sábado, 12 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN CADÁVER OBSTINADO

César decía amar a Majo, su esposa, más allá de las leyes naturales. Sin reparo alguno, solía decirle, cada tanto: —Ni siquiera la muerte será un rival que logre separarme de ti, mi amor. —Me disgusta que toques ese tema. Disfrutemos de la vida, sin blasfemias. En realidad, a Majo le horrorizaban esas declaraciones de su esposo. Sentía que al pronunciar algunas frases, él estaba ofendiendo voluntades superiores, y burlando al destino. Por desgracia, poco tiempo después, la muerte se presentó en el hogar de la pareja, arrebatando la vida del apasionado César, por un derrame cerebral. La desconsolada Majo vino a verme, para arreglar su despedida, y con el rostro caldeado, me consultó: —¿Puedo confiarle, señor Edgard, una inquietud un tanto extraña que tengo? Temo que me tome por loca… —¡Por supuesto, señora! Hable con absoluta confianza… —Verá… César me aseguraba siempre que la muerte no sería obstáculo suficiente para frenarlo de estar conmigo. Tengo pesadillas horribles, donde él abandona su tumba, y viene a visitarme. De alguna manera, estoy convencida de que eso ocurrirá. Y quiero rogarle tomar recaudos para que eso no ocurra. Creo que enloquecería de terror, si no es que ya no estoy loca, por contarle esto… —Mi querida Majo: sé de más cosas sobrenaturales de las que imagina. Y no, no está loca. Hay voluntades tan fuertes, que intentan vencer los frenos que existen entre los planos. Confíe en mí. Quédese cuando termine el velatorio. Nos acompañarán Aurora y Tristán. Veremos que ocurre, y qué se puede hacer ante cualquier contrariedad. Con un suspiro de alivio, Majo asintió, y nos abocamos al amargo trámite burocrático para oficiar la despedida de César. La ceremonia transcurrió con la normalidad triste y algo melodramática de estos casos. Cuando todos se retiraron, Majo se quedó con nosotros, tal como habíamos acordado. Apenas cerramos las puertas, Aurora, mirando a Tristán con ojos desmesurados, dijo: —¿Sienten? Es como si hubiera un cable de alta tensión cerca… Era cierto: una extraña energía parecía haberse adueñado de la sala velatoria, poniéndonos los pelos de punta. Un crujido, acompañado de desamparados gemidos de Majo, que, con los ojos fuera de las órbitas se abrazaba a sí misma, meciéndose como una niña aterrada, nos hizo mirar el ataúd. El finado César, muy retocado por mis hábiles manos, y las de Tristán, para disimular la autopsia, y el feo color violáceo que tintaba su piel helada, sonreía de oreja a oreja, supurando líquidos por las mismas, además de la nariz, mientras se incorporaba, emitiendo crujidos con todas las articulaciones de su cuerpo helado. Aurora fue a abrazar a la viuda, que estaba al borde del desmayo. El hombre intentó comunicar verbalmente sus buenas intenciones, pero de sus cuerdas vocales desobedientes y estragadas salió un graznido tan feo, que hubiera espantado a una parvada de cuervos. Con absoluta torpeza, intentó abandonar el ataúd. En ese momento, junto a Tristán, y Aurora, que se acercó a nosotros luego de decirle unas palabras tranquilizantes que no tranquilizaron lo más mínimo a la espantada Majo, le impusimos las manos a César, que nos miró asombrado, supurándole los ojos, mientras trataba de pestañear coordinadamente, sin lograrlo. —¿Por qué, buen hombre, te empeñas en quedarte aquí, y asustar a tu amada esposa? Ya bastante le cuesta asumir tu muerte, como para que le agregues este dolor innecesario. César, no sin cierta dificultad, se llevó la mano al corazón, y señaló a su viuda, mientras profusas lágrimas barrían el cuidadoso maquillaje fúnebre, transformándolo en un grotesco payaso terrorífico. Captamos su mensaje: durante la autopsia, le habían retirado el corazón, y él quería que quedara en manos de Majo, porque solo a ella le pertenecía. Se lo comunicamos a ella, que, con un hilo de voz, le dijo al finado: —Mi amor: pediré al hospital que devuelva el corazón, y, para que nadie vuelva a disponer de él, se lo daré en custodia al señor Edgard, que con tanto cariño ofició tu despedida. ¿Estás de acuerdo, mi vida? César curvó los labios, rompiendo los puntos ocultos