante, muy felices. No se les vaya a olvidar la promesa. Que Dios me los acompañe. El matrimonio se marchó exultante. Le dejaron de regalo una hermosa crucecita de oro, que Rorro se colgó del cuello más por compromiso, que por religiosidad o coquetería, como para no ofenderlos. Si ella hubiera tenido electricidad o acceso a las noticias, se hubiera enterado que los padres de las trillizas se hicieron famosos por la gran cantidad de niños que adoptaron, y por la importante obra que realizaron difundiendo la necesidad de minimizar la burocracia administrativa que regía sobre el tema. Solventaron, además una casa de acogida para huérfanos, que coordinaba y asesoraba a padres adoptantes con los chicos, que terminaban generalmente con una nueva familia. Pero Resurrección, lo que no sabía lo intuía por la fuerza de su don, y confiaba siempre plenamente en que la gente a quien ayudaba cumpliría tarde o temprano sus promesas. Pasaban así los años mansamente, cada vez más encorvada y con menos dientes, sin penas ni anhelos personales, sumida en su cómoda rutina y su querida compañía. Una noche, rompiendo los esquemas de su cotidianeidad, llegó una madre desesperada, con un bebé llorando a gritos, hirviendo de fiebre y dolor. En cuanto se acercaron, la Parca le hizo a Rorro la conocida señal negativa: el niñito estaba condenado a la muerte. Resurrección le acarició la mollerita, y mirando a su comadre, le dijo a la afligida mamá: -Pase adentro del rancho, madrecita, que en un rato estoy con ustedes. -¿Qué le pasa, comadre? Nunca me ha cuestionado. Ni cuando me llevé al amor de su vida. El niño está marcado por la muerte, que lo reclama. Dígaselo a la madre, y déjeme cumplir los designios del cosmos. -¿Sabe que ocurre, mi amiga? Este niño tiene un Don especial. Si se salva, será un gran benefactor de la humanidad, rescatando millones de vidas. -No puedo cambiar el destino, mi Rorro. Usted conoce muy bien las reglas. Lamentablemente, hay que cumplirlas. -Porque conozco al pie de la letra las reglas, sé que hay una salida: el trueque, la única excepción permitida por las fuerzas superiores. -Es verdad. Solo se puede usar una vez. ¿Por quién trocaría la vida del bebé? No me la imagino enviando a nadie a la muerte… -Mire, comadre, aunque no cuento mis cumpleaños, calculo que ya pasé la centena hace rato. He vivido mucho, e intensamente. He sido amada y amé, como hija, hermana, esposa, madre, amiga… He gozado de buena salud, ayudado a más personas de las que recuerdo. He aprendido y enseñado. Pude hacer todo lo que he deseado. Nadie jamás me puso una traba en el camino. Creo que mi historia ya está escrita. Me ofrezco yo misma para el trueque. Los espíritus gimieron, desolados. -¡Pero aun no es su tiempo, mi Rorro! ¿Y toda la gente que espera su ayuda? ¿Y nuestras tardes de mates y charlas con los espíritus? ¡He roto el paradigma tiempo espacio compartiendo millones de momentos al unísono en toda la tierra, vivenciando cada caso e instante, pero solo he logrado una amistad con un mortal! ¡Y quiere dejarme! Jamás he incumplido el protocolo cósmico, nos hemos entendido sin quebrar una sola regla… ¿Qué voy a hacer en este plano sin usted? - ¡Ay, mi amiga querida, mi amada compañera…! Si usted supiera lo que yo la quiero… Pero es parte de mi misión, en lo que usted llama “este plano”, corregir un error enorme, y no puedo dejar que se pierda ese niñito para la humanidad. No podría vivir un solo segundo en paz si dejara pasar este momento sin sellar el trueque. Y no conozco la vida sin paz en el alma. Como amiga, tiene que entenderme, y aceptar el trato. Yo también la voy a extrañar, comadre. Piense que voy a reencontrarme con mis seres queridos. ¡Voy a ver de nuevo a mi Pedrito amado! No me lo haga más difícil, mi amiga, y procedamos, que corre el tiempo. A la Parca se le escurrió de la cuenca una lágrima de sangre. Los espíritus lloraban abrazados. Resurrección entró al rancho. Tomó al bebé en brazos, recibiéndolo de su desesperada madre. -Tu hijito va a salvarse. Te doy mi palabra. Pero debes darme la tuya. Sé que eres muy pobre, pero tienes que prometerme que harás todo lo que esté a tu humano alcance para que tu hijo estudie. Él va a ser un gran científico. Para cumplir su misión en la vida, debe estudiar, y mucho. -¡Lo prometo! ¡Lo juro por lo más sagrado! Si tengo que privarme de comer, así será, pero haré que Salvador estudie… Y cayó al suelo de rodillas, conmovida y agradecida, con la sensación de que estaba ocurriendo algo más poderoso de lo que su pobre mente podía captar. Resurrección le impuso las manos al niño, que de inmediato dejó de llorar. El arrebol de la fiebre abandonó el pequeño rostro, relajándolo en un sueño natural. -Ya está hecho, madrecita. Puedes marchar en paz. Y se fue la madre en plena noche, llevando su tesoro entre los brazos, demasiado conmocionada como para reparar en el demoledor cansancio que traía encima o en el largo camino que le esperaba. -¿Ya es hora, comadre? -Ya es hora-contestó con voz ronca la Parca. Resurrección se unió a ella y a los espíritus en un largo abrazo. -¿Puedo pedirles un último favor? -Diga usted, mi Rorro... -Quisiera que quemaran mi cuerpo, y arrojaran las cenizas a este hermoso río. -Delo por hecho. Resurrección se acostó en su cama tosca, y con una enorme sonrisa desdentada, dio su último suspiro, sumiendo en un dolor de hielo el corazón atemporal de la Parca. Desde lo lejos, la pira funeraria parecía una estrella. Sus cenizas, que se fundieron con el crucifijo de oro, llenaron de destellos dorados el amado río serrano. Hasta el día de hoy se dice que quien toma de sus aguas, se le quitan las penas viejas y los recuerdos tristes. Y hay quien comenta que ha visto en el paraje, junto al rancho abandonado, a la Parca llorando, tomando mate con cuatro espectros deslucidos…

