sábado, 26 de febrero de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CRIADERO DE PERROS

Natán amaba profundamente a su esposa, Dalma, quién sentía adoración por los perros. No tuvo ningún inconveniente cunado ella le planteó dedicarse a criar canes de raza, y comercializar las crías, en forma amorosa y humanitaria. Así que le brindó a su mujer todas las comodidades y apoyo económico para su emprendimiento, mientras él se dedicaba a su trabajo de técnico informático, generalmente desde la comodidad de la oficina instalada en su propia casa, lo que cuadraba felizmente con su timidez y deseo de tranquilidad. A veces lo perturbaba un poco la invasión de ladridos, que apaciguaba subiendo el volumen de la música que lo acompañaba en su labor, generalmente heavy metal. En general, era un tipo feliz, poco comunicativo, pero amoroso y tierno con Dalma. La apacible rutina del hombre se desmoronó cuando su esposa cayó enferma, con un diagnóstico negativo: habían hallado un tumor inoperable en su cerebro, y no le quedaba mucho tiempo. Ante esta situación, Dalma le rogó a Natán no quedarse internada. Prefería morir en su casa, bajo su cuidado, como última voluntad. Le pidió a su marido que se ocupara de los animales, lo cual superaba ampliamente la capacidad física y emocional del hombre, sumamente abatido con la situación. Así que durante meses, lo que había sido un prolijo refugio bien organizado, limpio, y contenido por el amor y supervisión de una mujer que amaba y dedicaba mucho tiempo y cariño a sus animales, degeneró en una pocilga inmunda. Lo único que Natán hacía en el predio que tenían en su casa rural para el criadero, era arrojar alimento balanceado, sin calcular cantidades, a tontas y a locas, sin limpiar ni controlar la salud de los perritos, que se reproducían endogámicamente, generando animales enfermos, plagados de parásitos, hambrientos y deshidratados. Ajeno a que los canes a veces se peleaban entre ellos e incurrían en el canibalismo, devorando a los abatidos, e incluso, las madres a sus indefensas crías, solo tenía su foco atencional puesto en atender a Dalma, cuyo estado, tal como habían pronosticado los médicos empeoraba día a día, con lapsos de demencia, en los que, con infinita paciencia lograba apaciguar sus ataques de nervios y llanto, reprimiendo su propia tristeza al ver el deterioro de su esposa. Atento a cada segundo de sus necesidades, ni se percataba del pandemónium de ladridos salvajes y aullidos. Al no tener vecinos cerca, nadie lo sacó de su ensimismamiento, ni le hizo ver que su propia conducta era enfermiza: en pos de la atención de su mujer, había descuidado, incluso, su propia alimentación. Ninguno de sus conocidos lo hubiera reconocido: de su impecable pulcritud, pasó a tener un aspecto de pordiosero, dejando crecer su cabello y barba, y vistiéndose con la poca ropa limpia que le iba quedando, sin fijarse si combinaba. Solo en los momentos en que Dalma caía en un sopor inducido por los calmantes, él se dedicaba a cumplimentar los soportes técnicos que podía, para mantener un mínimo de ingresos, de comer esporádicamente lo que iba quedando en las desmanteladas alacenas, y de arrojar alimento al patio de los perros, sin fijarse, siquiera en el horrendo caos y el olor nauseabundo que salía de allí. Su mente estaba disociada, con su foco atencional permanentemente puesto en su mujer, cada día más lejana, y a punto de dejarlo. Y llegó el momento maldito: Dalma tuvo unos instantes de mágica lucidez, en que deslumbró a Natán con la sonrisa que casi transformó su esquelético rostro en la mujer de la que se había enamorado. Ella le tomó la mano con fuerza. --¡Muchas gracias, mi amor! Has sido maravilloso