con que los había cosido prolijamente, en una sonrisa que le hubiera helado la sangre al mismo demonio, pero que nosotros sabíamos que iba llena de amor. Luego asintió, con más crujidos espeluznantes de sus vértebras, y con la gracia de una marioneta con los hilos rotos, le sopló un beso a Majo, y se desplomó, oficialmente muerto, sobre la seda de su ataúd. Alcanzó a ver, antes de eso, como su esposa fingía tomar el beso, apoyarlo en su boca, y arrojarle otro a él. Luego de hacerlo, la pobre señora se desmayó. La asistimos, y cuando estuvo repuesta, le dije: Quédese tranquila, Majo. César se ha marchado en paz. Eso sí, cumpla su palabra, y solicite al hospital el corazón del finado. Si le ponen peros, mencióneme, y le allanarán el trámite. Luego me lo trae, y haremos tal como le dijo a su marido. Como la pobre señora estaba hecha polvo, y al día siguiente era el entierro, la dejamos hacer noche en una habitación junto a Aurora. Pasadas las exequias, reclamó el corazón, que ahora se luce en un frasco, en los estantes de mi colección. Sé cuándo Majo está pensando en César, porque el órgano, entonces, empieza a latir, con un sonido que suena como: “MA-JO-MA-JO…” Cuesta creerlo, ¿verdad? Bueno, si tienen dudas sobre mi historia, se acercan a La Morgue, y lo podrán comprobar en primer plano. La fuerza del amor es una de las pocas que es capaz de vencer a la misma muerte… Muy buen fin de semana, mis queridos amigos.

sábado, 5 de noviembre de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- ALMA DE OSCURIDAD

Trinidad era una joven, hija única de una familia muy pudiente, que había ganado cada centavo de su fortuna con el esfuerzo de años de trabajo. La muchacha, pese a la buena voluntad de sus padres, no valoraba en nada los principios que defendían sus progenitores, que, por mimarla demasiado, no habían sabido inculcarle. Ella era caprichosa, consentida y materialista. Pero lo peor era su racismo, y la forma cruel con la que disfrutaba discriminar y menospreciar a los que no consideraba de su elite. Se guardaba muy bien de disimular esa ideología de sus padres, ya que ellos se hubieran escandalizado de tal comportamiento, y cortado de raíz sus generosos aportes económicos, que la joven desperdiciaba en ropa que no necesitaba, cambiaba cada mes de teléfono, y gastaba en todo lo que inflamara su ya gigantesco ego. Se jactaba de su piel blanca, su pelo rubio y ojos claros, discriminando a quienes no gozaran de una belleza perfecta como la de ella. Cultivaba un odio inexplicable hacia las personas morenas, y trataba de expandir sus ideas venenosas dentro del círculo de obsecuentes que tenía como corte de su patético principado. Trinidad se encaprichó con un muchacho, hijo de nuevos ricos, con las características físicas que profesaba como credo estético: Oscar era un adonis de cabello castaño dorado, ojos verdes, y un cuerpo musculoso y perfecto. Oscar, tan tonto y hueco como la chica, se unió a ella, envanecido por la popularidad que le brindaba ser parte de “la parejita perfecta”, frase que iba de boca en boca, para su placer. Cuando Trinidad quedó embarazada, Oscar se horrorizó. Los padres le convencieron de que casarse con la hermosa heredera era una forma de consolidar socialmente la posición que tanto anhelaban, y el muchacho aceptó, sopesando también los beneficios de tener una “familia perfecta”. Para contentar los caprichos de Trinidad, los padres se embarcaron en la boda más ostentosa de la que se tuvo memoria en el pueblo. Se mudaron a una casona que era un pequeño palacio, sostenida por la familia de la joven, que le brindó a Oscar un puesto ejecutivo al que el muchacho no daba valor, y apenas se esmeraba en cumplimentar escasamente, lo que a otro empleado le hubiera valido un despido inmediato, por indolencia y desinterés. Cuando se evidenció el embarazo, Trinidad exigió a sus padres que le instalaran un área de maternidad en su casa, ya que las clínicas y hospitales de la zona no le parecían adecuadas para atender su parto debidamente. Ante las protestas de sus progenitores, Trinidad les dijo: —¡Cuánta ignorancia! Lo que les pido, se llama “parto respetado”. ¿No lo harán por su nieto? Como