ALGO OBSTINADA

ALGO OBSTINADA La tía Pilar era la mujer más obstinada que conocí. Por lo que me contaron, de niña, era el dolor de cabeza de los abuelos. No había modo de cambiar su opinión ni de obligarla a hacer nada que ella no quisiera. No le importaban las palizas, las penitencias, los sermones o los ruegos. Las cosas eran como ella las veía. No aceptaba nada fuera de sus convicciones. El hecho de que siempre fuera naturalmente bondadosa, no transformó su postura ante la vida en una verdadera tragedia, pero dificultaba con su frontalidad e intransigencia la existencia de quienes interactuaban con ella. De adolescente, bella y radiante, se ganó el amor de un galán que agotó su energía y perseverancia en cortejarla sin éxito. Lo curioso, es que ella estaba enamorada del tipo en cuestión. Cuando le preguntaban el motivo del absurdo rechazo, contestaba: -He decidido que no me voy a casar nunca. No nací para obedecer a nadie. -¡Pero niña, si amas al pobre hombre! -También amo el pastel de chocolate. Y no voy a contraer nupcias con él, por delicioso que sea. Y allí murió la cuestión. Cuando fallecieron mis padres, Pilar se hizo cargo de mí. Me dio todo el amor del mundo, y consiguió, a fuerza de pura obstinación, que me convirtiera en un hombre de bien, luchando sin tregua con las estupideces y vicios de mi adolescencia. No permitió nunca que desistiera de estudiar, y alejó con tozudez férrea todo lo que consideraba mala influencia o interferencia para mi crecimiento personal. Ganó juicios a taimados abogados a fuerza de obcecación, cuando tuvo que defender mi patrimonio de parientes que quisieron depredar mi herencia, estudiando leyes, pasando noches enteras sin dormir, para instruir a su defensor con las herramientas jurídicas más acertadas. Cuidó a los abuelos empeñada en no internarlos en un geriátrico, contra la opinión familiar, atendiéndolos con devoción hasta su partida. Ya de grande, su salud se resintió. Aceptó, con la indulgencia de una reina que perdona la impertinencia de un súbdito díscolo, mi ruego de que la viera un médico, pero desechó el diagnóstico, ignorándolo de plano. -No tengo cáncer. No voy a hacer ningún tratamiento. No se hable más del tema. Aunque el doctor me había advertido que su deterioro la iba a confinar en la cama, la tía siguió, obstinada, su vorágine de actividades sin alterar su rutina. Adelgazó notoriamente, tenía oscuras ojeras bajo los ojos, pero no atendió los ruegos de nadie respecto de tratar su condición. Una mañana la fui a despertar, para sorprenderla con un desayuno (ya casi no comía nada), y para mi pesar, estaba fría, y no respiraba. Llorando, llamé al doctor para confirmar el deceso. Este la revisó, y se dispuso a darme las instrucciones pertinentes mientras redactaba el certificado de defunción, consolándome, cuando la voz de Pilar nos sobresaltó a niveles de espanto: -¡No estoy muerta, pedazo de zoquetes! Simplemente, ya no se me antoja respirar… -¡Bendito Dios, Doña Pilu! ¡Qué no hay forma de que esté viva! -Si yo digo que estoy viva, lo estoy. Ningún matasanos me va a convencer de lo contrario, por más títulos universitarios que presuma por ahí. Y si me disculpan, señores, les voy a pedir que se retiren para vestirme y comenzar mi jornada. El doctor huyó de la casa, y por lo que sé, se retiró un tiempito de su profesión, viajando a una cabaña en el campo. Yo observé, con absoluto horror, como la tía hacía sus quehaceres con movimientos trabados, torpes, canturreando con una espeluznante voz ronca, y una sonrisa socarrona en su rostro violáceo. Aunque ya no ingería alimentos, me acompañaba en la mesa, me atendía, como si nada hubiera ocurrido. Si intentaba sacar el tema de su fallecimiento, se disgustaba y me ordenaba callarme. Yo, consternado, no sabía qué hacer, ni a quién acudir. Pasaban los días, y el estado de la tía era horroroso. Su piel estaba casi negra, supuraba un jugo espantoso, y el olor a putrefacción era insoportable. -Te amo, tía Pilu, pero debes darte cuenta que no puedes seguir obstinándote contra la realidad de tu muerte. ¿Te has visto al espejo? Además, tiita, hiedes... Anticipando un sermón con argumentos impenetrables, sacudió con desdén la mano, como espantando una mosca (y de veras que tenía moscas sobrevolándola). En el movimiento, se le desprendieron tres dedos podridos, que cayeron sobre la mesa. Ella los observó con tristeza, y perdió la inspiración para su discurso. De sus ojos empañados por una pátina lechosa, surgieron lágrimas mezcladas con pus. -¡Ay, querido sobrino! He conseguido tantas cosas de puro obstinada… Creí que esta partida también la ganaría… -Lo intentaste, tía. Lo hiciste con todas tus fuerzas. Ya es hora de que descanses… Con una sonrisa que hubiera espantado al más valiente, de no haberla conocido en vida, asintió, me miró con cariño, y encogiéndose de hombros, se desplomó, oficialmente muerta, pese al poder de su tozuda obstinación… Mimí Marmor

