viernes, 29 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL CUMPLEAÑOS DE EDGARD

No se enojen. Soy Aurora, la novia de Edgard. Estoy usurpando su espacio para contarles algo. Como él mañana cumple años, hemos decidido, con Tristán, su ayudante y amigo, prepararle una fiesta sorpresa. Lo difícil de esta empresa, es que sea una reunión tranquila, ya que el 31 de octubre es una fecha muy particular: es un portal que se abre, permitiendo que los seres de otros planos ingresen al nuestro. Así que iremos hoy a medianoche hasta el cementerio para completar un ritual de “contención”. Vamos a presentar una petición especial a los seres del inframundo: que se abstengan de visitar a Edgard mañana. Su energía, sumada a nuestros dones, son un imán para que los entes más variopintos lo quieran abordar, con toda clase de intenciones. Percibo a un Wendigo cerca, muy cerca. Tiene hambre de carne humana. El lujurioso Kurupí querrá valerse de la fuerza emocional de Edgard para usar su falo monstruoso para apresar una víctima. A pesar de que no hay luna llena, el Lobizón vendrá para cazar a alguna presa desvalida: la fecha portal lo habilita. También andan rondando: Picudo, Camazotz, Cadejo, Cayancúa, Carretanagua. La Llorona no quiere ser menos. El Coco tampoco. Sé que a Edgard no le agradaría este detalle, pero las velas que utilizaremos son hechas con grasa humana, y deberemos sacrificar un animalito para que fluya su sangre, y la transición limpie el portal. Elegí a un cabrito enfermo, para no tener remordimientos: el pobre, morirá pronto de todas maneras… Les pido discreción: Edgard no debe conocer esto. Con la tierra del cementerio mezclada con sangre, modelaremos un muñeco, al que vestiremos con un sudario, extraído de una vieja tumba, y lo rodearemos de las velas que mencioné anteriormente. Una vez encendidas, deberemos danzar alrededor completando una serie de rezos, rogando a los seres que intentarán entrar a nuestro plano que se alejen de Edgard, dejándole como regalo el cabrito, e intentando calmar sus ansiedades ancestrales con la sangre del pobrecito… Luego de nuestras plegarias, los espíritus inquietos entrarán en el muñeco de barro y sangre: si logra caminar sin apagar todos los candiles, podremos considerar exitoso el ritual. Lo que sí es peligroso, es que el muñeco, una vez atravesado el cerco de velas, quiera desquitar su ira con nosotros, ya que le crecerán grandes y afilados colmillos y garras. Dependerá de nuestro temple espiritual imponerle la fuerza necesaria para convencerle de desistir de sus intenciones asesinas. Si lo logramos, deberemos apagar las velas con agua bendita, y se las llevaremos a Edgard para que las guarde en su colección: tendrán la energía apresada de los seres que moran entre los dos planos. Es posible que alguna se encienda sola, cada tanto, para manifestar algún deseo de las viejas entidades: Edgard tendrá que interpretar de qué se trata, pero bueno, si pienso en todos los detalles negativos, me paralizaré, y no lograremos nuestro objetivo. Así que, en un rato, iremos con Tristán a cumplir nuestro cometido. Queremos que Edgard festeje en paz su cumpleaños, así que bien vale la pena intentarlo. Tengo curiosidad por saber: ¿qué monstruos rondan cerca de sus comunidades? ¿Conocen a alguno de los que mencioné? Como ustedes no tienen la posibilidad de realizar el ritual de contención, les recomiendo que el 31 de octubre revisen bajo las camas antes de acostarse, y recen para tener una noche sin visitas. No olviden que, con el portal abierto, cualquier ser “tiene permiso” de pasar a nuestros hogares. Pero no quiero asustarlos, solo es un consejito de alguien muy cercano a Edgard. Por cierto: pasen por La Morgue, y súmense al festejo, saludándolo. Guárdenme, por favor, el secretito… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 23 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL POZO MALDITO

EDGARD, EL COLECCIONISTA EL POZO MALDITO Evaristo había llegado a tomar posesión de unos campos a la salida del pueblo, luego de años de litigios sucesorios, de los que se mantuvo siempre al margen, ya que no le interesaba discutir con sus parientes por unas tierras perdidas a la buena de Dios. Quizá por eso le llamó tanto la atención la agresiva virulencia del comentario de una tía, cuando el juez dictaminó que los terrenos quedarían en su poder: “—Si piensas disfrutar de ese lugar, olvídalo: está maldito. Lo queríamos para venderlo. Y mira la injusticia, te lo dan justo a ti, el único tan carente de sentido que quiere ocuparlo, sin haber luchado por él en ningún momento… --¿A qué se refiere con lo de “maldito”, tía? No entiendo su enojo. Esto lo dictaminó la justicia. --Ya comprobarás por ti mismo a lo que me refiero. Y, en cuanto a la justicia, bien