sábado, 30 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TRECE ROSAS NEGRAS

Mi amigo, el comisario Contreras se lamentaba, mientras compartíamos un café. —Sé que es la profesión que elegí, Edgard, pero es muy amargo ver tanta maldad e injusticia todos los días. Lo que más duele son los casos que no se consiguen resolver. A veces, repaso, asqueado, expedientes de crímenes atroces que no tuvieron avances. Sin ir más lejos, me pasé la noche sin dormir pensando en el “Asesino de las rosas”, que mató a trece mujeres en el pueblo, y no logramos atrapar jamás… —¿Y si te dijera, amigo, que ese caso está resuelto? —¿¿¿Qué??? —No creo en las casualidades. Si el destino nos reunió hoy aquí, es porque necesitabas saber lo que te voy a contar. Tengo muy presente el caso del que estabas hablando: el pervertido violaba y asesinaba mujeres, y se retiraba dejando una hermosa rosa sobre los cadáveres mutilados cruelmente. Fuera de las flores, nunca dio ninguna pista. El último velatorio que oficié fue el de un hombre de mediana edad. Excelente padre de familia, con una amorosa mujer, Soledad, que no comprendía el motivo que había llevado a Marcelo a suicidarse con antidepresivos y veneno de ratas. Era un hombre querido y respetado en la comunidad. Cuando preparé el cadáver, descubrí, para mi asombro, que llevaba tatuado en el cuerpo trece rosas negras, en lugares que generalmente la ropa oculta. Fíjate, Contreras, que conoció a Soledad haciéndose el primer tatuaje, ya que ella trabajaba como artista de la tinta y las agujas. Le dijo a ella que quería una rosa negra, en recuerdo de su madre, que había fallecido hacía muy poco, y que era su flor favorita. Soledad se esmeró en su dibujo, y la mutua atracción los llevó a volver a verse, iniciar una relación que terminó en una familia perfecta. Cada tanto, con el paso del tiempo, Marcelo le pedía más tatuajes de rosas negras a su esposa. Ella se los realizaba con gusto, recordando el momento en que se conocieron, y suponiendo una crisis de su esposo respecto al duelo con su madre. Pero voy a ir al punto. Cuando terminó el velatorio de Marcelo, en el cual vibraba una extraña energía llena de desasosiego, no solo apareció frente a mí el espectro del difunto recién velado, sino también el de trece mujeres horriblemente mutiladas, y otra, anciana, con el rostro retorcido de odio y perfidia. Marcelo tenía el gesto horrorizado, mirando a las mujeres, que lo observaban acusadoramente, deformadas por terribles heridas siniestras, y la vieja, lo fulminaba con una mirada de desprecio atroz. Impuse mis manos para captar la muda historia que los muertos no podían verbalizar, y las imágenes de la tragedia vivida me azotaron con la fuerza de un revés brutal. La anciana era la madre de Marcelo. Se llamaba Rosa, y era una mujer perversa que abusó de su hijo desde niño, de las formas más sucias y humillantes que uno pueda imaginarse. Las trece mujeres destrozadas eran las víctimas de Marcelo, que, una vez fallecida su madre, comenzó a padecer trastornos de personalidad con ataques de ira, que lo llevaron a transformarse en un violador y asesino despiadado. Después de perpetrar sus crueles crímenes, dejaba una rosa sobre sus víctimas, en la confusión mental que padecía, donde se mezclaba el abuso asqueroso de su madre, su culpa luego de calmar la violencia que lo transcurría, y el tributo de disculpa, que era, en parte, el nombre de su progenitora, como la autora intelectual de su proceder imperdonable. La primera rosa negra Marcelo se la tatuó luego de su primer crimen, como recordatorio del daño perpetrado, para conseguir frenar sus impulsos perversos y contenerse. Pero no lo logró, y siguió dañando a inocentes, castigando, en su atribulado mundo inconsciente, a su corrupta madre a través de la vejación y muerte de mujeres en la que veía el rostro de Rosa, sin poder evitarlo. Así fue como llegó a tener trece tatuajes de rosas negras, realizados por su propia esposa, que nada sabía de los demonios interiores de su marido. Luego de cobrarse su última víctima, Marcelo comenzó a ver los