sábado, 4 de febrero de 2023

EDGARD, EL COLECCIONISTA- EL DEDO DEL TAXIDERMISTA

Gerardo disfrutaba de un hobby extraño y cruel. Amaba ver animales, pero, desgraciadamente, su amor se proyectaba hacia los que asesinaba, y luego embalsamaba para exhibirlos en su tétrica casa, cuya única ornamentación eran los animalitos muertos. Esta afición lo absorbía tanto, que, teniendo una pensión por incapacidad para cubrir sus necesidades básicas, (había perdido parte de una pierna en su juventud en un accidente laboral, como faenador, con las sierras que cortaban las reses), dedicaba todo su tiempo a cazar y embalsamar. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba, las escasas veces que iba al pueblo a tomar un par de tragos en el bar, él se definía como “taxidermista”, aburriendo a sus interlocutores con historias de su práctica. Gerardo soñaba con salir de los innumerables roedores, pequeños zorros y comadrejas: aspiraba a un animal de gran tamaño, imponente y peligroso. Fantaseaba con usar la escopeta, con un tiro estratégico que abatiera una bestia regia, majestuosa. Se imaginaba hasta la mirada de desafío de la misma, y su pericia para despojarle la vida e inmortalizarla luego, conservando su esencia para disfrutarla cuando quisiera. Se obsesionó tanto con esa idea, que acudió al zoológico, que, por lógicas razones de bienestar para sus habitantes, se había transformado en una reserva natural, con hábitats adaptados para los pocos ejemplares que no eran nativos. Su objetivo era la pantera negra que vivía allí, en un parque adaptado para ella, y que rara vez se mostraba a los visitantes, dejando siempre una sensación de intriga y misterio. Se coló de noche, por una zona que había estudiado con anticipación en un plano detallado del lugar, directo al parque, con la intención de cazar la pantera, y llevársela en un titánico esfuerzo para cumplir el anhelo de su vida. Gerardo solo era dedicado a lo que le interesaba. Si su mente hubiera estado más abierta, habría sabido de antemano que la pantera era el orgullo de la reserva natural, ya que no solo había un ejemplar, y que la hembra estaba preñada. Hasta los colegios participaban en concursos donde los niños proponían nombres para los cachorritos prontos a nacer. Era un acontecimiento feliz y poco usual, ya que era muy difícil la reproducción en cautiverio, y la ocasión ameritó que naturalistas de otros países se ofrecieran a readaptar a la familia felina una vez paridos los pequeños, a su lugar de origen. Ya se pensaba en una fiesta de despedida para la regia camada por venir y sus bellos progenitores. Así que Gerardo, ignorando toda esa información, ridículamente vestido como para un safari, sin la ventaja de la luz natural, entró en el predio de las panteras, con la mira del arma apuntando en la oscuridad. A la espera de toparse con el animal, su corazón latía acelerado con el gozo anticipado del momento de la matanza, y se loaba a sí mismo por la hazaña sobrehumana de trasladar el cadáver que transformaría en su obra maestra. Tan metido estaba en sus ensoñaciones, que no escuchó el furtivo ataque por la espalda del animal, que, mil veces más feliz que Gerardo, tenía la oportunidad de cazar una presa como sus instintos naturales se lo solicitaban. Gerardo aulló como un lobo, gimió como un gato, se ahogó con su sangre exhalando los chillidos de un ave de presa, y ladró de agonía mientras era devorado vivo por dos panteras que pronto volverían a su casa, de la que jamás debieron salir. Los restos de Gerardo, (no se puede hablar de cadáver observando lo que quedó luego de su estúpida incursión) se identificaron más tarde gracias al dedo gordo intacto del que se recuperaron huellas dactilares. Las panteras tuvieron que ser sedadas con gran cuidado, sobre todo en la hembra, para examinarlas: la comilona les había sentado sumamente mal, y vomitaron a Gerardo en diferentes zonas del parque, que se cerró con excusas de mantenimiento: nadie quería arruinar el pronto nacimiento de los cachorros con la historia del idiota que se coló en su hábitat, manchando así el traslado de los felinos. Concluidos los trámites en razón de la defunción del taxidermista, sin familia ni seres queridos a los que explicarles el incidente, se archivó la causa. Mi querido amigo, el comisario Contreras, me trajo el dedo en un frasco con formaldehido, un dedo transcurrido por el deseo de participar del vaciamiento de vísceras de un animal inocente para transformarlo en un objeto “decorativo”. Ese pulgar inquieto, (cada cierto ciclo de tiempo se mueve en una especie de baile convulsivo), se luce en los estantes de mi enorme colección. Por cierto, la pantera tuvo dos hermosos hijitos. La hembra fue bautizada con el nombre ganador que los niños propusieron en las escuelas. Al machito, quizás para regalarle algo positivo a quien nada de eso tuvo en vida, le pusieron Gerardo… Si no me equivoco, la fundación naturalista pronto trasladará al bellísimo Gerardo, su hermanita y padres a África, cerrando un ciclo que debió haber terminado hace muchísimo tiempo: los animales no son objetos ni divertimentos, son seres que tienen derecho a la dignidad de su propia naturaleza. Si desean ver el dedo inquieto, espasmódico, acérquense a La Morgue, y con gusto les mostraré toda mi colección. Los espero por aquí. Feliz fin de semana.