devaluada está, si beneficia a quiénes ni se ocupan en obtener algo, y les cae del cielo…” Evaristo olvidó el entredicho, y aprovechó la oportunidad para abandonar el trajín de la ciudad, con sus locos horarios, y emprender en la propiedad una granja de pollos, para vender huevos orgánicos. Soñaba con gallinas criadas sin el estrés del hacinamiento, bien cuidadas y alimentadas, e imponerse en mercados eco amigables. Luego de encargar las refacciones básicas de la casa principal, se instaló, con el galpón listo para sus animales. Le llamó la atención un viejo aljibe, cubierto con una pesada tapa. Le desagradó el aspecto mohoso de las piedras que se elevaban del pozo, que, de seguro, estaría seco. Por curiosidad, corrió con gran esfuerzo la tapa. Con una linterna miró el interior, que no parecía tener fin, y no detectó agua en lo absoluto. Cuando quiso cerrar nuevamente, se le cayó la tapa, rompiéndose en pedazos. Maldiciendo, se dijo que más adelante se ocuparía de ella. Pronto, en la vorágine de su trabajo, se olvidó del tema. Se ocupó de comprar gallinas, y estudiar la manera óptima de criarlas con los mejores alimentos y cuidados. Terminaba agotado, por lo que se acostaba bien temprano. Un extraño sonido lo despertó en medio de la madrugada. Era un gemido muy grave, absolutamente espeluznante. Se levantó, pensando que podía haber un animal herido penando su agonía, y con un arma y su linterna, salió al exterior a investigar. El horrible sonido se cortaba y retornaba en forma intermitente, guiándolo hacia el pozo. Desconcertado, vio un reguero de plumas alrededor del mismo. Corrió, alarmado, hacia el gallinero, y constató lo que temía: las aves se habían arrojado al pozo. Consternado, alumbró el interior, del que ahora salía un olor ferroso, como a herrumbre. Casi se le cayó la linterna del susto cuando escuchó la voz proveniente del fondo. El tono era ultra grave, inhumano. --¡Hola amigo! Me vinieron a visitar tus gallinitas. Me siento honrado. ¿Quieres que te las devuelva? Con la sensación de estar viviendo una pesadilla sin sentido, Evaristo contestó: --Se lo agradecería mucho… ¿Quién es usted, y qué hace en el pozo? Ignorando la pregunta, le llegó la estremecedora voz como contestación: --Baja el balde grande con la soga, y te podré alcanzar tus cluecas. Un poquito diferentes, porque acá, todo cambia. Pero te daré también una recompensa. Me agrada mucho que me visiten, tanto animales como personas… Confundido, Evaristo siguió las instrucciones, y bajó el enorme balde a tal profundidad que pensó que no le alcanzarían los innumerables metros de soga, hasta que por fin sintió un tirón, que le indicó que había llegado al punto buscado. --Sube el balde ahora—dijo la ominosa voz. Cuando subió el balde, y lo sacó del pozo, un grito de horror salió del fondo de su garganta: las gallinas estaban despellejadas. No comprendía cómo podían estar vivas, en ese estado. A medida que salían del inmenso balde, intentaban atacarlo a picotazos. Con una reacción más salida del horror que de la lógica, ultimó a los animales con su arma, y observó algo que había quedado en el fondo del balde: había seis huevos enormes, de oro macizo. Uno por cada una de las pobres gallinas masacradas. --¿Qué diablos significa todo esto? Del fondo del pozo una risa que hubiera puesto los pelos de punta al mismo Satanás, surgió antes de la respuesta. --Todo lo que entra al pozo cambia, Evaristo. Te lo avisé. Pero no puedes decir que perdiste con el cambio… Espero nuevas visitas. ¡Me encantan! Ningún sonido más salió del agujero. Evaristo no podía salir de su asombro. Tomó los pesados huevos de oro, calculando que debían valer una fortuna. Decidió llamar al día siguiente a la tía Ester, para indagar más sobre la locura que estaba viviendo. Durmió con horribles pesadillas, y cuando llamó a su tía, esta no solo no quiso aclararle nada, sino que le dio una contestación desconcertante: --Aguántate lo que venga. Y recuerda que no todo lo que brilla es oro. Ya elegiste, Evaristo. El día se le hizo interminable. No sabía qué hacer. Lo primero que se le ocurrió fue conseguir una nueva tapa para el pozo, lo cual le tranquilizó un poco. Una vez cerrada esa aberración, compraría nuevas gallinas, y recomenzaría su proyecto, sin detenerse en las rarezas de la estrafalaria experiencia. El albañil que contactó se apersonó muy pronto, y se puso de inmediato a construir el pedido de Evaristo: la tapa más sólida, hermética y pesada factible para sellar el nefasto agujero. Dejando al hombre trabajando, se acercó al pueblo a almorzar, con otro humor, y a comprar provisiones, calculando la fortuna que conseguiría al vender los huevos de oro macizo. Pero al regresar al atardecer, toda su buena predisposición se desmoronó por