EL BEBÉ

El bebé Diana era bastante feliz con su vida y trabajo de enfermera. Tenía una casita en el campo, lejos del fragor de la urbe, a solo quince minutos del hospital, y a cinco del pueblito más cercano, donde se aprovisionaba, manejando su pequeño y fiel automóvil. Solo tenía una carencia que la mortificaba: deseaba ser madre con desesperación. Al principio, al reflexionar que un niño debe crecer con una figura paterna, desistió de hacerse una inseminación artificial, y ser madre soltera. Comenzó a buscar el hombre indicado, por años, llevándose amargos chascos. Ninguno era digno de ser el padre de su hijo. Cuando pasó largamente los cuarenta, sopesó lo que restaba en su reloj biológico. Le entró una prisa que se transformó en obsesión. Quedaba muy poco tiempo de fertilidad. Sus ansias de tener un hijo no le daban un segundo de paz. En vez de optar por la inseminación, se propuso encontrar un donante ocasional, aunque no tuviera vínculo con ella y el niño. Ya no le importaba la carencia de padre. Solo quería elegir un ejemplar adecuado para transmitir las características físicas de salud y belleza. Así que comenzó a tener relaciones con hombres que se adaptaban a los parámetros estéticos que le agradaban como carga genética para su vástago. Nunca había sido promiscua, pero en su deseo de procrear, dejó cualquier prejuicio moral a respecto. De cama en cama, con relaciones sin más futuro que una noche de sexo, e incontables test de embarazo negativos, le ocurrió algo que no esperaba: se enamoró enfermizamente de uno de los “donantes”. El tipo, más joven que ella, y terriblemente guapo, era un verdadero patán. No trabajaba. Vivía, según él, de inversiones financieras. Su experiencia le decía que el tipo vendía droga, y seguramente participaba en alguna otra clase de delito. Pero era tierno, encantador, buen amante, y solo se veían para tener sexo, por lo que no veía nada de malo extender la relación hasta conseguir el ansiado embarazo. Después, ya vería… Cuando el test le mostró las dos anheladas rayitas, Diana no cabía en sí de felicidad. Pese a que en principio se había prometido concluir el vínculo al lograr su cometido, sus sentimientos le jugaron en contra: se lo contó a Adrián. Él se mostró muy contento, y manipulando su momento de alegría, se instaló en su casa, con la excusa de querer participar del embarazo y nacimiento de su hijo. De ser un romántico seductor, pasó a cambiar su conducta por el de un controlador obsesivo. La vivía acusando de engaños inexistentes, y comenzó un in crescendo de violencia física y verbal. Luego de los ataques, se disculpaba, le traía un regalo, y le prometía un cambio. La convivencia se transformó en un infierno, lleno de temores, culpa y ansiedad descontroladas. Más de una vez debió ir a trabajar con una gruesa capa de maquillaje, para disimular los crueles golpes que marcaban su rostro angustiado. Diana fue lo suficientemente estúpida como para no echar de su casa al canalla, y creerle una y otra vez sus patéticas mentiras. Cuando su pancita ya era notoria, y tenía comprado todo el ajuar del bebé, (ya sabía que sería un varoncito, y que se llamaría Damián, como su amado padre fallecido), Adrián llegó una noche borracho, y por una estupidez inició una discusión, que terminó con una despiadada paliza brutal. Él la abandonó sin sentido, en un charco de sangre. Solo la casualidad la salvó de la muerte, cuando una lejana vecina se acercó para pedirle una inyección. Al asomarse por la ventana, la vio desmayada, y llamó de inmediato una ambulancia. Se despertó en el hospital. Le contaron que había estado dos días inconsciente, con conmoción cerebral, y aunque no había presentado una denuncia, se buscaba de oficio a su pareja para apresarle por el brutal ataque, que le había provocado muerte fetal. El canalla tenía antecedentes de violencia, entre otros delitos, como robo y estafa. Hacía rato que deseaban apresarlo. La tuvieron que intervenir quirúrgicamente, y lamentablemente, quedó imposibilitada de volver a embarazarse. Destrozada, Diana volvió a su vida una vez que se recuperó físicamente. Adrián no aparecía, y ella no confiaba en que la justicia de los hombres se ajustara a la barbaridad que le había hecho. Tenía el presentimiento de que lo encontraría. En realidad, era una certeza. Una cuestión de tiempo. Con un oscuro plan en su cabeza, comenzó a llevarse del hospital material descartado que se guardaba en un pabellón en desuso, con la excusa de donarlo a un dispensario carenciado de su pueblo. Nadie se opuso: eran cosas destinadas al descarte. De a poco fue armando un quirófano en el sótano de su casita. Con robos hormiga, se agenció de un verdadero arsenal de drogas e instrumental. Tal y como ella esperaba, Adrián se puso en contacto. La llamó al móvil una noche de tormenta en que ella lloraba acomodando la ropita del hijo que jamás tendría. Con el más sumiso tono de arrepentimiento, le pedía mil perdones por lo que había hecho. Le prometía remediar el mal tratándola como a una reina. Le rogaba que por favor lo cobijara: no tenía donde esconderse de la policía, ni fondos para manejarse. Con un discurso de amor que le hubiera resultado risible de no cargar con su enorme sufrimiento, intentaba seducirla vilmente. Ella fingió caer en sus redes, y le dijo que lo pasaría a buscar con el auto a la covacha donde se albergaba, debajo de un puente, con indigentes y renegados. Casi no lo reconoció, vestido como un ciruja, barbudo y demacrado. Solo el siniestro fulgor de sus ojos verdes, casi brillando entre la oscuridad y la lluvia, le permitieron distinguirlo entre los otros sin techo que penaban en el sucio lugar. Lo invitó a subir al coche. Él lloraba de agradecimiento, repitiendo su discurso, como una letanía, de cambios, de cosas increíblemente buenas que haría por ella, de todo lo que le brindaría, una vez que testificara a su favor, y lo libraran de cargos penales. Diana le decía que no se preocupara, que en casa hablarían tranquilos, que todo se solucionaría. No bien llegaron, le dio una toalla y le preparó un tazón de sopa caliente, que bebió ávidamente. -Debo estar un poco enfermo, amor. Me siento mareado… -Sí. Estás enfermo. Eres un enfermo. No te aflijas. Soy profesional. Te voy a curar. - contestó con una sonrisa que descolocó a Adrián, antes de desplomarse como un saco de piedras. Cuando recobró el conocimiento, se encontró atado a una camilla, con una vía conectada, en un remedo de hospital: reconoció el sótano de la casita, mutado con los cambios de Diana. -¡Por Dios, Diana! ¿Qué haces? ¡Suéltame, por favor! -Mi querido Adrián: te voy a contar una cosa. Debes saber que con tu golpiza perdí mi embarazo, y la posibilidad de tener otro niño. -¡Lo siento mucho! ¡Ya te pedí perdón! ¡Podemos adoptar a un chiquillo! ¡Ya mismo te puedo conseguir uno si lo deseas! ¡Sé dónde obtenerlo! -¡Eres un asco! Te voy a hacer un gran favor. Vas a tener la oportunidad de expiar todos tus inmundos pecados en vida. Me quitaste mi dignidad y mi bebé. Yo te sacaré la tuya, y tú serás mi amado hijito. -¿Qué vas a hacerme????? -Voy a comenzar el procedimiento. Pedí licencia en el hospital para atender este asunto sin distracciones de ningún tipo. Ahora relájate. Te administraré anestesia en la vía. Es delicado, y no quiero que te mueras. Necesito que vivas muchos, muchos años… -¡No, por favor!!!!!! Cuando Adrián salió del sopor de la anestesia, descubrió con horror, dolorido y choqueado, que Diana le había amputado sus piernas y brazos. Se puso a gritar como un poseso. -¡Cálmate, querido! Además, nadie puede escucharte. Recuerda que tampoco me oían a mí cuando me atacabas. ¡La intervención quirúrgica fue un éxito! ¡Tengo talento de cirujana, por lo visto! Ni siquiera tuve que transfundirte la sangre que tenía reservada para ti, ya que en todo momento controlé la hemorragia. Te dolerán un tiempo los muñones, como me dolieron a mí tus golpes, pero no te preocupes: el dolor pasa. Te lo aseguro. Como soy buena, en esta primera etapa, te administraré morfina, para que no sufras. Después de todo, te transformaré en mi bebé, y como madre, debo cuidarte bien. En la bruma gris de los fármacos, Adrián escuchaba como de lejos la alegre voz de Diana. -¡Mi bello bebé! Veo que has cicatrizado en forma excelente: eres un luchador, y yo, una gran profesional. Ahora falta la fase final. Los infantes no pueden hablar. Solo emiten sonidos. Así que tendré que extirpar tu lengua. Y como sé que serás un niño travieso, y puedes intentar morder a mamá, he estado estudiando muchísimo sobre odontología, para sacar esos dientes, que no corresponden a un bebito. Prepárate, que aquí vamos, pequeño. Adrián no tenía fuerzas para quejarse, y pronto la anestesia lo sacó de circulación. En su nuevo y horrible despertar, sintió una hinchazón descomunal en la boca. Quiso explorarla con su lengua, pero ya no la tenía. El terrible dolor le impedía gritar. -¡Ya estás consciente, mi niño bello! Mami te dará un calmante. No te aflijas. Pronto estarás en condiciones de tomar el biberón, cuando te recuperes y pueda sacarte la vía. Me costó bastante cauterizar la herida de la lengua extirpada, pero mamá es muy hábil, y lo logró. Lo mismo me ocurrió con los dientes: fue dificultoso por mi falta de experiencia odontológica, pero lo suplí con éxito al haber estudiado tanto previamente sobre ello. ¿No estás orgulloso de mami? El horror y pánico de Adrián lo hubieran llevado a un paro cardíaco de no ser un ejemplar joven y sano. Quería creer que estaba viviendo una pesadilla, y que pronto despertaría. Pero eso no ocurrió. Transcurrieron los días, con el odioso y atento cuidado de Diana. Tal como ella le había dicho, pronto le quitó la vía, y comenzó a alimentarlo con un biberón. Al principio escupía y hasta vomitaba el contenido ingerido, pero luego, el hambre le ganó la partida, y comenzó a tragar ávidamente. -¡Muy bien, mi pequeño! ¡Mamá te cambiará el pañal! Eres un niñito bueno. Ahora te llamarás Damián, el nombre que tendría el bebé que no nació. Pero tú, mi bello Damián, compensarás tanta carencia y dolor. Mami se ocupará de que tengas una habitación adecuada, y como no es rica, volverá a trabajar. Tendrás que quedarte muchas horas solo. Serás un buen niño, y esperarás a tu madre, para que te alimente y cambie tus pañales. Diana desmanteló el quirófano y lo transformó en un cuarto de niños, con una cuna gigante, y un arnés que colgaba del techo arriba de ella para manipular a Adrián. Consiguió ropa de infante en el mismo lugar especializado donde compró la cuna. Era normal para personas con pulsiones de infantilismo, y Diana agradeció por ello. Decoró el ambiente con empapelado celeste de ositos, y muchísimos peluches, tal como había soñado para su hijo durante su breve embarazo. Como le había prometido a Adrián, retomó su trabajo en el hospital, por lo que quedaba solo e inmovilizado por larguísimas horas, quejándose con sonidos guturales, sufriendo el escozor de sus heces contenidas en el pañal, padeciendo hambre e incomodidad. Le rogaba a Dios la muerte, pero no era escuchado… Lo peor de todo, es que esperaba con verdadera ansiedad el regreso de Diana, no solo para que atendiera sus necesidades básicas, sino porque anhelaba un poco de contacto humano, aunque fuera de su verdugo y carcelera. Era cierto que le había quitado toda la dignidad. Al imaginar el resto de su mísera vida, solo podía llorar y emitir grotescos sonidos, deseando el ridículo consuelo del biberón en su boca mutilada…