conmigo. Llegó el momento de despedirme… --¡No, Dalma! ¡Vas a ponerte bien! Ella aflojó mansamente la presión de su mano, y cerró los ojos, manteniendo la sonrisa de paz en su demacrada cara. Natán le tomó el pulso, y comprendió que había partido. Perdió la noción del tiempo, acurrucado a su lado, abrazando al atadillo de huesos que había sido su amada esposa, hasta que la tibieza del cuerpo se esfumó y comenzó a enfriarse hasta un punto gélido. Recién ahí centró sus pensamientos en todos lo que debía hacer. Comunicar el deceso, preparar el funeral… No tendría inconvenientes con ello, ya que tenía una nota redactada por los médicos de su esposa testificando el estado de la misma, y que se hallaba bajo el cuidado de su marido hasta su inminente muerte. Con la lucidez de quien despierta de una larga y amarga pesadilla, tomó conciencia de que no recordaba cuándo había sido la última vez que había alimentado a los perros. Es más: ni sabía si quedaba comida para ellos. Desesperado, buscó en las desmanteladas alacenas, y encontró la última bolsa de alimento canino que quedaba, y se dirigió hacia el patio, desesperado, hacia la puerta, sin tener noción del horrible espectáculo que le esperaba. Una jauría de horrendos cuasi esqueletos de babeantes colmillos, con la testa baja, lo sorprendió, gruñendo en un gutural tono amenazante, mientras captaba el inmundo olor a heces, orina y putrefacción concentrados. Del terror, se le cayó la bolsa de las manos, que se rompió en el suelo. Cuando salió de su parálisis, e intentó retroceder, como obedeciendo conjuntamente una orden, los perros se le fueron encima con furia demencial. Casi sin sentir las primeras dentelladas, quizá por efecto de la descomunal secreción de adrenalina, balbuceó, gimiente: --¡Perdónenme! ¡También perdóname tú, Dalma! ¡Te he fallado! La jauría lo devoró vivo. De algún modo, al haber quedado abierta la puerta del ingreso a la casa, los animales lograron huir del lugar, probablemente por una puerta ventana mal cerrada, que Natán, en su alienación de dolor, no se molestó en chequear. Un lugareño, días después, vio con estupefacto horror, un perro que se paseaba por el paraje cercano a su hogar con una mano humana en su boca. Inmediatamente se contactó con la policía, que siguió las pistas hasta dar con la casa criadero, y ató los cabos, hallando el cuerpo de Dalma. Consiguieron apresar al animal con su trofeo, y a sus compañeros de desgracias, en las cercanías del lugar de los hechos, y una vez constatados que no eran peligrosos, (habían obrado de la forma espantosa en que lo hicieron llevados por las condiciones extremas a las que estuvieron sometidos), consiguieron reubicarlos en casas de campo, sin contar, por supuesto, la historia terrorífica que habían protagonizado. En cuanto a Natán, muy poco quedó de él para organizar su despedida. Restos desgarrados de ropa y calzado regurgitados en la comilona feroz irían en el ataúd, cerrado, al igual que el de Dalma. Mi amigo, el comisario Contreras, me dio en secreto la mano que el perro cargaba entre sus fauces. Sé que las almas de la pareja están en el plano de la paz del descanso. La mano de Natán, en un frasco con una cruz blanca en su tapa, parece alzarse en un gesto de ruego, desde el estante de mi colección. Se pueden acercar a La Morgue a verla. Hay muchas cosas e historias que disfrutar, (dependiendo su temple). Y, por último, les dejo un consejo: sé que algunas razas son muy atractivas, pero yo les diría que no compren perros de criaderos. Es preferible adoptar sus mascotas rescatándolas de refugios, de la misma calle, o recibirlas de obsequio. Como entenderán, tengo mis razones para decírselo… Buen fin de semana.