completo. El albañil no estaba. Alrededor del hueco, sus herramientas estaban esparcidas sin ton ni son, al igual que la gorra con la que se protegía del sol. Temblando, se acercó a la boca del pozo, del cual brotó la espantosa carcajada demoníaca. --¿¿Qué pasó, Dios mío?? --¡Qué gracioso, mencionando a Dios! ¡Eres tan divertido, Evaristo! -- ¿Qué eres? ¿Cómo sabes mi nombre? -- Sigues divirtiéndome. Y te estoy sumamente agradecido por la nueva visita recibida… Ya te dije: me encanta tener invitados… --¿Qué le hiciste al albañil? --Solo lo recibí como un buen anfitrión. Ahora te lo regreso. Eso sí: sabes que todo cambia un poco dentro del pozo… Solo baja la soga. Lo ataré a ella, para que puedas subirlo. Tragando saliva, hizo lo que la tenebrosa voz le indicaba. Cuando llegó el momento, haciendo un esfuerzo sobre humano, pudo izar el peso abrumador, y en un estado de consciencia alterado, contempló con el más absoluto de los horrores al hombre despellejado, que, intentando deshacerse de la soga, lo miraba con un odio visceral, con claras intenciones de atacarlo. Corrió desesperado por su arma, y una vez más, la utilizó, quitándole la vida al engendro horroroso que lo perseguía, con un objeto extraño sostenido entre sus manos. Cuando lo alcanzó la bala, y cayó, vio que lo que tenía el malogrado albañil era un corazón, réplica exacta del órgano humano, pero de oro macizo. Enloquecido, entró a la vivienda, y se tomó media hora en grabar un video donde explicaba la paranormal experiencia que había tenido. Cargó su revólver, y se lo colgó de la cintura del pantalón. Guardó un encendedor en su bolsillo. Sacó del galpón bidones de combustible, y lo vertió dentro del pozo. Luego, tal como dejó asentado en su video, descendió, atado con la soga, al nefasto pozo, con la idea de ultimar a lo que fuera que lo habitara, y prender luego fuego el lugar. El comisario Contreras encontró el cadáver despellejado del albañil, la grabación de Evaristo, y ningún rastro de él. Se hizo una búsqueda, y se introdujo una sonda con cámara infrarroja de fibra óptica en el interior del pozo, que, a una profundidad asombrosa, no mostraba más que oscuridad, y no parecía tener fin. Se dejó pendiente buscar sondas más largas, ya que no contaban con ninguna que tuviera la longitud pertinente como para llegar hacia el fondo del pozo. Se bloqueó el acceso a la propiedad por medidas de seguridad, y se tapó el agujero de forma precaria, hasta concluir las investigaciones pendientes. El comisario me avisó de que debería ocuparme del velatorio del albañil, y, con tono confidencial, me dejó un pesado paquete. --Son los huevos y el corazón, que encontré en el escenario de los sucesos, Edgard. Como podrá ver usted, no son de oro, en absoluto. Más bien parecen de hierro, y exudan un óxido que no huele nada bien. Como la historia de Evaristo no tiene valor en un juzgado, consideré que estos objetos estarían mejor en sus manos. Me dan escalofríos, Edgard… Y así es como llegaron a mi colección los seis huevos y el corazón de metal. Tal como mi amigo, el comisario lo mencionó, las piezas son repulsivas. Emanan una energía nefasta, y una herrumbre verdosa, con olor putrefacto. En algún momento habrá que liberar el pozo del ser demoníaco que lo habita. Espero contar, cuando llegue la ocasión, con las herramientas correctas. Entre tanto, el falso oro ocupa un lugar en mi colección. Y me pregunto si la tía Ester vendrá al velatorio del albañil. Tengo muchas preguntas para hacerle. Quedan invitados, una vez más a visitarme en La Morgue. Y recuerden, amigos, que no todo lo que brilla es oro… Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 16 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA VENGANZA DE LA MADRE MUERTA

EDGARD, EL COLECCIONISTA LA VENGANZA DE LA MADRE MUERTA Mi querido asistente Tristán hizo pasar a mi oficina a la señora Evelia, una muy apreciada enfermera retirada del pueblo. Ya nos conocíamos. El solo hecho de estar uno frente al otro, nos hacía saber que ambos teníamos “el don”. --Gracias por recibirme, Edgard. La verdad, sé que lo que tengo que pedirle no le va a agradar. Pero se trata de un asunto de justicia cósmica, por así decirlo… --Si se explica mejor, Evelia, se lo voy a agradecer… --Voy al grano. Como usted ya debe saber, en las afueras del pueblo, justo en el límite con territorios vecinos, opera un prostíbulo manejado por un mafioso de la peor calaña, con contactos políticos que lo hacen intocable. Fierro, ese es su alias, siempre ha contado con una mujer encargada de practicarle abortos a sus chicas, cuando era necesario. Un día que este ser aborrecible se despertó de mal humor, ultimó a la pobre, partiéndole el cráneo contra la pared, cuando le rogó un pago que le debía, y que necesitaba