viernes, 13 de marzo de 2020

EVA

-¡Perdóname, mami, por enfadarme así contigo! Es que a veces te pasas… Cuando me dices que soy fruto del pecado, y por eso, una sucia pecadora, me duele el alma… Repites tanto la palabra ¨puta¨ en tu sermón... Te amo más que a nada en este mundo. Cuando me tratas así, se me ensombrece el corazón. No tengo la culpa de lo que te pasó con mi padre. Fuiste muy valiente al tenerme sola, sin apoyo de nadie… Por eso me da tristeza cuando sueltas palabras tan hirientes y ofensivas… No soy una perdida, como dices. Estudio, trabajo, me esfuerzo mucho, para poder brindarte lo mejor. Con mi ropa me siento bonita. También con el maquillaje. Todas las chicas de mi edad van así. Te aseguro que nadie puede decirme prostituta por mi arreglo, como tanto insistes… Sé que quieres protegerme. Los tiempos han cambiado. Te juro que hago lo mejor que puedo para superarme día a día. Quiero que estés orgullosa de mí. Soy consciente de que cuando dices que debiste haberme abortado, habla tu corazón herido por mi padre, que no has querido lastimarme, pero igual duele tanto… Eres todo lo que tengo, y sé que yo también lo soy para ti… No quise golpearte, mamita, me ganó la ira acumulada tanto tiempo por acumular agravios. Debí conservar la calma. Entiendo que no quieras contestarme. Estás fría, mamá. Te puse mantas, pero sigues helada. ¿Te has enfermado? Tienes muy mal color. Como violáceo. Y te empeñas en no moverte de la cama, donde te puse después del golpe. Te agregaré otra colcha. Cuando se pase tu enfado, y vuelvas a hablarme, te llevaré a cenar. ¡Ponte bien pronto, por favor! Oye, voy a tirar un poco de perfume. Huele feo. Como a carne podrida… ¿No lo sientes?