espectros de las mujeres que había matado y violado sin piedad, por lo que su psiquis se socavó alarmantemente. Por consejo de Soledad, que lo veía deprimido, empezó a ver a un psiquiatra, que no pudo ayudarlo, porque nunca contó la verdad sobre la causa de su depresión. El profesional escuchó la historia de estrés laboral que le contó Marcelo, sus insomnios y dolores de cabeza, y se limitó a prescribirle un antidepresivo, aconsejándole hacer terapia psicológica, y practicar alguna actividad de su agrado fuera del trabajo. Marcelo asintió, y, al llegar a su casa, aprovechó la ausencia de su familia, visitando un pariente, e ingirió la caja entera, mezclada con alcohol y veneno para ratas. Lo miré a sus llorosos ojos. Vi que los tatuajes sangraban. —Marcelo: haz hecho algo terrible, pero no fue dentro de tus cabales. Has sido tú una víctima mucho tiempo, en manos de una pervertida, y han pagado tu desequilibrio mental estas pobres mujeres… Los espíritus de las asesinadas, al conocer el horrible origen de los actos que acabaron con su vida, dejaron de mirar con odio a Marcelo, y se centraron en observar con repugnancia a Rosa, que tenía un aborrecible gesto de desprecio y maldad abyecta. —¡Arrepiéntete, Rosa, de tus repulsivos actos, para conseguir la paz eterna! ¡Pídele disculpas a tu hijo y a estas pobre mujeres, que perecieron por las heridas que causaste! La anciana se transfiguró, de odio, con un semblante más horrible, si esto era posible, comenzando a emitir un desagradable humo negro, que olía terriblemente. Hirientes chispas oscuras, que quemaban como ascuas, salieron de su espantosa aparición, atacando a su hijo, a las jóvenes asesinadas, y a mí. —¡Ya que elegiste el camino del odio y la perversidad, arderás en el infierno! No bien dije estas palabras, Rosa se prendió fuego, convirtiéndose en cenizas, mientras mostraba su dolor con horribles muecas, hasta que desapareció. Las mujeres se tomaron de la mano. Lágrimas de alivio y perdón manaron de sus ojos, que ya no miraban acusadoramente a Marcelo, quien seguía llorando, horrorizado. —Ya es tiempo de que perdones a tu madre, te perdones a ti mismo, y pidas disculpas a tus víctimas, que entendieron el motor de tu horripilante accionar. Marcelo miró a las trece, uniendo las manos en gesto de súplica, pero las mujeres ya estaban ascendiendo a la luz de la paz eterna, habiendo perdonado a su asesino. —Es tu momento de descansar… Y, con los tatuajes aun sangrando, Marcelo se elevó, dejando caer una rosa negra, con la suavidad y el peso de una flor común, pero con la dureza de la piedra, y un tallo con trece espinas de filoso metal. Tengo la rosa negra en los estantes de mi colección, Contreras, si quieres verla… —¡Por Dios, Edgard! Lo que me cuentas me deja helado… ¡No se podrá hacer jamás justicia terrenal! Los seres queridos de las víctimas nunca tendrán consuelo… —Lo tendrán. Al unir sus manos, las mujeres crearon una corriente de energía para que les llegara a los suyos un mensaje de amor y liberación. ¿Estás un poco más tranquilo? —Solo un poco. Tráeme, por favor, otro café. Este ya está helado, y tengo que digerir todo lo que acabo de escuchar… —Lo digeriremos juntos, amigo. Voy por más café…

sábado, 23 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- LICUADO DE CADÁVER

Con la asistencia de mi amigo Tristán oficiamos el velatorio de Saúl. El hombre había sido un miembro muy activo en la comunidad del pueblo. Su comportamiento ejemplar como empresario, filántropo, y excelente padre y esposo, en vez de conseguir respeto y admiración, despertaba horribles envidias y maledicencias. A sus espaldas, decían que era corrupto, que su bellísima esposa lo engañaba, que sus hijos tenían buenas notas porque él sobornaba a los maestros. Saúl conocía todos los malos chismes, y lo único que le provocaban eran ataques de risa explosiva. —¡Pobre gente! ¡Lo único que tienen para ostentar es un montón de mentiras! Lo que no se les puede negar es la creatividad… Luego de los ataques de risa, se secaba las lágrimas de hilaridad, y levantaba una copa imaginaria, y