con urgencia para comprar medicación para su madre enferma, que pereció al saber del horrible fin de su hija. El punto es que una de sus más populares pupilas, escondió su embarazo fajando su barriga con atractivos corsés, pero el desgraciado la descubrió, y maldiciendo la carencia de quién le resolviera “el problemita”, no tuvo mejor idea que traer a Azucena a mi casa, ya que conocía mi pericia en procedimientos obstétricos, pese a mis años de retirada de la profesión. Al negarme de plano, Fierro sacó un arma y me la apuntó a la cabeza. “—No te pregunté tu opinión, vieja bruja. O lo haces o mueres. --Está muy avanzada. Si hago la aberración que me pide, la muchacha corre el riesgo de morir. --Tomaremos esa opción. Confío en su experiencia. --Pero no tengo aquí nada de instrumental, ni anestesia, ni quirófano… --Traje todo lo que la imbécil anterior utilizaba. Ya lo bajo del coche. Prepare a mi chica. Azucena lloraba sin parar. Jamás he sentido un dolor tan terrible. Si hubiera sabido que, al matarme el mafioso, salvaba a la muchacha y a su bebé, no hubiera dudado en negarme. Pero mi muerte no lo detendría: solo buscaría a otra abortera, que quizá no tuviera la habilidad que yo poseía. Fierro entró a mi casa con una camilla plegada, y una gran maleta con todo el material necesario para despojar a la pobre chica de su hijo. --Lo siento, pequeña. Dios sabe que no deseo hacer esto… --¡Cállate, bruja, y procede rápido! ¡Si la puta sigue llorando, ya mismo la mato para callarla! ¡Duérmela ahora mismo!” Cuando Azucena se desnudó, constaté horrorizada lo que suponía: tenía más de cinco meses de embarazo, lo que representaba un riesgo enorme para su vida. Tragué saliva, e hice todo que debía, con una pena en el alma tan grande, Edgard, que las lágrimas me humedecieron el barbijo mientras efectuaba lo que consideraba una blasfema carnicería sin sentido. Logré arrancar de las entrañas de la joven el bebé, con el horror de verlo perfectamente formado: unos días más, y hubiera sido viable para nacer y sobrevivir. En fin… Azucena estaba anestesiada. Al menos no sufrió la pena de ver a su pobre hijito. Le dije a Fierro que esperara un par de horas, para que despertara, pero se negó tozudamente. La alzó en brazos y la subió desmayada a su vehículo. Desesperada, le di las instrucciones para su cuidado, y le rogué que le administrara los fármacos que le mencioné. Más tarde, me enteré que habían tirado en las puertas del hospital el cuerpo agonizante e inconsciente de Azucena, que pereció de una brutal hemorragia sin que los profesionales, pese al enorme esfuerzo que pusieron para salvarla, pudieran impedirlo. Desde ese día, Edgard, el espectro de Azucena, que mañana le traerán de la morgue judicial para velar, me atormenta todas las noches, pidiendo venganza. He perdido la cuenta del tiempo que llevo sin dormir… --Puedo ayudarla, Evelia. Usted debe saber que he “empujado”, por así decirlo, muchas almas hacia el descanso eterno. Puedo hacerlo una vez más, con gran amor y respeto… --No, Edgard. Esta vez no es posible de esa manera. Azucena está enferma por el brutal robo de su hijo. No va a descansar en paz hasta que se cobre su deuda con Fierro. Si yo pudiera cumplir sola el deseo de la difunta, le juro que no estaría aquí importunándolo. Necesito que al concluir el velatorio, juntemos las energías de Tristán, de su novia, Aurora, la suya y la mía, para que Fierro logre ver a Azucena. Ese es su deseo… --¿Cómo sabe que el infame vendrá a la ceremonia? --Sus chicas quieren estar. La querían mucho. Para evitarse una rebelión, vendrá, con un par de matones, para supervisar la conducta de sus pupilas, ya que teme que alguna de ellas aproveche para huir. Yo me encargaré de retenerle, para completar el pedido de Azucena. Se lo debo, Edgard. Aunque fue obligada, y bajo amenaza, lo que hice fue terrible. --Está bien, Evelia. Confiaré en su criterio. Sé que es usted una excelente persona. --Gracias, Edgard. Mañana nos vemos. El velatorio fue muy triste. Las compañeras de Evelia estaban realmente desgarradas por la pérdida de su amiga. Los pocos asistentes externos al prostíbulo, se retiraron temprano, una vez presentados sus respetos a la difunta. Cuando eso ocurrió, automáticamente Evelia, Tristán y Aurora me tomaron la mano, mirando fijamente a Fierro, que nos observaba asombrado, al igual que sus esbirros. Las pupilas se quedaron expectantes, como intuyendo el cambio de energía que se operaba en el ambiente. Entonces, con la suma de nuestras energías, el espectro horriblemente pálido de Azucena se materializó ante los ojos de la concurrencia. Sus ojos, dos ascuas ardientes, fijaron su mirada cargada de odio en Fierro. La difunta estaba desnuda, con los cargados pechos manando sangre, que la empapaba