miércoles, 11 de marzo de 2020

UN POCO DESORDENADA

UN POCO DESORDENADA Sonó el despertador a las cinco de la mañana. Mauricio se levantó como un zombi enloquecido para no llegar tarde al trabajo. Al vibrar el aparato, parecía haber recibido una descarga de picana eléctrica, por sus movimientos convulsivos. Tuvo la consideración de vestirse a oscuras para no molestarme. ¡Qué dulce! Trastabilló como un borracho antes del desmayo, pero lo logró. Escuché somnolienta sus insultos mientras tropezaba con los muebles y se quemaba con la cafetera, el pobre. No dormía lo suficiente como para enfrentar el amanecer sin hacerse daño. Comenzaba su jornada demasiado alterado. Me hubiera gustado prepararle el desayuno, alcanzarle la ropa, desearle un buen día conversando con él y dándole aliento… Como cuando éramos recién casados. Yo estaba por terminar mi carrera universitaria, y tenía mi empleo de medio tiempo. Y él, bueno, él se iba a comer el mundo crudo. Se ve que se le atravesó en el estómago, le causó indigestión, y lo tuvo que vomitar poco a poco todos los días de su vida. Dejé estudios y empleo cuando quedé embarazada. Mauricio empezó a trabajar el doble. Era lo justo, lo que correspondía a un padre de familia responsable. La cama estaba tan cómoda, calentita, y yo tan cansada…Me merecía un rato más de sueño. Me lo había ganado. Al menos eso sentía. A las ocho escuché que despertaban los mellizos. Mis dos hermosos niñitos amados. Cuatro añitos. Sumamente traviesos y exigentes. Dos bellos diablitos, vampiros chupadores de energía. Justamente lo que no tenía para dar en ese momento. Todavía no podía entender que me había impulsado a engendrarlos. No es que no los amara con locura. No era eso. Para nada.Tan divinos, ellos… Debía atenderlos. Era mi sagrado deber de madre. Mi apostolado. No podía despegar los ojos. Me pesaban los párpados como lápidas. Seguí durmiendo, acunada por la idea de que sus chillidos de salvajes eran una pesadilla que se esfumaría al despertarme. Dios los cuidaría. Siempre lo hacía. Yo soy una mujer muy creyente. Eso tiene sus recompensas. A las doce me levanté sin ganas, sobresaltada por los alaridos estridentes de los niños, totalmente amodorrada. Posiblemente eran las pastillas que tomaba por las noches. Me excedía un poquitito con la dosis, pero que bien que se sentían. Me hacían olvidar del mundo en unos minutos mágicos. Bien valían un malestar al día siguiente, aunque pareciera que unos gnomos malvados me taladraban el cerebro. Los chicos, además de gritar como poseídos durante un exorcismo, daban asco. Estaban desnudos como salvajes, embadurnados con una mezcla de mocos, barro, mermelada, y otras sustancias desconocidas. Tenían rastros en el cuerpo de haberse estado golpeando con algo, a juzgar por sus moretones. Además lucían marcas de mordiscos. ¡Qué caníbales inadaptados! Habían incursionado en la heladera y la alacena para calmar el hambre, dejando huellas mugrientas de sus andanzas por todos lados, como el rastro de dos babosas gigantes. Mientras lloraban y peleaban como maníacos, les di una limpiadita con un trapo húmedo que no olía mejor que ellos, y los consolé con una canción que les gustaba. Me observaban asombrados, como si fuera una desconocida. Niños… Los vestí con lo primero que encontré. La ropa no combinaba en absoluto. Parecían pequeños pordioseros. A ellos les tenía sin cuidado. Después los bañaría y acicalaría debidamente. Los dejaría bellos.Lo haría cuando adecentara el baño, que lucía como si una pandilla de monos adolescentes hubiera hecho sus necesidades en él. ¡Qué asco!!! Saqué de la mesa los platos sucios de la noche anterior. No tenía ganas de lavar. Los puse en la pileta repleta de cacharros mugrientos. Fue una verdadera proeza mantener en equilibrio tremenda torre de trastes. Tanto haber jugado tetris daba sus frutos… Preparé unos sándwiches para almorzar. No me entusiasmaba cocinar, y a los chicos les gustaban. Amaban la comida chatarra. ¡Suerte para mí! En lo personal, la ingesta de esa clase de porquerías me había hecho engordar unos veinte kilos, sumados a los que me quedaron del parto, que nunca pude bajar. Odio la gimnasia y las dietas. Después de todo, soy una señora casada, y no tengo por qué seguir los estereotipos de belleza capitalista que nos quieren vender a las mujeres,como si fuéramos un objeto. Yo tengo una gran personalidad y autoestima. Sé que me empodero desde mi inteligencia y capacidades. Como madre y esposa, por ejemplo. Pese a esta certeza, en mi caótico ropero, entre montones de trapos acomodados a presión, están las cajas con la ropa de mi época “de flaca”. A veces, cuando me agarra una cosa rara en mi interior que aún no logro descifrar, saco una vieja prenda e intento ponérmela, con resultados desastrosos.La última vez, intentando calzarme un pantalón que no subía ni a mis rodillas, terminé cayéndome de culo, enredada, transpirada y presa del jean hostil. Los mellizos, que no se perdieron un segundo de la maniobra, lloraban de la risa abrazados, como no soportando la estabilidad de tanta hilaridad desatada, al ver a su madre tirada e impotente como un sapo aplastado. A mí no me hizo ninguna gracia. Es más, sentí una angustia que me inundaba el pecho como un veneno amargo, pero reprimí las ganas de agarrar a los pequeños a cachetadas, y guardé el sentimiento bien al fondo de la cabeza, como vengo haciendo con todas las cosas que me desagradan. Esconder esas sensaciones en un limbo mental me brinda excelentes resultados, y no tengo que lidiar con el enojo, la tristeza, ni cualquiera de esas negativas emociones. Me considero feliz y positiva. Algún día que tenga más ánimos me desharé de esas ridículas cajas con ropa de anoréxica, cuando esté del humor indicado. Salí de mis absurdas remembranzas para pensar en mi jornada. No me gustó el panorama. Me enfoqué en mi hogar. La verdad es que había demasiado para hacer en la casa. Demasiado. Las habitaciones eran un caos. Toda la ropa estaba sucia y desparramada. El living era un desastre embarrado. La cocina imitaba un campo de guerra. Todos los días me proponía realizar una limpieza exhaustiva, un orden renovador, pero me venía un extraño cansancio que me hacía posponerlo, y había llegado a un punto en que parecía un proyecto titánico, demasiado para mí. Era abrumador. En un rato arrancaría. Necesitaba un poco de entretenimiento para comenzar. Les expropié el televisor a los mellis, que aullaron de lo lindo, pero hice valer mi autoridad enviándolos a jugar. Es importante poner límites y enseñar quien manda. Si no aplico mano ruda, corro el riesgo de que el día de mañana terminen siendo unos vagos, delincuentes, o inadaptados. ¡Hasta es posible que consuman drogas!! Eso no les va a pasar a mis retoños. Tienen una mamá que los sabe educar y decirles basta. Es fundamental. Era la hora de las novelas. Todas iguales y previsibles. Chicas que empiezan como empleadas de limpieza y conquistan al rico joven casadero de la familia, para el horror de toda la parentela (sobre todo de la suegra, indefectiblemente cruel y sádica). De mucamas a multimillonarias. Pero no quería perdérmelas. No era un pecado mirar unos capitulitos, por más cursis y rebuscados que fueran. Además, ¡qué satisfacción ver la cara de odio de las villanas ultrajadas!! Un pequeño vicio sin víctimas.Más tarde limpiaría. Sin falta. Terminaron las novelas y empezaron los programas de chimentos. ¡Qué descarados eran los famosos!!! ¡Cuántos escándalos!! ¡Ya no hay moral en este mundo!! Los chicos llevaban y traían juguetes de la casa al patio, y toda clase de porquerías del patio a la casa, dejando un desastre de lodo y plantas arrancadas de raíz. ¡Qué salvajes! Ya estaban muchísimo más mugrientos que cuando comenzaron sus andanzas. Les pedí que se portaran bien, que se manejaran como niños grandes y obedientes. No me prestaron la más mínima atención, y siguieron dedicando su tiempo a destruir el poco jardín raquítico que a duras penas se mantenía en pie.No tenía ganas de ponerme a gritarles o darles un chirlo. Estaba divertida la tele.Me preparé un cafecito para despejarme. Me enganché con una película. Sabía que era muy buena porque la había visto varias veces. Siempre lloraba con el final. Soy una romántica incurable. Tenía que limpiar, ordenar, lavar, hacer las compras… ¡Qué desgano!! Les di la leche a mis hijos, sin calentar, con rodajas de pan de ayer. Era demasiado lío ponerme a tostarlo. Ellos tragaron todo como trogloditas. Creo que hubieran comido piedras, si se las untaba con mantequilla. En vez de abocarme a mis quehaceres, me senté a ver los informativos. Una tiene que estar al día, conectada con la realidad. Y yo no era adicta a los teléfonos inteligentes. Eso es una enfermedad para mediocres: redes sociales huecas donde la gente sin vida propia pierde su intimidad y valioso tiempo, publicando estados de