sábado, 20 de agosto de 2022

EDGARD, EL COLECCIONISTA- HOGUERA DE DINERO

Manuel era uno de los hombres más prósperos del pueblo, que participaba en todas las actividades sociales, como colaborador para el crecimiento. De igual modo, era muy activo en la iglesia, donde se sumaba a innumerables obras de caridad, brindando grandes cantidades, por lo que la comunidad religiosa lo veneraba. Pese a no tener ninguna necesidad, Manuel era prestamista. Usurero, para ser más puntuales. Justificaba los exorbitantes intereses que cobraba a la pobre gente que terminaba recurriendo a él cuando todas las demás puertas se les cerraban, argumentando que esa suma se donaría para caridad, y sería una prueba de nobleza y generosidad de los desesperados tomadores de deudas. Manuel, así como era todo sonrisas con los curas en sus reuniones, con sus morosos se mostraba implacable. No le temblaba el pulso al dejar familias en la calle, embargando sus casas, por más llantos desesperados y súplicas le dispensaran pidiendo más tiempo para arreglar. —Lo siento —decía con cara compungida. —No depende ya de mi voluntad, sino del accionar judicial. Pero tengan el gran consuelo de que su propiedad pasará a manos de la iglesia, y la seguridad de que Dios no abandona a sus fieles. Recen con fe, y verán que pronto se solucionará todo… La familia despojada captaba un oscuro goce retorcido en el ridículo discurso del hombre, sintiendo haber sido víctimas de una estafa moral que iba más allá de los bienes perdidos. Mientras el prestigio de Manuel crecía como filántropo y precursor de crecimiento social, tras esa fachada se ocultaba un caudal de sufrimiento humano inimaginable. Hubo gente que llegó a quitarse la vida al no poder afrontar su deuda, mantenida en secreto con la esperanza de poder liquidarla, al no atreverse a enfrentar la miseria en que dejaban a sus seres queridos. Un jovencito, Bautista, víctima de una tragedia acaecida en ese contexto, que se vio con su madre en la calle, y su padre con un tiro en la cabeza, comenzó a acechar sigilosamente a Manuel. Puso en su tarea clandestina un esmero apasionado, alimentado como una hoguera interna con el dolor de su familia destruida. Al espiar a todas horas al hombre que consideraba una encarnación del mismo diablo en la tierra, sabía su rutina de cabo a rabo. Así que un día, armado de un valor nacido de la amarga convicción, pese a su juventud, de que poco le quedaba por perder, con el viejo revólver con el que su padre se quitó la vida, entró a la casa de Manuel por una ventana trasera, dejando al hombre helado de sorpresa y espanto al toparse con Bautista apuntándolo, en su propia sala. —¡Por Dios, muchacho! ¿Qué diablos haces? —¡Ni se le ocurra mencionar a Dios, miserable! ¡Si no hace lo que le digo, le vuelo los sesos! La mano de Bautista temblaba peligrosamente, con el riesgo de que una bala se escapara. —Dime lo que quieres… Manuel estaba aterrorizado por la colérica mirada del joven, y el temblequeo inestable del revólver. —Saque todo el dinero de sus cajas fuertes. La pequeña, tras el cuadro de su sobrino, y la grande, tras la estantería de la biblioteca. —¿Cómo tienes esa información? — Preguntó, azorado. —Eso no interesa. ¡Hágalo ya! Y coloque todo en la chimenea. Como viviendo una pesadilla, Manuel siguió las instrucciones, dejando en la gigantesca chimenea una cantidad enorme de fajos de dinero. —Ahora, arrójele combustible. —¡¿Qué?! —¡Hágalo ya, o lo mato! Horrorizado, empapó la plata con el líquido inflamable. —Ahora, enciéndalo. Ahí tiene a mano los fósforos. —¡Cómo voy a prender fuego todo ese dinero! ¡Es algo estúpido y sin sentido! —¿Quiere que le dispare? ¡Hágalo ya! —¡Estás loco! ¡Es preferible que te lo lleves! —Tiene diez segundos, antes de que dispare… Con lágrimas en sus incrédulos ojos, Manuel encendió la fortuna, sintiendo que cometía un sacrilegio. —Ahora, quédese quieto, y observe bien. No se mueva. Congelado de espanto, Manuel observó, iluminado su rostro conmocionado por las luces y sombras de la hoguera, hasta que, en lo que le pareció una eternidad, el tesoro quedó consumido a cenizas. —Agáchese, tome un puñado, y cómaselo. —¡¿Por qué?! —¡Solo cállese y coma! ¡Hasta que yo le diga basta, no pare! Asqueado, obedeció, pese a las náuseas que lo sacudían, hasta que, un largo rato después, Bautista le dijo: —Ya está. Ya comulgó con su dios. Ya se tragó las cenizas de su avaricia, que es la única deidad que respeta, además del poder de disfrutar hacer daño, usando excusas pías. Estamos en paz. Manuel sintió una arcada ácida. Mientras se agachaba para vomitar, un dolor lacerante le atravesó el pecho, y cayó fulminado de un ataque al corazón. Bautista se entristeció. Quería que Manuel viviera muchos años con el recuerdo de esa experiencia. Sin más, llamó a la policía, y le contó al comisario Contreras lo acontecido con voz átona. Al ser menor, su condena quedó en suspenso, luego de una breve internación psiquiátrica, al considerar que el muchacho pasaba por una crisis depresiva que lo llevó a actuar erráticamente. Yo despedí al célebre filántropo, con una masiva concurrencia. Al concluir el velatorio, apareció el espectro tiznado de cenizas, con el vientre desmesuradamente hinchado, y ojos desorbitados del espanto de haber descubierto su propia maldad maquillada de caridad. —Veo, Manuel, que te diste cuenta de tus errores. Se siente en tu energía que estás arrepentido. Libera tu carga, y márchate. Inflándose su enorme vientre como un globo, estalló de golpe, arrojando cenizas y billetes a medio quemar. Luego, sin dejar su cara de aflicción, se esfumó. No puedo, en este caso, saber si realmente ascendió, o está pagando sus pecados en el limbo de la oscuridad. Tomé un puñado de billetes semi quemados, y los puse en mi colección, para ponderar el verdadero valor del dinero, y la desgracia que genera cuando se utiliza con malos fines. Para algunos es una droga, que nubla el alma con ínfulas de poder desmesurado. En todos los casos, su presencia desnuda la verdadera naturaleza del ser humano. Seguramente, ustedes, que no son así, querrán ver mis billetes tocados por el fuego, y evaluar qué harían en caso de ser ricos. Los espero en La Morgue, para contarles todas mis historias