prácticamente en toda su figura enfermizamente blanca, y su otrora sedosa melena oscura se asemejaba a un erizado halo de rayos terminados en punta, parados de punta. Bajo la parálisis de los demás asistentes, Fierro se orinó encima del espanto. --El bebé que maté era tu hijo, desgraciado…-- le dijo Evelia al infame. Ante la mirada atónita de todos, el matón se arrodilló suplicando piedad, como un niñito berreante. Entonces pasó algo imprevisto: múltiples espectros de otras mujeres aparecieron señalando a fierro con sus dedos putrefactos, llenos de gusanos. Entre ellas, estaba la mujer encargada de los abortos, y su madre, además de muchas prostitutas que perecieron por la maldad del asesino. La visión de ese cuadro del infierno, hizo que Fierro comenzara a aullar de terror como un animal salvaje. Lo hizo durante un eterno minuto, hasta que su corazón estalló, incapaz de soportar tanto miedo, culpa y horror. Entonces, todas las mortificadas mujeres sonrieron, y sus imágenes de pesadilla, con sus cráneos reventados, y abdómenes abiertos, se transmutaron tal cómo eran en vida, en sus buenos momentos. En las manos de Azucena, un fantasmal bebito se posó como un beatífico ángel, y ella lo abrazó amorosamente. Con un saludo, la horda de aparecidas se elevó luminosamente hasta esfumarse. Los matones de Fierro, aterrados, sin creer lo que habían presenciado, salieron corriendo, espantados, sin rumbo conocido. --Señoritas: esta es una muy buena oportunidad de comenzar una vida mejor. Puedo llamar a un agente de la ley amigo, que no responde a los intereses políticos con los que tenía interacción su captor. Les aseguro que les prestará ayuda. Las compañeras de Azucena, agradecidas y conmovidas, aceptaron, y esperaron la llegada del comisario Contreras. Mientras las muchachas aguardaban, nos reunimos en mi oficina, a tomar café. Evelia, con un gesto de tristeza, sacó de un bolso un cuerpecito diminuto, vestido y arropado con una mantita. Me lo entregó con lágrimas en los ojos. --Solo debe ponerlo en una cunita. Este ángel es incorrupto. Sé que velará por las madres afligidas y oprimidas de este mundo… --Así será. No sufra más, Evelia. Ese monstruo recibió su merecido. Una pena que no se hayan podido salvar tantas vidas inocentes, pero al menos la pesadilla llega a su fin… Escuchamos el sonido de la ambulancia que pedimos para Fierro, aunque bien sabíamos que no la necesitaba en lo absoluto, coincidiendo con la llegada de los patrulleros de la comisaría. Contreras se encargaría de prestar ayuda a las víctimas. El bebé de Azucena tiene un lugar especial en mi colección, como representación de una sana energía protectora, ya que, gracias a Dios, su alma ascendió junto a su pobre madre. Ninguna fuerza en la tierra se asemeja a la del amor de una mamá por sus hijos. Es algo que nunca debemos olvidar. Quedan, como siempre, invitados a visitarme en La Morgue, con el consejo, en esta ocasión de honrar a sus madres. Los espero. Edgard, el coleccionista @NMarmor

sábado, 9 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- DINERO SANGRIENTO

Llegó, vía judicial, hace muchos años, un cuerpo a la funeraria para oficiar su velatorio. En ese entonces, yo no estaba a cargo, aun, oficialmente de la parte administrativa. Solo ayudaba a mi padre, y aprendía el oficio. Era el cuerpo de un menor de edad, que se había suicidado, institucionalizado, en un supuesto centro de rehabilitación para drogadictos. El joven adicto, luego de sufrir abusos de toda índole dentro del macabro lugar, se ahorcó para terminar con sus sufrimientos terrenales. En ese entonces, el tema llegó al conocimiento público a través de las noticias. La familia del chico, desolada, en un desesperado intento de justicia, pese a sus casi nulos recursos económicos, decidió contratar a un abogado para que el caso no quedara en el olvido. El dr. Berián, un reconocido penalista, intuyendo algo muy oscuro, accedió a representar a la familia sin cobrarles honorarios. Su primera medida fue activar una orden de inspección al centro donde había fallecido el muchacho, a cargo del estado. Para su horror absoluto, los peritos dictaminaron que el sitio no era apto “ni siquiera para alojar animales”, por sus deplorables condiciones higiénicas y edilicias. Tampoco el personal encargado tenía capacitación y conocimientos para ejercer en sus labores dentro del inmundo lugar, mezcla de mazmorra y chiquero. Constató, a través del testimonio de otros sobrevivientes, que Damián había sufrido innumerables violaciones y agresiones físicas de toda índole antes de tomar el terrible paso del suicidio como única salida a su mortificación. No recibió ningún apoyo psicológico ni médico para superar la abstinencia y apuntar a la reinserción social. Simplemente fue