haciendo la mímica, se la tomaba. —¡A la salud de los chismosos! Y luego de su parodia, seguía riendo, sacudiendo la cabeza alegremente. Nunca le afectaron los mezquinos dichos de aquellos que, aun siendo parientes, supuestos amigos, o aliados de negocios, esparcían con malicia. Saúl se concentró en vivir intensamente, y en bromear todo lo que podía, lo cual también era mal tomado por sus secretos odiadores, que no entendían qué le causaba al hombre tanta gracia… En el mismo velatorio, me indigné al escuchar repulsivos comentarios cargados de mentiras y repudio hacia el difunto. Se reunían en rondas cerradas, a pocos metros de los seres queridos del hombre, mancillando su memoria con historias espantosas. Cuando estaba a punto de intervenir, lo que hubiera sido muy poco profesional de mi parte, una vocecita chillona se escuchó saliendo del féretro, repitiendo: —¡A tu salud! ¡A tu salud! ¡A tu salud!... Todo el mundo quedó helado. Me acerqué al cuerpo, y descubrí en manos de Saúl un payasito de juguete que emitía con un parlante esa letanía. Escuché también, un sonido de reloj, que me llevó a alejarme cautamente del ataúd. Por el contrario, los chismosos, alelados, se acercaron en masa, atraídos por la aguda y socarrona grabación del juguete, que terminó su salutación con una risa alocada. Entonces, ocurrió algo para lo que nadie, yo incluido, estaba preparado. El contenido del féretro estalló, esparciendo jirones de la carne del difunto en un inmundo puré pringoso ensangrentado, que cayó sobre los maledicentes, bañándolos de esa porquería asquerosa, provocando una vomitona masiva, ya que algunos trozos del cadáver habían caído dentro de las propias bocas de los habladores de mentiras. Dentro del pandemónium del picadillo del fallecido, la gente enchastrada dando arcadas, se me acercó la viuda, llevándome a un aparte. —Debo pedirle mil disculpas, señor Edgard. Esto que ocurrió, pasó con mi complicidad. Me haré cargo de resarcirle todo el daño económico que pude haberle ocasionado, y haré un comunicado de prensa para que quede claro que usted no ha tenido nada que ver con la última broma de mi esposo. Él sabía que le quedaba poco tiempo, y me rogó que colocara los dos artilugios en su cuerpo, cuidándome de que usted se diera cuenta¨: el payasito con la grabación, y el detonante que hizo estallar a Saúl como una bomba. Averiguamos previamente que no implicaba peligro de ninguna índole para nadie. Salvo la impresión… “Edgard lo va a entender”, me decía. Le tenía a usted un gran cariño. Quería despedirse burlándose de todos los que hablaron siempre a sus espaldas, convencido de que serían tan hipócritas de ir a su velorio para seguir ensuciando su memoria. Y no se equivocó. Saúl era maravilloso… —No se preocupe, señora. Yo también apreciaba muchísimo a su esposo. Si bien esta no es la publicidad adecuada para una funeraria seria, debo admitir que la broma estuvo perfecta… Una vez que la policía, tras mi llamado corroboró la naturaleza de los hechos, y sin presentación de cargos, un equipo de limpieza enviado por la propia viuda juntó los restos más consistentes del cadáver para su posterior entierro. Cuando se retiraron, y me quedé a solas, apareció el espectro de Saúl, con una sonrisa de oreja a oreja, saludándome efusivamente, antes de ascender hacia la luz, mientras el payasito de juguete, que había quedado relegado a un rincón con la voladura, recomenzaba su cantinela guasona: —¡A tu salud!... También sonriendo, despedí a Saúl, y tomé el muñequito para mi colección. No puedo evitar, al verlo, ponerme de buen humor, recordando las caras horrorizadas de los chismosos bañados en licuado de cadáver, y brindo espiritualmente por la gente que se toma la vida con positividad, sin darle entidad a los malintencionados, que no se lo merecen. A lo sumo, terminan vomitando sus propias palabras llenas de odio, como ocurrió en el particular velatorio de Saúl. Pueden acercarse a ver mi colección, y brindar también a la salud de la gente buena y franca, que festeja la vida alejada de odios y envidias. Los espero en La Morgue.