mentira, actividades y salidas que a nadie le interesan. Es más. No tenía ni una remota idea de dónde estaba mi teléfono, ni cuándo había sido la última vez que le hubiera cargado. Pasaban cosas muy interesantes en el noticiero: robos, violaciones, estafas, corrupción, huelgas, desempleo, catástrofes de todas las variedades. Eran temas como para conversar con mi esposo cuando regresara de su duro día y distraerlo un poco. Entonces me di cuenta de que no me había sacado aún el camisón, ni peinado. No me había lavado la cara, siquiera. ¿Cómo se había ido así de rápido el día? Era increíble…En eso estaba pensando, y en la pereza que me daba, cuando Mauricio llegó del trabajo, pegando un portazo que nada bueno auguraba.Venía agotado y alterado. Demasiado pálido y demacrado. Una protuberante venita le palpitaba en la sien izquierda, como un minúsculo corazón enojado. Al entrar me reprochó el estado deplorable de la casa, de los niños y de mí misma. Qué incomprensivos son los hombres… Le contesté que para él era tan fácil. Se iba todo el día, dueño y señor absoluto de su tiempo, y yo tenía que quedarme a renegar con los rebeldes mellizos, esclava de sus requerimientos, que daban toneladas de dolores de cabeza. Siempre totalmente atada a mi insípida rutina, sin desafíos interesantes ni incentivos. Yo criaba a sus hijos, y mi recompensa eran sus crueles quejas machistas… Me preguntó si por lo menos había pagado los impuestos que vencían ese día, como me había pedido la noche anterior. Me dijo que me había llamado mil veces para recordármelo, pero que daba directo con el contestador. Tuve que reconocer de mala gana que había olvidado hacerlo. En realidad, jamás le había prestado atención cuando me lo dijo, pero obvié de comentárselo, claro. Tampoco le conté que no sabía dónde estaba mi puto teléfono. En algún lugar ignoto de la pieza, en el cajón de los juguetes de los chicos, en el lavadero…Vaya a saber… Insultando por lo bajo con las palabrotas más variopintas, se fue a bañar. En el baño siguió puteando, al encontrar el chiquero inmundo de la ducha y sanitarios. Metí en la pileta los platos del almuerzo, las tazas de la merienda y de mi café. Ya no quedaba espacio, pero me ingenié para no desmoronar la creativa torre que había erigido como una artista de la vajilla sucia. Herví arroz y salchichas en la última olla limpia, heroína ilustre de mi batalla de ama de casa. Mauricio se sentó a cenar con un humor de perros. Me imaginaba tronar sobre su cabeza una negra nube de tormenta lanzando rayos asesinos. Me observaba con un gesto de disgusto feroz. Yo hacía como que no me percataba de su mal humor, e intentaba sacar conversación, sin lograr cambiarle su tremenda cara de culo. La venita de su sien palpitaba sin cesar, cada vez más veloz y virulenta. Ya se le pasaría, como siempre. O por lo menos, eso creía. No hay mal que dure cien años. Abrí la heladera para sacar la jarra de jugo, pegajosa de mermelada, mientras los chicos se arrojaban alegremente puñados de arroz apelmazado y soso con gran algarabía. Salió una vahada de olor realmente repugnante. Parecía que hubiera abierto una tumba, realmente. Obviamente, Mauricio indagó sobre la procedencia del hedor.Me puse a buscar. Encontré verduras podridas, pero no olían tan terrible. Tampoco era la carne en mal estado, olvidada en el fondo. Vi la cacerolita con el guiso que mi suegra nos había regalado una quincena atrás. La saqué y arrojé el asqueroso contenido al inodoro, y la acomodé sobre la precaria pila de cacharros pringosos de la pileta. Muy asombrosa la pestilencia que podía generar un guisito que fue tan rico hace unos días, nada más… Mauricio comenzó a ponerse rojo. Su venita palpitaba cada vez más rápido, si eso era posible. Me preguntó cómo podía ser tan dejada, sucia e indolente. Cómo había llegado a ese nivel de haraganería y desidia, a ese descontrol de mi persona, gritando como un lunático. Le dije que no tenía derecho a ofenderme. Lo que estaba haciendo era ejercer sobre mí violencia verbal, que era casi lo mismo que pegarme, y que lo podía denunciar por maltrato, mientras enjuagaba las lágrimas de mis ojos con un repasador tieso de mugre. Sollozando le dije que era una buena madre y esposa, una mujer decente, de familia, que lo respetaba, inculcando valores cristianos y saludables en mi hogar, no como otras que andan callejeando todo el día de tacones y pintadas como rameras, abandonando su prole con terceros para regodearse en el vicio. Sus mismas compañeras de trabajo dejaban bastante que desear. Y mejor cerraba la boca, porque era una señora, y algunas palabras no son dignas de ser dichas por una dama. Mi único defecto era ser un poco desordenada. ¿Quién no tenía alguna pequeña falla? ¿Quién podía tirar la primera piedra? ¿Acaso él era perfecto, llegando a su casa, su hogar, de tan mal humor, tratando así a la esposa que había jurado amar ante Dios? Entre tanto, los niños se golpeaban al unísono la cabeza llena de arroz con el tenedor, y amagando con hincárselo mutuamente en los ojos. Gritaban con una sincronía asombrosamente irritante. Mauricio les gruñó que se dejaran de joder con un tono gutural realmente atemorizante, bastante impropio de él. No son tontos los chicos. Se quedaron mudos y tiesos. Me miró con intención de seguir discutiendo, el cabello erizado como el de un gato furioso. De sus ojos sombreados de enojo saltaban chispas. El rojo de su rostro había mutado a un fucsia violento. Al abrir la boca para reiniciar su perorata, se llevó las manos al pecho con un gesto de dolor y asombro desesperado, y cayó redondo, sin poder decir ni mu. Corrí hacia él desmañadamente. Los mellizos se asustaron y huyeron a su cuarto chillando como cerdos en el matadero. Hice todo lo que pude para ayudar a mi esposo. Intenté realizar las maniobras de resucitación que una vez me enseñaron sobre su pecho flaco, pero no recordaba bien cómo se aplicaban, y parecía que estaba dándole una paliza a un hombre caído. Cuando ya fue demasiado evidente que estaba más que muerto, dejé de aporrearle el esternón con una sensación de derrota. Pobre, pobre Mauricio, mi amado marido. Ya no palpitaba más la loca venita de su sien. No escucharía jamás sus gritos ni insultos sobre mi dejadez y pereza. Empezaba a extrañarlo desesperadamente, con un miedo alarmante. Tenía que llamar a alguien, buscar auxilio. Debía pedir una ambulancia, aunque ya no sirviera de mucho, y avisar a la policía. Me imaginé una escena de serie de detectives, donde me interrogaban y buscaban pruebas con material sofisticado en toda la casa. ¡La casa!¡Qué sucia y caótica que estaba! No había un solo lugar limpio y presentable en toda su superficie. Hasta las paredes estaban grafitteadas con crayones lavables que jamás lavé.Realmente me avergonzaba recibir gente en el desorden reinante. La sorpresiva muerte de Mauricio me había dejado choqueada, agotada. No podía ser verdad lo que había ocurrido. ¡Quedarme viuda tan joven, desamparada con mis hijitos!! Era muy injusto. Me había abandonado de pronto, sin darme tiempo de hacerme a la idea, sin un aviso… ¿Quién se ocuparía de nuestro sustento? ¿Y las cuentas e impuestos?¡Qué horror!!!Sola en el mundo con mis pequeños niños… El fucsia del rostro de Mauricio había dado paso a un gris ceniciento. Todavía conservaba un semblante que combinaba la sorpresa absoluta con un profundo desagrado. Tendrían que esmerarse mucho en la funeraria, sobre todo para cerrarle la boca, que parecía seguir gritando, aún difunto. Las moscas verdes que antes volaban sobre la ollita del guiso podrido se posaron sobre él. Saqué una sábana del cesto de ropa sucia y lo cubrí para protegerlo de los bichos. Era un gesto de amor que él hubiera apreciado. Mandé a los chicos a dormir. Les dije que papá estaba enfermo, pero que se pondría bien. No querían creerme, por lo que tuve que aplicarles un par de azotes en el traste para que se calmaran y se metieran en la cama, temblando de miedo. La disciplina, ante todo. No debía perder el control… Me puse a pensar como seguir con la horrible situación y sus consecuencias. Sólo llegué a una conclusión. Me fui a acostar. Estaba muy cansada. No podía poner en orden las ideas en mi mortificada cabeza. Agotada, era la palabra justa. Mañana sería otro día. Ordenaría todo. Lavaría los platos, la ropa, las paredes pintarrajeadas. Desinfectaría el baño inmundo. Bañaría a los mellizos y a mí, y nos vestiríamos impecables. Dejaría todo de punta en blanco, como le hubiera gustado a Mauricio encontrar su hogar cuando llegó. Nadie me podría reprochar que era un poco desordenada…Aunque a pesar de mi terrible tragedia, seguro no faltaría algún hijo de puta machista y misógino que lo hiciera. Así es la gente. Me tomaría unas cuantas pastillitas para tranquilizarme. Quizá una o dos más de la cuenta, por el estrés. Todo mejoraría después de dormir unas horas…