retirado de las calles y arrojado, como una pieza defectuosa al basural donde penaban otras personas en su condición, muchas con instintos de salvaje crueldad y perversión. Damián solo aguantó unos meses antes de desmoronarse totalmente. No fue el primero, ni el último. Luego del terrible descubrimiento, Berián, indignado, solicitó la clausura del infausto lugar, y querelló al estado con una demanda para indemnizar a la familia. Un ave negra del estado presentó una contra demanda, arguyendo que Damián falleció por decisión propia, sin responsabilidad de ningún tipo por parte de terceros, y que nada se debía abonar por un individuo que no representaba más que una carga para el gasto público. Para ese abogado, representante de quienes controlan los destinos de los habitantes, la pérdida del muchacho era en realidad un “beneficio”. Berián, indignado, arremetió con toda su sapiencia. No solo reunió el material suficiente para denunciar como un delito la sola existencia del supuesto centro de rehabilitación, y el accionar de sus funcionarios, sino que exigió, basándose en todas las leyes que citó, una a una, la indemnización a la familia, absolutamente desesperada ante la injusticia cometida, y los agresivos dichos del abogado del estado. Con una lentitud exasperante, la justicia se terminó expidiendo, ofreciendo a los familiares una cifra tan irrisoria e insignificante, que solo se pudo tomar como un agravio más a la memoria de Damián y su suplicio. Berián, apeló nuevamente, asqueado con la propuesta económica. Dicen que los tiempos de la justicia son lentos. Hasta que salió la nueva sentencia, catorce años después, la madre del muchacho falleció de tristeza. La familia se disgregó, abrumada por una carga demasiado pesada de llevar. El mismo Berián ya estaba retirado, amargado y resentido por el silencio asesino que imperó durante tanto tiempo. Finalmente, la justicia otorgó una indemnización un poco más alta, pero totalmente alejada a la proporción del daño causado. El dinero fue a parar a manos de gente que ni siquiera había conocido a Damián, parientes lejanos que hicieron un festejo al recibir el monto, sin hacer nada para honrar la memoria de la víctima, ni los seres queridos afectados. Como la resolución de la entrega del dinero fue noticia, mientras tomaba en mi oficina un café, sin poder sacarme de la cabeza la sensación de desasosiego e impotencia, se presentó el espectro de Damián. Flaquito, consumido, gris, lleno de cicatrices producto de las innumerables golpizas que recibió dentro del nefasto centro del horror, me miró con ojos muy tristes. Con un gran peso en el pecho, le pedí que perdonara la injusticia cometida con su persona, y que intentara alcanzar la paz, desprendiéndose de este plano, ya que su madre lo aguardaba en un lugar de luz, donde no había lugar para el sufrimiento. Él, sin abandonar su semblante abatido, sacó de sus inmateriales bolsillos unos billetes empapados de sangre, dejándolos caer al piso. Con una mano en el corazón, y otra agitándola a modo de saludo, pasando de la coloración gris a una más brillante, ascendió mientras chispas de luz se le desprendían, hasta que se retiró al descanso que no pudo tener durante su corta estancia terrenal. Tomé el dinero sangriento. Lo puse en una caja de vidrio, en las estanterías de mi colección. Los billetes de alta denominación no paran de exudar gotas de sangre, que se evaporan, y vuelven a manar. Y no puedo dejar de preguntarme, ante la ley, la sociedad, la justicia, las instituciones que nos representan… ¿Cuánto vale una vida humana? Quizá, mis amigos, alguno de ustedes tenga la respuesta. Los invito a que me lo respondan, porque no encuentro alivio a mi interrogante. Los espero, ansioso de verlos, en La Morgue. Edgard, el coleccionista @NMarmor

martes, 5 de octubre de 2021

Perrera #MostolesNegra

PERRERA “La perrera” surgió en el pueblo con el objeto de limitar la población canina, por razones de salubridad, según los funcionarios. Los animales que no eran reclamados u adoptados en una semana, se eliminaban. Para sorpresa de los habitantes, tanto los trabajadores de la institución, como quienes promovieron la idea, comenzaron a desaparecer, sin dejar rastros. Me ocupé de la investigación, que parecía un callejón sin salida. Encontré un pequeño indicio, y lo verifiqué. Una anciana, casi saliendo del pueblo, vivía en una casucha derruida, con veinte perritos a su cuidado. La seguí. A la madrugada, con su delgadez y extraordinaria agilidad, entraba en las viviendas de las víctimas. Las drogaba, y con fuerza sobre humana, las llevaba sobre el hombro, en una bolsa. En su casa, les ultimaba. Alimentaba a los animales con su carne. Podría haberla detenido, pero no voy a hacerlo. Extraño mucho a mi perrito.