sábado, 16 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TIERRA AMARGA

Cora compró una granja abandonada a la salida del pueblo, porque luego de años de sucesión las tierras y los edificios estaban a un precio realmente sorprendente. Decidió invertir allí sus ahorros, y dejar de gastar en alquiler, poniendo todos sus esfuerzos en trabajar la tierra, para abandonar la rutina de trabajo de oficina y estrés de vida en la ciudad. Así que, con todo su entusiasmo, y mucho material recopilado sobre administración, calendario de siembras, y ganas de poner manos a la obra, comenzó las primeras labores no bien estuvo equipada con lo básico la pintoresca casita, que ella misma arregló y decoró con amor. Por las noches sufría horribles pesadillas: soñaba con dos espantosos espectros que se levantaban de un chiquero, luego de haber sido devorados por los cerdos, mostrando jirones de carne y huesos, que se atacaban, con un odio feroz. En el terrible sueño, la pareja infernal prefería seguir dándose muestras de desprecio y hostilidad a consolarse por la horrible muerte que habían tenido. Cora despertaba transpirada, con el corazón acelerado, asqueada y temerosa de las imágenes de la pesadilla, pero le restaba importancia: justificaba el sueño con sus temores ocultos al ser la primera vez que vivía sola, y con un emprendimiento tan grande en su cabeza. Así que se tomaba un té de tilo, y se levantaba bien temprano para aprovisionarse y comenzar su jornada. Luego de arduos meses de trabajar la tierra con mucho sacrificio, solo contratando ayuda cuando no le quedaba más remedio, llegó el tiempo de cosechar el fruto de su esfuerzo. Para su horror y decepción, todo lo sembrado tenía un gusto asqueroso: inexplicablemente, sabía a carne podrida. Incluso los árboles frutales le dieron también la amarga sorpresa: eran incomibles los frutos, con un sabor vomitivo. Cora se desesperó. Aún tenía resto económico como para aguantar un tiempo más, pero haber trabajado tanto por nada, con todas las ilusiones que albergaba su corazón soñador, la dejaron devastada. En vez de ponerse a llorar y lamentarse, fue a buscar un ingeniero agrónomo para que investigara el motivo del fracaso de su esfuerzo. ¿La habrían estafado al venderle las tierras a un precio tan bajo? Cora se contactó con Natán, un viejo amigo de mi padre, que no solo conocía de su profesión que lo ligaba a la tierra, sino también la historia del pueblo y sus habitantes. No creo equivocarme si digo que el buen Natán superaba los ciento diez años de edad, lo cual no le impedía desenvolverse con soltura y eficacia. —Muy buenos días, bella señorita. He llegado en tiempo y forma, tal como le prometí. Acá tengo todo el material para recoger las muestras. —¡Hoy está muy frío! ¿Le agradaría, antes de empezar su labor, caballero, tomar un té conmigo? Aún no desayuné. Es usted muy puntual… —¡Por supuesto, señorita! Debe usted leer el pensamiento. Pero nada de “caballero”. Soy Natán. —Y yo, Cora. Pasemos a la casa, por favor… Una vez servido el té con leche y pan casero, el viejo, encantado, se veía dudoso. Mientras disfrutaba el desayuno, Cora lo vio pensativo. —¿Qué ocurre, Natán? —Mire, jovencita: usted tiene edad para ser mi bisnieta, y me quedo corto. Siento que si hago el trabajo, la voy a estar estafando. Y si le digo la verdad, usted no va a querer creerme… —No le estoy entendiendo, Natán… —Pues mire. Hay cosas que ocurren que no tienen una explicación científica, como la que se puede sacar de un análisis