viernes, 7 de enero de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA - EL CADÁVER SECUESTRADO

El comisario Contreras vino a visitarme con una mujer hermosa, que se frotaba nerviosamente las manos, apartada de nosotros, para darnos privacidad. --Sé, amigo, que lo que voy a pedirle va contra la ley. Una contradicción absoluta, viniendo de alguien que vela por ella. Pero a veces es preferible obviar algunos pasos… Le pido por favor que escuche a Natalia, y decida si nos desea ayudar, o no… Los hice pasar a mi oficina, y le pedí a ella que hablara. --Muchas gracias por recibirme, caballero. El comisario fue muy noble en no castigarme por mi delito. Y ahora, le voy a contar mi problema. Espero pueda ayudarme… Me casé muy enamorada con Miguel. Sentía una adoración absoluta por él. Sé que era mutuo. Vivíamos una pasión que nos llevaba al desenfreno total. Éramos, además de esposos, amigos, cómplices, amantes apasionados. En una de esas largas noches sin control, en el medio del coito, Miguel sufrió un ataque al corazón. Soy enfermera, así que obré con rapidez: hice todas las maniobras pertinentes para resucitarlo, (no respiraba, ni tenía actividad cardíaca), e incluso le inyecté directo adrenalina. Hice exactamente lo mismo que un médico, con la misma pericia y profesionalidad. Pero, para mi desgracia, Miguel no volvió. Estaba consternada, arrasada por un dolor que no puedo explicar con palabras. Pensé, en principio, en matarme también: la vida no tenía sentido para mí sin su amor. Me dije que lo haría luego de despedirme, y dormir abrazada a él por última vez. Cuando desperté en la mañana, Miguel ya estaba frío y lívido. Tenía que llamar a las autoridades, y, aunque se me partiera el corazón, despedirlo. Entonces me surgió una rebeldía obstinada: no quería separarme de él. En vez de ponderar estúpidos planes de suicidio, cambié de opinión, e investigué rápidamente métodos de conservación de un cadáver. Logré embalsamarlo con bastante eficacia. Bueno, para ser sincera, no lo debo haber hecho bien del todo, ya que con el paso de los días, se sentía olor a putrefacción, pero la satisfacción de no tener que separarme de Miguel, compensaba ese pequeño inconveniente. Como mi esposo trabajaba por su cuenta, viajando para vender seguros, a quiénes me preguntaban por él, les decía que estaba de viaje, y a los empresarios con los que tenía trato, les contaba que había optado por otros productores, en diferentes rutas comerciales. Como sus únicos parientes vivían lejos, yo les enviaba correspondencia en su nombre, y trucaba algunas fotos, para que nadie sospechara de su muerte. Así que cuando terminaba mi jornada laboral, espantaba las moscas, sacaba con una pinza odiosos gusanos que intentaban morar su amada carne, y me tendía junto a él, abrazándolo estrechamente, ignorando el olor, y soñando que estaba vivo y que me amaba apasionadamente. Después de un larguísimo tiempo, mientras en las largas noches acariciaba y me frotaba contra su cuerpo, ocurrió un fenómeno extraño: apareció su espectro. Yo estaba loca de alegría, pero esa sensación se evaporó con rapidez: el fantasma de Miguel parecía muy triste. Le manaban lágrimas fosforescentes. Me señalaba su cuerpo, al que yo seguía adorando como si fuera lo más perfecto en la faz de la tierra, y me hacía ver el horroroso deterioro que había sufrido: medio podrido, con las facciones deterioradas, y algunas partes se le…habían desprendido. Su zona íntima, unos dedos, un pedazo de pie… Es que yo, en el fuego de mi pasión nocturna, lo abrazaba y movilizaba demasiado fuerte, quizás… El punto, señor Edgard, es que recién allí me di cuenta que mi obrar, fruto de mi amor obsesivo, podía no dejar descansar en paz al pobre Miguel. Así que, con el corazón roto, entendiendo que debía renunciar definitivamente a él, fui a hablar con el comisario Contreras, que es conocido de mi familia, y al que le tengo gran estima y respeto. Él sabe que soy una buena persona, incapaz de hacerle daño a nadie, y que consagro mi vida a ayudar al prójimo… Me dijo que usted es una persona más que confiable, muy discreta y comprensiva. Le quiero pedir que oficie el velatorio de Miguel, por favor… --¿Hace cuánto falleció su esposo? -- Dos años. Tragué saliva. La imagen de la bella mujer acariciando con pasión un cadáver putrefacto me choqueó bastante, pero no dejé que se dejara ver en mi gesto. --Usted debe saber que para hacer esto en un marco legal, necesitamos un certificado de defunción. Y no nos serviría uno fechado al momento del deceso. --Lo sé, Edgard. Tengo un médico amigo que está dispuesto a hacerlo: yo le salvé la vida a su bebé, cuando ingresó a la guardia casi muerta, ahogada con un trozo de comida. También, dicho sea de paso, ayudé al comisario cuando un maleante lo baleó: conseguí frenar una hemorragia que se lo hubiera llevado, sin mi intervención. Contreras se ruborizó. Le debía un favor a Natalia, y no se sentía orgulloso de involucrarme en ello. Cavilé unos segundos: la chica no estaba muy bien de la cabeza, obviamente, pero mi don me hacía percibir su ausencia de maldad o perfidia. --Muy bien, señora. Estoy dispuesto. Dadas las circunstancias, será un velatorio a cajón cerrado. --¡Gracias, señor Edgard! ¡Es usted un santo! ¿Cree que luego de velarlo y enterrarlo, el alma de mi Miguel pueda descansar en paz? -- Claro que sí, Natalia. Ese es el motivo principal por el que prestaré mi ayuda. Deje eso en mis manos… -- Sé que es abusarme, pero quiero pedirle otro favor…Ya le conté que Miguel está un poco…desarmado…Yo quisiera conservar una pequeña partecita de él… El comisario me dijo que usted colecciona ciertos objetos: puede quedarse con lo que le parezca, si me deja lo que le diré en el oído, para tenerlo cerca, pero sin ofuscar su espíritu… No me hizo falta escuchar lo que me susurró para saber lo que quería guardar de su esposo. Me estremecí de espanto, pero intenté comprender sin juzgar. Lo que sí hice fue mirar coléricamente a Contreras: había hablado de mi colección con una extraña. Natalia lo captó enseguida, y me dijo: --No se enoje con el comisario. Él me comentó ese detalle llenándolo de elogios, por sus valores humanos, y su don para dar paz a los muertos. Sé que esos objetos son para almacenar una energía casi sagrada, diría yo. No hablaré nunca, jamás de ello con nadie… Y así fue como oficié el velatorio más bizarro de mi devenir como funerario. No me asombré al ver la multitud que acudió a la despedida. No solo amigos y parientes del difunto, sino muchísima gente a la que la generosidad y altruismo de Natalia en su labor de enfermera había beneficiado con la bondad y entrega que la caracterizaba, y por la cual me presté a la irregular situación. Al concluir la ceremonia, puedo decir con beneplácito que Miguel ascendió hacia la luz del descanso eterno. Tuve que darle a Natalia el frasco con lo que me pidió. Su sonrisa de agradecimiento beatífico compensó mi sensación de asco por su estrafalaria solicitud. Y en mi colección, quedó un dedo de Miguel, señalando hacia arriba, como recordando que ahora se encuentra con el alma en reposo, en el lugar indicado… Los invito a La Morgue a visitarme, y, de paso, me cuentan si conocen alguna historia de amor tan loca como esta: no lo creo, pero soy todo oídos…