viernes, 18 de febrero de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CADÁVER FUGITIVO

Marta y Alberto eran una pareja madura que basaba su relación en la discordia. Sus hijos ya no querían visitarlos, para no tener que moderar sus constantes peleas. Pese a que se querían, habían entrado en un círculo vicioso de disputas sin sentido. Alberto, un día que vio a Marta particularmente tranquila, tomó unas tijeras, y se puso a recortar las fotos antiguas que ella coleccionaba, diciendo que eran basura para viejas oxidadas, y que traerían ratas a la casa. Furiosa, con otras tijeras, Marta cortó en pedacitos las preciadas revistas de deporte de Alberto. Era ya una costumbre para ellos esa clase de prácticas Entre la lluvia de improperios, insultos, amenazas y cosas sin sentido, hubo un diálogo que fue el desencadenante de los hechos que acontecieron más adelante. --¡Qué feliz que voy a estar el día que te mueras, viejo retorcido! ¡En vez de un velatorio, haré una fiesta, y me emborracharé con el champán más costoso, miserable! --¡Jamás te voy a dar el gusto de enterrarme! ¡Recuérdalo bien: nunca, bajo ninguna circunstancia, dispondrás de mi cadáver! --¿Vez que ya estás senil, hablando incoherencias? --¡Ya quisieras tú eso, bruja! Y así siguieron en una infructuosa lucha de frases hirientes, hasta que se cansaron, y se fueron a acostar. Es muy contradictorio, pero no podían dormir si no se daban la mano, y, a veces, el sueño los sorprendía abrazados. Nadie sabía por qué, ni cuándo comenzó esa dinámica de discusiones absurdas. Un día, en el medio de esas trifulcas, Alberto sufrió un ataque al corazón. Desesperada, Marta lo auxilió y llamó a emergencias, pero cuando llegó la ambulancia, los médicos constataron el deceso. Luego de recibir el certificado de defunción, los doctores la ayudaron a contactarme, para preparar la ceremonia fúnebre, y llamaron a los hijos, para que la acompañaran en el difícil momento. --¿Por qué tienes tantas tijeras en la cocina, mamá? -- Es que cuando peleábamos con tu padre, casi siempre cortábamos las posesiones del otro… --¡Qué vergüenza, mamá! ¿Nunca se cansaban de hacer esas tonterías? El hijo se arrepintió de su comentario al ver a Marta sacudida por un llanto desgarrador´ --Perdona, viejita. No me hagas caso. Todos estamos choqueados… El cuerpo de Alberto yacía en la cama matrimonial. Marta, y sus hijos, María Luz y Federico, se instalaron en la cocina, tomando té, a la espera de la ambulancia que retiraría el cuerpo y lo traería hasta la funeraria. De eso se encargaba Tristán, mi querido colaborador. Cuando llegó, y se presentó, Federico lo acompañó hasta el dormitorio. Al abrir la puerta, se dieron con la sorpresa de que el cadáver no estaba. Nadie cabía en sí mismo de la confusión. Tristán propuso llamar a la policía. Cuando llegaron las fuerzas, nadie entendía nada: no existía manera de que alguien hubiera entrado y robado el cuerpo sin pasar por el interior de la vivienda. Un agente miró una ventana, pero el tamaño de la misma parecía muy pequeño como para que una persona hubiera manipulado el cadáver y lograra extraerlo sin hacer ruido. De todos modos, revisó el exterior de la casa, sin resolver el enigma. Marta dejó asentada la denuncia, y el pueblo entero quedó pasmado con el caso. A la semana, una mujer que salió al patio a colgar la ropa, tiró horrorizada el fuentón plástico, y salió gritando de espanto, al encontrar bajo su limonero el cuerpo de Alberto, con visibles síntomas de descomposición. Llamó, cuando consiguió calmarse, a la policía, pero cuando llegaron los efectivos, el cadáver ya no estaba. Marta, enterada del percance, no hallaba explicación, como nadie en el pueblo, del extraño fenómeno. Unos días después, Alberto, o lo que iba quedando de él, apareció en una plaza, espantando a madres y niños por igual. Nuevamente acudió la policía en vano, ya que cuando llegaron, solo quedaba un halo de olor a podrido, pero ni trazos del cuerpo. Para ese entonces, la angustia de Marta la había dejado de cama, y los hijos se turnaban para cuidarla. Luego de una tercera aparición del cadáver, frente a un muy concurrido bar, una embolia terminó con la vida de Marta. Una vez constatada la muerte de la pobre mujer, los hijos repitieron la llamada a nuestra funeraria, y Tristán acudió con la ambulancia para llevarla. Grande fue la sorpresa de los hijos, y Tristán, al ver que junto a Marta, yacía el ya casi irreconocible cuerpo de Alberto. Como dato curioso, los dos estaban tomados de la mano. Se anotició a la policía, que archivó el caso, y Tristán me llamó para ayudarlo, explicándome lo ocurrido. No bien llegué, con el equipo apropiado para retirar un cuerpo en descomposición avanzada, María Luz me extendió las siete tijeras de las disputas que daban vuelta por la vivienda. --Por favor, señor Edgard, llévese esto. Me enfermo de solo verlas: se destruían cosas con ellas cuando peleaban… --Lo lamento mucho… Y así fue que oficié el doble velatorio. El féretro de Alberto, bien cerrado. No tuve la necesidad de interceder por la paz de las amas de los difuntos: ambos se elevaron hacia la luz, sonriéndose, y tomados de la mano. Fue un velorio muy concurrido, por el enigma que traía consigo. Jamás sabremos lo que ocurrió en realidad, pero tengo la certeza de que Alberto ganó la última pelea con Marta, cuando le dijo que jamás le daría el gusto de enterrarlo… Tengo las siete tijeras en los estantes de mi colección, y a medida que pasan los días, se ponen más y más brillantes, como bruñidas en plata. No es posible entender los motivos por los que algunas parejas eligen los caminos más difíciles para transitar la convivencia. Si tienen una teoría al respecto, acérquense a La Morgue: me la cuentan, y de paso, disfrutan de todos los objetos y sus historias. Los espero.