EL ARREGLADOR

EL ARREGLADOR El barrio privado “Colmenas doradas” era el reducto exclusivo de una elite de industriosas abejitas multimillonarias. Nuevos ricos, políticos corruptos, empresarios fraudulentos, artistas en decadencia, proxenetas, traficantes de drogas y armas con rótulo de exitosos empresarios. Todos se conocían. Públicamente, se saludaban como hermanos, con voces afectadas y promesas de juntarse en próximas reuniones. En realidad, se odiaban y envidiaban cordialmente, creyéndose cada uno superior a los demás. Al aborrecerse tan adorablemente, daban como resultado una comunidad unida y simpática. Hubo asombro y ofensa generalizada cuando el doctor Alfio Mishiguener compró una de las últimas casas disponibles del barrio cerrado. ¿Cómo osaba profanar su espacio sacrosanto ese payaso desalineado? El esperpento era un cincuentón casi pelado, orlada su calva de desprolijos mechones plateados erizados. Sus ojos azul bebé se perdían a lo lejos tras los anteojos culo de botella remendados con cinta aisladora. Flaco hasta los huesos y encorvado, remataba su vestimenta ordinaria con un raído guardapolvo manchado y amarillento que jamás se quitaba. Para colmo de males, en ese templo del dios automotor, de la alta gama y el lujo, el doctor se manejaba en una espantosa furgoneta negra, vieja, abollada y ruidosa. Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti, clon de todas las féminas del lugar (quizá compartían el mismo cirujano plástico), llegó a tomar el té con sus amigas, rubias platinadas como ella, con el chisme de que su esposo conocía la procedencia del estrafalario vecino. El marido de Lilita, Chacho Malfatti, parásito del estado por vocación y herencia, había averiguado los antecedentes de Mishiguener. El tipo era un reconocido científico que trabajó en el ministerio de salud hasta que lo jubilaron anticipadamente tras sufrir un colapso nervioso. Lo habían indemnizado con una cifra jugosísima, así que el individuo, con muchos trabajos de renombre publicados, no debía ser cualquier mierdita. Las “chicas” transmitieron la información a la comunidad. Si bien ésta no le brindó el tradicional agasajo de bienvenida reservado para los recién llegados, al menos, comenzaron a saludarlo. A sus espaldas lo apodaban “científico loco”, “doctor chiflado”, “don Frankestein” entre otros sobrenombres por el estilo. No fue hasta que Colmenas Doradas sufrió un corte de energía eléctrica de quince días, que Alfio Mishiguener recibió la aceptación, incluso la adoración de sus residentes. A pesar de los generadores, que no daban abasto, toneladas de provisiones gourmet se pudrían en los freezers. Aires acondicionados, computadoras, plasmas gigantescos, parlantes de última generación y otros innumerables tótems tecnológicos, dormían un sueño inútil y frustrante que impedía exhibirlos como símbolos de poder, prosperidad y felicidad. La empresa de energía eléctrica que abastecía la zona, desbordada de reclamos, directamente dejó de atenderlos. El doctor se acercó tímidamente a un grupo de vecinos congregados para protestar contra el vejamen. Los más indignados eran aquellos cuyas influencias tan apreciadas no les había servido de nada. -Si ustedes me permiten- dijo con voz cascada y temblorosa-, creo que se puede arreglar el desperfecto. - ¿De veras?- preguntó Lola Amendávar Arredondo de Curretti, la mejor amiga de Lilita. -Creo que sí. Me fijé en la conexión principal, y si le agrego a los cables de entrada un aparatito que yo… De inmediato fue interrumpido por la masa, que lo alentaba a intentarlo con urgencia. El hombre no perdió el tiempo. Trasladó una herrumbrada caja de herramientas y un extraño artilugio en su furgoneta hacia el punto de entrada del suministro eléctrico, y en menos de treinta minutos en que trajinó su esquelética figura entre cables y fusibles, el barrio fue bendecido por la bendita y anhelada electricidad. Se transformó en un héroe. Recibió muchísimas palmadas viriles que sacudieron su huesuda espalda. Cuantiosos labios inflamados de colágeno y agradecimiento colorearon su rostro con una variada paleta de costosos labiales. De ahí en más, pasó de “científico loco” a genio. Su pericia lo condenó a que la comunidad le llevara los más variados objetos descompuestos. Mishiguener no sólo los arreglaba, sino también les introducía mejoras. Los equipos de audio aumentaban su potencia y calidad de sonido. Los televisores fidelizaban su imagen y captaban cientos de canales adicionales no contemplados por la empresa de cable. Conseguía que las cortadoras de césped se manejaran prácticamente solas, con controles remoto de su invensión. La máxima popularidad la alcanzó a través de los críos. Los maleducados vástagos le entregaban juguetes y consolas destruídos, cuyos precios de mercado superaban ampliamente varios sueldos promedio de un empleado de comercio. Los recompuso, eliminando la necesidad de recargarlos a través de pilas y baterías, gracias a un original artilugio surgido de su inventiva. La consagración le llegó cuando surtió a los jugadores con cascos que les permitían vivenciar las imágenes dentro del juego, dándoles la posibilidad de matar, machacar, masacrar tan interactivamente, que los tiernos párvulos podían sentir la sangre y tripas de sus víctimas virtuales, con una satisfacción incomparable que los preparaba para las violentas exigencias del futuro. -¡El doctor es un capo!!!-decía el hijito de un mafioso. - El tipo es lo más de lo más- opinó el descendiente de un actor drogadicto. Aunque nadie lo invitó nunca a transponer las puertas de su hogar, ni jamás se le ofreció un centavo por sus maravillosos arreglos, de vez en cuando recibía de obsequio vinos costosos, masa finas, entradas para espectáculos, y hasta pases libres para prostíbulos vip. Él tomaba distraídamente las atenciones, agradecía tímidamente, y se olvidaba totalmente de los regalos, abocado a sus constantes experimentos. Mishiguener no era viable para la inclusión social de ese sofisticado mundo, pero sí para ser la mascota oficial de Colmenas doradas. Quiso la desgracia que Lilita descubriera que su esposo cornamentaba su platinada cabeza nada menos que con su mejor amiga Lola. Como en el hogar de los Malfatti había neurolépticos como para proveer a una legión de adictos, a Lilita se le ocurrió fingir un suicidio para vengarse de los asquerosos infieles, y se empastilló concienzudamente. Mientras cavilaba sobre el escándalo que armaría luego del lavaje de estómago, en todas las exigencias que pondría para perdonar a Chacho, y cómo arrastraría por el barro del destierro social a su amiga, falleció mansamente tras ingerir la veinteava píldora de un fármaco más potente de lo que había calculado. Le dió más atención a su puesta en escena que al alto gramaje de sedantes que injería. Un pequeño error. Casi al mismo tiempo, Tincho Ordóñez Beltrán caía duro al descubrir que el cheque extendido por su cuñado y cómplice de varias estafas, Chichilo Romanini Hurtado, carecía de fondos, poniendo al descubierto el desvío de capitales que venía urdiendo con Hurtado. Sería flagrantemente atrapado, dejándolo sólo a él en el rol estelar de delincuente. Su corazón no soportó la catástrofe que se le avecinaba, y falleció al instante. Para no ensuciar la idílica imagen del barrio cerrado, se veló y enterró a los difuntos con total discreción y celeridad. Los acogió el cementerio privado más caro y exclusivo de la zona. Se evitó mencionar lo ocurrido, como si el silencio desvaneciera los hechos. Alfio Mishiguener se sintió humanamente afectado. Salió con su furgoneta destartalada cargada de sogas, palos, picos y frazadas la noche posterior a los entierros. Sólo Dios sabe cómo logró transponer la seguridad del camposanto de lujo. Profanó las tumbas, envolvió los cuerpos y los cargó en su vehículo. Con la meticulosidad de un artesano retocó la escena de manera que nadie se percatara de lo ocurrido. Se encerró en su casa con los cadáveres, y se puso a trabajar. Tenía la certeza de que algo podía arreglar. Así fue como el doctor les devolvió la vida a Lilita Mendizábal Rodríguez de Malfatti y a Tincho Ordóñez Beltrán. Ambos tenían, en honor a la verdad, un aspecto espantoso. Demasiado pálidos, con sombras violáceas en las facciones macilentas. Apestaban a líquido para embalsamar, y se movían de manera torpe, sin controlar bien sus cuerpos. -¡Muchas gracias, doctor Mishiguener! ¡Usted es un genio que lo arregla todo!!!- graznaron casi a coro los resucitados, con una horripilante sonrisa en sus labios morados. -Todavía no terminé mi trabajo. Estoy seguro que los puedo mejorar… El científico no estaba conforme con el aspecto de sus vecinos. No le gustaba en absoluto. -Nooooo, doctor, gracias. Quizá más adelante-dijo Lilita croando como un sapo afónico- Ahorita mismo tengo asuntos urgentes que atender. -Lo mismo digo, amigazo. Tengo que aclarar un par de cositas con mi querido cuñado. Mishiguener los quiso detener, pero lo apartaron con un empujoncito brusco, no exento de amabilidad, demasiado fuerte para la enclenque estructura del hombre. Impotente, los vio huir en la noche. Lilita entró en su casa, provocando el desmayo de su mucama, y tomó de su cocina el cuchillo más grande y afilado que encontró. En el dormitorio, su marido consolaba su recién estrenada viudez con Lola. Los alaridos de horror de ambos se entrecruzaron con el chillido ronco y salvaje de Lilita, al lanzarse contra la pareja y deshacerla a cuchilladas. Los destrozó de tal manera, que más tarde costó identificar los cuerpos. Al mismo tiempo, Tincho era recibido con el más absoluto espanto por su cuñado, que abrió estúpidamente la boca, sin poder emitir una palabra. El finadito, pese a la torpeza de sus manos, apresó el cuello de Chichilo con una fuerza descomunal, y no lo soltó hasta que sus facciones ennegrecieron y los ojos salieron monstruosamente de sus órbitas. Perpetrados los hechos, los muertos partieron con destino desconocido, después de agenciarse de dinero propio y ajeno. Hubo numerosas investigaciones, pericias e interrogatorios policiales, miles de rumores, toneladas de teorías, pero los crímenes no se esclarecieron nunca. Los habitantes de Colmenas doradas comenzaron a disgregarse. La prensa había metido la nariz en su reducto, y ya no era un lugar glamoroso y seguro para vivir. Se iban de viaje, vendían sus propiedades, adquirían compromisos en lugares lejanos. Demasiados habían visto caminar después de muertos a Lilita y Tincho, pero no lo contarían jamás. Trataban de auto engañarse diciéndose que era una especie de alucinación colectiva fruto de los nervios, pero no les funcionaba. Nadie tenía limpia la conciencia. No les gustaba sopesar la posibilidad de que sus pecadillos fueran expiados en manos de cadáveres andantes. El último en vender su casa fue el doctor Alfio Mishiguener, por pura soledad y aburrimiento. Cargó sus escasas pertenencias en la vieja furgoneta negra. Echó un último vistazo al bello paisaje del barrio: césped verde esmeralda, canchas de tenis, quinchos, piscinas, mansiones hermosas engalanadas con jardines de ensueño. Suspirando largamente, ya al volante de su viejo vehículo, se dijo en voz alta, con una gran tristeza: -Después de todo, hay cosas que no tienen arreglo…

