sábado, 16 de julio de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- TIERRA AMARGA

Cora compró una granja abandonada a la salida del pueblo, porque luego de años de sucesión las tierras y los edificios estaban a un precio realmente sorprendente. Decidió invertir allí sus ahorros, y dejar de gastar en alquiler, poniendo todos sus esfuerzos en trabajar la tierra, para abandonar la rutina de trabajo de oficina y estrés de vida en la ciudad. Así que, con todo su entusiasmo, y mucho material recopilado sobre administración, calendario de siembras, y ganas de poner manos a la obra, comenzó las primeras labores no bien estuvo equipada con lo básico la pintoresca casita, que ella misma arregló y decoró con amor. Por las noches sufría horribles pesadillas: soñaba con dos espantosos espectros que se levantaban de un chiquero, luego de haber sido devorados por los cerdos, mostrando jirones de carne y huesos, que se atacaban, con un odio feroz. En el terrible sueño, la pareja infernal prefería seguir dándose muestras de desprecio y hostilidad a consolarse por la horrible muerte que habían tenido. Cora despertaba transpirada, con el corazón acelerado, asqueada y temerosa de las imágenes de la pesadilla, pero le restaba importancia: justificaba el sueño con sus temores ocultos al ser la primera vez que vivía sola, y con un emprendimiento tan grande en su cabeza. Así que se tomaba un té de tilo, y se levantaba bien temprano para aprovisionarse y comenzar su jornada. Luego de arduos meses de trabajar la tierra con mucho sacrificio, solo contratando ayuda cuando no le quedaba más remedio, llegó el tiempo de cosechar el fruto de su esfuerzo. Para su horror y decepción, todo lo sembrado tenía un gusto asqueroso: inexplicablemente, sabía a carne podrida. Incluso los árboles frutales le dieron también la amarga sorpresa: eran incomibles los frutos, con un sabor vomitivo. Cora se desesperó. Aún tenía resto económico como para aguantar un tiempo más, pero haber trabajado tanto por nada, con todas las ilusiones que albergaba su corazón soñador, la dejaron devastada. En vez de ponerse a llorar y lamentarse, fue a buscar un ingeniero agrónomo para que investigara el motivo del fracaso de su esfuerzo. ¿La habrían estafado al venderle las tierras a un precio tan bajo? Cora se contactó con Natán, un viejo amigo de mi padre, que no solo conocía de su profesión que lo ligaba a la tierra, sino también la historia del pueblo y sus habitantes. No creo equivocarme si digo que el buen Natán superaba los ciento diez años de edad, lo cual no le impedía desenvolverse con soltura y eficacia. —Muy buenos días, bella señorita. He llegado en tiempo y forma, tal como le prometí. Acá tengo todo el material para recoger las muestras. —¡Hoy está muy frío! ¿Le agradaría, antes de empezar su labor, caballero, tomar un té conmigo? Aún no desayuné. Es usted muy puntual… —¡Por supuesto, señorita! Debe usted leer el pensamiento. Pero nada de “caballero”. Soy Natán. —Y yo, Cora. Pasemos a la casa, por favor… Una vez servido el té con leche y pan casero, el viejo, encantado, se veía dudoso. Mientras disfrutaba el desayuno, Cora lo vio pensativo. —¿Qué ocurre, Natán? —Mire, jovencita: usted tiene edad para ser mi bisnieta, y me quedo corto. Siento que si hago el trabajo, la voy a estar estafando. Y si le digo la verdad, usted no va a querer creerme… —No le estoy entendiendo, Natán… —Pues mire. Hay cosas que ocurren que no tienen una explicación científica, como la que se puede sacar de un análisis de suelos y napas de aguas, como las que yo realizo desde antes de que naciera su abuela. Me voy a arriesgar, aún a perjuicio de mi ganancia económica, y de que me crea un viejo lelo, a contarle una historia, que sucedió aquí mismo, y que me parece que es la causa de su mala cosecha… ¿Estaría dispuesta a escuchar? Luego, sacará sus conclusiones. Y si le parece, puede correrme del lugar con los perros… Cora sonrió. Sus perros eran unos pequeños cusquitos cariñosos que no se despegaban de los pies del viejo, que había logrado intrigarla. —Le prometo, Natán, que no pensaré que usted está lelo, y que no sufrirá la ferocidad de mis perros… —Está bien. No diga que no se lo advertí… Hace muchos años, esta granja estaba habitada por una pareja que no podía tener hijos. Trabajaban la tierra de sol a sol, con gran productividad. Tenían, incluso, animales: vacas, gallinas, cerdos. Al principio todo iba bien, pero a medida que pasaba el tiempo, comenzaron a echarse la culpa uno al otro por la frustración de no poder gestar un niño. Hasta la gente que contrataban para ayudarlos se terminaba yendo, pese a la buena paga, porque no soportaba la andanada de palabras amargas que se soltaban por todo el lugar. Insultos y acusaciones horribles, llenas de resentimiento y rencor. Los trabajadores decían que después de escuchar sus discusiones, la cabeza les dolía por horas. En vez de darse cuenta de que esa dinámica enferma iba en aumento, y buscar ayuda, persistían en insultarse cada vez con más violencia. Y en eso estaban, diciéndose las cosas más horribles que