sábado, 12 de febrero de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA ÚLTIMA MELODÍA DE AMOR

Mi amada Aurora me trajo a una chica con una larga historia para contar. Malena, tenía un rostro hermoso y triste. Muy triste. --Señor Edgard, le contaré mi caso a riesgo de ir presa. Ya no aguanto más la aflicción con la que cargo. Aurora me dijo que usted me podría ayudar… --Hable tranquila, por favor. --Hace un año conocí a Adolfo. Nos enamoramos al cruzar nuestras miradas. Siempre fue un perfecto caballero. Cuando le consulté sobre sus actividades, me contó que vivía de la renta que le daba su buen desempeño en la bolsa de valores, y que se dedicaba a pintar. Tenía una extraña colección de obras: mujeres maduras, desnudas, sin rostro. Así eran todas sus pinturas. Cuando le pregunté sobre la ausencia de facciones, en contraste con el gran detalle que ponía en los trazos de los cuerpos, me explicaba que así conservaba el misterio de la femineidad en su momento de mayor esplendor. A mí me parecían inquietantes, pero él parecía feliz con sus trabajos, así que no opiné, y disfruté de su compañía. Me daba el suficiente espacio para desarrollar mi labor profesional, me apoyaba económicamente, y me acompañaba sin invadirme. Era la relación perfecta. Compró una casa para que viviéramos juntos. Me dio un montón de dinero para que la decorara a mi gusto. Sería ama y señora del hogar, con una pequeña condición: el cuarto más iluminado se lo quedaría él, para pintar, y chequear por la computadora sus inversiones. Sería su lugar privado e individual. Me pareció lógico y aceptable. Nos mudamos y disfrutamos una vida de pareja perfecta. Solo había algo que me confundía. Cada vez que intentaba hablar de su pasado, de su familia, él se ponía incómodo, y me decía que prefería dejar recuerdos desagradables de lado. Ahora era feliz y pleno, conmigo, y eso era todo lo relevante de su vida. Terminé aceptando su punto de vista: confiaba que con el tiempo pudiera abrirse, y compartir su dolor. Yo, en cambio, le conté que mi madre había muerto en un hotel, en el baño, posiblemente por un resbalón que la hizo caer en la ducha. Por ese entonces, estábamos distanciadas: yo no aceptaba que se hubiera divorciado de mi papá. Suponía que tenía un amante, y que él se llevó todo su dinero y propiedades. Hasta un investigador privado concluyó en decirme que la persona que se había quedado con sus bienes había obrado como un fantasma, sin dejar rastros financieros de la transacción, ni evidencia de delito o estafa. Él me consolaba, diciéndome que debía recordar los buenos momentos con mi mamá, y dejar de lado las cosas que me incomodaron. Y que se sentía agradecido a esa mujer desconocida por haberme traído al mundo y brindarle el amor de su vida. Entonces yo me sentía feliz y apoyada, y seguía nuestra rutina de cuento de hadas. Un día, observando sus pinturas, vi que una de las anónimas mujeres plasmadas tenía en el muslo la misma marca de nacimiento en forma de estrella que mi mamá. También noté que el cabello llevaba el peinado que ella usaba habitualmente. No quería preguntarle a Adolfo a respecto. Algo en mi interior me llevó a guardar silencio. Íbamos generalmente una vez al mes a aprovisionarnos en los grandes mercados de la ciudad, y adquirir algún capricho que se nos ocurriera. Me excusé de acompañarlo en esa ocasión con la molestia de un cólico muy intenso, rogándole que me trajera un calmante al volver, y dándole una larga lista de cosas que necesitaba. Me preguntó, afligido, si no quería que se quedara conmigo, y pospusiéramos la compra. Le pedí que por favor se fuera sin mí, que aprovecharía para descansar. No bien se marchó, entré a la habitación que era su reducto. Estaba con llave, pero yo había guardado una copia de todas las llaves cuando adquirimos la casa. Intenté ingresar a su ordenador, pero tenía clave, y ninguna de las que probé funcionó. Frustrada, busqué en un archivero, lleno de carpetas con aburridos datos de fluctuaciones bursátiles. Al reacomodarlas como estaban, sentí un sonido hueco en el cajón, y descubrí una serie de cuadernos numerados, en un doble