sábado, 28 de enero de 2023

EDGARD, EL COLECCIONISTA- BAILANDO CON LOS GUSANOS

Gonzalo era un niño con emociones muy intensas, que, a veces, no sabía cómo procesar. Su padre, el único que parecía entenderlo y apoyarlo con gran cariño, falleció siendo el muy pequeño. Su madre, Lorena, que se llevaba muy mal con el esposo, se enojaba con Gonzalo, que le recordaba por el parecido físico a su marido, con demasiada frecuencia. Cuando Gonza andaba por los doce años, Lorena vio al muchachito llorando amargamente. —¿Por qué lloras? —Extraño mucho a papá… Me gustaría que no se hubiera…marchado. —¡Ese infeliz! ¡Un bueno para nada, igual que tú! ¡Gracias a Dios, que, en vez de seguir holgazaneando con la excusa de su enfermedad, ahora está bailando con los gusanos! Ante el horror en la cara de Gonzalo por su frase, Lorena lanzó una carcajada cruel. —Igual. Eres igualito a él. ¡Ya deja de llorar como una niña! ¿Quieres que te compre una faldita? Esa no fue la última vez que la madre usara esa expresión. Cada vez que podía, para disgusto del muchacho, la mujer repetía que su padre estaba “bailando con los gusanos”. Gonzalo se obsesionó con eso. Empezó a tener pesadillas, y se puso a investigar sobre el tema en internet. Así le surgió la inquietud de hacer un experimento, y vivenciar de qué forma obraban los gusanos con los cuerpos corrompidos. Dejó de juntarse con los pocos amigos que tenía, para ir al bosque, donde mataba pequeños animalitos, y los dejaba en pozos cavados alrededor de una choza abandonada que usaba como base de operaciones. Cada cierto ciclo de tiempo, desenterraba los pequeños cadáveres, para ver la actividad de los gusanos en ellos. Con horrorizada fascinación, observó cómo el cuerpecillo de un pequeño conejo parecía sacudirse levemente. La ilusión óptica de falsa vida se rompió cuando se percató de la frenética actividad de los gusanos, que asomaban por los ojos y hocico del animalito. Comenzó a apuntar sus observaciones de los pequeños trabajadores de la muerte: en cuánto tiempo aparecían, sus características y ciclo de desarrollo. Quizás a eso se hubiera limitado, si Lorena no hubiera sido tan mordaz con sus poco felices comentarios en el casi inexistente diálogo con su hijo, y se hubiese abstenido de repetir cada dos por tres su venenosa cita del “baile de los gusanos”. Un día recibió una comunicación de la maestra de Gonzalo, pidiéndole una reunión por el bajo rendimiento escolar del chico. Eso generó que la mujer se pusiera especialmente cruel y virulenta, implantando, sin saber, una macabra idea en la resentida psiquis de su hijo. Gonzalo le dedicó el triple de tiempo a su actividad en el bosque, abocado a crear una “granja de gusanos”. Apoyado por la experiencia que venía tomando con sus pobres víctimas peludas, e investigando más, empezó a criar los repulsivos bichos en cantidades casi imposible de concebir. Con los destartalados muebles de la choza, usó la madera para construir una caja oblonga, rústica, muy similar a un ataúd. Cuando consideró el momento oportuno, acudió a su enclave del bosque en su bici, con un carrito adosado, y metiendo su “cosecha” en bolsones, se los llevó