de suelos y napas de aguas, como las que yo realizo desde antes de que naciera su abuela. Me voy a arriesgar, aún a perjuicio de mi ganancia económica, y de que me crea un viejo lelo, a contarle una historia, que sucedió aquí mismo, y que me parece que es la causa de su mala cosecha… ¿Estaría dispuesta a escuchar? Luego, sacará sus conclusiones. Y si le parece, puede correrme del lugar con los perros… Cora sonrió. Sus perros eran unos pequeños cusquitos cariñosos que no se despegaban de los pies del viejo, que había logrado intrigarla. —Le prometo, Natán, que no pensaré que usted está lelo, y que no sufrirá la ferocidad de mis perros… —Está bien. No diga que no se lo advertí… Hace muchos años, esta granja estaba habitada por una pareja que no podía tener hijos. Trabajaban la tierra de sol a sol, con gran productividad. Tenían, incluso, animales: vacas, gallinas, cerdos. Al principio todo iba bien, pero a medida que pasaba el tiempo, comenzaron a echarse la culpa uno al otro por la frustración de no poder gestar un niño. Hasta la gente que contrataban para ayudarlos se terminaba yendo, pese a la buena paga, porque no soportaba la andanada de palabras amargas que se soltaban por todo el lugar. Insultos y acusaciones horribles, llenas de resentimiento y rencor. Los trabajadores decían que después de escuchar sus discusiones, la cabeza les dolía por horas. En vez de darse cuenta de que esa dinámica enferma iba en aumento, y buscar ayuda, persistían en insultarse cada vez con más violencia. Y en eso estaban, diciéndose las cosas más horribles que podían existir, mientras alimentaban a sus cerdos. Un viento feroz, que antecedió una tormenta histórica, desprendió una viga del granero cercano, con la mala suerte de asestarles de lleno en la cabeza, haciéndolos caer, inconscientes, en el chiquero. Vaya a saber qué les pasó a los cerdos. Algunos dicen que fue la sangre. Otros, el aura de violencia que emanaba la pareja con sus eternas discusiones. El punto es que… se los devoraron vivos… —¡Por Dios! —Nadie sabe si despertaron en medio de la horrorosa comilona, o fallecieron sin recobrar el sentido. Para cuando los encontraron, eran dos esqueletos descarnados. Dicen que hasta en su pose de difuntos, en el medio del chiquero, parecían seguir peleando, él con el puño cerrado y en alto, y ella señalándolo acusadoramente, con los escasos huesitos que respetaron los cerdos y el desastre de la tormenta descomunal. Sé que es muy demente esta teoría, Cora, pero esa pareja, muriendo en plena pelea, y habiendo sembrado palabras de odio por todo el lugar, creo que arruinaron la tierra con ese mal sentimiento. Ahora puede echarme, si cree que estoy loco… —No creo eso para nada, Natán. Yo he soñado con ellos casi todas las noches desde que llegué aquí, pero le resté importancia… ¡Qué historia horrible y triste! ¿Cómo se podrá solucionar algo así? ¡He trabajado tan duro! —Mire, Cora, aunque no le prometo nada, tengo un amigo, un funerario, que nos podría echar una mano… —¿Un funerario? ¿Acaso no los enterraron cristianamente? —Preguntó Cora, estremecida. —Por supuesto. Pero tal como usted me contó que los soñó, es posible que los difuntos no descansen. Y hay que sanear la tierra… Así es como llegamos Tristán, Aurora y yo a la granjita de Cora, que nos recibió con el protocolo de quién es visitado por altos funcionarios. Natán nos indicó el sector donde estaba el infausto chiquero por la época de la pareja fallecida. Haciendo un círculo, en el que incluimos a