lunes, 22 de febrero de 2021

San Vicente

En él se mezclan el olor a cloaca, del azar de las flores confundidas de estación, de porros fumados en rincones de las plazas principales, donde juegan los niños en las hamacas, y acechan los choros para arrancar las carteras a las laburantes esperando el bondi que demora demasiado en llegar. Sabemos de las casas intocables por la cana, ocupadas para cocinar la mierda que vuelve zombis a los pibes. A "la buena", la venden en otras locaciones, también intocables, resguardadas. Tenemos las ferias callejeras, donde comprás una artesanía de ensueño, una pilcha usada, un juguete, un libro de hace medio siglo, que te embriaga con su olor amarillento por dos mangos, y los puestos de verduras, donde vocean con poesía urbana, entre pícara y nostálgica, las bondades de un tomate, la oferta de la berenjena, en una competencia de argumentos para atraer a las doñas trajinando los changuitos de las compras. Está la casa Eiffel, de metal, traída plegada desde Francia, obra del ingeniero de la torre, armada como un mágico rompecabezas que resistió el tiempo y el olvido entre sus paredes de chapa. El hogar del pintor Malanca, donde aún vive una de sus dos hijas mellizas, iguales como un espejismo, con su marido escritor. El centro cultural, con su registro civil, construído hace dos siglos, donde alguna vez fuimos con el coro de mi escuela primaria para inaugurar la biblioteca. El lugar nació como mercado, en el mismo sitio donde años atrás se remataba ganado. Con el río Suquía a un paso, comercio propio, y buenas rutas de acceso, los vecinos de otrora querían independizar al barrio, nacionalizarlo, con esa rebeldía tozuda y optimista, que le dejó el apodo de "La república". En el teatrito del centro cultural, se pusieron en escena las obras llenas de magia de Miguel Iriarte, nacido en el lugar, y obsesionado con plasmar su realidad a través del arte surgido de sus vivencias en las calles, arrancando risas y lágrimas con la alquimia viceral de los trovadores del pueblo. Y tenemos la leyenda del Lobizón, avistado en el cementerio, que resurge cada cierto ciclo de años, y que quedó plasmado en un long play de La Mona Giménez, de una época en que los vecinos se sentaban en la calle, con las puertas abiertas para refrescar las casas con zaguán, compartiendo los chismes picantes del momento. Tuvimos los corsos, con carrozas, disfraces alucinantes, donde vi de niña actuar al Negro Álvarez, en sus comienzos, con chistes algo subidos de tono para la época, que hicieron reir a los asombrados vecinos, osado atrevimiento en un evento familiar. Las curtiembres, cerca del río, fueron un empuje económico para la zona en sus inicios, trayendo olores nauseabundos a los que te acostumbrabas, y que solo sentían "los de afuera". Y el barrio sigue latiendo con corazón propio, con sus grandezas y miserias, rodeado de villas de emergencia y de fantasmas dormidos. Con un comercio pujante, con soldados caídos que se lloran en cada local desocupado con el cartel de "se alquila", que uno mira incrédulo, por haber crecido comprando en ese negocito desde siempre. Las banditas de pibes del pasado, hoy gente seria que reniega con sus adolescentes díscolos, olvidados de sus propias rebeldías, reemplazadas por otras algo más peligrosas, donde dudás que lleguen a la edad adulta para tener que preocuparse con sus proles anárquicas, y repetir esquemas ancestrales. Y yo, particularmente, las anécdotas de mi viejo, que corría carreras clandestinas con su Puma cuarta serie, en un circuito que después fue Campo La Rivera, hoy un espacio destinado a la memoria, donde los milicos desaparecieron gente en los crematorios del cementerio del Lobizón, que hoy sigue llenando de hollín la ropa colgada en las sogas de la gente humilde, que vive en sus cercanías, y en donde una vez me asaltaron con un chumbo, que temblaba tanto en las manos de su dueño, que pensé que no la contaría. Pero me fui sin un reloj, con una anécdota, y un ataque de risa incoherente que me dieron los nervios y el susurro de la Parca. Ese es mi barrio. Lo digo con el orgullo de quien trajinó sus calles, lo vió crecer, reinventarse, luchar con los tumores propios de todas las pequeñas sociedades argentinas, los curros de los gobernantes de turno, y las ganas sin límites de hacer un buen lugar para que los hijos y nietos crezcan con relativa tranquilidad. Y obvié historias burdelescas: las famosas Ponce, toda una institución cerca del puente, y más contemporánea, La Marcela, en la otra punta, con su casona de chicas trans, que todavía está en pie, enrejada como una jaula, obviamente, ya sin sus servicios. Y sigo aquí, latiendo al ritmo de su historia y de sus cambios...