podían existir, mientras alimentaban a sus cerdos. Un viento feroz, que antecedió una tormenta histórica, desprendió una viga del granero cercano, con la mala suerte de asestarles de lleno en la cabeza, haciéndolos caer, inconscientes, en el chiquero. Vaya a saber qué les pasó a los cerdos. Algunos dicen que fue la sangre. Otros, el aura de violencia que emanaba la pareja con sus eternas discusiones. El punto es que… se los devoraron vivos… —¡Por Dios! —Nadie sabe si despertaron en medio de la horrorosa comilona, o fallecieron sin recobrar el sentido. Para cuando los encontraron, eran dos esqueletos descarnados. Dicen que hasta en su pose de difuntos, en el medio del chiquero, parecían seguir peleando, él con el puño cerrado y en alto, y ella señalándolo acusadoramente, con los escasos huesitos que respetaron los cerdos y el desastre de la tormenta descomunal. Sé que es muy demente esta teoría, Cora, pero esa pareja, muriendo en plena pelea, y habiendo sembrado palabras de odio por todo el lugar, creo que arruinaron la tierra con ese mal sentimiento. Ahora puede echarme, si cree que estoy loco… —No creo eso para nada, Natán. Yo he soñado con ellos casi todas las noches desde que llegué aquí, pero le resté importancia… ¡Qué historia horrible y triste! ¿Cómo se podrá solucionar algo así? ¡He trabajado tan duro! —Mire, Cora, aunque no le prometo nada, tengo un amigo, un funerario, que nos podría echar una mano… —¿Un funerario? ¿Acaso no los enterraron cristianamente? —Preguntó Cora, estremecida. —Por supuesto. Pero tal como usted me contó que los soñó, es posible que los difuntos no descansen. Y hay que sanear la tierra… Así es como llegamos Tristán, Aurora y yo a la granjita de Cora, que nos recibió con el protocolo de quién es visitado por altos funcionarios. Natán nos indicó el sector donde estaba el infausto chiquero por la época de la pareja fallecida. Haciendo un círculo, en el que incluimos a Cora y Natán, nos concentramos en los difuntos, y, a los pocos minutos, la visión horrorosa de dos cadáveres descarnados, con marcas de dientes hasta en sus huesos medio astillados, apareció ante nosotros. De sus cuencas vacías brillaban luces rojas, de las que se desprendían chispas de puro odio. Los repulsivos esqueletos parecían ignorarnos, y seguir una pelea agitando sus miembros deteriorados en gestos amenazantes. —¡Escuchen! ¡Ya dejen de pelear! ¿No van a parar nunca? ¿No se han dado cuenta de cómo el odio que crearon contaminó no solo la tierra, sino el temperamento de sus animales? Los espectros, confundidos, nos prestaron su atención, sin dejar de echar chispas de fuego por sus cuencas. —Esta pobre chica, Cora, compró sus tierras, y sus malos sentimientos hicieron que su duro trabajo se echara a perder: todo lo que sale de acá sabe a putrefacción. Muéstrales, Cora, como tienes las manos de tanto trabajar, por favor… Temblando, Cora les mostró ambas manos a los espectros. Estaban llenas de callos, llagas, raspones y uñas rotas y machucadas. —Ustedes fueron muy egoístas. ¿Por qué, en vez de esparcir su nocivo odio, auyentando a la gente, no pensaron, por ejemplo, en adoptar a un niño? ¿No se daban cuenta de que espantaban a cualquier bebé del deseo de ser gestado por unos padres que no hacían más que insultarse todo el tiempo? Los seres abrieron sus asquerosas mandíbulas de asombro. La que en vida fuera mujer, se llevó las manos en la cabeza, y el hombre, al pecho. Las chispas de fuego comenzaron a manar como lágrimas, y luego de unos segundos eternos, los entes se abrazaron. Al unirse, comenzaron a verse como las personas normales que alguna vez fueron. Ya llorando lágrimas normales, comenzaron a elevarse, mientras caían de sus ropas de trabajo saquitos con semillas, que nunca lograron sembrar en su momento. Cora estaba obnubilada por la experiencia. Natán sonreía benévolamente. —Estoy seguro, Cora, de que su tierra está curada. ¿No es así, Natán? —Por supuesto. Ahora le espera una etapa de prosperidad. —¿Cómo podré agradecerles lo que han hecho por mí? —Estoy seguro de que tanto Edgard como Aurora y Tristán estarán felices de recibir frutas y verduras de tu próxima cosecha. En cuanto a mí, te pido que contrates a mi bisnieto para tus labores. Está sin trabajo, y ya te destrozaste demasiado las manos con el trabajo anterior… Yo conocía a Natán. Lo que quería era que Cora terminara de novia con su bisnieto, un excelente muchacho al que le sobraban labores. No me metería en ello… Le pedí a Cora permiso para llevarme una de las bolsitas de semillas, que hoy está en los estantes de mi colección. Cuando alguien discute, o manifiesta sentimientos malos, se sacude con el sonido de las semillas que no pudieron nacer, recordando que el odio se esparce como un incendio destructivo, devorándolo todo, sino sabemos pararlo a tiempo. El odio destruye, amarga y contamina, dañando e hiriendo a culpables e inocentes. Pueden visitarme, y ver las semillas, y todos los demás objetos de mi colección, y, si gustan, escuchar sus historias. Los espero en La Morgue. De igual modo, tarde o temprano, pasarán por aquí…