viernes, 1 de octubre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LA MANO DEL LADRÓN

EDGARD, EL COLECCIONISTA LA MANO DEL LADRÓN Augusto estaba absolutamente harto, cansado e indignado de los robos que venía sufriendo en su comercio. Con mucho esfuerzo, había logrado montar una tienda de artículos electrónicos en el pueblo. La primera vez, el ladrón entró rompiendo una ventana de iluminación, enrejada, casi a la altura del techo, al amparo de la noche. Su pericia le permitió desconectar la alarma, más no la cámara, que estaba escondida. En seguida reconoció al delincuente: era Ruperto, un joven conocido por todos. Aunque la filmación no era muy nítida, era clara la identidad del maleante. Pese a que el comisario consiguió una orden de allanamiento, al no encontrar nada de lo robado en la casucha del muchacho, no pudieron arrestarlo, dada la falta de definición del vídeo. El segundo robo ocurrió con la violación de la puerta principal, y el botín fue mayor. Ocurrió lo mismo que la primera vez: no se pudo hacer nada. Dispuesto a que no volviera a ocurrir, ya sin fe en la justicia ni en la ley, a pesar de las súplicas de su esposa, Augusto tomó la determinación de tomar en sus manos el asunto: decidió pernoctar en el local, fingiendo que se retiraba, y retornando por una puerta trasera en forma muy discreta. Antes de cumplirse el tercer mes del primer incidente, la vigilia encarnizada de Augusto dio sus frutos: nuevamente la puerta principal fue vulnerada, pese a todas las medidas de seguridad. Agazapado tras el mostrador, sobre el que se lucía una valiosísima consola de juegos, Augusto aguardaba, con una filosa hacha firmemente aferrada. Cuando la mano de Ruperto se acercó a la consola, iluminado por la linterna con la que alumbraba sus fechorías, con una agilidad felina, Augusto salió de las sombras, y se la cercenó a la altura de la muñeca, manchando con el chorro de sangre casi todo el local. Gritando como un cerdo en el matadero, el tipo huyó, desesperado, dejando su mano mutilada en posesión de Augusto, que, silbando alegremente, fue a la parte posterior del negocio, y trajinando con enseres de limpieza, se abocó a dejar asépticamente impecable su local. Colocó la mano en un frasco con formol, y sin molestarse en denunciar el incidente, volvió feliz a su casa, sin explicarle nada a su mujer, y escondiendo su trofeo. En principio, le llamó la atención que los desgarradores gritos del tipo no hubieran alertado a nadie. Luego reflexionó sobre eso y llegó a la amarga conclusión de que la gente, ya sea por temor o indiferencia, hacía oídos sordos la mayoría de las veces a los ruidos y voces de la noche, atrincherados en la seguridad de sus hogares, y sin deseo de involucrarse en problemas ajenos. Abrió el negocio al día siguiente en forma normal, y les pidió a unos chicos, a cambio de unos pesos, que limpiaran la vereda y el reguero de sangre que seguía más allá de ella, arguyendo que seguramente había habido una pelea de perros o gatos. Los muchachitos lo hicieron, pero dijeron que el rastro de sangre llegaba muy lejos, y que les tomaría mucho tiempo seguirlo. Conforme, Augusto les pagó generosamente, y los despidió, agradecido. Extrañamente, nada se supo de Ruperto. Por la madrugada, Augusto comenzó a despertarse por un tintineo insistente. Venía de un cuarto cercano a su habitación, que le servía de depósito de su mercadería, oficina de contabilidad, y donde estaba escondido el frasco. Ante la insistencia del ruido, abrió el viejo ropero del que procedía el sonido: horrorizado, vio como la mano tocaba con los dedos el vidrio, valiéndose de las uñas para hacer sonar el frasco, pese a estar amortiguado por el líquido. Con los ojos desorbitados, observo el dedo, que tocaba la pared vítrea, y luego indicaba con el índice en dirección al sur. Cerrando de golpe la puerta del ropero, se fue a la cocina, donde se sirvió una más que generosa dosis de aguardiente, sopesando la