fondo que se deslizaba con la base, que era la tapa del escondite. Fascinada, me adentré en la vida oculta de mi pareja. No se llamaba como me había dicho, ni tenía estudios de negocios como yo creía. Se había criado en un orfanato, abandonado en su primera infancia por su madre, que, instada por un amante, prefirió desprenderse de su hijo antes que perder la oportunidad de mejorar su propia vida. Comenzó a albergar un amargo resentimiento por las mujeres. Era rebelde y agresivo. Huyó de la institución siendo adolescente, menor de edad, luego de seducir a una funcionaria madura, a la que despojó de todo su dinero, y dejó muerta de un golpe en la cabeza, en una oficina en desuso. Se llevó con él su expediente, y mucha documentación, con la que se fraguó identidades falsas. Valiéndose de su gran atractivo, se dedicó a cortejar mujeres mayores adineradas, y con su astucia conseguía saquearles sus bienes. Tenía un fichero de cada una de ellas, con el detalle de las pertenencias robadas, fotos, detalles de la relación, identidad fraguada usada, y la forma de ultimarlas. Ese aspecto de la narración me puso los pelos de punta. Con toda la frialdad del mundo, las invitaba a una noche de amor en un hotel, y cuando entraban a la ducha, les golpeaba la cabeza, rompiendo algún punto de apoyo o manija del cuarto, haciendo parecer que las mujeres habían resbalado, y caído al no conseguir frenar el golpe por el asidero deficiente. Todos los crímenes quedaron catalogados como muertes accidentales, ya que no había ningún indicio de violencia o robo en el lugar. Cuando descubría que las víctimas habían sido despojadas con anterioridad de sus bienes, era imposible rastrear el paradero del misterioso acompañante, en cada caso aislado. Y si alguien hubiese atado cabos, el joven amante que se veía borrosamente en las cámaras de los hoteles tenía aspectos diferentes: rubio, moreno, pelo largo, rapado, lentes oscuros, capuchas, etc. Realmente había aprendido sobre finanzas, ya que trasladaba hábilmente los bienes robados a una cuenta en el exterior, que efectivamente usaba para invertir en la bolsa, pero era una sociedad anónima cuyo rastro era prácticamente imposible de seguir. Con el estómago revuelto llegué a la ficha donde estaba la foto de mi madre. La describía como a una mujer emocionalmente frágil, atractiva, de baja autoestima. Incluía una foto de ella, y un resumen de los bienes con los que contaba tras su divorcio. Y, por supuesto, el relato del golpe en la cabeza en un hotel de mala muerte. En este caso, mamá no murió con el salvaje ataque, por lo que tuvo que sostener su cabeza y asfixiarla obstruyendo sus vías respiratorias. No entiendo cómo es que nadie chequeó eso al encontrar su cadáver desnudo en la ducha… Luego, entre otras horripilancias, contaba que disfrutaba pintando a sus víctimas, con su memoria fotográfica, y que las plasmaba sin rostro porque para él no eran personas: eran clones malvados de su madre, que dejaban todo a cambio de un amante que las complaciera. No consideraba lo que hacía una mala acción, sino una especie de justicia, equilibrando así su balanza, el dolor del abandono, y una manera de aplacar el odio de esperar todos los años de su infancia que su mamá volviera a buscarlo. Luego de avanzar en la espantosa lectura, llegué al punto en que yo aparecí en su vida. Me describía como a un ángel de la redención, y proclamaba que yo era el premio que la vida le había brindado después de tanto sufrimiento. Con sumo cuidado, acomodé todo como estaba antes de mi incursión a su reducto. Amparada por la excusa de seguir dolorida, no me levanté de la cama al regresar él de la ciudad. Creo que tenía, incluso, un poco de fiebre. Muy solícito, Adolfo, o como se llamara, me trajo un calmante, que me tomé sin protestar. Mientras él acomodaba la mercadería que había traído de la ciudad, en mi cuarto apareció una luz verdosa, y para mi absoluto horror, una horda de mujeres mayores desnudas, con el cráneo roto, se materializaron delante de mí, incluida mi madre, extendiendo los brazos putrefactos en un gesto de súplica agobiante. Reprimí un grito de terror. No