Cora y Natán, nos concentramos en los difuntos, y, a los pocos minutos, la visión horrorosa de dos cadáveres descarnados, con marcas de dientes hasta en sus huesos medio astillados, apareció ante nosotros. De sus cuencas vacías brillaban luces rojas, de las que se desprendían chispas de puro odio. Los repulsivos esqueletos parecían ignorarnos, y seguir una pelea agitando sus miembros deteriorados en gestos amenazantes. —¡Escuchen! ¡Ya dejen de pelear! ¿No van a parar nunca? ¿No se han dado cuenta de cómo el odio que crearon contaminó no solo la tierra, sino el temperamento de sus animales? Los espectros, confundidos, nos prestaron su atención, sin dejar de echar chispas de fuego por sus cuencas. —Esta pobre chica, Cora, compró sus tierras, y sus malos sentimientos hicieron que su duro trabajo se echara a perder: todo lo que sale de acá sabe a putrefacción. Muéstrales, Cora, como tienes las manos de tanto trabajar, por favor… Temblando, Cora les mostró ambas manos a los espectros. Estaban llenas de callos, llagas, raspones y uñas rotas y machucadas. —Ustedes fueron muy egoístas. ¿Por qué, en vez de esparcir su nocivo odio, auyentando a la gente, no pensaron, por ejemplo, en adoptar a un niño? ¿No se daban cuenta de que espantaban a cualquier bebé del deseo de ser gestado por unos padres que no hacían más que insultarse todo el tiempo? Los seres abrieron sus asquerosas mandíbulas de asombro. La que en vida fuera mujer, se llevó las manos en la cabeza, y el hombre, al pecho. Las chispas de fuego comenzaron a manar como lágrimas, y luego de unos segundos eternos, los entes se abrazaron. Al unirse, comenzaron a verse como las personas normales que alguna vez fueron. Ya llorando lágrimas normales, comenzaron a elevarse, mientras caían de sus ropas de trabajo saquitos con semillas, que nunca lograron sembrar en su momento. Cora estaba obnubilada por la experiencia. Natán sonreía benévolamente. —Estoy seguro, Cora, de que su tierra está curada. ¿No es así, Natán? —Por supuesto. Ahora le espera una etapa de prosperidad. —¿Cómo podré agradecerles lo que han hecho por mí? —Estoy seguro de que tanto Edgard como Aurora y Tristán estarán felices de recibir frutas y verduras de tu próxima cosecha. En cuanto a mí, te pido que contrates a mi bisnieto para tus labores. Está sin trabajo, y ya te destrozaste demasiado las manos con el trabajo anterior… Yo conocía a Natán. Lo que quería era que Cora terminara de novia con su bisnieto, un excelente muchacho al que le sobraban labores. No me metería en ello… Le pedí a Cora permiso para llevarme una de las bolsitas de semillas, que hoy está en los estantes de mi colección. Cuando alguien discute, o manifiesta sentimientos malos, se sacude con el sonido de las semillas que no pudieron nacer, recordando que el odio se esparce como un incendio destructivo, devorándolo todo, sino sabemos pararlo a tiempo. El odio destruye, amarga y contamina, dañando e hiriendo a culpables e inocentes. Pueden visitarme, y ver las semillas, y todos los demás objetos de mi colección, y, si gustan, escuchar sus historias. Los espero en La Morgue. De igual modo, tarde o temprano, pasarán por aquí…

sábado, 2 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- OJOS GIGANTES, BOCA SELLADA