junto a la caja hasta su casa. Esperó pacientemente a que su madre volviera del trabajo, con la caja dispuesta en el medio de la sala, y las enormes bolsas movedizas bien cerca. Cuando regresó Lorena, preguntando a los gritos qué diablos era esa porquería, su hijo la atacó por la espalda, dándole un golpe en la cabeza, desmayándola. La mujer se despertó sintiendo mil alfileres de dolor en su cabeza lastimada. Descubrió, espantada, que estaba atada de pies y manos, en el interior de la horrible caja que vio al entrar en su hogar. Al intentar gritar, se percató de que su boca estaba sellada con cinta. Entonces, con los ojos desorbitados, encontró a Gonzalo, contemplándola con una sonrisa de oreja a oreja. En vez de atender el mudo ruego de liberarla, su hijo acercó un parlante, y sin dejar su semblante risueño, tan poco habitual en él, le dijo: —Llegó el momento, mamá: hoy vamos a bailar todos con los gusanos. Ya no voy a llorar más como una niña, ni te recordaré con mi rostro el de papá, que según tú era un holgazán. Nada como un buen ejercicio para espantar al ocio… ¡A bailar! Encendió una música atronadoramente fuerte, y abrió uno de los bolsones, repleto de gusanos, esparciéndolos sobre el cuerpo maniatado de Lorena, que se sacudía impotente ante una mezcla de repulsión y terror extremos. Gonzalo le arrancó la cinta de la boca, y el grito de horror de Lorena quedó obstruido por otra lluvia de gusanos, que el chico le arrojó al abrir otro bolsón, hasta cubrirla por completo dentro de la caja. Feliz al ver cómo se sacudía su madre bajo su manta de gusanos, gritó intentando superar el volumen de la música heavy metal que sonaba del parlante: —¡Eso es, mamá! ¡A bailar con los gusanos, todos juntos, como la mejor de las familias! Y con una euforia que jamás había sentido desde la muerte de su padre, se puso a bailar como un poseso alrededor del rústico ataúd construido con sus propias manos, donde a su madre, se le reventaba el corazón del asco y el terror de su situación. A Gonzalo no pudieron hacerlo parar de bailar, cuando la policía, alertada por los vecinos que se quejaron del estruendo musical a altas horas de la noche, se llegó al domicilio. El comisario Contreras pidió ayuda a una institución psiquiátrica para tranquilizar al chico, que llevaba horas bailando y riendo sin poder parar, deshidratado y desvinculado de la realidad. Pronto, ya resuelto el caso, me tocará oficiar el velatorio de Lorena. Gonzalo quedó institucionalizado en el hospital psiquiátrico. Si no lo sedan, sigue bailando sin cesar, con el riesgo de morir de agotamiento, sin dejar de sonreír y gritar que “hay que seguir bailando con los gusanos”. Como atención, mi amigo, el comisario, me trajo el cuaderno con los apuntes que el malogrado muchacho hacía en la choza del bosque, cuyo contenido erizaría la piel del más templado, y un frasco con gusanos, que, rompiendo toda clase de lógica natural, siguen retorciéndose repulsivamente sin morir, alimentados vaya a saber con qué extraña energía… Ambos objetos se encuentran en los estantes de mi colección. Pueden venir a verlos. Los espero con mucha ilusión. Hasta el próximo velatorio…