me querían hacer daño. Buscaban justicia. Temblando, choqueada, asentí y les prometí que las ayudaría. Se esfumaron, pero yo las sentía muy cerca de mí, observando mis movimientos con sus ojos agusanados. En el silencio de la noche, escuché cuando Adolfo llenó la bañera, y puso música. Le gustaban los baños de inmersión, con una canción de fondo que los dos adorábamos, y decíamos que era nuestra. Estaba grabada en bucle, para disfrutarla por un largo rato. Me acerqué al baño sigilosamente, y cuando supe que ya estaba en la tina, abrí suavemente la puerta. --¡Hola, mi vida! Se te ve demacrada… Quizá deberías acostarte nuevamente. O podríamos compartir la bañera, a ver si mejora tu cólico. --Nuestro tema está sonando… --Sí. Lo amo. Porque te representa… Tomé el anticuado aparato enchufado, haciendo saltar un poco el CD, con un hipo musical. --¿Qué haces, Malena? --¿No crees que es peligroso tener un artefacto eléctrico tan cerca del agua? Podría ocurrir un accidente… --No te aflijas. Soy muy cuidadoso. Puedes dejarlo allí donde estaba. --Ocurren muchos accidentes en los baños. Sobre todo, en los baños de los hoteles. Hay tantas mujeres que se resbalan en la ducha, y se rompen la cabeza, como mi madre… En ese momento, los espectros se materializaron en el recinto, y Adolfo se puso del color de la cera. Aterrorizado, intentó salir de la tina, pero yo arrojé el reproductor de música al agua, y se electrocutó, convulsionando en una macabra danza, antes de que se cortara el suministro eléctrico por la sobrecarga. En la oscuridad, los fantasmas, irradiaban una luz verdosa, y me permitieron ver el espantoso estado del cadáver de Adolfo. Ellas, por el contrario, adquirieron el aspecto que debían haber tenido antes de morir, sin las torturadas facciones del dolor de la injusticia que habían sufrido. Me acompañaron fuera del baño, y se esfumaron. La última en marcharse fue mi mamá. Sentí su amor, y sé que ella también percibió el mío. Dentro del horror, fue un buen momento. Denuncié lo ocurrido como un accidente. Expliqué la costumbre de mi pareja de bañarse con el artefacto eléctrico cerca, y las veces que le había pedido que no lo pusiera, pero él estaba muy aferrado a ese viejo cacharro, concluí llorando. Nadie me puso en duda. Usted, Edgard, si quiere, podría contar la verdad sobre su muerte, y yo terminaría presa. El punto es que, si bien los espectros de las víctimas de Adolfo se marcharon, él no me deja. Lo siento todo el tiempo junto a mí. Así que, además de venir a arreglar su despedida, aconsejada por Aurora, le pido por favor que aleje a ese ente de mi vida. Ya no soporto su mirada implorante y el olor a carne quemada, cable fundido, y su horrible aspecto. Hacen que me den ganas de matarme… --Malena, tranquila. Oficiaremos el velatorio, y me encargaré de que el espíritu atormentador consiga la paz eterna. Y si no es merecedor de ella, al menos, se marchará de este plano para siempre. --¡Muchas gracias! ¡Estoy volviéndome loca! He estado al filo del suicidio…. Por favor, tenga: es el CD con el tema que yo creía representaba nuestro amor. No quiero verlo nunca más… Pude realizar tranquilamente el velatorio, y darle paz al asesino. Él entendió su culpa, y renunció al resentimiento y al apego enfermizo a Malena. En cuanto al tema musical, es de una banda muy, muy conocida. Una canción icónica. Estamos cerca del día de los enamorados, y estoy seguro de que muchos de ustedes se la dedicarán al amor de su vida, por eso no les voy a decir el nombre. Por supuesto, si desean venir a visitarme, el CD está en los estantes de mi colección, y pongo la música cuando quieran. Saben que los estoy esperando…

sábado, 5 de febrero de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL ENEMIGO SECRETO