martes, 10 de marzo de 2020

CANDELA

Candela Papá le había dicho que no podía bajar al sótano. Que allí tenía herramientas de trabajo peligrosas. Pero nunca veía nada hecho por él. Cuando le preguntó a mamá, ella le contestó, restándole importancia: -Nada, niña. Cosas de hombres. Papi pasaba mucho tiempo allí. A ella le costaba dormir, imaginando un mundo maravilloso que entretenía a su padre. Se moría de ganas de espiar un poquito ´´las cosas de hombres´´. Pero la llave del sótano la llevaba papi en una cadenita en el cuello. Un día que el hombre tenía una cena con sus compañeros de trabajo, Candela encontró la cadenita en la ducha, con sus llaves. No desaprovecharía la oportunidad. Se acostó con excitación. Cuando todo estuvo en silencio, bajó. Abrió la puerta con sigilo. Descendió las escaleras, luego de encender la luz. Lo que encontró la dejó perpleja. Un colchón. Un látigo. Unos instrumentos que desconocía, pero que se veían horribles. Y en el medio de la lóbrega estancia, una niñita de su edad en una jaula, desnuda y horriblemente lastimada, que la miró con terror. -¿Quién eres? -¡Libérame, por favor!¡Ya viene el monstruo a hacerme daño! Aturdida, probó la llavecita pequeña, y le abrió la jaula. Subieron, la anónima niña temblando, y ella sumida en un mar de confusión. La llevó a su pieza. Le dio ropa. -Le diré a mami... -¡No! ¡Déjame ir! Le abrió la puerta de la casa. La aterrada nena se perdió en la noche. Puso las llaves donde las había encontrado. Al otro día, escuchó una fuerte discusión entre sus padres. Mami apareció con el ojo morado. Al poco tiempo, papi volvió a pasar mucho tiempo en el sótano. Candela sintió un vacío oscuro que nunca más podría llenar, pero jamás hablaría de ello. -Fue un sueño- se dijo entre lágrimas…

ESTRELLA