sábado, 23 de mayo de 2020

LA NATURALEZA CANÍBAL

La naturaleza caníbal Mimí Marmor El dolor de mi pierna fracturada es pulsante, enfermizo. Susurra historias de pus, infección, gangrena… Acallo esa vocecita interior ejercitando la memoria con la época en que era padre, hijo, esposo. La feliz época anterior a la guerra. Mi pequeño grabador escucha mi relato. Llegaron dejándonos maravillados. Sus hermosas naves iluminaron la noche con una suave bruma dorada. Usando el cielo de pantalla reflectora, proyectaron un anuncio cargado de buenas intenciones. Reprodujeron imágenes mandadas por nuestras sondas espaciales, con información básica de la existencia y cultura terrestre. Así nos hallaron, y aprendieron idiomas y costumbres. Aterrizaron sin ningún impedimento en enormes terrenos. Fueron recibidos por comitivas multitudinarias, llenas de curiosidad. Jefes de estado, militares, el pueblo entero ardía de expectativa de conocerlos. Descendieron de las naves gigantescas unos esbeltos seres etéreos, andróginos, de largo cabello albino, enormes ojos dorados, y piel color bronce, con un cráneo más grande que el humano. Nos parecieron bellos. Explicaron que habían llegado desde muy lejos, y que no querían ofendernos, pero nuestra inteligencia primitiva no podía captar las bases de su ciencia y cultura, pero que nos ayudarían con su tecnología para beneficiarnos. Todos los adoraban. Había quienes caían desmayados en éxtasis místicos al verlos. Despertaban balbuceando que Dios había mandado al fin sus ángeles a la tierra. Brindaron la cura a todas las enfermedades. Bajaron la contaminación. Revirtieron el calentamiento global. Combatieron hambrunas con ingeniosos invernaderos cultivados en globos flotantes, donde crecían verdaderos vergeles alimenticios en los climas más extremos. Salvaron especies en extinción y reforestaron selvas enteras perdidas. Nos brindaron combustibles libres de toxinas, de origen orgánico, reciclable. En pocos meses mejoraron superlativamente nuestra calidad de vida, y un día anunciaron que tenían un mensaje para darnos. En cada punto del planeta se congregaron miles de personas para escuchar a cada ángel delegado, que emitieron el mismo discurso. Dijeron que habían llegado a la conclusión de que la ayuda que necesitábamos desesperadamente, no era la que ellos podrían brindarnos. La naturaleza del hombre era totalmente autodestructiva: los humanos se regocijaban con el sufrimiento y destrucción de sus pares, enmascarando con sofismas ideológicas sus sentimientos corruptos. Para consolarnos, afirmaron que no éramos culpables de ello: llevábamos la impronta de tener una naturaleza caníbal. Se consideraban impotentes ante esas pulsiones, y nos despedían deseándonos lo mejor. Dejando multitudes apesadumbradas, en un estado de histeria y depresión, volvieron a sus hermosas naves. Partieron con una rapidez sobrenatural. Mientras el mundo entero lloraba el abandono de sus ángeles, los líderes políticos elucubraron planes para utilizar los conocimientos de los enigmáticos seres, instando a sus científicos a crear armas de destrucción masiva. Estalló la tercera guerra mundial. Todos los países contaban con variantes macabras del mismo arsenal de pesadilla, creyendo tener superioridad por sobre los otros. El resultado fue una masacre inenarrable. En pocas horas se perdieron los beneficios que los ángeles habían aportado. El día que destruyeron mi barrio, estaba en mi casa reunido con mi familia. Hubo un sonido sibilante, un estruendo ensordecedor, la sensación de ser arrojado por los aires como un guiñapo, y luego, el desmayo. Al despertar encontré mi hogar pulverizado, y a mis seres queridos despedazados entre los escombros. No comprendí porqué estaba vivo. Al salir de ese espacio, me encontré en un erial de desolación y muerte. La poca gente sobreviviente, era perseguida por un alienado ejército de soldados enloquecidos, vestidos de negro. Disparaban con pequeñas pistolas que emitían rayos dorados, que momificaban en segundos a las personas alcanzadas. Todo fue un raid de pesadilla: huir de los soldados, encontrar alimento y bebida entre la destrucción, buscar refugio como un animal, para guarecerme por las noches. En las ruinas de un supermercado, encontré un hombre agonizando, horriblemente mutilado. Saqué de mi mochila una botella de agua, y la acerqué a sus labios agrietados. Bebió ávidamente. -Quédate conmigo. No quiero morir solo. -me pidió Le tomé la mano sana, y él asintió. -Gracias, hermano. ¿Sabes? No eran ángeles, sino los jinetes del apocalipsis… Constaté su fallecimiento. Le cerré los ojos con suavidad, y me alejé trastabillando, llorando sin consuelo. Renegué de Dios con las palabras más abyectas, a los gritos. Esa estupidez hizo que un grupo de hombres oscuros me localizara. Tuve que correr como un poseso para esquivarlos. Conseguí burlarlos, pero tropecé con una viga, y me fracturé la pierna. Con un dolor cegador, me arrastré hacia las ruinas de una antigua casa, buscando resguardarme. Pasé largas horas en un rincón, tirado sobre una roñosa manta que tenía en mi mochila y agoté mi reserva de agua. Con tiempo de sobra, reflexioné sobre las palabras del hombre del supermercado. “Jinetes del apocalipsis”. No era una deducción extraña. Quizá necesitaban un planeta que ocupar, y el nuestro les gustó. Prefirieron que nos extermináramos entre nosotros, sin ensuciarse las manos matándonos como a bichos. Nos dejaron como al descuido tecnología que podía usarse como armas letales, un arsenal en potencia al alcance de la mano, sembrando una semilla enferma, putrefacta… Era cuestión de tiempo para que nuestra naturaleza caníbal la germinara. Cuando se desocupe el planeta (los pocos que queden vivos, se matarán enloquecidos, entre ellos con sus pistolitas), los ángeles volverán. Limpiarán el estropicio, y construirán un nuevo refugio para su civilización, que “nuestras mentes primitivas” no podrían entender nunca. Quizá grabo estas palabras para distraerme del dolor insoportable que me recorre. Si ahora hablo en susurros, es porque escucho pasos que se acercan. Seguramente los hombres oscuros me hallaron. Mejor. Estoy harto de sufrir. Veo recortados contra entrada, iluminados por un rayo de luna, la silueta de seis niñitos de unos cuatro años, por su menuda contextura, desnutridos y harapientos, avanzando hacia mí. -Entren, chicos, por favor, no tengan miedo. Se acercan con el andar furtivo de animalitos. -No les voy a hacer daño. Estoy lastimado y solo. ¡Lo que está pasando es una locura! Se me tiran encima coreando, como una letanía: -¡Hambre! ¡Mucha hambre! ¡Me están devorando vivo!!!!!!!!!!!!!!..............

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