Aurora, mi amada, me contó la historia de Camila. Habiendo formado parte una vez de los adoradores de la Pacha Mama, la mujer se alejó del grupo, buscando un camino espiritual diferente. Comenzó a visitar tarotistas, astrólogas, y hechiceras de magia negra. Camila atribuía todas las cosas negativas que le ocurrían en la vida a la intervención dañina de algún enemigo secreto. No sabía su género ni edad, o si estaba entre sus conocidos o parientes. Sospechaba de todo el mundo, y acudía asiduamente a sesiones para que le tiraran las cartas. Ansiaba que la persona que le ocasionaba fracasos en el amor, laborales, peleas familiares, pérdidas económicas se le revelara, para vengarse de ella en forma cruenta. Así que cansada de acudir con una y otra especialista, decidió visitar a una bruja famosa de las sierras. La mujer cobraba caro, y vivía muy alejada, por lo que en principio había desechado la idea de verla, pero al no lograr su cometido, se armó de valor para llegarse al siniestro paraje donde “La Tuerta” hacía sus embrujos. Luego de pagar la consulta, la mujer, que contaba con un parche que ocultaba la carencia de su ojo izquierdo, una bonita morena de edad indefinida, la recibió. La cabaña donde vivía, si bien se veía lúgubre desde afuera, era muy confortable en su interior. --Todo lo que hago, se malogra, señora. Sé que tengo un enemigo oculto, que vuelca en mí una energía malvada para dañarme. Quiero saber quién es, y darle su merecido… --Veremos que dicen las cartas…. Luego de manipular el mazo, y hacer las lecturas, la cara de “La Tuerta” cobró una expresión pétrea. --Por lo que percibo, Camila, usted tiene un enemigo muy poderoso. Es tan artero y dañino, que no se deja ver. Está consagrado a arruinarle la vida. También noto una contradicción enorme, como si algo no concordara… --¿A qué se refiere? --La Sacerdotisa sale junto al Loco en todas las tiradas, siempre dadas vuelta. Eso habla de una fuente de mala energía sumamente confusa… --¿Puedo castigar al causante de mis desgracias, aunque no sepa quién es, y ponerlo en evidencia? --Se puede. Tengo un método para eso. Necesito un sapo, y una foto en blanco. --¿Qué sería una foto en blanco? --Pues lo ideal sería una fotografía mal tomada, velada, o puede ser también una toma donde se vea el suelo. Yo abriré el sapo, con mucho cuidado. Introduciré la foto en su panza, manteniendo vivo al animal. Luego lo coseré, y enterraré bajo un árbol muerto. Durante el proceso, orinaré al salir la luna sobre el lugar. La sexta noche, sabremos la identidad de la persona que la está perjudicando: desenterraré al sapo, lo abriré, y veremos en la foto el rostro del culpable. A partir de ese momento, la persona dañina comenzará a consumirse, secándose en vida. Solo tendrá seis días, antes de ir a parar a la tumba, y usted se librará de quién le está atormentando. Pero, como dije antes, hay algo muy raro. Siento una vibración extraña… --Pues, mayor razón para hacerlo. Quiero saber, y disfrutar ver transformarse en momia a quién me desea el mal… --Tenga en cuenta una cosa: una vez realizado el trabajo, no se puede deshacer. No hay vuelta atrás. Lo digo, porque el perdón y el arrepentimiento también podría librarla de la venganza. Si hacemos el proceso con el sapo muerto, veremos la identidad, pero el culpable no recibirá daño alguno. Usted tendrá oportunidad de hablar con la persona, y, como le dije, resolver sus diferencias, transformando lo malo en bueno. Inclusive le saldría menos. Solo tendría una demora de más días, pero no cargaría con la culpa de haber matado a nadie… --Pues prefiero la primera opción. Alguien tan vil, que se dedique a interferir así en mi vida, no merece perdón, ni oportunidad de arrepentirse. Y ya estoy demasiado ansiosa. No es cuestión de dinero: quiero saber lo antes posible, y ver sufrir mucho al autor de mis desgracias. --En realidad, lo que usted me cuenta que le ocurre, no puede ser catalogado como desgracia. Con, o sin intervención de terceros, todos en la vida sufrimos decepciones amorosas, y pasamos malos momentos en el trabajo, con la familia y el dinero… Creo que, si intentáramos una rutina de oraciones diarias para romper la cadena de malas vibraciones, neutralizaríamos el problema, sin víctimas, reestableciendo la armonía. --Prefiero lo del sapo. Tal como me lo describió… --Usted ha decidido… La Tuerta, entonces, acompañada por Camila, fue hasta el borde del río, y atrapó un sapo en un recodo. Ya de nuevo, en la cabaña, sacó con una Polaroid una foto