situación. No era hombre de creer en brujerías y cosas raras, pero reconocía que la carga de estrés vivida en los últimos tiempos podía jugarle malas pasadas en su cabeza, provocándole alucinaciones visuales y auditivas. Con una segunda dosis de alcohol, se fue a dormir, lamentando al otro día la resaca que le taladró el cráneo. Para su espanto y disgusto, otra vez fue despertado, la noche siguiente, por el mismo sonido. Aterrado, se dirigió al infausto ropero, donde nuevamente el dedo insistía en golpear el vidrio, y señalar hacia el sur, moviéndose con una determinación diríase implorante. Nuevamente acudió al aguardiente, pero no se acostó. Con el mayor de los cuidados para no despertar a su esposa, que roncaba pacíficamente, ignorante del horroroso drama del esposo, se vistió en silencio, y con un arma en el bolsillo, tomó la dirección señalada por el macabro dedo, a sabiendas que por ahí se hallaba el páramo donde Ruperto tenía su casucha. Al llegar, se sorprendió de no encontrar ninguna traba ni cerradura en la puerta: pudo ingresar sin inconvenientes, con el revólver temblándole en la mano. Lo que encontró superó cualquier imagen de su peor pesadilla. El lugar, precario y desaseado, estaba encharcado de sangre. Entrando en un cuartucho, sobre un inmundo catre empapado, yacía Ruperto, con la muñeca envuelta en unos trapos sucios que chorreaban líquido escarlata. El resto del brazo, hasta el hombro tenía un enfermizo color morado, casi negro. El olor era nauseabundo, y Ruperto gemía quedamente, ardiendo en una fiebre que parecía recalentar el lugar. Aguantando las náuseas, hizo una llamada anónima a emergencias, y se escapó, horriblemente espantado. Aunque la ambulancia llegó rápidamente, ni siquiera la amputación del brazo engangrenado salvó la vida del muchacho, que expiró a los pocos minutos de efectuado el procedimiento: la infección había avanzado demasiado. Augusto, enterado del deceso, averiguó todo lo que pudo. Se enteró que Ruperto había crecido en una familia donde los golpes, las drogas y la delincuencia eran el día a día de su vida. Sus padres no se preocuparon nunca por él, que pasó por innumerables hogares de acogida, de donde terminaba huyendo, y siendo institucionalizado, hasta que cumplió la mayoría de edad. Encontró la casita abandonada, la ocupó, viviendo de raterías, y negocios turbios, ya que nadie jamás se molestó en mostrarle otro camino viable, o le dio cariño para buscar ayuda. Augusto se sintió muy mal. Pensó, en primera instancia, entregarse a la justicia. Le contó a su mujer la horripilante historia. Ella le convenció de que nada remediaría quedando preso. Le sugirió, en cambio, ya que no tenían hijos, ofrecerse como familia de acogida, con el compromiso de inculcar valores y amor en algún jovencito descarriado, y expiar así la terrible falta incurrida. Además, se encargaron de pagar el velatorio de Ruperto. Cuando Augusto vino a pautar la ceremonia, traía una bolsa con él, y muy nervioso, terminó contándome la historia que lo atormentaba. Me dio el desagradable frasco, “para que el chico no se marche incompleto”. Me rogó que no lo delatara. No lo hice. Sé que Ruperto pudo marcharse en paz. Su mano, flotando en el frasco, hizo un saludo final, antes de ocupar un lugar en los estantes de mi colección. Ahora Augusto y su señora están criando a dos niños, a un paso de adoptarlos, y brindándoles las oportunidades que Ruperto no tuvo. No creo que el hombre consiga drenar la enorme carga de remordimiento, pero ser recibido por los chicos con una sonrisa al regresar de su trabajo, le alivia el peso de la culpa. En cuanto a la mano, de vez en cuando hace un gesto de asentimiento, pulgar para arriba, como un macabro emoticón, pero dejando la sensación de que su dueño por fin encontró la paz en otro plano… Queda abierta la invitación para que me visiten en La Morgue. Hay mucho para ver, y mucho para contar. Los espero. Siempre… Edgard, el coleccionista @NMarmor