EDGARD, EL COLECCIONISTA OJOS GIGANTES, BOCA SELLADA Recibí a Ester para despedirla, lamentando su deceso, ya que la conocía, y era una mujer excelente. En su juventud, cuando su esposo perdió el trabajo, se puso en decenas de actividades, donde combinaba una gran creatividad con un duro esfuerzo para cubrir las necesidades básicas de sus hijas y marido, además de improvisar arreglos a su casa, que se deterioraba cada vez más, a ojos vistas. Eduardo, su marido, en vez de valorar su voluntad, se mostraba siempre hosco, resentido, y no perdía oportunidad de maltratarla verbalmente cada vez que podía. El único pasatiempo que Ester amaba, ya que su condición económica caótica le había obligado a abandonar sus estudios, era tocar el piano, una preciosa herencia de sus padres. Pero no podía hacerlo en presencia de Eduardo, que le decía que no toleraba el ruido asqueroso que hacía, que lo dejaría sordo. Para evitar peleas, cerraba el piano, tragándose su dolor sin una palabra, abriendo sus desconcertados ojos desmesuradamente ante la injusta reacción de su esposo. El tiempo mitigó la situación económica. Eduardo consiguió por fin un trabajo con el que sostener la familia, ya cuando las hijas habían crecido. Muy feliz, Ester pensó que era el momento propicio para retomar su amada música, incluso, para dar clases de piano. Pero no pudo ser: sus hijas, acusándola de egoísta, la abocaron al cuidado de los nietos. Se dio cuenta de que había acostumbrado a su entorno familiar a brindar todo de sí, sin poner límites ni pautas, y que se había vuelto una persona transparente, que solo era visible para atender necesidades ajenas. Cuando intentaba contarle sus sueños a su esposo sobre su proyecto con la música, este la miraba con desprecio, contestándole: —¡Cómo te gusta perder el tiempo en estupideces! ¡Ya sería hora de que vendas esa porquería, que lo único que hace es ocupar espacio en la sala e incomodar! ¡Ni siquiera lo mantienes limpio! Como corolario de su discurso corrosivo, Eduardo pasaba el dedo sobre el piano, con cara de asco, mostrando la leve capa de polvo que había escapado a los ojos de Ester, demasiado ocupada atendiendo sus nietos, y haciendo trámites para sus hijas. Un día especialmente duro, Ester llegó de la calle, luego de una intensa jornada cuidando a los chiquillos enfermos, y, para su total sorpresa, vio que no estaba más el piano en la sala. Abriendo sus ya grandes ojos en forma desorbitada, le preguntó a Eduardo qué había ocurrido con su amado piano. —¿Tu piano? ¿Esa porquería estorbosa? Lo vendí para comprarme el equipo de audio que deseo desde hace mucho tiempo, y no he podido tenerlo por dedicar todo mi dinero a esta casa, por la que trabajo como un esclavo, mientras tú disfrutas de paseo con tus hijas y nietos. ¡Cierra esos horribles ojos saltones tuyos! ¡Sobre que ya son grandes, al abrirlos así, pareces un susto a media noche! Eduardo dio media vuelta, dejando a Ester sumida en un estado de shock. Se había quedado parada en medio de la sala, cargando las bolsas con las que había llegado de la calle, con los ojos desmesuradamente abiertos, de los que manaban lágrimas sin cesar. Luego de una hora en esa posición, tiró las bolsas, y sin decir una sola palabra se encerró en una de las habitaciones que otrora había pertenecido a su hija. Su marido ni siquiera notó su ausencia, ya que Ester había dejado comida preparada, lista para calentar en el microondas, y le daba lo mismo comer sin ella. Así hubiera seguido, de no haber empezado a sonar los acordes de un piano invisible. Eduardo, sin comprender nada, montó en cólera: pensó que con total osadía Ester se había atrevido a manipular su preciado equipo de sonido sin su permiso ¡Ya le diría un par de cosas! Pero la