desenfocada, y procedió, frente a la impasible mirada de su clienta, a cortar con un cuchillo la panza del batracio, e introducir la foto en su interior, cosiendo luego la herida. El pobre animal estaba vivo cuando lo llevaron hasta un árbol carbonizado, que había sido alcanzado por un rayo en la última tormenta, y a su pie, lo enterraron. La tuerta orinó sobre la siniestra tumba, y recibiendo el dinero de Camila, le dijo que regresara en seis días. Camila, muy emocionada cuando la sexta luna apareció en el cielo, volvió al paraje, al lugar donde estaba el árbol muerto. Apareció La Tuerta, que, sin saludarla, si quiera, empezó a cavar con sus propias manos, hasta hallar al sapo, que sorprendentemente, agitaba sus extremidades, y croaba horriblemente. --Acompáñeme a la cabaña. Allí lo abriremos. Caminaron sin cruzar palabra. Ya dentro de la casa, la mujer abrió la panza del sapo, y retiró la foto, pudiendo, por fin, expirar el pobre bicho. --Mire la fotografía: le dije que percibía algo muy extraño… --¡No puede ser! ¡Es un engaño ridículo! ¡Esta es una foto mía! ¡Se ha burlado de mí! --¡De ninguna manera! Cuando usted me contaba todas las cosas que le salían mal, yo sentía una mala energía interviniente, que no se dejaba ver. Usted es su propio enemigo: con sus malas actitudes, aleja al amor, las amistades, la prosperidad. Tiene vibraciones tan negativas, que toma siempre decisiones erróneas, y con sus maledicencias, genera discordia, miseria y soledad. Ahora, por otra mala decisión, solo le quedan seis días. Se secará, consumida desde adentro, por esa fuerza negra que la impulsa, y morirá sin perdón ni redención. --¡Mentira! ¡Todo esto es una estafa asquerosa para sacarme mi dinero! ¡La denunciaré a la policía! --Haga lo que le plazca. Me parece despreciable. Ahora veo con claridad todo el panorama. ¡Váyase de mi casa ya! --¡Por supuesto! ¡Y la haré meter presa, bruja horrenda! Camila fue enfurecida a presentar una denuncia a la que no se le prestó la más mínima atención. Todos la tomaron por loca. Hirviendo de rabia, se encerró en su casa, donde, para su espanto, descubrió cómo su piel se deshidrataba, y perdía peso con una celeridad de pesadilla. El pelo se le puso blanco. Se le cayeron los dientes. Los ojos se hundieron en sus cuencas. Pasadas unas horas, no tenía fuerzas para levantarse de la cama. Luego, no podía moverse. Pasó así seis días, sintiéndose como el sapo que habían enterrado vivo, meditando amargamente sobre las palabras de La Tuerta. Tuvo que admitir que su mala suerte en el amor venía de su forma sofocante de hostigar a sus parejas. Que el alejamiento de sus seres queridos y entorno familiar estaba vinculado a su placer de hacer circular chismes maliciosos, y manipular a la gente para enfrentarla en peleas sin sentido. Recordó todas las veces que traicionó a compañeros de trabajo para aprovechar ventajas en puestos de los que la terminaban desvinculando por su dejadez y haraganería. Se lamentó de haber malgastado su dinero en cosas absurdas e innecesarias, para jactarse ante el prójimo de tener una vida lujosa, generando deudas y pesares económicos agobiantes. Luego de esa evocación de pesadilla de las actitudes que la transformaron en su propio enemigo, supuestamente oculto, sin la bondad suficiente para perdonarse sus errores y arrepentirse, sin redención ni liberación, expiró por fin, dejando un cuerpo reseco y desdentado, como una momia en el desierto, que encontrarían semanas después, cuando la orden de desalojo ignorada hizo intervenir a las fuerzas públicas para abrir la casa. Seguramente, cuando liberen el caso, ya que aún permanece en la morgue judicial, me tocará oficiar la despedida de la infeliz Camila. Mi bella Aurora, amiga de La Tuerta, me trajo el pobre sapito disecado, y la foto que albergó su panza. Ahora tienen su lugar en los estantes de mi colección. Si se acercan a visitarme a La Morgue, podrán conocer el rostro de Camila, una mujer que tenía todo para ser feliz: belleza, juventud, buena salud, pero que se convirtió en su propia perdición con su torcida percepción de la vida. Los espero, mis amigos. No me fallen…