sábado, 11 de diciembre de 2021

EDGARD, EL COLECCIONISTA- UN TROZO DE CARNE

Me llegó el cuerpo de Armando para despedirlo. La viuda, desconsolada, me dio una enorme cantidad de dinero, pidiéndome discreción. Yo, confundido, no entendía a qué se refería Marcela. Ella tiene una familia muy influyente, y ya me había abonado el servicio más caro. Cuando me tocó el momento de preparar a Armando, comprendí a qué se refería. Marcela era muy apasionada en su matrimonio, y su dinámica erótica se basaba en besos. Nada de malo o anormal. Pero en algún momento, la mansa práctica cambió de dinámica: pasó de besar a morder durante el coito. En principio, era algo moderado, y hasta agregaba pasión y novedad. El tema degeneró en algo desagradable cuando las mordidas de la mujer se volvieron violentas y dolorosas. Armando le propuso a Marcela ver a un psicólogo para moderar su agresiva pulsión, y ésta se indignó, poniéndose molesta, y reprochándole su falta de hombría: era su propia debilidad lo que necesitaba tratamiento psicológico. Por otra parte, le mencionó el poder que tenía su familia en la comunidad, en cómo podría terminar su carrera de docente si se ponían en contra de él. El hombre comenzó a sentirse amenazado por su esposa. Le temía. Incluso se veía presionado a tener sexo cuando Marcela lo ordenaba, con la desagradable intervención de la tortura de los dolorosos mordiscos, cada vez más fuertes e intensos: llegaba a sacarle sangre. Armando sentía que su vida se deterioraba. Tenía pesadillas en las que Marcela lo devoraba. Comenzó a tener temblores tan marcados, que a veces, frente al aula, los alumnos percibían cómo se le dificultaba al profesor escribir en la pizarra. Cuanto más se veía atemorizado y acorralado, más deseo tenía Marcela de su marido. El punto álgido llegó cuando en un momento de exaltación extrema, Marcela le arrancó un pedazo del hombro de un mordisco feroz. El pobre hombre aulló de dolor, horrorizado. Marcela parecía en el nirvana más elevado de placer, y para el espanto absoluto de Armando, masticó el trozo arrancado, con cara de éxtasis, mientras le chorreaba sangre por la boca. Luego de eso, le curó la herida a su esposo con gran esmero, pero le prohibió absolutamente acudir a un médico, porque no quería “tener su vida privada en boca de todos”. Como Armando se sentía muy dolorido, le rogó que le consiguiera un médico con sus famosas influencias familiares, pero ella se negó obstinadamente. El profesor fue a trabajar en un estado lamentable. Llegó un momento en que la fiebre le impidió acudir a dar clases. Marcela le cambiaba los apósitos, sin mencionar que manaba la herida un pus inmundo, y la zona estaba ennegrecida, dura y caliente. Finalmente, el hombre falleció de una sepsis, y recién ahí, la esposa llamó a un “médico discreto”, pero para que firmara el certificado de defunción por muerte natural. Cuando desvestimos con mi ayudante Tristán a Armando para prepararlo, nos horrorizamos por las innumerables cicatrices de mordidas en todo el cuerpo, y la espeluznante herida en su hombro, asquerosa y putrefacta. En ese momento comprendí que el pedido de “discreción” era un soborno de complicidad de una atrocidad espantosa. Mientras lo discutíamos con Tristán, apareció el espectro de Armando, desnudo, con sus terribles cicatrices al rojo vivo sobre la lividez cerúlea de su cuerpo, y el hombro desgarrado manando un apestoso líquido verde. Nos miró a los ojos con una tristeza inconmensurable. Entendimos cuál era su deseo, y asentimos. El velatorio comenzó normalmente, con la escena típica de la viuda llorando amargamente sobre el féretro del difunto, y todo el mundo consolando a la “pobrecita”. Cuando la actuación de Marcela estaba en su punto cúlmine, entró el comisario Contreras con dos agentes, y se llevó a Marcela esposada, que, en el colmo de su indignación, vociferaba mencionando que el poder de su familia los aplastaría a todos, empezando por mí, “ese miserable funebrero traidor y charlatán”. Fue un escándalo en el pueblo. Y sí: Tristán y yo denunciamos el estado del cadáver, que no se condecía con el certificado de muerte natural. Cuando se fueron los últimos deudos, apareció ante nosotros el espíritu de Armando, sin sus mordidas, y dejó caer el espeluznante pedazo de carne que su mujer le había arrancado en la pulsión enferma de su pasión. Con un gesto de placidez, nos saludó y se elevó mansamente, liberado del dolor que lo anclaba al plano terrenal. En un frasco con formol flota el trozo de hombro de Armando, en una de las estanterías de mi colección. No es bonito de ver. Es muy probable que Marcela no expíe como debiera su crimen. Seguramente su pudiente familia le conseguiría una condena de lujo en un sanatorio psiquiátrico para gente acomodada. Resta rogar por la justicia Divina. Al menos, el alma de Armando descansa en paz. Los invito, como cada semana a La Morgue, para que les cuente todas las historias atesoradas en mi colección.

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