música, que era una horrible marcha fúnebre, no procedía de su aparato. Parecía surgir de todos y cada uno de los rincones de la casa. Alarmado, buscó a su mujer por todos lados, sin hallarla. Cuando se topó con la puerta de la antigua habitación de una de sus hijas cerrada, la golpeó amenazando a Ester de que la abriera a voz de cuello. Al no obtener respuesta, aturdido por la espantosa música de piano que no cesaba ni un segundo, y sopesando que podía haberle ocurrido algo a Ester, procedió, con unas herramientas, a romper la cerradura de la pieza. Encontró e Ester tendida en la cama, con la boca tapada con cinta negra, de la que se usaba habitualmente para reparar cables, y sus ojos demasiado abiertos, con el gesto de haber visualizado demasiados espantos en su sufrida vida. Estaba blanca como la nieve, con los brazos extendidos fuera de la camita de una plaza, cortados a la altura de las muñecas. Ester había tomado el recaudo de poner en el piso dos recipientes, para que su sangre no manchara el suelo. Con un grito de horror, que se perdió entre el sonido de la marcha fúnebre que resonaba sin cesar, con un volumen cada vez más alto, salió corriendo por ayuda. Cuando esta llegó, el piano había cesado, y solo quedó la tarea de determinar el suicidio, para que se pudiera disponer del cuerpo, que ahora está en mi funeraria. No quise modificar sus ojos abiertos de más. Solo me esmeré en maquillarlos para que se viera absolutamente bella, con esa mirada enorme, que abarcaba un universo de pena que muy pocos conocían, y que yo resalté como un gesto de particular hermosura. Antes de comenzar el velatorio, su espectro se me presentó. Era una bruma gris casi invisible, a excepción de sus enormes ojos, que habían visto demasiadas injusticias, abiertos deformemente. Su boca solo era visible por la cinta que parecía flotar en su materia insustancial. —¡Mi querida Ester! Si alguien se merece el descanso eterno, y la paz absoluta, eres tú… Créeme: tus seres queridos están profundamente arrepentidos por su accionar. Sé que no es momento para decírtelo, pero parte de las injusticias en que incurrieron, son, en parte, responsabilidad tuya: les diste todo, sin pedir nada a cambio, sin mostrar el valor que tenían tus gigantescos esfuerzos. Naturalizaron tus atenciones y sacrificios como si les pertenecieran por derecho propio. Ahora, lamentablemente, demasiado tarde, se han dado cuenta de la enorme joya humana que dejó de brillar para ellos. Sé libre, Ester. Márchate al plano donde el dolor no existe, y disfruta la paz eterna… Ester pareció tomar consistencia. Sus ojos tomaron un tamaño normal. Se quitó la cinta negra de la boca, para brindarme una última sonrisa, y se esfumó entre luces, mientras un remolino de papeles hacía un pequeño tornado alrededor de su luminosidad, girando alrededor de él, hasta que cayeron al suelo mansamente. Empezó a sonar entonces, la “Sonata Claro de Luna”, de Beethoven, una de mis piezas favoritas de piano. Con los ojos llenos de lágrimas, esperé a que concluyera, y luego junté del piso los papeles: eran amarillentas partituras, con las que ella practicaba, feliz, de niña. Ahora están en las estanterías de mi colección. Cuando me siento particularmente triste, las tomo, acercándolas a mi pecho, y la Sonata suena, consolándome como un abrazo. Pueden ver las partituras cuando lo deseen. Recuerden valorar los actos de las personas que los aman cuando aún están vivas. Luego, ya no queda lugar más que para un arrepentimiento amargo…