siempre, terminaron cediendo a la caprichosa intensidad de su única hija. Al llegar el momento de dar a luz, asistida por un equipo médico en su propio hogar, Trinidad trajo al mundo a un precioso bebé de raza negra, rollizo y saludable. Al verlo, un grito de horror salió de su boca. Se alteró tanto, que los médicos tuvieron que sedarla. Lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia fue la voz de Oscar, furioso: —¡Eres una sucia ramera! ¡Teniendo al hombre más guapo del pueblo, te acostaste con un negro, maldita hipócrita! ¡Dijiste que los odiabas! Temblando de furia se fue dando un portazo. La enfermera, instintivamente arropó al niño con un gesto protector, y llamó a los padres de la parturienta, comentándole la fea situación vivida. Ernesto y Violeta vinieron justo cuando Trinidad se despertó. Ella solo lloraba y se quejaba como una niñita de parvulario: —¡No comprendo! ¡No entiendo como pude parir ese engendro! Ernesto mandó a buscar a su yerno. Cuando estuvieron todos reunidos, el hombre tomó la palabra: —¿Cuál es el problema aquí? Veo que han tenido un bebé sano y hermoso. —¿Lo pregunta en serio, suegro? ¡El niño es negro! ¡Su hija me engañó! —¡Yo no te engañé! ¡Me dan asco los negros! ¡Voy a matar a esa…cosa venida del infierno! La cachetada que le cruzó su padre por el rostro la tomó tan de sorpresa, que ni siquiera se quejó. Quedó con la boca igual de abierta que Omar. —Escuchen bien, pedazo de idiotas desalmados. Mi abuela, Juliana, luchó contra todos los prejuicios de la época para casarse con Jeremías, un honorable hombre de color del que se había enamorado. Si te hubiera encaminado con mayor firmeza, no hubiera criado yo a una repulsiva racista. Y veo que el descerebrado de tu esposo, piensa igual que tú… —¡¿Tengo sangre negra en mis venas!? —Por supuesto. Y debería ser un honor para ti. Jeremías fue un ejemplo de lucha y trabajo honrado para todos. Con los ojos desorbitados, se levantó con una agilidad inesperada, y tomó un escalpelo olvidado por los médicos. Fue directo a la cuna, con toda la intensión de matar al niño. Oscar reaccionó intentando detenerla, y Trinidad prácticamente lo degolló con la afilada hoja. Para el absoluto horror de sus padres, mientras caía Oscar arrojando chorros de sangre, intentando tapar con sus manos la apertura de su cuello, Trinidad se cortó el propio, y se desmoronó arriba de Oscar. Luego de que la policía se apersonara en la terrible escena, el pequeño quedó bajo la custodia de sus abuelos maternos. Los paternos no querían saber nada de él. Oficié el velatorio de Trinidad, y luego, el de Oscar. Quiero contarles lo que ocurrió en el de la muchacha, al concluir. El espíritu de Trinidad se me presentó. Era un ente rabioso, enfermo de odio, absolutamente negro, envuelto en un mantillón de bebé, del mismo color. Imponiendo mis manos indagué el motivo de su furia. Asqueado, sentí como Trinidad, aún desencarnada, seguía con sus prejuicios sin sentido, y estaba enferma por ellos hasta el último átomo de su mala energía. —¡Desiste, por favor de tus insanos pensamientos!¡Hazlo, al menos, para que tu hijo te pueda rezar como una madre amorosa! Como respuesta, el ente me escupió un asqueroso líquido negro en la cara, y me tiró el mantillón con desprecio. —¡No te mereces la iluminación! ¡No te mereces haber sido madre! ¡Vete a penar al erial donde pasarás la eternidad! El espectro se desintegró mientras seguía vomitando su veneno oscuro. Yo recogí el mantillón negro, y oré con todo el corazón para que esa alma perdida recuperara su camino. El mantillón, luego de mi oración, de un lado se tornó de un prístino blanco, y al darlo vuelta, era negro. Pero el tono ya no estaba cargado de malas vibraciones. Ahora está en los estantes de mi colección, primorosamente acomodado. Voy a visitar a Jeremías. Así bautizaron al hijo de Trinidad sus abuelos. El hermoso niñito es amado por todo el pueblo, que se conduele de la terrible tragedia vivida. Y aunque el pequeño vaya a crecer muy consentido, estoy seguro que Ernesto y Violeta le enseñarán los principios que no pudieron inculcar en su desalmada hija, por la que deberán rezar mucho, para que encuentre la luz…